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23/4/17

Los cuatro mosqueteros contra el mundo moderno


En una fecha tan cervantina como ésta murió hace cincuenta años Edgar Neville, el autor de una obra tan quijotesca como El último caballo (1950), que uno incluiría sin dudarlo entre las diez mejores películas del cine español (como poco); también era una de las preferidas de Azorín.


Recupero un par de párrafos de otra entrada con retoques menores: Al acabar la mili, el soldado Fernando (Fernando Fernán-Gómez) gasta el dinero -que ahorró para casarse- en Bucéfalo, un animal con el que se ha encariñado, porque el ejército va a convertir la caballería en una unidad mecanizada, y los caballos van a venderlos para actuar con los picadores en las corridas; así que Fernando salva a Bucéfalo de la mala vida que le espera y se lo lleva a su casa, a Madrid, donde encontrará dos cómplices en su amigo, el bombero Simón (José Luis Ozores), y la florista Isabel (Conchita Montes, la musa del cineasta), comprometidos en la causa del inocente equino frente al inhóspito mundo moderno. Cuentan que Edgar Neville soñó esta película y nada más despertarse dictó el guión durante unas horas, de un tirón.


Todas las películas de Neville destilan un cierto bagazo onírico, el de un sueño castizo, preñado de humor e inteligencia, como en el sainete soñado. Sobre El último caballo se habló de neorrealismo, no sabe uno bien a cuento de qué; creo más atinados a quienes apreciaron en sus imágenes una mirada que germinó en la encrucijada dichosa del humorismo (de matriz surreal con su querencia por el absurdo y su pizca de negrura) de Tono, Jardiel Poncela o Miguel Mihura, el teatro de Arniches y el cine de Chaplin (los ecos de Luces de la ciudad o Tiempos modernos resuenan en el latido poético del humor de El último caballo). El humor, entonces, como forma de la melancolía.


En realidad, el cine de Neville se lleva mal con el tiempo de los relojes (tan presentes en sus películas). En la maravillosa Domingo de carnaval (1945), Conchita Montes, en el papel de Nieves, atiende un puesto de relojes antiguos en el Rastro y una clienta le viene con quejas: el reloj que le compró atrasa. Claro, dice Nieves, es isabelino. En El último caballo sucede al revés, los relojes han adelantado una barbaridad mientras Fernando estaba en la mili, y el soldado recién licenciado y su caballo han quedado fuera de juego, fuera del tiempo que marca el calendario, y en Madrid, como señala un personaje al principio de la película,
Ya sólo hay camionetas.
Y contra ese mundo se conjuran Fernando, Isabel y Simón en la gloriosa escena de la taberna, donde se emborrachan tras salvar a Bucéfalo de morir destripado en la plaza de toros:

Fernando: Ahora vamos a brindar por el mundo antiguo. 
Simón: ¿Y eso qué es?
Fernando: El mundo en que un pobre hombre podía tener un caballo y podía darle de comer sin grandes dificultades, el mundo en el que se podía vivir tranquilamente sin matarse trabajando, el mundo en el que todo era suave y fácil. (Se va calentando) Cuando había solidaridad entre los hombres y cuando todo lo que se movía tenía sangre caliente...
-Simón: ¡Viva! ¡Vamos a beber por la sangre caliente!
(Chocan los vasos. Beben.)
Isabel: ¿Qué quieres decir con eso de sangre caliente?
Fernando: (Ya encendido.) Quiero decir cuando no había tanto motor y tanta máquina y tanto hierro y tanta gasolina y tanto humo y tanta... (se contiene par no decir "mierda") porquería. (Más calmado, recreándose.) Cuando la gente no tenía tanta prisa y vivía con más sosiego, cuando sobraban unas horas al día para pasear en un caballo, o en un coche tirado por caballos, cuando no había ese gesto hosco que hoy se observa en todas partes... (Vuelve a encenderse.) Porque a la gente le falta siempre la peseta sobrante con la cual se compraba la alegría. (Más suave.) Cuando todo valía... unos céntimos. (Les muestra los dedos de las manos abiertas.) Diez, diez céntimos.
El brindis final, toda una declaración de guerra, o sea, de principios:
Fernando: (Desaforado.) ¡Abajo los camiones!
Simón: ¡Abajo! 
Fernando: (Volviéndose, a gritar para toda la taberna) Viva la vida antigua!

Y en el tramo final de la película unen sus fuerzas con otro resistente, Marcelino, un hortelano, que se niega a vender su tierra para que se construyan rascacielos. El último caballo acaba con toda una apoteosis:
Fernando: Tan pronto como nos hemos reunido unos cuantos seres de buena voluntad, hemos acabado con el motor y la gasolina y todas sus barbaridades. Un labrador, un bombero, un chupatintas y una florista contra el mundo moderno.
Isabel: Los cuatro mosqueteros.
A salvo de los relojes y el calendario, en el tiempo (quijotesco) de Neville.

7/2/16

Aquella comedieta...


Hace un par de martes hablaba con Ángeles de La vida por delante (1958), de Fernán-Gómez; acababan de pasarla en la 2. ¡Qué moderna resulta aun hoy! Ese Antonio (Fernán-Gómez), abogado de pocas luces, que nos interpela desde la pantalla (mirando a cámara) para dar paso a flashbacks (y flashbacks dentro de flashbacks) desplegados con milagrosa fluidez, incluso si un flashback se anuda en bucle con un flashforward, cuando Fernando se dirige a nosotros mientras Josefina (Analía Gadé) -su mujer- duerme, culminando en el delirio de la comisaría con los testimonios sobre el accidente del biscúter de Josefina, que remata en esa cumbre cómica del relato tartaja del gran Pepe Isbert, un presunto testigo del siniestro, evocado (como corresponde, o mejor, en justa correspondencia) a través de un flashback igual de tartamudo. Y cómo olvidar ese "piso en el aire", cuya distribución imaginan Josefina y Antonio sobre un fondo de nubes en el desolado solar donde se construirá, o esa conversación imposible entre ellos, echando mano de (falso) raccord de miradas, hablando solos, él paseando y ella en taxi. O esos diálogos con réplicas gloriosas (donde resuena el humor surreal de Jardiel Poncela o Miguel Mihura), como aquella cuando Antonio intenta disuadir a Josefina de que ejerza como médico, ¿Porque mato a la gente?, quiere saber ella. No, mujer. Es que tu trabajo es una cochinada -argumenta Antonio-. Los cuerpos despedazados, los entresijos... Pero la película, ya desde los créditos, sobre pedazos de escenas interrumpidas (a las que la película volverá en su momento), nos despierta la sonrisa, como ese rótulo donde se agradece a Pepe Isbert que se haya hecho cargo de un papel inferior a su categoría artística, o el otro donde le agradecen al ciudadano norteamericano William Smith que para la realización de una escena del filme nos prestó un automóvil muy grande y muy bonito. Digámoslo ya, La vida por delante no tiene nada que envidiar al mejor cine europeo de finales de los 50; es más, parece anunciar otro cine español, que, si acaso, tuvo sus hitos puntuales, pero nunca consiguió articular una corriente (nueva), ni siquiera animar una (nueva) ola.

Cartel de Jano, que atina muy bien 
con el tono de la película.

La mirada de Fernán-Gómez, iluminada por felices hallazgos, pespunta en el tejido (documental) de sus imágenes una comedia romántica, preñada de ideas luminosas. Como Annie Hall, apunta Ángeles. Y tiene toda la razón. Sólo que veinte años antes. Estoy convencido de que Woody Allen (no había visto, no vio) La vida por delante, pero desde luego nuestro director conocía muy bien el cine de Lubitsch o de Preston Sturges y el cine neorrealista. Cuenta Fernán-Gómez en sus memorias, El tiempo amarillo, que la intención de aquella comedieta era una sátira de la chapuza española, que desarrolló en el guión con su gran amigo Manuel Pilares.
Pero esta idea previa, por torpeza mía, no se trasluce bastante en la película, que parece tratar de otras cosas. 
Eso que el cineasta considera una torpeza deviene una bendición. Parece tratar (también) de otras cosas, porque transfigura el tema con la levedad de la mirada y el vuelo del humor, de tal forma -la forma, siempre la forma- que la sátira de lo real no ahoga la respiración de la película ni cohíbe la vida de los personajes.


De milagro, La vida por delante consiguió un distribuidor y se estrenó en el cine Callao de Madrid. Ese día los espectadores interrumpieron la proyección aplaudiendo a Pepe Isbert al final de la única secuencia en la que interviene. La película se mantuvo durante seis semanas; era la primera vez que le pasaba algo así a Fernán-Gómez, hasta entonces una película suya nunca había pasado de la segunda.
Y para una película española sin niño y sin cantante, seis semanas no estaba del todo mal.
Han pasado casi sesenta años. No existe una edición decente en dvd de La vida por delante. Y podríamos pasar las cuentas del rosario de carencias relacionadas con nuestro patrimonio cinematográfico. ¿Y a quién le importa? Dice Antonio/Fernán-Gómez: Más que una vida por delante, preferiría una vida alrededor. Pues eso, ¿qué fiesta del cine español se celebra ahora mismo?

13/11/10

Cine con mayúsculas


A la vuelta del mercado me entero de que ha muerto Luis G. Berlanga, el día en que se cumplen 160 años del nacimiento de Robert Louis Stevenson. Ya se empieza a hablar de la muerte de un clásico y de un revolucionario -la ministra González-Sinde dixit-, del director más importante del cine español, de un genio... Que es como no decir nada.

A la izda., Luis G. Berlanga en El verdugo

Tengo la impresión de que el cine significa cada vez menos porque el cine que vale la pena, salvo contadas excepciones, ya no se puede ver en los cines. Se nos ha expulsado del cine porque en los cines se ponen películas pero ya no se ve cine casi nunca. Y casi nadie lo echa de menos. Bien, quizá sea que hoy no es que llueva a mares sino que el mar llueve, y me dejo llevar por melancolía. Ha muerto Berlanga, pero como cineasta ya llevaba desaparecido mucho tiempo. Incluso para uno.



Pero habrían bastado Plácido (1961) y El verdugo (1963) para que la historia del cine ya no se pueda escribir sin ellas. Y todo -o casi todo- gracias a que un día a finales de los cincuenta del siglo pasado Luis G. Berlanga fue al encuentro de Rafael Azcona en el café Comercial de Madrid.

Rafel Azcona, Luis G. Berlanga y Muñoz-Suay 
en el rodaje de El verdugo

Hicieron, si no llevo mal la cuenta, once películas juntos, algunas buenas, incluso muy buenas, pero sobre todo hicieron Plácido y El verdugo -no sé si me explico-, donde cuaja la tradición del Arcipreste de Hita, el Lazarillo, Cervantes, Valle-Inclán y el humorismo de Tono, Jardiel Poncela y Mihura. O sea, obras mayores de la cultura española, aunque puede sobrar el adjetivo, española, quiero decir; cultura es más que suficiente. Cine, en resumidas cuentas. Así, con mayúsculas.