7/6/09
El tiempo de las cerezas
Ayer Pepe Coira, después de un día entrañable con amigos muy queridos, me puso en las manos Solo de flauta, una antología de los artículos de Carlos Casanova publicados en El Progreso entre 1998 y 2005, editada por TrisTram en 2005 con una cálida "puesta en página". He salpicado el domingo con la lectura feliz de algunos de esas colaboraciones semanales de treinta o cincuenta líneas. Llovía al otro lado de los ventanales y en el mudo oleaje se remansaba la mirada tras la lectura de una de esas piezas deliciosas de Carlos Casanova.
Mientras iba a comprar el pan, recordé una de las conversaciones de Eckermann con Goethe, cuando éste le recomienda que se guarde de una gran obra, limítese a tratar temas menores (...) Que no se diga que a la realidad le falta interés poético, pues es precisamente en ella donde el poeta se pone a prueba, demostrando tener el ingenio suficiente para sacarle una faceta interesante a un tema ordinario. Goethe no deja de insistir en que cualquier asunto por pequeño o concreto que sea sólo se volverá universal y poético caundo lo trate el poeta.
Y ése es el Carlos Casanova que emerge de las piezas reunidas en Solo de flauta, el poeta que mientras desgrana el tema ilumina una línea, un borde, un instante fugaz, pero manteniendo la necesaria penumbra, ésa en la que nos invita a entrar ya solos, cuando el texto acaba, sabedor que esa penumbra no es más que el prólogo de una sombra inagotable. Una librería o un molino que cierran sus puertas, las iglesias visigóticas, Lisboa, las tierras de Castilla, la feria, una película, un libro, un cuadro, una exposición, la guerra de Irak, Shakespeare, Chejov o Poe. Cualquier esquirla de la realidad deviene pretexto para alumbrar el poso de una experiencia y enhebrar el dibujo de la prosa con el hilo de la memoria. Un hilo que desovilla nuestros recuerdos como quien descubre pétalos secos en libro olvidado y nos devuelve extraviadas fragancias de tiempos perdidos, el bagazo melancólico del aquel de vivir.
A veces, una columna nos golpea con la fuerza de las metáforas que nacen de la yuxtaposición de dos imágenes distantes, cuando Carlos Casanova convierte a una en piel de la otra y a ésta en lluvia de aquélla, como en la magistral Mitch; o consigue iluminar los abismos de Macbeth, su obra favorita; o reflexiona con levedad y hondura sobre la necesidad de la ficción de terror en el corazón de la noche de los niños, en La caseta del terror; o traza una lúdica y surreal odisea de cronopio en Turismo doméstico. Percibimos su amor por la música, por Vermeer, los ríos, el cine de Jean Renoir y el soneto 128 de Shakespere.
Pero si hay algo que me encantó desde las primeras páginas de Solo de flauta fue el latido de la memoria, el peso destilado del pasado, el tiempo decantado en la escritura. En cada texto, Carlos Casanova alambica las experiencias fundadoras de la sensibilidad, como sólo un poeta es capaz de embalsamar los detellos de una danza de los orígenes sobre un telón oscuro que pone entre paréntesis definitivos el tiempo que vivimos. No sé ustedes: yo me miro de vez en cuando en el espejo, con una foto de antaño en la mano, y compruebo qué ha quedado en mi alma y en mi rostro de aquel rostro y de aquel alma. Caricatura de entonces, sólo es importante lo que de entonces permanece, leemos al final de Sueños y ensueños. Carlos Casanova pespunta la escritura con el hilo de la infancia que nos lleva de vuelta al tiempo de las cerezas.
24/3/09
Retrato de guionista
Uno de los libros de cine más gozosos que he leído es Celuloide de Ugo Pirro (Ediciones Libertarias, noviembre 1990). Es una obra del guionista que escribió El jardín de los Finzi-Contini, Investigación sobre un ciudadano libre de toda sospecha o La clase obrera va al paraíso. Ahora ya sólo es posible encontrarlo en librerías de viejo, puede conseguirse por precios entre seis y diez euros. Carlo Lizzani filmó una adaptación –escrita por el propio Ugo Pirro y Furio Scarpelli en colaboración con el director- en 1995, pero hacedme caso, vale la pena leer primero el libro. Es un gran reportaje sobre el final de la ocupación alemana de Roma en 1944 y sobre los primeros años del neorrealismo italiano, pero también es una novela de aventuras, incluso picaresca –inevitablemente picaresca, podríamos decir-y un documento sobre la realización de Roma ciudad abierta (1944).
en Roma en 1974
Por el libro transitan Anna Magnani, Cesare Zavattini, Vittorio de Sica, Federico Fellini, Luchino Visconti, Aldo Fabrizi… Y, claro, Roberto Rossellini. Pero quizá el otro héroe del libro sea Sergio Amidei. ¿Y quién es Sergio Amidei? Pues uno de los más grandes guionistas de la historia. Roma ciudad abierta, Paisà, Stromboli, La paura, El general de

Sergio Amidei
Sergio Amidei (1904-1981) era un triestino que empezó a trabajar muy joven en el cine mudo, incluso intentó dirigir una película pero en un arrebato de ira quemó el negativo rodado y renunció para siempre a la dirección. Los arrebatos de ira constituyen una seña de identidad del guionista. Uno de esos prontos furiosos acabó con su colaboración en el guión de Ladrón de bicicletas, en el que trabajaba con Zavattini y De Sica: literalmente los echó de su casa. La casa de Amidei en

Roberto Rossellini y Anna Magnani
Rossellini tenía un don –del cielo- que le permitía manejar el carácter explosivo del guionista, al igual que manejaría el volcánico de Anna Magnani y la situación desbocada en que se vería inmerso con Ingrid Bergman. Enemigo de las tramas, amigo de un cine de apuntes y propenso a rodar como vivía, a salto de mata, encontró en Sergio Amidei la capacidad para convertir los hechos reales –históricos- en situaciones dramáticas reducidas a lo esencial.
Sergio Amidei tenía la costumbre de contar a sus amigos lo que andaba escribiendo; era su método para comprobar la eficacia del argumento. Medía los efectos que provocaba su relato observando las reacciones de sus oyentes y a menudo cambiaba el relato a medida que lo contaba en función de lo que leía en los rostros. Roma ciudad abierta, Paisá y Stromboli nacerán de historias basadas en hechos vividos o conocidos de primera mano por el propio Amidei y narrados en tertulias de noche, humo y toque de queda. En la casa del guionista, durante los meses de la ocupación nazi, se reunía la dirección del Partido Comunista Italiano en Roma. Y otros guionistas, y cineastas, y actores… No sería exagerado decir que el neorrealismo germinó en la casa de Amidei en

Indro Montanelli
El gran periodista y escritor italiano Indro Montanelli trabajó en la adaptación cinematográfica de su relato El general de
A M I D E I
El cine italiano, tiene una especie de militante ignorado que se llama Sergio Amidei. Ignorado es un decir, se entiende. No existe productor, indígena o extranjero, no existe jurado internacional de festivales, no existe crítica, aun de modesta competencia, que ignore su nombre, su obra y su valía. Pero la gran masa de público no le conoce, quizá porque él no hace nada por darse a conocer.
Susceptible y de difícil trato, permanece apartado, siempre en guerra con todos, y especialmente con quien realiza sus ideas. Le llaman «el viejo de la plaza de España» —si bien todavía esté, por lo que toca a años, lejos de la vejez—, por culpa no tanto de la melena cana, cuanto por su carácter arisco, que, sin embargo, no impide a quienquiera que desee realizar un filme, subir a su casa para oír, al menos, su parecer.
Más o menos marcada, todo cuanto de bueno hecho nuestro cinema desde la guerra acá, lleva su impronta. Especialmente en los principios del neorrealismo, cuando éste era aún de buena y límpida fuente, se percibe claramente el signo fuerte y amargo de Amidei. Y acaso el único que lo ignora sea él, que no por modestia, sino por orgullo, no se reconoce padre de nada ni de nadie. Le han traicionado todos, según él: productores, directores, actores. Pandilla de cabezotas.
Un día subí a mi vez a aquel sexto piso de la plaza de España, y no para una corta visita de compromiso, sino para acordar con él una comprometida colaboración. El ascensor no funcionaba aquella mañana. Tuve que subir la escalera a pie. Aquellos seis tramos me parecieron interminables, grabados con los tristes presagios que me pesaban sobre corazón. Trabajar con un cineasta, ¡figuraos! A saber en qué desganada confusión, y entre cuántos arrebatos e histerismos, tan poco congeniables con temperamento, habría de hacerlo. No conociéndole más que superficialmente, imaginaba encontrar en él a uno de esos genialoides desordenados y perezosos que se agotan en una nube de palabras, de que nunca llueve nada.
Y maldecía el momento en que me había metido en aquel lío. En bata de casa y zapatillas, el rostro doctoralmente severo, la mirada fija en el reloj a través de las gafas de viejo artesano, me aguardaba a la puerta de su vivienda. «Te hago observar —dijo con voz helada— que la cita era a las diez. Son las diez y cinco...»
Más que la ascensión, estas palabras me cortaron el resuello. «Es que... —farfullé—. Para subir has aquí sin ascensor...» «¿Y por qué has subido sin ascensor?» «Porque no funciona.» «Y por qué no funciona?» «¿Yo qué sé?»
Sin contestarme, Amidei pasó al vestíbulo, gritó a la doncella y al secretario que acudiesen, descolgó el teléfono, alborotó la casa, a los vecinos, a la portera, a los bomberos, al Municipio, para saber por qué el ascensor no funcionaba y colmó de improperios a una veintena de personas. Y al final, melodramáticamente, me pidió excusas dos veces: por haberme hecho subir sin ascensor y por haberme reprochado el retraso. «Me equivoqué. Perdona. Perdona. Me equivoqué. Perdona.» Si hubiese tenido a mano un látigo, creo que se habría azotado.
Para darle tiempo a recobrar un poco la calma, le conté algunos chismes que había recogido sobre el filme cuyo guión debíamos hacer juntos. Él me escuchaba caminando de arriba abajo por la estancia, con paso frenético y la mirada fija en el suelo. De vez en cuando se paraba, me clavaba sus ojos inquisitorialmente severos, luego los bajaba y proseguía su paseo de arriba abajo de abajo arriba. En un momento dado, siempre corriendo, se sentó detrás del escritorio y dijo: «Bueno, mira, a mí todas esas estupideces no me importan nada. Empecemos.»
Y empezó, haciendo polvo todo: la trama del filme, cuyo autor era yo, la casa productora, el director, el intérprete, la organización, el cine en general, el italiano en particular y concluyó su diagnóstico con ese alentador veredicto: «Por lo que, ¿sabes qué te digo? Te digo que, aunque nosotros escribamos una obra maestra, saldrá una boñiga. Empecemos.»
Y esa vez comenzó en serio, partiendo de cero, en aquel cúmulo de escombros a que su crítica demoledora lo había reducido todo, incluso la esperanza de conjuntar algo bueno. Ahora estaba contento, satisfecho. Hasta me ofreció, gentilmente, casi afectuoso, un café. Y de nuevo se puso a pasear arriba y abajo, abajo y arriba, pero a paso moderado, mientras me exponía cómo, según él, debía desenvolverse y articularse el relato.
¡Pero qué digo, el relato! Era el filme, un filme adulto ya, completo, perfectamente dosificado en todos sus elementos, los cómicos y los patéticos, montado con un rigorismo de trabazón, con una precisión de escenas, con un ritmo tan apretado y cada vez más acuciante, que me apasionaron como si aquella historia, que yo había escrito, la oyese narrar por primera vez. Mas el hecho es que Amidei no la narraba. La traducía, reinventándola toda, a su exacto lenguaje cinematográfico, como si, en lugar de cerebro tuviese un tomavistas que ya se había encuadrado la historia, poniendo al descubierto, con plástico y dramático relieve, todo lo que contenía.
Espléndida interpretación pese a su cara de profesor altanero y cascarrabias, la que hacía de cada personaje, masculino o femenino. Una interpretación preparada, en la que actuaban hasta dos, tres, cinco, diez actores a la vez, cada uno con un carácter suyo, un matiz suyo, un tic suyo. Para mí, el autor, los personajes estaban todavía envueltos en niebla, y él ya había revelado sus negativos obteniendo una película límpida y traslúcida, que se desarrollaba ante mis ojos sin tropiezos ni demoras hacia su necesaria conclusión.
Duró dos horas, más o menos justo lo que, regularmente, dura un filme. Se hizo el silencio. Luego dije: «¡Caray!» «¿Caray, qué?», preguntó poniéndose a caminar arriba y abajo, abajo y arriba, a paso mesurado. «¡Caray! —repetí neciamente—. ¡Caray...! Hace solamente cuarenta y ocho horas que te dieron a leer mi historia, y ya ves en ella lo que yo he sido capaz de encontrar en quince años, desde que la escribí... ¡Caray...!» «¿Y te gusta lo que veo en ella?» «Bah, no es cuestión de que me guste. Es cuestión de que no puede ser sino así...» «Sí, ¿eh? —exclamó, volviendo a la carrera, a sentarse detrás del escritorio—. Pues, en cambio, puede ser todo menos así. ¿Quieres verlo...? Empecemos.»
Y se puso a destruir, mostrándome su inconsistencia, trozo a trozo, engarce a engarce, todo el relato que acababa de describirme. La intriga se derrumbaba porque estaba basada sobre pilares podridos, los personajes eran arbitrarios, nosotros dábamos por descontado lo que en cambio había que mostrar, es más, demostrar. En suma, de aquella bellísima y cautivadora trama que me había ensartado poco antes, no quedaba ya nada, ni un detalle, ni una migaja. Y lo bueno es que tenía razón. Tras una tímida tentativa de defender «su» historia, a la que había terminado aficionándome más que a la mía, hube de darme por vencido. Y, como era la una y pico, me encaminé hacia la puerta profundamente acobardado. Él, no. Ahora estaba contento. Satisfecho. Y al ver que el ascensor no funcionaba todavía, abrió los brazos con gesto dramático: «Perdona. Tienes que bajar a pie. Tienes que bajar a pie. Perdona.»
Debíamos volver a vernos al día siguiente, pero me pasé toda la tarde dándole vueltas, para mis adentros, al caso, poco resignado a renunciar a aquella bellísima sucesión de escenas que la fantasía de Amidei había compuesto. Sobre las cinco creí tener una inspiración, y le llamé por teléfono para explicársela. «¿Dígame?», respondió su voz desganada al otro cabo del hilo. «Ah, ¿eres tú...? Dime...» Me estuvo escuchando un par de minutos y luego estalló: «¿Para oír esas memeces he de interrumpir mi trabajo? Pero, ¿qué te has creído? ¿Que yo estoy aquí a disposición de cualquier pelmazo...? Me importa un pito tu filme, ¿entiendes? ¡Me importa un pito...!» Y colgó.
A las tres de la madrugada dormía apaciblemente, cuando me despertó bruscamente una llamada suya. Antes de haber tenido tiempo de recordar que estaba terriblemente enfadado con él por su falta de urbanidad, su amabilidad, casi obsequiosa, me desarmó. «¿Te molesto? Perdona. Perdona. Debo molestarte. ¿Puedes escucharme un minuto? Perdona. Un minuto tan sólo. Perdona.» El minuto tan sólo duró casi hora y media, es decir más o menos lo que habría de durar el filme, una vez realizado. Pues ahora ya sólo restaba hacerlo. Con diabólica habilidad, Amidei había vuelto del revés el hilo de la historia, partiendo, para llegar a las mismas conclusiones, de una premisa opuesta a las de antes. ¿Cuándo y cómo lo pensó, aquel maldito? No me dio tiempo a preguntárselo. «Perdona si te he molestado. Perdona. Buenas noches. Perdona.» No me atreví a volver a llamarle.
Al día siguiente, a las diez, adormilado porque no había podido pegar ojo, pero radiante, estaba con él, que me acogió como se suele acoger al recaudador de contribuciones. Me sentí morir. ¿Tampoco iba bien la nueva versión? Esta vez me sentía dispuesto a defenderla hasta llegar a las manos. Pero el filme, gracias a Dios, nada tenía que ver con su estado de ánimo. Sergio estaba fuera de sí porque, habiendo recibido de los Abruzzos un jamón que dio a probar a su hostelero, éste dijo, torciendo el gesto, que no valía gran cosa. «¿Comprendes, ese bastardo? Soy cliente suyo mañana y noche hace veinte años, he dejado un patrimonio en sus bolsillos, y se atreve a decirme que mi jamón no es ninguna gran cosa...» Vagamente me hubiese gustado objetarle que no captaba, en el plano aristotélico, las razones por las cuales, habiendo sido cliente suyo durante veinte años, hubiese adquirido él sobre hostelero el derecho de oírse decir que el jamón era bueno. Pero comprendí que no era el momento, en cierto sentido, porque Amidei blandía un afiladísimo cuchillo de charcutero y agitándolo ante mi cara proseguía: «Ven acá. Juzga tú. Ven acá.» Todavía en bata de casa y zapatillas, me precedió a la cocina y abrazándolo con un gesto de afecto, casi de amor. desprendió del garfio el famoso jamón.
¡Dios, cómo lo había menguado, en veinticuatro horas! Parecía una caverna dolomítica, tanto había excavado y hurgado dentro con aquel truculento cuchillazo. Mientras volvía a hincarlo en la roja carne, me aparté porque, si se le escapaba, me podía amputar un brazo de un tajo. «Perdona. Pruébalo. Pruébalo. Perdona», me instó, presentándome una lonja. Probé, si bien por la mañana nunca como nada. Y mi paladar entonó un himno al hostelero. La boca, no. Hipócritamente, bajo la amenaza y apremiante mirada de Sergio, entoné un canto al jamón. Amidei, apaciguado y contento, me escoltó hasta el despacho y, sentándose detrás del escritorio, dijo: «Empecemos.»
A partir de entonces, cada mañana, durante tres meses, he tenido que comer de aquel jamón, extasiarme y pedir un poco más. Creo que ese sacrificio fue mi más valiosa contribución al guión del film, porque ponía a Amidei en estado de gracia. Y Amidei en estado de gracia es la mayor suerte puede ocurrirle a un filme. Jamás he visto a hombre trabajar con el orden, la precisión, la seguridad y el rigor suyos. De vez en cuando se paraba para prevenirme: «Entendámonos: aunque nosotros escribamos una obra maestra, saldrá una boñiga. » Yo, entonces, le daba otro mordisco al jamón, y él, apaciguado, añadía: «Pero... Perdona. Continuemos, Continuemos. Perdona.»
(Indro Montanelli, Personajes, ed. Plaza y Janés, 1977, traducción de Domingo Pruna, pp 701-706)
18/3/09
Una cineasta coreana ciega
Algunos de los mejores textos sobre cine que he leído se los debo a Tag Gallagher. Lástima que mis limitaciones con el inglés restringen las posibilidades de su disfrute. Y más de una vez me veo obligado a recurrir a un conocimiento de segunda mano.
¿Para cuándo la traducción de sus libros sobre Ford y Rossellini? Mira que se publica bibliografía de cine superflua y cuánto cuesta que publiquen textos fundamentales. A este paso voy a tener que aprestarme a estudiar inglés. Ya sé, ya sé que debía haberlo hecho. En fin, volvamos a Tag Gallagher que no tiene culpa ninguna.
Creo que lo primero que leí de Tag Gallagher fue un texto de noventa páginas titulado Directores de Hollywood que cierra el volumen VIII de
Tag Gallagher es un escritor de cine propenso a los relámpagos. “Si Albert Camus hubiera sido director de Hollywood y hubiese tenido más talento, habría sido otro Raoul Walsh”. Y un poco más adelante, tras aludir al comienzo de The Roaring Twenties (1939) en un campo de batalla al final de

John Ford
Y claro, relampaguea con lujuria en el apartado que le dedica a uno de sus directores favoritos, por no decir al cineasta de su corazón: “El trabajo de Ford durante toda su vida es un manifiesto obsesivo sobre la intolerancia. Y, sin duda, cuanto más profundizó, menos se le entendió”. A propósito de Fort Apache, y concretamente de su final, Gallagher resulta esclarecedor: “…lo que demuestra Ford es que la leyenda no sólo es una mentira, sino también [la cursiva es suya] –lo cual es más importante- que las leyendas pueden ser producto de un sistema ideológico interesado especialmente en mentir, dando como resultado que personas buenas como nosotros acabemos convirtiéndonos en asesinos porque creemos hacer <lo que debemos>”. Y un párrafo más adelante concluye: “A Ford se le ha atacado –y siempre se le atacará, lo cual forma parte de su grandeza- porque se mostró menos interesado en denunciar la intolerancia que en explicarla”. Quizá debería haber escrito “revelarla”.

Cinemateca Portuguesa en Lisboa,
rúa Barata Salgueiro
Otro de los textos de Gallagher del que pude disfrutar lo encontré en un libro maravilloso sobre Roberto Rossellini, que os recomiendo fervorosamente a los que el director de Viaggio in Italia os haga latir más deprisa el corazón: el volumen de más de seiscientas páginas, pródigo en ilustraciones y en textos imprescindibles, que editó
Y entre esos textos, Rossellini: Ingrid Bergman, Hollywood y Stromboli, de Tag Gallagher. Ya sabéis cuánto significó para mí Stromboli, representó un arrebato que no perdió una pizca del ardor con que me embargó la primera vez, en la casa de Felisindo junto al río hace casi cuarenta años. Pues bien el texto de Gallagher, que había publicado en el nº 40 de Trafic en 2001 y que esencialmente se corresponde con el capítulo 13 de su libro The Adventures of Roberto Rossellini. His Life and Films, editado en 1998, recorre la historia de amor y cine que representa una de las piedras miliares del cine moderno, desde aquella carta –un telegrama, en realidad- que

Ingrid Bergman, la imagen de la felicidad,
con Roberto Rossellini en Hollywood,
antes del rodaje de Stromboli
A través del texto de setenta páginas podemos seguir paso a paso la creación de Stromboli, desde el primer bosquejo hasta su estreno, pasando por el desarrollo de un rodaje que cartografía el método de trabajo de Rossellini y el desamparo que debió sentir Ingrid Bergman, aquella estrella de Hollywood perdida en una isla, a merced de un volcán no sólo geológico, y entregada en cuerpo y alma a una aventura completamente nueva para ella -aquello no tenía nada que ver con el cine que conocía-, y que acaba por revelar no sólo al cineasta sino también al hombre, o mejor, al hombre en el cineasta que fue.
Roberto Rossellini e Ingrid Bergman...
Para Gallagher, como denota ese “his life and films” con que acompaña los títulos de los libros que le dedicó a Ford y a Rossellini, las películas permiten descubrir al hombre que las hizo, pero la vida de ese hombre revela también las claves de su obra. No hay fronteras entre la vida y la obra de los grandes cineastas. Desde luego no la hubo entre la vida y los filmes de Rossellini. Por cierto, otra pieza estupenda que retrata al director de Paisà la podéis encontrar en Gentes del siglo de Indro Montanelli, donde se da cuenta de los preparativos de Rossellini para el viaje a
Tag Gallagher es profesor de historia del cine en universidades americanas y ha publicado artículos en numerosas revistas especializadas. Si os manejáis con el inglés, podréis disfrutarlos en su web –donde ha colgado su libro sobre Ford para su descarga libre- o en la revista Senses of Cinema. Su amor por Ford le ha llevado a componer partituras musicales que interpreta al piano como acompañamiento de algunos de sus filmes mudos. Gallagher viaja por el mundo exhibiendo copias en
Así lo conoció Pepe Coira cuando dirigía el CGAI y gracias a él puedo ofreceros un retrato de Gallagher: un tipo delgado, alto, de hombros hundidos, pelo largo enmarañado, vestido con una camiseta desleída a base de tantos lavados y unos pantalones vaqueros muy cortos –cortados a tijeretazos-, que permitían lucir unas piernas huesudas, y unas zapatillas. Un jipi de cincuenta y tantos. Los camareros de
Hablaron de cine, claro. De Rossellini, por supuesto. De Ford, cómo no. Gallagher detesta el análisis textual. No soporta que se pretenda leer una película. Una película se mira. No diría yo que Pepe Coira detesta la semiótica de los filmes, digamos que no va con él. Escuchándolo evocar aquel encuentro con Gallagher puede uno hacerse una idea de cuánto sintonizaban y de lo bien que se lo pasaron juntos. Incluso llegaron a bosquejar un libro para gastarles una broma a tanto sesudo estudioso, de esos que escriben sobre las películas de tal forma que únicamente sean entendidos por los adeptos de la secta de matriz universitaria. Y por supuesto proclaman que la vida de los cineastas nada importa a la hora de entender sus películas.
Así que allí estaban Gallagher y Coira disfrutando de la sobremesa mientras tramaban un libro con que divertirse a cuenta de los críticos estreñidos y, de paso, demostrar lo mucho que la vida dice de las películas de los que las hacen. Y mano a mano empezaron a inventar una vida y una filmografía impactante aunque breve, sólo cinco películas, la obra de una cineasta coreana ciega.