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22/10/13

Un tiovivo chino


Hablemos entonces de Escándalo en París. No es la primera película de Sirk en América pero puede verse como su primera película americana. Fue la última película de Sirk que vimos; la primera vez hace un par de meses, y repetimos hace un par de semanas.


Al cineasta le hizo muy feliz que Escándalo en París -uno de sus filmes preferidos- le gustara tanto a Drove, lástima que esa gozosa memoria -quería hacer una película irónica basada en la idea de que se necesita un ladrón para atrapar a otro ladrón- se viera enlutada por el recuerdo del suicidio de Carole Landis, dos semanas antes de que se estrenara el 19 de julio de 1946; la actriz da vida a Loretta, una cabaretera en tiempos de Napoleón, que se nos aparece por primera vez -y a Vidoq (cuando era el teniente Rousseau), el protagonista encarnado por George Sanders- como una sombra...


La pantalla arde en el escenario del teatro y la sombra se hace carne... en la pantalla del cine. (El destino de las sombras. Ya veremos que, en el caso de Loretta, la sombra cobrará la forma de un destino.) En una escena anterior, Vidoq (cuando aún no es Vidoq) y su compinche Emile (Akim Tamiroff), tras escapar de la cárcel y encontrar cobijo una noche de lluvia inclemente en el pórtico de una iglesia, sirven de modelos a un pintor que ve en sus rostros figuraciones ejemplares del Bien y del Mal, y acaban dando cuerpo -y rostro-, con sus disfraces respectivos, a San Jorge y al dragón. 


Vidoq y Emile, San Jorge y el dragón, personajes cómplices -opuestos y complementarios (personajes-espejo, como Rock Hudson y Robert Stack en Escrito sobre el viento o Ángeles sin brillo)- inmortalizados en el mural, acabarán luchando a muerte en el tiovivo chino donde la lanza del San Jorge/Vidoq atravesará al dragón/Emile. Como si el azar culminara la promesa de la imagen -la máscara- bajo la forma de un destino. En realidad, se trata de eso, el destino -el único destino- se cifra en las formas, parece decirnos Sirk. Desde el primer momento, Escándalo en París, nos muestra -pone en escena- cómo mienten las imágenes y, con las cartas boca arriba, nos invita a los juegos de sociedad que (siempre) devienen un carrusel de máscaras. Y los personajes, apenas sombras de una representación. (Sombras iluminadas por el gran  director de fotografía Eugen Schüfftan.)


Thérèse (Signe Hasso) se enamora del San Jorge -su novio celestial (lanza en ristre)- en el mural de la iglesia y consuma la certeza que la desvela cuando lo ve en carne y hueso -el doble humano de la figura angélica de la pintura (máscara, espejo, representación)-, como bajado del cielo, enarbolando un látigo y matando una serpiente mientras ella y sus amigas se bañan en el lago.


Y se queda paralizada -y muda- cuando lo descubre en su propia casa, invitado por su abuela, y lo podría tocar porque la fantasía ha tomado asiento en lo real.


¿Qué fue de la transparencia del cine clásico, donde podían mentir los personajes pero los rostros jamás? Como señala Jesús González Requena en su iluminador comentario sobre Escándalo en París, nada sabemos de Vidoq sino las sucesivas imágenes que proyecta en los otros personajes; dicho de otra forma, sólo conocemos de Vidoq lo que los otros ven en él (la naturaleza, por otro lado, de las criaturas de la pantalla, carne del deseo de los espectadores), y ninguna espectadora de Vidoq más entregada que esa Thérèse que bebe los vientos por la imagen de San Jorge. Sabemos, por tanto, que todas esas imágenes no son más que disfraces -máscaras- de Vidoq; ni él mismo sabe quién es: su madre dio a luz en una cárcel y un borrón del escribano al apuntar el nombre de la criatura veló su (verdadera) identidad con una sombra, el rastro de una ausencia. Vidoq sólo es un apelativo más (como el de teniente Rousseau) que esta vez roba de una tumba. Por eso tampoco puede hablarse de redención (por el amor de Thérèse) al final de la película, sólo se trata de un cambio de papel, un disfraz más en el carrusel del juego social; en fin, la única diferencia entre un ladrón y un policía es una cuestión de máscaras. (Y nadie mejor que George Sanders para encarnar la ambigüedad y la ironía. Cuánto celebraba Douglas Sirk haber colaborado con el actor.)


Thérèse se nos revela como una ingenua cuya pureza esconde un potencial de transgresión portentoso, dispuesta a romper con todo y todos por seguir a Vidocq donde el destino los lleve, una determinación tal que acaba por arrastrar al aventurero a cambiar de vida. Un personaje femenino -en todo su candor- de armas tomar. Vale la pena rememorar la escena del tiovivo chino -el insólito decorado, metáfora de la representación social (el carrusel de máscaras), escenario del clímax donde culmina la escena figurada en el mural de la iglesia- adonde Vidoq acompaña a Thérèse ante la insistencia de Mimí, la hermana pequeña de la chica. Vemos el carrusel reflejado en el lago, como en un espejo. Mientras Mimí monta en el tiovivo chino, Vidoq y Thérèse dan un paseo. Él le cuenta que se marcha de París. (Ha planeado con Emile y familia un golpe en el banco, por eso tramó que el padre de la chica lo nombrara jefe de policía tras resolver el robo de joyas de la abuela que habían perpetrado; quién puede robar mejor un banco que quien se encarga de custodiarlo.) A esas alturas Thérèse ya sabe cómo Vidoq (cuando aún no era Vidoq) y Emile acabaron figurando San Jorge y el dragón en el mural de la iglesia, y que robaron para huir el caballo con el que posaban para el pintor; y sabe también que robó las joyas de la abuela... La chica sabe latín, pero no sabe lo que de verdad quisiera saber. Recuerda que aquella noche del robo soñó que un hombre entraba en su cuarto y la besaba, y quiere saber si sólo fue un sueño o fuiste tú. Vidoq sugiere que, si el único rastro del intruso fue un beso, con otro beso ella podría saber si soy el hombre de tus sueños. Entonces la besa. Thérèse está segura de que no fue un beso como éste, ella nunca podría soñar un beso así, confiesa arrobada. Para Vidoq ha llegado el momento de despertar. Le cuenta que su pasado ha regresado en forma de mujer (Loreta) y, si se dejan llevar por los sueños, a esa mujer no le va a parecer ni medio bien y hablará, y entonces el padre de la chica -ministro del Interior, en vez de firmar el certificado de matrimonio, firmará la orden de arresto contra él.


Por eso debe dejar París (miente, no miente, miente, no miente...) No tengo alternativa, le dice. Ni yo, dice ella. Iré contigo. Estoy segura de que te podré ayudar, mucho mejor que tu compañero patoso. (Se refiere a Emile, al que antes y en escenas anteriores se refiere como el dragón.) Me deslizaría en las casas como un gato, los hombres se enamorarían de mí. Y les robaría mientras me besaran (como vimos que hizo aquel teniente Rousseau con Loretta y ésta con Vidoq hace nada). Y ante la incredulidad del ahora jefe de policía, la chica saca del bolso las joyas de la abuela que acaba de robar de la cámara del banco: Lo he hecho por ti. Vidoq se siente tan incómodo como conmovido: Gracias, pero no me casaré con una ladrona. Y llega la maravillosa réplica de Thérèse: ¿Qué voy a hacer? Si no quieres cambiar, tendré que cambiar yo. Él le promete que estarán juntos pero tiene que devolver las joyas de la abuela. Ella le aclara que las joyas son suyas, que se inventó el robo. Ahora sí que Vidoq se sorprende: Serás cuentista. (Otra cuentista, como él.) Mimí los llama, los anima a subirse al tiovivo chino. A Thérese le encanta la idea de montarse con él: ¿Cuál elegimos? ¿El grifo o el pececito? Claro, todo depende del papel, la única diferencia estriba en que te toque o que lo elijas. O quizá ni siquiera, ¿alguien puede elegir? Le llaman voluntad o destino al arabesco del azar.

     
Lo que distingue Escándalo en París del resto de la obra americana de Sirk se cifra en el tono, una alquimia de humor, levedad, gracia e ironía (el pesimismo del humor, como le define el cineasta a Drove esa ironía, que proyecta una sombra de escepticismo sobre lo romántico); esa ironía que destila George Sanders, quien tenía exactamente -en palabras de Sirk- el grado necesario de arrogancia y aplomo para el papel, un actor que deviene un instrumento primordial del aquel mozartiano del filme. Un tono que permea las imágenes, donde la comedia de aventuras, elegante e irreverente -con unos diálogos brillantes y divertidos de la guionista Ellis St. Joseph a la que el cineasta consideraba una excelente escritora-, se conjuga con el drama, y aun la tragedia, sin que represente una ruptura tonal o un tropiezo en el compás.


Si acaso, lo trágico dota al filme de mayor hondura humana, al humanizar -valga la redundancia- a Richet (Gene Lockhart), el personaje risible -ese policía, desplazado por Vidoq en el favor del ministro, que se sirve de patéticos disfraces (otra vez las máscaras) en sus pesquisas- cuando espía a su mujer -Loretta- disfrazado de vendedor de pájaros (un toque mozartiano, claro, de La flauta mágica) y confunde, desde la calle, la sombra de un maniquí con -Vidoq- el amante... Fatales sombras.


Y transfigurarlo en un ser conmovedor justo cuando se contempla a sí mismo de esa guisa en un espejo (otra vez los espejos) tras disparar sobre Loretta, que lo confunde con Vidoq -equívocos fatales-, al descubrirla bajo la forma de una sombra medio desnuda tras el biombo, esperando al amante con el que se había citado en la tienda... Y los pájaros vuelan espantados, como Richet se espanta de su propia locura.


Drove le comentó a Sirk el clímax de esa escena como la descarga de un carrusel de identidades: el jefe de policía Richet resulta suplantado por un ladrón como Vidoq que se convierte en jefe de policía, y el antiguo jefe de policía mata a su mujer disfrazado de vendedor de pájaros... Manuel Cintra Ferreira (programador de la Cinemateca de Lisboa, amigo y camarada cinéfilo de Bénard da Costa) tenía razón al considerar esa escena como uno de los mejores -y más inspirados- momentos del cine de Sirk, una primera culminación del carrusel de máscaras que deviene la película (la definitiva se consumará con Vidoq y Emile en el tiovivo chino).


Tenía razón también Antonio Drove cuando definió Escándalo en París como una película casi surrealista, preñada de asuntos y figuras cardinales en la obra de Sirk: la identidad, el peso del pasado, los personajes como sombras, la representación, los espejos... Desde luego fue uno de nuestros más dichosos descubrimientos en lo que va de año. Un travieso y encantado tiovivo chino.  

4/10/13

Un libro (de cine) raro


Llevaba años sin ver una película de Sirk. En las últimas semanas vimos tres: Escándalo en París (1946), Escrito sobre el viento (1956) y Ángeles sin brillo (1957).


No voy a llevarle la contraria a quienes consideran a Douglas Sirk un maestro del color en el cine -lo es, como Renoir, Ray, Minnelli, Kurosawa o Godard-, y Escrito sobre el viento -iluminada por Russell Metty (un artista también del blanco y negro, basta recordar Sed de mal de Welles)- representa una prueba ejemplar de su magisterio.


Pero las películas suyas que prefiero son en blanco y negro: Ángeles sin brillo, con un bellísimo blanco y negro en scope, iluminado por Irving Glassberg.


Escándalo en París, donde aparece acreditado como director de fotografía Guy Roe, pero todo indica -y Sirk así lo recuerda- que fue iluminada por el gran Eugen Schüfftan (el director de fotografía de Los ojos sin rostro de Franju o de Lilith de Rossen).


Tampoco se me ocurre rebatir la condición de Sirk como maestro del melodrama, basta ponerle los ojos encima (otra vez) a Escrito sobre el viento y uno no puede sino quitarse el sombrero (me lo quito), pero, si de melodrama se trata, me quedo con Ángeles sin brillo.


Y no es sólo un director de melodramas -o no debería ser recordado sólo por Obsesión (1953), Sólo el cielo lo sabe (1955) o Imitación a la vida (1958)-, bastaría Escándalo en París -una película al margen del melodrama (y aun al margen de los códigos genéricos, aunque pueda pasar por una comedia sui generis)- para apreciar esa vena mozartiana, que uno lamenta no cultivara -o tuviera oportunidad de prodigar- más; tampoco es una razón menor para gustarnos tanto esta película (tan olvidada como poco conocida) que al protagonista, Vidoq, ese ladrón y fullero que acaba como jefe de policía de París a principios del XIX, lo encarne un actor (siempre espléndido) como George Sanders, razón más que suficiente (siempre) para ver una película y disfrutarla; y un disfrute añadido: era la primera vez que veíamos Escándalo en París.


Ahora viene a cuento un flashback, o mejor un flashback doble. En junio de 1991 pasamos unas horas con Antonio Drove, al que enredamos -aprovechando que impartía un curso en O Ferrol- en un encuentro con los alumnos de la primera promoción de la EIS de A Coruña. Hacía más de diez años que había estrenado La verdad sobre el caso Savolta (adaptación de la novela de Eduardo Mendoza) y habían pasado cuatro desde El túnel (adaptación de la de Sábato). Era de esos directores dignos de ese nombre que hubieran merecido productores ídem. A esas alturas ya intuíamos que a un tipo como él le iba a resultar más que difícil rodar otra película; dirigió aún uno de los episodios de La huella del crimen y otro de Crónicas del mal, pero murió en 2005 sin haber rodado otra película. Pero nosotros lo que quisimos agradecerle de corazón fue la serie Directed by Douglas Sirk, una soberbia lección de cine que se emitió desde finales de 1982 (en el programa Cineclub de la 2 de TVE) acompañando un ciclo de quince películas del director de Ángeles sin brillo, una serie montada a partir de una conversación -profunda, fluida, intensa- entre Antonio Drove y Douglas Sirk. Creo que fue el mejor programa de este tipo que haya realizado nunca la televisión pública, una entrevista digna de figurar en la mítica serie Cineastas de nuestro tiempo creada por André S. Labarthe y Janine Bazin. En realidad no es que fuera el mejor programa de ese tipo, es que fue un programa único, extraordinario... anormal. Raro. Tanto que no hubo otro. Tanto que ni siquiera lo editaron en dvd. Tanto que el único documento que queda es Tiempo de vivir, tiempo de revivir. Conversaciones con Douglas Sirk, el libro de Drove publicado en mayo de 1995 por la Filmoteca de Murcia, un libro (con prólogo de Víctor Erice y epílogo de Miguel Marías) que deviene un perro verde de la literatura cinematográfica en estos pagos. Un libro que conjuga memoria, duelo, confesión,  cinefilia y epifanía en torno a (y como umbral de) la conversación de Drove con Sirk. Un libro en carne viva. En fin, un libro también anormal. Raro también. Lo releí al compás de Escándalo en ParísEscrito sobre el viento y Ángeles sin brillo como un tributo al cineasta que nos deparó el magisterio de Douglas Sirk (cuando uno más lo necesitaba).


Cuando Drove -en unas condiciones físicas y emocionales lamentables- llega a la casa de Sirk en Lugano el 23 de junio de 1982 y le entrega la lista de las quince películas del ciclo que le va a dedicar TVE, el cineasta alemán advierte con desilusión que no figura Escándalo en París, y su mujer, Hilde, una actriz con la que había montado en Alemania obras como La ópera de cuatro cuartos de Brecht y Kurt Weill, apostilló: Pues es su mejor película. La cosa parecía que no podía empezar peor. Sirk se echó a reír: Digamos que una de las menos malas. De hecho era una de sus películas favoritas. También era una de las preferidas de Drove. Y, sobra decirlo, hablaron de Escándalo en París.


Hablaremos de Encándalo en París. Y más.
 

20/9/13

Sólo me pides que camine



Continuamos el "Viaje por Italia". En realidad, venimos desde Stromboli; como apunté entonces, fue mi primera vez en otro cine. Cabe señalar en Stromboli una de las nacientes de esta escuela. Si no le hubiera puesto los ojos encima a Stromboli, quizá no me habría gustado tanto Viaggio in Italia: no sólo me gustó mucho, representó para aquel espectador inocente (que uno era) una experiencia cardinal, una de aquellas noches memorables en la casa de Felis junto al río. Aún llovió lo suyo hasta saber que Viaggio in Italia cifraba una de las encrucijadas obligatorias del cine moderno (y para entonces me quedaba mucho cine por ver, pero ya había perdido por el camino al espectador inocente de mis quince años).


La riqueza inagotable de las películas de Rossellini con Ingrid Bergman -aunque también (si no en menor grado, de otra forma) en Paisà (1946), Alemania, año cero (1947), La voz humana (1947), El milagro (1948) o Francisco, juglar de Dios (1950)- anida en la tensión entre la realidad y la ficción que desprenden sus imágenes; en todo caso, los filmes-Bergman de Rossellini devienen obras cruciales, y desde luego Viaggio in Italia (1953) se erige como un faro del cine que vino después (y aun del cine por venir). Ya mencioné en la entrada que sirve de prólogo a ésta filmes como Un couple parfait de Suwa o Copie conforme de Kiarostami como filmes que remiten al de Rossellini, o lo citan -y siguen su rastro (y se ven en su espejo con un matrimonio en crisis durante unas vacaciones)- como Antes del anochecer de Linklater que nos dio pie para volver sobre las huellas de aquel "Viaje por Italia", que aquí -como tantas veces, vete a saber por qué (sólo se me ocurre un motivo: evitar que se tomara por un documental, toda una paradoja, tratándose de una película de Rossellini)- se tituló Te querré siempre, quizá el título más engañoso que pudiera concebirse para una obra como Viaggio in Italia.


Resulta paradójico velar (o enmascarar) la vertiente documental de una película de Rossellini porque fue -en palabras de Alain Bergala- el primer cineasta convencido de que, hagamos lo que hagamos y cualquiera que sea la voluntad de inventar una ficción, un filme es siempre un documental de su propia filmación. Dicho de otra forma, hagamos lo que hagamos y sea cual sea nuestra actitud como espectadores, en una película de Rossellini acabaremos viendo (también) el hilo documental con que se hilvana la ficción. En realidad, Rossellini  tras su encuentro con Ingrid Bergman se convenció definitivamente (y ése es uno de los rasgos de su genio) de que en aquella Italia de la postguerra, en medio de aquella crisis de la civilización, y con una actriz como ella no había nada que escribir (o sea, no había que poner en escena otra ficción), sólo tenía que experimentar hasta el límite la confrontación entre aquella mujer y lo otro (aquello que acontece más allá de toda psicología): Ingrid Bergman / la isla volcánica de Stromboli... Una confrontación tan escandalosa como escandaloso resultó entonces el matrimonio del cineasta y la actriz. Rossellini filma con Ingrid Bergman películas "matrimoniales" (o de crisis matrimoniales) pero el tercer vértice del triángulo no es un amante (como en el triángulo clásico), sino un elemento insondable (irreductible a términos racionales): el caos primordial (el volcán) en Stromboli, el pasado -las ruinas, las estatuas, los muertos...- en Viaggio in Italia... Un paisaje que desampara a los personajes y ante el que experimentan un radical desvalimiento.


De eso se trata, el personaje -son palabras de Rossellini- es un ser muy pequeño, dominado por algo que, de pronto, lo afectará de una forma terrible en el momento preciso en que se encuentra libremente en el mundo sin esperar lo que quiera que sea. El desamparo y el desvalimiento acentúan la soledad y el extrañamiento del personaje que debe afrontar por sí mismo su encuentro con lo radicalmente otro. El paisaje -el mundo- en las películas de Rossellini deviene una herramienta de revelación, lugar de iluminación y catalizador de epifanías para los personajes. Viaggio in Italia cuenta la historia de un matrimonio que se desencuentra en Nápoles durante unas vacaciones, que no consigue habitar el mismo espacio, compartir la misma imagen; en una palabra: descargar el corazón. Esa mujer, Ingrid Bergman / Katherine Joyce deberá experimentar una ascesis -el museo, las ruinas, los muertos...- cara a cara con lo extraño -el paisaje (físico, moral y mental) y la historia en Nápoles-, con lo otro, con el misterio. En esa confrontación, lo que fascinaba a Rossellini era la espera -con todos sus tiempos muertos- del milagro de aprehender en la forma fílmica una revelación; filmar, por así decir, un estado del alma desnuda ante lo desconocido: Ingrid Bergman perturbada por la carnalidad y el descaro y la presencia (tan contemporánea) de la esculturas, conmovida en las ruinas del templo de Apolo ante la presencia de lo invisible delatada por el viento, desgarrada ante los cuerpos que aparecen en las excavaciones de Pompeya... La experiencia de lo sagrado a través del extrañamiento. ¿Cómo va a extrañarnos entonces que Rossellini explote y propicie todas las circunstancias que puedan acentuar el desamparo y extrañamiento de los actores, de tal forma que esa película singular que rodaban (de forma tan extraña) se correspondiera con la singularidad (extrañeza) de la forma (de la historia) que contaban?


Ahora viene a cuento entonces referirnos a esas circunstancia en las que se filmó Viaggio in Italia, entre el 2 de febrero y el 30 de abril de 1953. Rossellini se proponía rodar una película  a partir de Duo, una novela de Collette, sobre un matrimonio a la deriva. En realidad (no podía ser de otra forma) un mero pretexto -o si se quiere, un espejo- para reflejar las tensiones de su propio matrimonio con Ingrid Bergman en crisis. Para encarnar el papel de Alex Joyce, el marido, contrató a George Sanders (dicho sea de paso, uno de los grandes actores que han transitado por una pantalla, le debemos aún el merecido tributo en esta escuela). Pero a las puertas del rodaje Rossellini se entera de que los derechos de la novela ya habían sido vendidos. Así que se encuentra con los actores y el equipo contratados y ninguna historia que rodar (si ya Rossellini era refractario al guión, ese texto que ya contiene la película, tal como se entiende en la industria del cine, digamos que las circunstancias jugaban a su favor). Obviamente, unos actores -profesionales formados en el cine de Hollywood- como Ingrid Bergman y George Sanders no podían sino sentirse incómodos. Ingrid Bergman siempre se encontró fuera de lugar en el cine de Rossellini, nunca comprendió (ni con el tiempo, tras la separación) lo que había representado para el cineasta ni lo que el cineasta había desvelado en ella: Roberto era incapaz de trabajar con actrices, salvo con Anna Magnani. (...) Al público no le gustaba la imagen que Rossellini ofrecía de mí, y nada funcionaba. Cargaba conmigo cuando no tenía nada que hacer con una estrella internacional. No sabía qué escribir para mí.

Ingrid Bergman con Rossellini 
en el rodaje de Viaggio in Italia

Y George Sanders no consiguió nunca recuperarse de la perplejidad que le generó aquel rodaje. Leí en un estudio de Hélène Frappat sobre Rossellini que George Sanders contó en sus memorias -y de forma desternillante- el estado de pasmo en que lo sumió el rodaje de Viaggio in Italia. Pasaba la mayor parte de los días y las noches esperando que el equipo viniera a buscarlo para rodar escenas para las que no estaba preparado , observando con estupefacción cómo Rossellini acariciaba su Ferrari de carreras rojo vivo o cómo plantaba el rodaje para ponerse un equipo de buceo y desaparecer en el Mediterráneo durante el resto del día. Pese a la admiración que le tributa al director de Roma città aperta, Sanders no consigue comprender un método que se basa en el rechazo del guión. Fue una de las experiencias más extrañas de su vida: Fui educado en la tradición hollywoodiense que se caracterizaba por una organización eficaz, con responsables de vestuario, un plan de rodaje y una división del trabajo muy precisa. Para mí, fue una sorpresa descubrir que la única organización de Rossellini era su propia intuición. Estaba rodeado de empleados que cambiaban diariamente... Durante las primeras semanas, el rodaje se desarrolló en un museo de Nápoles... Las escenas que se filmaban eran unos primeros planos de Miss Bergman admirando una estatua... Al principio me pareció interesante asistir al rodaje, pero al cabo de dos semans, mi curiosidad se había convertido en total estupefacción. Fuese cual fuese la contribución de esas escenas a la película, lo cierto es que nadie lo pudo definir: nadie, en ningún momento, comprendió el significado del filme -y menos el público en el momento de su estreno.

Ingrid Bergman y George Sanders 
en el rodaje de Viaggio in Italia.

Ingrid Bergman confirma en sus memorias que aquellos primeros días de rodaje fueron muy tensos. Recuerda cómo durante dos semanas las jornadas consistián en filmarla visitando el museo de Capodimonte en Nápoles en compañía de un viejo guía que alababa los esplendores de Grecia y de la antigua Roma. La actriz empezó a tener dudas. Rossellini escribía el guión día a día y Georges Sanders se deprimía.

Rossellini e Ingrid Bergman 
durante las localizaciones en Nápoles 
para Viaggio in Italia.

El cineasta, a falta de historia, se pierde en la geografía de Nápoles que se convierte en el material mismo de la película con la que acabará encontrándose. Pero como los productores lo presionaban para que escribiera un guión, redactó con la ayuda del novelista Vitalino Brancati una sinopsis de trece páginas (algunas fuentes apuntan que reciclan en esa sinopsis elementos de un guión no rodado de Antonio Pietrangeli) donde la memoria romántica de un poema (evocado por Katherine Joyce al recordar a un poeta que se había enamorado de ella y del que quizá fue su amante) desencadena la crisis de la pareja. Basta sumar dos y dos, el apellido Joyce del matrimonio y la historia que ella rememora (cómo el poeta, enfermo de tuberculosis, fue a verla por última vez una fría noche y la esperó en el jardín bajo la lluvia, poco antes de morir) tan parecida a la que le cuenta a su marido Greta Conroy en Los muertos de Joyce; casi podríamos considerar Viaggio en Italia, si no como una adaptación del relato del autor de Dublinenes, sí como una resonancia íntima.


El productor Marcello D'Amico no se conforma y le insiste a Rossellini que desarrolle una línea dramática en torno a la que organizar la producción y, de paso, aliviar el desconcierto del equipo y los actores (George Sanders, más que nada, Ingrid Bergman ya debía estar, por lo menos, resignada al método del cineasta). Entonces Rossellini escribió cinco páginas en las que se limitó a anotar las localizaciones en las que pensaba rodar... ¿Qué historia? Bueno, esa historia se iba a improvisar día a día a partir de algunas páginas pergeñadas la noche anterior con Brancati. Que el único guión consista en una lista de lugares con los personajes que iban a moverse por ellos va a propiciar historias e hipótesis legendarias sobre lo acontecido en el rodaje, como el hallazgo fortuito de restos humanos mientras filmaban en las excavaciones de Pompeya o el milagro durante la procesión por las calles de Maiori. Y desde luego nadie alimentó tanto esas leyendas como Enzo Serafín, el propio director de fotografía de Viaggio in Italia, con una función privilegiada como para saber cuándo, dónde, cómo ( y hasta por qué) sucedieron las cosas. Leyendas que perduraron hasta hace nada, como aquél que dice; hasta que a mediados de 2010 Cahiers du cinéma-España publicó las Notas sobre el rodaje de "Te querré siempre" de Samuel Alarcón, un trabajo iluminador a propósito del método rosselliniano aplicado a las localizaciones y circunstancias de Viaggio in Italia, en concreto sobre el hallazgo en las excavaciones y el milagro en la procesión, verdaderos lugares comunes de la literatura sobre la película y sobre el sexto sentido de Rossellini. Claro que las leyendas tienen su correlato crítico y cinéfilo, sobre todo la que se refiere al hallazgo de la pareja de amantes abrazados en las ruinas de Pompeya. Tal como la recuerda Céline en Antes del anochecer al evocar la película de Rossellini.


O en Los abrazos rotos de Almodóvar donde se alude al llanto de Ingrid Bergman ante una pareja que murió abrazada. O en Naturaleza muerta de Jia Zhang-ke. En fin, tal como recuerdan esa escena profundos conocedores de la obra de Rossellini. Y lo confieso, durante mucho tiempo yo también recordaba a Ingrid Bergman rompiendo a llorar ante los amantes abrazados  para siempre, esculpidos en ceniza volcánica tras la erupción de Vesubio hace casi dos mil años. En fin, vemos lo que no vemos. Porque en Viaggio in Italia sólo se ven, en realidad, los restos de dos figuras humanas juntas (no unidas, ni cogidas de la mano ni abrazadas ni en trance erótico alguno, como también se la recordó), ni siquiera podemos asegurar si se trata de un hombre y una mujer, dos hombres o dos mujeres. Y como descubrió Samuel Alarcón en su investigación tampoco se encontraron de casualidad mientras Rossellini filmaba en los trabajos arqueológicos en las ruinas de Pompeya. La historia verdadera es mucho más, digamos, rosselliniana.


Cuenta que antes de rodar en Pompeya, el cineasta quiso conocer al responsable de las excavaciones. Acudió en compañía de su amiga Vittoria Fulchignoni quien, de camino, le habló del libro que había escrito el mencionado responsable de los trabajos arqueológicos. Cuando lo conoció, Rossellini se presentó como un amante de la arqueología y como uno de sus más fervientes lectores. El tipo quedó encantado y, cuando llegó el momento de rodar la famosa secuencia, el cineasta pudo tomar prestadas las figuras que se habían descubierto casi cuarenta años antes. (Basta recordar como le vendió la moto de Stromboli a Ingrid Bergman por correspondencia, y de pasó la enamoró. Puro Rossellini.) Sobra añadir que la procesión y el milagro de Maioiri también fueron preparados por el cineasta. ¿Y ambos montajes qué nos cuentan? Pues que el genio de Rossellini se cifraba también en un talento inagotable para contagiar la ficción (la puesta en escena) con el aire de la realidad (lo documental), o dicho de otra forma, filmaba lo preparado como improvisado. Y por esas junturas afloraba la verdad. De eso se trata una vez más: el método de Rossellini figura un dispositivo para que en algún momento pueda emerger alguna verdad. Y por ahí, como dijo Rivette en aquella memorable Carta sobre Rossellini, va a pasar -sin posibilidad de escape- el cine moderno.


Por ahí va a entrar Godard entero. Vivre sa vie es una prueba tan bella como palpable, pero quizá resulte más elocuente (por paradójico) el caso de un filme como Le mépris que, como señaló muy bien Alain Bergala, debe mucho más al cine de Rossellini que al de Fritz Lang, la presencia tutelar en sus imágenes. A la larga, Rossellini me ha influido -contó Godard alguna vez-. Recuerdo cómo me animó ver "Viaggio en Italia", en Zurich, en un momento en que atravesaba una situación de enorme soledad y miseria, tanto física como económica. "Viaggio in Italia" me enseñó, por entonces yo no lo sabía, que era posible hacer una película con casi nada. De modo que, como no tenía nada, podía hacer películas: se coge a un hombre, a una mujer, un coche, un país y con eso se puede hacer cine.  


Hacer cine con casi nada, quizá no haya mejor definición de un cineasta realmente grande (como el propio Godard, al que le bastó una caja de cerillas para contar la guerra del Vietnam). Otra buena definición se la debemos a Serge Daney, decía que los malos directores no tienen ideas, los buenos tienen demasiadas y los grandes sólo tienen una. Hacer cine con casi nada pero con una sola idea (fija). Como Rossellini. Filmar a Ingrid Bergman frente al mundo. O lo que es lo mismo: frente a sí misma. Contra sí misma. O mejor contra una actriz llamada Ingrid Bergman que viajó a Italia porque una vez se enamoró de las películas de Rossellini. Para revelar una Ingrid Bergman desconocida, aun para sí misma.


'Sólo me pides que camine', recordó Rossellini cómo se le quejaba Ingrid Bergman. 'Sí, eso es, camina. Porque si caminas, puedo seguirte con la cámara', le decía el cineasta, porque lo que le interesaba era capturar a un personaje en un lugar, la confrontación de aquella mujer con un paisaje, y descubrir qué verdad podía revelarse en el curso del tiempo, en el curso de la fricción (y de la ficción) con lo real. Para la pobre Ingrid, esto se traducía en largas horas caminando.