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14/7/19

El 4º tuerto


Hubo una vez cuatro tuertos en el cine. ¿O eran cinco? Los tres primeros tuertos -con parche en el ojo- eran (son) gigantes: FORD, LANG, WALSH. ¿Qué os voy a contar? El quinto igual no era tuerto, pero también llevaba parche; claro que, con según cuántas copas encima (o con lo que fuera que se metiera aquel día) cambiaba el parche de ojo, pero, cuidadito, Nicholas Ray es Nicholas Ray y tiene venia, así que podía hacerse el tuerto cuanto quisiera y ponerse el parche donde le petara. El cuarto tuerto era el húngaro André De Toth.


No era un gigante como los tres primeros ni fue tan amado como el quinto, pero era un gran director. Cito apenas seis películas suyas espléndidas -no son las únicas (sí, las que más me gustan)- que avalan con creces el adjetivo: la antinazi None Shall Escape (1944), dos noir -Pitfall (1948) y Crime Wave (1953), un par de westerns (con su aquel noir también) -Ramrod (1947) y Day of the Outlaw (1959)- y su última película, Play Dirty (1969); incluso títulos como Slattery's Hurricane (1949 o Man in the Saddle (1951), sin gustarme tanto, deparan siempre alguna secuencia memorable, ideas fulgurantes de puesta en escena y ambición formal.


De las que más me gustan siento predilección por Day of the Outlaw (a Ángeles también le gusta mucho, volvimos a verla este viernes). Un western de atmósfera tan glacial que hasta los interiores (tan desnudos, tan dreyerianos, diríamos) destilan una intemperie turbia de almas y espacios, donde el hielo amenaza con enlodarse sin remedio con los gritos de unos personajes que se ahogan en el silencio de una naturaleza inclemente. Un poema de amarga desolación. El topónimo de aquel villorrio perdido en aquel paraje helado resulta de lo más elocuente: Bitters.


Como autor del guión, a partir de la novela (con el mismo título) de Lee E. Wells, figura acreditado Philip Yordan, el guionista más sospechoso de la historia del cine. Según Ben MaddowYordan no escribió una palabra en su vida. Durante años le sirvió de pantalla a guionistas blacklisted (como el propio Ben Maddow), que pudieron seguir trabajando y cobrando sin acreditar. André De Toth asegura que escribió los diálogos con Robert Ryan, el actor protagonista (se implicó a fondo en la película), aunque no le importó que Yordan se llevara el crédito; le gustaba aquel tipo (y no era el único: al parecer, Yordan caía simpático). Cabe sospechar, si pensamos en la minuciosa preproducción del director, que la reescritura del guión fue más allá de los diálogos.


André De Toth trabajó con un presupuesto muy ajustado pero pudo decidir asuntos cardinales como rodar en blanco y negro, en lo más crudo del invierno, construir el villorrio en las montañas de Oregón (en la película, Bitters es un poblacho perdido de Wyoming) con una precisa orientación geográfica en su trazado (de hecho tuvieron que construirlo dos veces: la primera vez no respetaron las indicaciones del cineasta) y elegir a un magnífico director de fotografía como Russell Harlan (no habían vuelto a colaborar desde Ramrod). No olvidemos el gran trabajo (por sustracción) del director artístico Jack Poplin.


El reparto se quejó lo suyo por tener que rodar en tan duras condiciones meteorológicas. La verdad, debía hacer un frío que pelaba: atraviesa la pantalla y lo experimentamos al ver la película. Pero las quejas desaparecieron en cuanto André De Toth se presentó una mañana desnudo de cintura para arriba y empezó de esa guisa una nueva jornada de rodaje (imagino que la treta funcionó porque el reparto lo formaban mayormente hombres, muy sensibles a esas demostraciones masculinas). Quien no se quejó, sino que se lo pasó de lo lindo, fue Russell Harlan, encantado de rodar en exteriores. Se palpa la alianza del cineasta con su director de fotografía en esa panorámica de 360º (una figura tan cara a De Toth) que destila toda la desolación del lugar justo cuando más lacerante nos resulta.


El primer movimiento de Day of the Outlaw se correspondería con el tercer acto de un western centrado en la lucha ganaderos/granjeros donde estaría a punto de estallar el enfrentamiento entre el ganadero Blaise Starret/Robert Ryan y el granjero Hal Crane/Alan Marshal que viene a Bitters a recoger el alambre de espino para cercar sus tierras, un conflicto anudado también por el triángulo con Helen Crane/Tina Louise, en un tiempo amante de aquél y ahora esposa de éste.


Pero el enfrentamiento definitivo que preludia ese soberbio travelling siguiendo una botella de güisqui vacía que rueda por el mostrador, como cuenta atrás de una violencia a punto de estallar, se quiebra y suspende cuando irrumpe Jack Bruhn/Burl Ives al frente de su banda de forajidos, un giro que lanza la película en una dirección inesperada, cargada con una tensión y urgencia crecientes que compromete a todos los avecinados en el villorrio por el tiempo que los forajidos, perseguidos por el ejército después de atracar el convoy con la paga de los soldados, los tengan secuestrados; la banda hace un alto obligado en Bitters: Jack Bruhn tiene una bala profunda en el pecho, que le sacará el barbero, y necesita recuperarse.


La irrupción de los forajidos desplaza el eje de los antagonismos, preñados de matices y complejidad; el principal, encarnado por el jefe de la banda y Blaise Starret, sin olvidar el de Bruhn con los más insolentes y peligrosos de sus hombres, durante todo un segundo movimiento de la trama preñada de un atmósfera claustrofóbica, gravitando en torno a la espera (dilatada hasta lo angustioso en la secuencia del baile con una obsesiva y amenazante panorámica circular), y así en una gradación sostenida hasta su culminación.


Y qué culminación esa extraordinaria secuencia final con la banda, guiada (es un decir) por Blaise Starret, en una huida a ninguna parte, adentrándose en las montañas, donde el tiempo se dilata, con los hombres a caballo enterrándose en la nieve, helándose animales y hombres (ese forajido que ya no puede disparar a Blaise Starret porque se le han congelado los dedos), prisioneros del silencio blanco, en palabras de André De Toth. Pocas veces el cine nos ha deparado un sufrimiento tan vívido destilado por un dolor helado.


En esa última secuencia, Day of the Outlaw deriva hacia lo fantasmagórico (y hasta lo metafísico) y pudiera muy bien verse entonces como el ritual funerario de un género (con Track of the Cat, de Wellman, en la memoria), un western extraño, terminal, tan olvidado (quizá) como hermoso, que le debemos a la mirada ardiente del cuarto tuerto.
  

16/6/19

Voces en el callejón


De chaval, digamos de los diez a los quince años, entre el 65 y el 70, raras veces conseguí que me dejaran entrar a una película para mayores. 

Ay, aquéllas con calificación religiosa -uno las comprobaba religiosamente en el tablero de la entrada en la iglesia de San Francisco- que rezaban 4. Gravemente peligrosa.


Como El nadador, de Frank Perry, con guión de Eleanor Perry a partir del magnífico relato de John Cheever. Era verano, un agosto candente, con la Corredera tan desierta como el cine Yut aquel día. Por eso me dejaron entrar. No sabía entonces quién era John Cheever, ni siquiera que aparecía en una escena de la película. Una de esas raras veces que me franquearon la puerta del cine prohibido.

Llegué a detestar mi delatora cara de crío.

En Tui (entonces Tuy) no teníamos un cine con una ventana trasera fácil de abrir y por donde entrar con la película recién empezada, y asomarnos a una pantalla iluminada con el rostro bellísimo de Poppy Smith/Gene Tierney en El embrujo de Shanghái, como cuenta Víctor Erice en Umbral del sueño, el texto que abre la edición de La promesa de Shanghái, el espléndido guión de su malhadada adaptación de El embrujo de Shanghái, de Juan Marsé.

El cine Yut tenía dos puertas en un cul-de-sac, un callejón lateral sin salida; una, la más alejada de la pantalla, por donde salían los espectadores después de las sesiones de los domingos (por la semana se salía por la entrada principal) y otra, donde confinaba el callejón, que daba acceso a detrás de la pantalla (usada mayormente, de pascuas en flores, por las compañías cuando había función de teatro).

Y ahí, adosado a esa puerta, la más próxima a la pantalla, me veo de chaval, a la intemperie, tratando de imaginar la película prohibida a través de la música, los efectos de sonido y los diálogos (había líneas que no conseguía entender, claro, tan apagadas me llegaban, y no digamos cuando llovía), con las únicas pistas del cartel y la media docena de fotocromos -cuadros, para nosotros- demorada y devotamente contemplados en el vestíbulo.

(Poder seguir, mal que bien, aquellos diálogos -prohibidos- es lo único que, ahora, le agradezco al doblaje.)

Cuántas películas me habré montado fantaseando imágenes que cobijaran las voces en el callejón del cine Yut.


Desde entonces anoto líneas de diálogo; como éstas, espigadas de las que apunté estos últimos dos años:

Ya nunca me llevas al cine. (Alice/Karen Steele en The Rise and Fall of Legs Diamond, de Budd Boetticher; guión de Josep Landon.)

Bosque y agua. Hacen música. (Jim/Henry Fonda en Spaw of the North, de Henry Hathaway; guión de Jules Furthman a partir de una historia de Barrett Willoughby.)

Lo que va río abajo no es de nadie. (Bryant/David Carradine, al principio de Río abajo, de José Luís Borau; al final de la película, lo escuchamos en la voz de Engracia/Victoria Abril.)

Trabajo cuando no llueve, cuando no tengo sueño, cuando me aburro de pasear. (Conchita Pérez/Conchita Montenegro en La femme et le pantin, de Jacques de Baroncelli, a partir de la novela de Pierre Louÿs.)

Mátale. ¿No le hiciste nacer? Piénsalo, busca una solución. ¿No eres novelista? (Ivón/Emma Penella en Los peces rojos, de José Antonio Nieves Conde; guión de Carlos Blanco.)

No se imagina lo agobiante que puede ser una familia. (Lucía/Joan Bennett en The Reckless Moment, de Max Ophüls; guión de Henry Garson, Robert Soderberg, Mel Dinelli, Robert E. Kent... a partir de la novela de Elisabeth Sanxay Holding La pared vacía.)

Los viejos deberíamos detener las guerras. (Nathan Brittles/John Wayne en She Wore a Yellow River, de John Ford; guión de Frank S. Nugent, a partir de una historia de James Warner Bellah.)

Lástima que la vida es lo que hacemos, no lo que sentimos. (Helen Colton/Julie London en The Wonderful Country, de Robert Parrish; guión de Robert Ardrey, a partir de una novela de Tom Lea.)

Cuando se es joven, uno se sube al tren que representa lo que cree y sigue a cualquier estrella que pueda poner en marcha ese tren. Cuando estudiaba, el tren era la justicia social y la estrella era Karl Marx. (Samuel Fennan/Robert Flemyng en The Deadly Affair, de Sidney Lumet; guión de Paul Dehn, a partir de la novela de John Le Carré.)

Queríamos cambiar el mundo y el mundo nos ha cambiado a nosotros. (Gianni/Vittorio Gassman en C'eravamo tanto amati, de Ettore Scola; guión de Age, Scarpelli y Scola.)

Para que las cosas cambien hay que volver a mirarlo todo muy despacio. (Claire/Isabelle Huppert en La caméra de Claire, de Hong Sang-soo.)

Cuando uno espera mucho, puede suceder lo que sólo sucede muy raramente. (A portuguesa/Clara Riedenstein en A Portuguesa, de Rita Azevedo Gomes;, con diálogos de Agustina Bessa-Luís a partir de un relato de Ronert Musil.)

Hay que tener la dignidad de reírnos de nuestra infelicidad. (Mita/Shûji Sano en , de Heinosuke Gosho; guión de Gosho, Toshio Yasumi y Takitarô Minakami, autor de la novela de partida.)

Al borde del abismo sólo la risa nos impide saltar. (Joseph/Jean-Pierre Darrousin en La villa, de Robert Guédiguian; guión de Guédiguian y Serge Valletti.)

Soy un anacronismo ambulante. (Peggy Sue/Kathleen Turner en Peggy Sue Got Married, de Francis Coppola; guión de Jerry Leichtling y Arlene Sarner.)

Es una noche perfecta para historias de terror. El aire está lleno de monstruos. (Mary Shelley/Elsa Lanchester en Bride of Frankenstein, de James Whale; guión de William Hurlbut y John L. Balderston, y sin acreditar: Josef Berne, Lawrence G. Blochman, Robert Florey, Philip MacDonald, Tom Reed, R.C. Sherriff, Edmund Pearson y Morton Covan, a partir de la novela de Mary Shelley.)

Donde no hay sombras los monstruos no existen. (Off de Mary Shelley/Lizzi McInnerny en Remando al viento, de Gonzalo Suárez.)

Es curioso. Tú quieres olvidar quién eres y yo quiero descubrir quién soy. (Maizie/Mary Nolan en West of Zanzibar, de Tod Browning; guión de Waldemar Young, Elliott J. Clawson, Chester De Vonde, Kilbourn Gordon y Joseph Farnham.)

¡Follar a mediodía! Hay gente para todo. (Mickey/Machiko Kyô en Akasen chitai -literalmente, El barrio chino; aquí se tituló La calle de la vergüenza- de Kenji Mizoguchi; guión de Masashige Narusawa. a partir de la novela de Yoshiko Shibaki.)

Riega el geranio. (Kitty/Suzanne Pleshette en A Distant Trumpet, de Raoul Walsh; guión de John Twist, Richard Fielder y Albert Beich, a partir de la novela de Paul Horgan.)

Odio admitirlo, pero no entiendo nada de lo que pasa. (Gordon Cole/David Lynch en Twin Peaks, de David Lynch; creada por Lynch y Mark Frost.)

Fotograma de Baby Face, de Alfred E. Green; 
guión de Gene Markey y Kathryn Scola,
a partir de una historia de Darryl F. Zanuck
(acreditado como Mark Canfield). 


(La imagen de las entradas del cine Yut provienen del blog ferruxadas.)

14/4/19

Fantasmas de una noche sin fin


Pursued es uno de mis westerns de cabecera (de un género que también); dirigido por Raoul Walsh, uno de mis cineastas preferidos; con Teresa Wright y Robert Mitchum, actores que ídem. O sea, Pursued es uno de mis amores; anduvo merodeando por aquí, pero fue disfrutar en el Play-Doc, el pasado 6 de abril, de Nice Girls Don't Stay for Breakfast, ese retrato melancólico de Robert Mitchum obra de Bruce Weber, y a la vuelta ver otra vez Pursued (¿Cuántas van? ¿Diez? ¿Doce?) y ya no poder diferir por más tiempo celebrarla en esta escuela.


Un año glorioso aquel 1947 para Robert Mitchum con el estreno de dos películas admirables; además de Pursued, una maravilla noir como Out of the Past. En realidad, Pursued, padece una infección noir que afectó unos cuantos westerns memorables de la segunda mitad del los 40, como Ramrod (1947), de André de Toth, Blood on the Moon (1948), de Robert Wise, también con Robert Mitchum, o Colorado Territory (1949), del propio Walsh, que ya palabreamos lo suyo. Westerns  colmados de noche y sombras.


Y, dicho sea de paso, no se me ocurre mejor título alternativo para Pursued que Out of the Past, que aquí se tituló Retorno al pasado, destiladas ambas con sendos flashbacks. Jeb Rand, el personaje que encarna Robert Mitchum en Pursued vive atrapado en un pasado que va afluyendo en su memoria en el curso de los años (no son imaginaciones, son recuerdos, le dice a Thorley/Teresa Wright (él la llama Thor), en aquellas ruinas de la casa de la infancia (que no son sino él mismo, su identidad en ruinas); a medida que se hace un hombre, out of the past, el pasado se le viene encima. El peso del pasado, como recuerda Jacques Lourcelles, uno de los temas walshianos por excelencia.


Era de las pocas películas de las que se sentía orgulloso Niven Busch. Llevaba años trabajando como guionista en Hollywood. Tuvo su primer crédito en The Crowd Roars (1932), de Howard Hawks; luego, por mencionar apenas tres más: Angels Wash Their Faces (1939), de Ray Enright; The Westerner (1940), de William Wyler, o la adaptación de la novela de James M. Cain, The Postman Always Rings Twice (1946), de Tay Garnett. También escribió Duel in the Sun -la novela, prefirió pasar del guión- que David O. Selznick llevó a la pantalla en 1946. En una entrevista con David Thomson durante el verano de 1983 (recogida en Backstory. Conversaciones con guionistas de la edad de oro), cuenta Niven Busch cómo dio en escribir esa novela:
Siempre me gustaron los westerns. De forma que decidí irme y recorrer el Oeste durante unos cuantos meses. Adquirir un poco de cultura popular y escribir un western de verdad. Pensé que podía escribir uno mejor que The Westerner. Conocí a un amigo que tenía un rancho en Arizona y me fui allí. Luego bajé por mi cuenta por el Panhandle [una franja de tierra que penetraba en el estado de Texas] y descubrí manuscritos y documentos antiguos. Allí se me ocurrió la idea para Duel in the Sun.
Tras alcanzar una buena posición como guionista, Niven Busch se asoció con Milton Sperling, que tenía a su cargo una unidad casi independiente dentro de la Warner, y pudo producir sus propios proyectos. En Pursued, como guionista-productor, tuvo el control absoluto.

Niven Busch trabaja en un guión, 1937.
(Fotografía de Paul Dorsey.)

Durante el viaje por Arizona y Texas que le inspiró Duel in the Sun, leyó en un viejo periódico en El Paso la historia de un sangriento ajuste de cuentas entre dos familias; un crío sobrevivió y lo recogió la familia que asesinó a la suya. Busch se preguntó por el destino de aquel chaval y ahí encontró el germen del guión de Pursued (tardó seis semanas en escribir la historia y otras tantas en escribir el guión), una tragedia griega en el Oeste (Antiguamente Grecia debió ser muy parecida al Oeste. Pasiones poderosas y armas en la mano, imaginaba Busch) preñada de maldiciones familiares y un destino fatal, con ecos freudianos pero donde resuena sobre todo El señor de Ballantrae, de Stevenson, de la que puede considerarse una estupenda adaptación (inconfesa, aunque Busch le escribió en una carta a Tavernier: De inspirarse en alguien, más vale elegir un buen autor), claro que también puede verse como un tratamiento sugerente de Cumbres borrascosas, de Emily Brontë. Dirigida por Raoul Walsh e iluminada por el gran James Wong Howe (el mejor operador del mundo, para el guionista-productor), Pursued devino un western noir, surreal y fantasmagórico.


Walsh le pidió a Busch que estuviera cerca durante el rodaje por si necesitaba alguna aclaración sobre esta o aquella escena, pero el guionista, llegado el caso, lo abrumaba con tantos detalles y pormenorizadas explicaciones que el director tenía que cortarlo. Al guionista, el director le caía inmensamente bienTe hacía sentirte a gusto, era tu compañero. Walsh consideraba a Busch -que le escribirá también Distant Drums (1951)- un excéntrico que se enamoraba de sus guiones; demasiado para alguien que dirigía de forma tan relajada, y hasta más relajada de la cuenta según algunos testimonios. (También lo ponía de los nervios el complicado proceso de iluminación de James Wong Howe.) Desde luego, Pursued siempre fue algo especial para Busch: Thorley, el personaje femenino protagonista, era un regalo para Teresa Wright con quien llevaba casado desde 1942.


En su autobiografía, Each Man in His Time, publicada aquí como La vida de un hombre y traducida por Marta Pessarrodona (una de las lecturas felices de aquel agosto de 1982), Walsh dedica tres párrafos a Pursued,
 ...un western "psicológico" distinto a cualquier otro film que yo hubiera dirigido... 
(En la Filmografía comentada, del Cahiers du cinéma de abril de 1964, Walsh es un poco más explícito:
Me gusta mucho esta película. Era un western fuera de lo común, muy extraño. Había realmente una atmósfera de [film] fantástico a lo largo de la película. Era casi una historia de fantasmas.)

El director quedó impresionado con Robert Mitchum, uno de los mejores actores naturales que conociera en su vida, con su forma tan letárgica y convincente de actuar. (Busch no estaba muy convencido al principio, pero se convirtió en un rendido admirador de Mitchum.) Actor y director se llevaron de maravilla: eran tal para cual.

Robert Mitchum con Raoul Walsh 
en el rodaje de Pursued.

Por supuesto Walsh, en su autobiografía, valora como se merece el trabajo de Teresa Wright y Judith Anderson, en el papel de la madre de Thorley, la Callum que recoge a Jeb, el chaval superviviente de los Rand, y lo cría con sus hijos, como si fuera un hijo más, como si los tres fueran hermanos. Y evoca, en el último párrafo que le dedica a la película, una de las secuencias memorables:
Hicimos una toma con angular de Mitchum perseguido por el hijo de Judith, Adam/John Rodney, una pequeña figura que descabalgaba en lo alto de la montaña para apuntar con el rifle y disparar. Se creaba una tensión dramática muy violenta apropiada a la situación.
A falta de un fotograma, precisaremos un poco más el magnífico plano evocado por Walsh: un gran plano general con profundidad de campo nos muestra a Jeb Rand a caballo en primer término, en el tercio inferior del encuadre, y arriba, a la derecha, en el tercio superior y en último término, sobre el perfil del barranco, una figura minúscula también a caballo, que los espectadores percibimos como una amenaza para Jeb pero que él sólo descubrirá cuando, tras descabalgar (nosotros lo vemos, pero no Jeb), le dispare, y sólo en el desenlace de la secuencia, tras el tiroteo, se nos revelará al tiempo que a él, la identidad de esa figura yacente, el tipo que acaba de matar: Adam, el hermano de Thor, el hijo de su madre adoptiva. En realidad se trata de dos planos sucesivos donde la cámara acompaña el desplazamiento de los jinetes en paralelo hacia la izquierda del encuadre, sostenidos por una tensión creciente alimentada por el suspense (somos conscientes de la amenaza pero Jeb no) que culmina en una sorpresa (trágica) simultánea para nosotros y el protagonista.


Quienes no hayáis visto Pursued ya os habréis imaginado que la trama se anuda en torno al amor de Thorley y Jeb, una relación con visos de incesto (se criaron como hermanos) y, al tiempo, vástagos de dos familias, los Callum y los Rand, respectivamente, anudadas por una insomne sed de venganza.


Jeb, ya lo dijimos, es el único Rand superviviente, y hay un Callum, Grant Callum/Dean Jagger, que quiere borrar a los Rand de la faz de la tierra, sólo así lavará la mancha primordial: el amor de la madre de Thor y Adam por el padre de Jeb.


La muerte de Adam despierta la sospecha en Thorley (sólo nosotros y Jeb sabemos que lo mató en defensa propia y que ni siquiera sabía a quién mataba). El deseo de venganza acabará infectando la historia de amor y, si consiente en casarse con Jeb, es para matarlo mejor (una venganza sexual parecida a la culminación de Duel in the Sun).


Cartel de Luigi Martinati.
(Pursued se estrenó en Italia en 1948
con el título de Notte senza fine.)

Pursued destila una historia de amor envenenada por los fantasmas de una noche sin fin (en palabras de Jeb) que acosan insomnes a los protagonistas.


Una historia que Walsh despliega en una tensión sostenida entre lo mineral y lo cósmico, en la frontera entre el telón de piedra y el cielo abierto por donde cabalgan los amantes, entre el sueño y el delirio.


Como escribió Patrice Rollet, en Pursued lidiamos con historias de fantasmas, de espectros, de muertos vivos (o sea, literalmente y en todos los sentidos, la masa de la que está hecho -y con la que se hace- el cine), que no paran de rondar las escenas primordiales de la infancia donde anidan todos los secretos. Jeb transita las ruinas del rancho abandonado como un sonámbulo, con la certeza de que aquella casa es él mismo, la ruina de su alma pero también la cripta de su identidad, y se pregunta qué parte de si mismo yace en las tumbas sin nombre allí al lado.


En las secuencias cardinales de Pursued  se libran batallas entre la luz y la oscuridad. Nunca hay luz suficiente para iluminar la noche oscura del alma.


Una noche, Thorley va al cuarto de la madre alumbrándose con un quinqué (la cámara la acompaña con travellings sucesivos de izquierda a derecha). A medida que se acerca a la cabecera de la cama se le ilumina el rostro. La madre le pide que avive la luz y trata de mirar en el corazón de su hija y comprender por qué consiente en casarse con Jeb, el asesino de su hermano. Un travelling de derecha a izquierda acompaña a Thorley, apartándose de su madre, mientras le confiesa el odio que siente y la venganza concebida en vísperas de la boda.


(Cabe señalar un humor negro en esa porfía de Thorley: no quiere renunciar al sueño de ser cortejada por Jeb, un sueño de amor verdadero antes de que se envenenara, y tampoco a la pulsión de la venganza.)


Una secuencia que tiene su eco en la noche de bodas, cuando Thorley se encierra en el dormitorio para quitarse el vestido de novia.


Luego entra Jeb con una bandeja donde trae unas copas y un revólver cubierto por un paño blanco. Thorley acaba empuñando el arma y Jeb aviva la luz del quinqué para que pueda verlo bien y no falle. Claro que, al verlo...


Luz y oscuridad, las materias primas del cine, el blanco y negro de los orígenes, como manifestaciones de los temblores del alma, evidencias de lo invisible.


¿Qué más se puede decir? Apenas citar unas líneas de Jacques Lourcelles que suscribo de la primera palabra a la última:
Pursued es uno de esos films -un puñado- que demuestran de manera definitiva los poderes del cine cuando está en manos de un artista genial como Raoul Walsh. 

24/3/19

Pasos por el pasado


Os voy a hablar de Woman on the Run, una joyita negra de 1950 dirigida por Norman Foster.


Que podamos verla a estas alturas tiene un aquel de historia detectivesca que conjuga porfía, catástrofe y rescate inesperado con su puntito pirata. Eddie Muller (fundador y presidente de la Fundación Film Noir) y Gwen Deglise (programadora de la Cinemateca Americana) se enteraron por casualidad del contrato firmado entre Fidelity Pictures, la productora de Woman on the Run, y la Universal, que había distribuido la película en 1950, donde se estipulaba que, en caso de no renovarse el acuerdo de distribución, el estudio debía conservar una copia de archivo de la película, cuya propiedad recuperaría la productora. Eddie Muller y Gwen Deglise encontraron la copia de Woman on the Run en los archivos de la Universal. Como Fidelity Pictures hacía mucho tiempo que no existía, la Universal no había considerado digitalizarla. Que se supiera era la última copia superviviente.


Hacía mucho tiempo que Anita Monga, la programadora del Castro Theater, quería mostrar la película de Norman Foster, que llevaba más de cincuenta años sin verse, pero hasta entonces la Universal se negaba a prestarla. Finalmente,  Woman on the Run  se proyecta en el Festival de Cine Negro de San Francisco en 2003 (compartiendo cartel con The Lady From Shanghai, como veremos una compañía muy bien elegida), y Eddie Muller aprovecha para hacer una copia pirata en vídeo, eso sí, con las mejores intenciones. Cinco años después la copia de archivo de Woman on the Run arde en un incendio en la Universal que destruyó parte de las instalaciones y afectó a la cámara donde se almacenaban las copias en 35 mm.


Gwen Deglise y Eddie Muller emprendieron una búsqueda exhaustiva por todo el mundo hasta encontrar latas con negativos de la película en el British Film Institute. Y al fin pudo restaurarse Woman on the run por la UCLA Film & Television Archive... gracias a la copia pirata en vídeo, que sirvió de guía para la reconstrucción. Eddie Muller está convencido de que si hubiese sido dirigida por Raoul Walsh, Don Siegel o Joseph H. Lewis ya habría sido redescubierta hace décadas y presentada como una obra maestra menor del noir.


¿Entonces quién era Norman Foster? Un director que tuvo la gran (mala) suerte de ser un "protegido" de Orson Welles y acabó siendo poco más que una nota a pie de página en la biografía del genio de Kenosha. Cuando Welles lo "descubrió", Foster ya había dirigido quince películas; de ellas, seis de la serie dedicada al personaje de Míster Moto y otras tantas de la serie Charle Chan. Eran grandes amigos, pero lo más importante para el caso: Welles sabía que Foster era un director con todas la letras, un realizador con oficio, habituado a manejarse con presupuestos y planes de trabajo muy ajustados, por eso le encarga My Friend Bonito, el episodio mejicano del inconcluso proyecto "panamericano" It's All True, a partir de una historia de Robert Flaherty. Welles quedó encantado con las escenas filmadas por Foster con el director de fotografía Floyd Crosby (el mismo de la sublime Tabú, de Murnau): No he visto nada más hermoso en mi vida, le telegrafió.

Norman Foster, agachado junto a la cámara, 
en el rodaje de Journey Into Fear.

Corría el mes de octubre de 1941 y Welles, como siempre, tiene varias películas entre manos: está rodando The Magnificent Ambersons, prepara Journey Into Fear (Estambul, 1943) y ya tiene previsto viajar a Brasil en febrero de 1942 para filmar el carnaval de Río, así que decide interrumpir el rodaje de My Friend Bonito (nunca se acabará) y encargarle a Foster dirigir Journey Into Fear, motivo cardinal del ninguneo: se consideró que había dirigido Journey Into Fear al dictado de su "mentor".


De nada sirvió, por lo visto, el testimonio del propio Welles, tal como se lo contó a Bogdanovich:
Yo la produje, y Joseph Cotten y yo escribimos el guión, basado en la novela de Eric Ambler. El director fue Norman Foster, que era un gran amigo mío. 

Algo parecido sucedió con Carol Reed a propósito de El tercer hombre. Para más inri, un arquitecto muy famoso se llama como él, así que si tecleas Norman Foster en un buscador tienes que fijarte bien para encontrar al cineasta. Seguro que aprendió mucho de Welles, pero a la vista de un filme como Woman on the Run no cabe obviar su innegable talento como director.


Es hora entonces de volver a la desaparecida Fidelity Pictures, la productora de nuestra joyita noir (entre sus créditos figuran también dos filmes de Fritz Lang, House of the River y Rancho Notorious, y Montana Belle, de Allan Dwan). ¿De dónde sale esa compañía independiente? Pues de la actriz protagonista, Ann Sheridan, la Eleanor de la película. Harta de los papeles decepcionantes que le asignaban en la Warner -aunque la recordamos en buenas películas, como They Drive by Night (1940), y hasta en muy buenas, como Silver River (1948), las dos de Raoul Walsh-, compra su libertad, rueda para la Fox como freelance la  estupenda I Was a Male War Bride (1949), de Howard Hawks, y monta Fidelity Pictures con el productor Howard Welsch para poder decidir sobre su carrera y elegir qué películas hacer. Para empezar, Woman on the Run. Eddie Muller sospecha que fue la propia Ann Sheridan quien eligió a Norman Foster para dirigirla.


Howard Welsch se encarga de poner en pie el proyecto. En 1949, compra un relato de Sylvia Tate publicado el mes de abril del año anterior en la revista American. Su título: Man on the Run, y con ese título Norman Foster y Alan Campbell (el marido de Dorothy Parker) escriben el guión y se rueda la película, y sólo en junio de 1950, terminado el rodaje, se cambia por Woman on the Run.


Foster y Campbell cambian la localización de la trama (Nueva Orleáns por San Francisco) pero respetan la premisa del relato de Sylvia Tate: Frank/ Ross Elliott, el marido de Eleanor, es un pintor fracasado que trabaja como escaparatista, esculpiendo maniquíes; forman un matrimonio en fase terminal. Por azar, Frank presencia el asesinato de un testigo clave en un juicio contra una banda de gánsteres. Y se salva por los pelos cuando el asesino le dispara antes de largarse. Ante la perspectiva nada apetecible de convertirse en un testigo valioso para la policía y, por lo tanto, objetivo prioritario de los gánsteres, Frank desaparece. Ahora policía y gánsteres lo buscan. Eleanor quiere ayudarlo, aun convencida de que ya no la quiere (de que en realidad huye de ella), pero no sabe cómo ni dónde encontrarlo. "Frank no ha hecho nada malo", argumenta Eleanor, a lo que el veterano inspector responde: "Oh, sí, lo ha hecho. Estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado ”. Sobra decir: una situación clásica del cine negro.


A partir de la premisa, Foster y Campbell introducen cambios significativos. En el relato, el policía se enamoraba de Eleanor mientras buscan a Frank, seguidos a su vez por los gánsteres que también quieren localizarlo. En la película, los gánsteres (el jefe y dos esbirros) se condensan en el periodista de sucesos Dan Legget/Dennis O'Keefe y -lo más importante- se trabaja su relación con Eleanor: se gana su confianza y, en el curso de la búsqueda, ese vínculo va cobrando visos de enamoramiento. Cuando llevamos poco más de media hora de película, descubrimos que Dan es el asesino que disparó contra Frank, testigo involuntario de la escena que desencadena la trama. Pero Eleanor no lo sabe y, para más inri, cada vez confía más en él (de quien menos debía fiarse): la línea de suspense se refuerza de ahí en adelante hasta el clímax, al convertirse la protagonista en cómplice involuntaria del asesino; un asesino que debe matar a Frank, pero también se encariña con su mujer. La investigación policial dirigida por el inspector Ferris/Robert Keith cumple en la película una función secundaria, complicada porque Eleanor y Dan (aunque por motivos antagónicos) procuran esquivar su vigilancia para llegar hasta el desaparecido.


Hasta aquí las líneas que tejen la trama del guión de Woman on the Run, que entonces aún se titulaba Man on the Run. En realidad hay otro guión (dentro del guión), el verdadero guión que despertó el deseo de palabrear esta joyita noir. Pero antes unas notas sobre los diálogos y el rodaje. Probablemente el humor agrio que destilan los diálogos se debe a Alan Campbell (aunque no falta quien sospecha la mano de Dorothy Parker; se habían casado en 1934, se divorciaron en 1947 y se volvieron a casar justo cuando Woman on the Run quedó enlatada; habían escrito juntos varios guiones, pongamos por caso A Star Is Born, de Wellman). Al parecer no hubo un guión definitivo, por lo menos no en cuanto a los diálogos, y la propia Ann Sheridan reescribió buena parte de sus líneas e hicieron lo propio Dennis O'Keefe (había reescrito sin acreditar T-Men, de Anthony Mann, que había protagonizado) y Robert Keith (ya había escrito teatro a finales de los 20 y estrenado en Broadway, y la Universal lo contrató para escribir guiones y diálogos a comienzos del sonoro).


Foster rodó tres semanas en San Francisco. El director de fotografía Hal Mohr (entre otras, de la citada Rancho Notorious y de una joya noir como Underworld, de Samuel Fuller) había nacido en San Francisco y ya de niño se había construido su propia cámara, y muy joven había filmado documentales en la ciudad en fechas tan tempranas como 1912, así que estaba sobradamente familiarizado con la luz y las localizaciones de San Francisco y resultaba muy adecuado para el rodaje en exteriores que convierte la ciudad en un personaje más de Woman on the Run, desde su apertura en Bunker Hill hasta el clímax en el muelle de Santa Mónica, con la montaña rusa de Ocean Park donde su maestro Welles había rodado The Lady from Shanghai; un clímax resuelto de forma brillante por Foster al filmarlo desde el punto de vista de Eleanor (atrapada en el vértigo emocional de la montaña rusa), cuando ya sabe que Dan es el asesino y va a matar a su marido (la cara de la anagnórisis, el reconocimiento del error), justo cuando ha descubierto que estaba equivocada (al leer el verdadero guión) y quería desesperadamente salvarlo (la cruz de la anagnórisis).


Hablemos entonces de ese dichoso verdadero guión.  Eleanor recibe una carta de Frank (con una cita secreta), pero escrita de tal forma (por si cayera en otras manos) que sólo ella puede entender. Pero no la entiende. No consigue descifrarla. O sea, no puede leerla. Pero sólo ella podría, porque la clave (de lectura) no es otra que la memoria común (de la historia de amor) con su marido. Woman on the Run deviene entonces un itinerario emocional con esa carta como guión en pantalla de una revelación que Eleanor experimenta (como un renacimiento) cuando al fin consigue leerla, pero también un mapa de la memoria que la lleva a dar pasos por el pasado (sin flashbacks) de su relación con Frank. Para Eleanor, leer es recordar. Y actuar (los actores son lectores que actúan lo leído, anota Piglia en El último lector). Ésa es la función de todo guión, y el objetivo último de la carta de Frank, el mensaje cifrado en la cita secreta.


La idea subyacente consiste en reconstruir el rompecabezas de su relación y su lectura lleva a Eleanor por los lugares donde fueron felices. Woman on the Run cobra visos, entonces, de topografía amorosa, donde habita la memoria de lo perdido y quizá la posibilidad de avivar las brasas de una pasión. En definitiva Frank se juega todo a la competencia lectora de Eleanor, a que sepa leer (o sea, encontrar el sentido que se esconde en lo literal), aunque eso sólo lo descubriremos, ella y nosotros, llegado el momento, pero se trata de una lectura peligrosa, aunque eso lo sabremos nosotros antes, de ahí el suspense, y ella demasiado tarde, porque va a compartir sus descubrimientos con Dan, que también se ve afectado por la carta en una vertiente íntima, porque su lectura reanima el amor por Frank de la mujer de la que se está enamorando. Mientras Eleanor lee, camina y recuerda (sólo los pensamientos que tenemos caminando valen algo, decía Nietzsche): caminar, una forma de leer; leer, una forma de (re)enamorarse.


El viaje interior de Eleanor transita entre la atracción por Dan, convencida además de que Frank no la quiere y que la huida (de los gánsteres y la policía) es un pretexto para huir de ella, y la inesperada catarsis de una relación amorosa que el verdadero guión desentierra y resucita. En el desvelamiento de ese viaje interior cumple una función decisiva el montaje (de Otto Ludwig), con un espléndido uso del corte para mostrar las reacciones de Eleanor (soberbia, Ann Sheridan) a medida que lee el pasado en el presente, descubriendo un Frank que desconocía; descubriendo, al fin, que la carta es una carta de amor.


En apenas 77', Woman on the run consigue destilar la impresión de toda una vida y cada personaje, aunque sólo aparezca en una escena, deja su huella. Fue un fracaso de público (de ahí que se olvidaran de ella en los archivos de la Universal) y no sirvió para relanzar la carrera de Ann Sheridan (tres años después rueda Appointment in Honduras, de Jacques Tourneur, otra película tan memorable como olvidada). Que haya llegado hasta nosotros y podamos disfrutarla casi podemos considerarlo un milagro de los dioses lares del cine. Y así celebramos los pasos por el pasado de una actriz que quizá no consiguió (re)enamorarse de un Hollywood que no hizo nada por merecerla.