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6/8/17

Un guionista al teléfono


Tras el adiós a Jeanne Moreau me enteré de la muerte de Sam Shepard; la precedió en unos días (hace diez, si no cuento mal). Conozco muy poco de la obra del escritor (por ejemplo, nada de lo principal, el teatro); sólo leí dos libros suyos: Crónicas de motel (conmigo desde el 22 de marzo de 1985, el germen de París, Texas, que habíamos visto unos meses antes; casi un amuleto) y El gran sueño del paraíso (dedicado a Jessica Lange, y donde figura Wim Wenders entre los agradecimientos; me gustó mucho); también fue un actor convincente (creo que la última vez que lo vi fue en Mud, de Jeff Nichols, hace cuatro años o así).

Sam Shepard en 2016. 
Una imagen suya muy beckettiana.
(Fotografía de Chad Batka.)
Samuel Beckett en 1980.
(Fotografía de John Minihan.)

CreditHoy quiero recordarlo con gratitud sobre todo por su trabajo en París, Texas, rememorando la peripecia de la escritura de aquel guión con versión extendida -y matizada- de lo anotado aquí hace siete años, partiendo de fuentes que no tenía a mano entonces, como la entrevista con Wim Wenders publicada en el nº 42 -mayo, 1984- de la revista Casablanca, o que todavía no estaban disponibles, como los comentarios del cineasta  y la entrevista de Kent Jones con Claire Denis incluidos en los extras de la edición blu-ray de la película.


La primera idea de París, Texas se gesta a partir de la imagen que aflora en Wenders al leer una frase de Crónicas de motel, la imagen de alguien que sale de la autopista y se adentra en el desierto:
Se queda quieto junto a la reventada maleta, contemplando las que fueron sus pertenencias. Aplastadas pastillas de jabón que se llevó del baño de los moteles. Chatas latas de judías. Un magullado mapa de Utah. El recalentado alquitrán negro empapa la blanquísima toalla que se guardaba para el primer baño a fondo de todo un mes. 
De un extremo a otro de la carretera, nada se mueve. Ni un sólo tallo se agita. Ni siquiera se mueve la solitaria pluma de alondra enganchada en el clavo del poste de la valla. 
Avanza con la puntera de la bota por la negra pista de caucho quemado del patinazo. Sigue con la vista el brusco y enloquecido viraje de los neumáticos. El acre olor del caucho. El dulce olor de la arena abrasada. 
Ahora salta un lagarto. Deja una estela pisciforme con la cola. Desaparece. Tragada por el mar de arena. 
¿Debería esforzarse por salvar alguna cosa? Un simple botón de muestra. ¿Un par de calcetines? ¿Las pilas de la linterna? Debería tratar de recoger alguna cosa para llevársela a ella a su regreso. Algún detalle. Un recuerdo para que ella no pueda creer que no ha estado haciendo absolutamente nada. Que se ha pasado todos estos meses errando de un lado para otro. 
Revuelve los restos con una rama de mezquite. Busca un regalo. No parece que valga la pena salvar ninguna cosa. Ni siquiera las que no se han estropeado. Ni siquiera la ropa que lleva puesta. El anillo de Turquesa. Las botas de punta afilada. La Hebilla india. 
Lo arroja todo al montón de chatarra. Se queda sentado en cuclillas, completamente desnudo, en medio de la ardiente arena. Prende fuego a los restos. Después se pone en pie. Vuelve la espada a la Highway 608. Se pone a caminar hacia las desiertas extensiones. 
17/02/80 
Santa Rosa, Ca.

Y otra imagen: mirar el mapa de carreteras de EEUU en un motel y dirigirse hacia un lugar determinado localizado en el mapa:
Abrí mi mapa de carreteras Rand McNally, lo extendí sobre la cama y me quedé mirando el estado de Wyoming. Pasé el dedo por la serranía Big Horn.
Me fui a la mañana siguiente. 

Aquí arranca la película para Wenders (o más bien empieza a germinar el proyecto de la película):
Antes de configurar una biografía, aun antes de la existencia del niño y la mujer, Travis era alguien que miraba el mapa y se perdía. Un día estaba en Texas, dos días después aparecía en Illinois, porque había visto el nombre de una ciudad que le gustaba.
El título [París, Texas] tiene una clara relación con esta idea primera de un hombre que viaja sin parar de una manera impulsiva. Yo hacía lo mismo cuando se me ocurrió la película. Empecé escribiendo una historia de cincuenta folios; no era en realidad un guión, más bien una novela corta. Era por los años 79-80. La titulé Motels. Narraba la historia de alguien que viajaba sin rumbo, sin otra motivación que decidir tras ojear el mapa de carreteras. También empecé a escribir una lista de ciertos nombres: en el mapa de EEUU encontré 22 ciudades con el nombre de París; 16 con el de Berlín. Así me hice con el nombre de bastantes ciudades europeas. Ganó París. Cuando empezamos a inventar una historia con Sam [Shepard], las peripecias de Travis no tenían un título definitivo. En un momento determinado, cuando Travis quiso ir al lugar donde fue concebido, no donde nació, yo dije: "¿Por qué no París?" 

La gestación del guión de París, Texas acontece mientras Wenders rueda Hammett (1982) en los estudios Zoetrope (de Coppola). Allí Shepard se encuentra rodando Frances (1982), de Graeme Clifford, con Jessica Lange. El escritor y actor le da a leer a Wenders un manuscrito que en un principio se titulaba Transfiction y  se acabó publicando como Motel chronicles en la City Lights Books de San Francisco en 1982. Aquellos poemas y relatos cortos le causan una honda impresión, pero en ese momento Wenders tenía entre manos la escritura de un guión basado en una serie de textos de Peter Handke, un proyecto que debería llevarle precisamente a través de EEUU y para el que había escrito aquella historia titulada Motels. Ante la imposibilidad de abordar un proyecto tan ambicioso y la necesidad de rodar una película enseguida para su productora, Wenders se pone manos a la obra con un guión que, inspirado por el manuscrito de Shepard, lo titula igual, Transfiction. El cineasta nos cuenta las líneas generales del planteamiento:
La película comienza en el desierto americano: un accidente entre dos coches; en uno, un hombre; en el otro, una pareja. Ningún testigo. La pareja, culpable; el hombre muere. La pareja decide huir, y en el último momento la mujer mira en el coche del muerto y encuentra un manuscrito. La pareja cruza EEUU y la mujer empieza a leer el manuscrito que va cobrando cada vez mayor importancia...

Wenders le remite el tratamiento a Shepard. El escritor lo encuentra demasiado cerebral, demasiado frío, y le propone  escribir uno nuevo partiendo de cero. En el verano de 1982, los dos se pasan varios días dándole vueltas a historias sin que ninguna llegue a convencerles, hasta que encuentran una imagen como punto de partida: un hombre, en estado catatónico, camina sin rumbo por el desierto. Esta imagen (destilada en los planos de apertura de la película), será la única descrita de forma precisa en el guión. El resto de la historia se desarrolla de forma esbozada, con referencias a la Odisea, que Wenders acaba de leer, y a Centauros del desierto. Escritor y cineasta estaban enamorados de la película de Ford, pero el libro de Alan Le May en que se basaba aún les parecía mejor (Wenders ya había citado el libro y la película en El estado de las cosas).


A partir de esa escena germinal, y trabajando juntos, imaginan que Travis, ese hombre errante (cuyo origen se encuentra en el conductor muerto en el accidente del tratamiento de Wenders) tenía un hermano, Walter, que lo buscaba mientras él intentaba encontrar a su mujer, una chica más joven llamada Jane. En una primera versión del tratamiento, estos tres eran los únicos personajes de la película, y al final Travis no conseguía reunirse con Jane. En esta fase de gestación del guión surge el título definitivo de la película; Shepard necesitaba encontrar cuanto antes el lugar adonde se dirigía Travis (un viaje a la semilla). Fue entonces cuando Wenders sugirió París. París, Texas.


Poco después, Shepard o Wenders (cada uno atribuye la idea al otro), imaginan que Travis tenía un hijo y tirando de ese hilo escriben una segunda versión articulada en torno a una familia dispersa que Travis intenta reunir de nuevo. Ahora Jane vivía con un predicador televisivo que Shepard -para esquivar el sesgo político- transforma después en padre de la chica, un viejo tejano rico que la dominaba (un tipo que veían encarnado por Jonh Huston). En una de esas versiones, Walter y su mujer Anne seguían a Travis y Hunter cuando se iban en busca de Jane, llegando a intercambiarse los papeles entre los hermanos.


Las limitaciones de presupuesto y una ausencia imprevista propiciaron que la película se centrara en el núcleo familiar: Travis, Jane y el hijo, Hunter, y se acotara geográficamente. En un principio Wenders quería rodar desde la frontera mejicana hasta Alaska, pero Shepard lo disuadió asegurándole que Texas era un EEUU en miniatura. Las localizaciones se realizaron -ya con Claire Denis como ayudante de dirección- en el curso de un largo viaje en zigzag por todo Texas y otros lugares del Oeste en agosto de 1983, pautando sesiones de trabajo de guión con el escritor en Santa Fe.


Cuando empieza el rodaje el 29 de septiembre toda la primera parte -hasta Los Ángeles- está bastante elaborada y prácticamente cerrada; la segunda parte, apenas está esbozada, se encuentra muy abierta y el final aún no está resuelto. Habían barajado hasta tres desenlaces distintos: en uno, Travis llegaba a París, Texas; en otro, se le veía otra vez caminando por el desierto; y en un tercero, recogía en la oficina de correos de París, Texas, un paquete con un rollo de super 8 que habían rodado Jane y Hunter durante su viaje juntos.


Una vez filmada la primera parte, tanto Shepard como Wenders están convencidos de que hay que eliminar el personaje del padre de la chica, un mero pretexto para no enfrentarse al trabajo de definir el personaje de Jane e imaginar el encuentro con Travis. En palabras de Wenders,
cada vez era más evidente que el olvido de Jane en el tratamiento anterior era una forma de no coger el toro por los cuernos.

Wenders rueda la primera parte confiando en contar con Shepard al llegar a Los Ángeles y dar forma a la segunda parte a medida que la fueran rodando. Pero llegado el momento nada ocurre según lo previsto (aunque a la vista de la película todo ocurrió para bien). Por una parte, en Los Ángeles hay que suspender el rodaje durante dos semanas por problemas de financiación para afrontar la segunda parte (quince días que le venían de maravilla a Wenders para trabajar en el guión); por otra, Shepard se encontraba en pleno rodaje de Country (Richard Pearce, 1984), con Jessica Lange, una producción muy complicada y muy lejos de allí. Wenders evoca aquella encrucijada:
Le comenté que debía reescribir el final a toda prisa, que se nos perdía el personaje de Jane. Me dijo que podía hacer un último esfuerzo y escribir de noche y los domingos, pero se sentía incapaz de resolver el problema argumental. Le propuse mandarle un tratamiento y que él escribiera los diálogos. "Mándame una sinopsis, yo no puedo hacer más".

Wenders, con la ayuda de Claire Denis (lo primero que le hizo leer cuando se incorporó al proyecto fue Crónicas de motel), pergeña unas diez páginas de notas que le manda a Shepard, donde desarrolla el último tramo de la película en torno al peep-show, y perfila el final con el reencuentro de la madre y el hijo, y la vuelta de Travis a la carretera.
Lo del peep-show [un local raro, tanto que sólo existía en París, Texas; ¿alguien habrá montado un confesionario así después de la película?] se me ocurrió de pronto y dio a Jane la caracterización que tiene en la película. En todas las versiones anteriores era siempre víctima de alguna otra historia. (...) Trabaja en ese local no sólo para ganarse la vida, sino que hay algo en su pasado que su personaje lo necesita. No ser tocada y estar en contacto.  

Jane le cuenta a Travis, en la última escena del peep-show (separados por el espejo), que soñaba que hablaban, era su manera de seguir recordándolo; tuvo que esperar cuatro años para escucharlo de viva voz y recuperar su imagen, que ya se empezaba a desvanecer en la memoria, pero todo eso, en su momento, lo escucharemos con palabras recién salidas de la mano de Sam Shepard.

Oigo tu voz todo el tiempo. Cada hombre tiene tu voz.

Cuando se reanuda el rodaje, Wenders va improvisando escenas -escribiendo algunas con Kit Carson (el padre del niño)- hasta la escena del banco en Houston.


Claire Denis recuerda que el guión de la segunda parte de París, Texas lo fueron arreglando Wenders y Shepard por teléfono.


Cuando todo había terminado, el cineasta le confesó a Claire Denis que las interrupciones del rodaje, los aprietos con el presupuesto, los momentos en que parecía que ya nada tenía solución (Wenders vivió en carne propia durante el rodaje de París, Texas la ficción del rodaje que había contado en El estado de las cosas), le depararon el tiempo necesario para ordenar las ideas y escribir las escenas que iba rodando entre Los Ángeles y Houston, como aquélla que parece brotar del primer relato de Crónicas de motel:
En Rapid City, South Dakota, mi madre me daba cubitos de hielo envueltos en servilletas para que los chupase. Estaban saliéndome los dientes y el hielo me insensibilizaba las encías.
Aquella noche atravesamos los Badlands. Yo viajaba en la bandeja que hay detrás del asiento trasero del Plymouth, mirando las estrellas. El cristal estaba helado al tacto.
Nos detuvimos en la pradera, en un lugar donde había un círculo de enormes dinosaurios de yeso blanco. No era un pueblo. Simplemente los dinosaurios iluminados desde el suelo por unos focos.
Mi madre me llevó a dar una vuelta abrigado bajo una manta parda del ejército. Tarareaba una canción lenta. Creo que era “Peg a´My Heart”. La tarareaba bajito, para sí misma. Como si sus pensamientos estuvieran muy lejos de allí.
Serpenteamos lentamente por entre los dinosaurios. Por entre sus patas. Bajo sus tripas. Describimos círculos en torno al Brontosauro. Miramos desde abajo los dientes del Tyranosaurus Rex. Todos tenían unas lucecitas azules a modo de ojos.
No había nadie. Sólo nosotros y los dinosaurios.
9/1/80 
Homestead Valley, Ca.

Claire Denis evoca las sensaciones que le transmitía Wenders en el curso de un rodaje plagado de contratiempos, en aquellos días en que no se sabía muy bien adónde iba la película, ni siquiera si finalmente habría película:
Alguna gente del equipo estaba harta de no saber qué iba a pasar. Para mí era obvio que Wim se aprovechaba de todo eso. Él se sentía libre. (...) Veía que era algo especial para Wim, como tomarse un licor que estuviera saboreando en paz; ése era el efecto que le provocaba no saber exactamente cómo iba a ser el día siguiente. Nada le daba miedo. 

Mientras continúa el rodaje de Country, en un par de fines de semana Shepard escribe las escenas del peep-show y se las dicta a Wenders por teléfono dos días antes de que se rodaran (además, por si no tuvieran suficientes problemas en la producción, sólo podían contar con Nastassja Kinski una semana para todas sus escenas). Páginas maravillosas con diálogos (casi un diálogo de monólogos) admirables, acordes con una espléndida idea fílmica. A Nastassja y Harry Dean Stanton les encantan esas páginas y se aprenden de memoria los textos para que Wenders pueda filmarlos de un tirón, cada plano de principio a fin; si se equivocaban, volvían a empezar, como si se tratara de una obra de un acto.
Al acabar la película, Wenders estaba sin un duro, había invertido cuanto tenía. Pero qué importaba, le quedaba París, Texas...
...el film que había querido hacer desde que empecé a hacer películas.

Claire Denis asistió a la proyección de la película en el festival de Cannes de 1984, donde se llevó la Palma de Oro:
Nunca sentí nada igual, ni siquiera con mis películas [aún se emociona al evocar aquella noche]. (...) La película poseía tal gracia que transportó a la gente en aquel momento. Esa comunión entre cine y público se da pocas veces, pero en aquella ocasión notaba la respiración de la sala. Y escuché las lágrimas... 
Claire Denis durante la entrevista con Kent Jones.

Veinticinco años después, Claire Denis tiene los ojos húmedos... ¿Y quién no, pase el tiempo que pase por París, Texas?


No se sabe cuánto, pero sé que mucho se lo debemos a la inspiración, a las palabras, al guión de Sam Shepard.

29/5/13

Una rosa blanca para Lisa


Aprovechamos unos días en Madrid para ir al cine. Llevábamos medio año sin pisar una sala y ya teníamos mono: un cine cómodo, buena proyección, versión original, pocos espectadores (una pena, pero... qué bien). Vimos tres películas: Stoker de Park Chan-wook (poco más que una golosina audiovisual; lo peor, que pretenda envolverla con un tributo a Hitchcock escena por escena, cuando sólo le llega a la suela zapato del maestro en un par de planos, como aquél en que Mia Wasikowska afila un lápiz ensangrentado, o en el uso avieso de la memoria de Psicosis de la escena de la ducha), Barbara de Christian Petzold (se agradece la distancia justa y la rima de un viento nada realista en las escena de la protagonista en bicicleta en un camino con una cortina arbolada; una pena que juegue la baza de un dilema que no es tal, con tan previsible resolución) y On the Road de Walter Salles (poquita cosa; una mirada muy superficial, un barniz beatnik, sobre Kerouac, lástima que Coppola se limite sólo a la producción después de haber incubado ese proyecto para sí mismo tantos años: o quizá no hiciera falta, quizá nos basta Carretera asfaltada en dos direcciones, donde Monte Hellman filtra a Kerouac con el cedazo de Beckett). En fin, nada memorable. Lo mejor fue volver al cine, el refugio del cine, la noche del cine, el útero del cine. Del poco cine en el cine se cura uno con más cine -y gran cine (no necesariamente con más películas)-, aunque no sea en el cine. Y en eso anda uno en una cura de cine. El cine de Carta de una desconocida, pongamos por caso.


Hay dos cineastas que he (re)descubierto en este finisterre y  han devenido imprescindibles (en este siglo), y algunas de sus películas, películas de mi vida: Max Ophüls (Madame de..., Le plaisir, Lola Montes) y Jacques Becker (Casque d'or, Le trou). Becker admiraba a Ophüls y Ophüls veía en Becker, si no a un heredero, a un cineasta de su cuerda romántica, hermanados por los elegantes acordes melancólicos en la puesta en escena, que velaban una mirada sombría y quizá un poso de decepción por el relativo -o no tan relativo- desdén del público (y la industria) por su cine, por su arte. (También me receté Touchez pas au grisbi de Becker para esta cura de cine.) Y el último (re)descubrimiento de Ophüls llegó con Carta de una desconocida, una película que me había gustado pero no maravillado como estos días, hasta el punto de resultarme casi inverosímil que sólo la hubiera visto como una buena película sin reparar en el gran cine que cobija. En realidad, no había mirado hasta ahora Carta de una desconocida. (Y mira que nuestro hijo nos la había palabreado con admiración desde hace años, y más de una vez evocó la escena del tren de feria que tanto le gusta.) Hay que ver, quizá andaba uno más necesitado de una cura de lo que imaginaba. Una cura para el mirar. (Verla solo. Y verla con Ángeles. Sobre todo verla con Ángeles, así cura más Carta de una desconocida.)


Hollywood ninguneó a Max Ophüls. Unas veces le cerró la puerta en las narices. Lo desdeñó otras tantas. Mayormente lo ignoró. Así durante cinco años. Es cierto, no llevaba ningún gran éxito a cuestas, pero sí una gran película como Liebelei (1933), que aquí se tituló Amoríos. Llegó exiliado en 1941 y hasta el verano de 1946 no pudo ponerse tras una cámara. Y eso gracias a Preston Sturges que se lo recomendó a Howard Hughes para dirigir Vendetta, una adaptación de Colomba de Merimée, como un vehículo para Faith Domergue, una actriz protegida del magnate; a la semana de rodaje Hughes se queja de la lentitud de Ophüls y de la forma en que dirige a su chica (no le debía hacer suficientes primeros planos), y obliga a Preston Sturges -en funciones de productor- a despedirlo. Aquello acabó como el rosario de la aurora y la película se estrenó en 1950 después de pasar por varios directores, el último el actor Mel Ferrer. (La venganza de Ophüls se va a servir fría y usando las armas del cine: esperará a rodar Caught, un film noir estrenado en 1949, para destilar su vendetta contra Hughes, a través del personaje encarnado por Robert Ryan. Pero esa es otra historia.) Entonces le echó una mano otro europeo, Robert Siodmak, un colega de los tiempos de Berlín, su película Forajidos (The Killers, su título original como el cuento de Hemingway en que se basa) se estrenó a finales de agosto de 1946, era todo un éxito y tenia mano en la Universal, asi que recomendó a Ophüls para dirigir The Exile -aquí La conquista de un reino-, una película de y para Douglas Fairbanks Jr.

Max Ophüls con Gouglas Fairbanks Jr. 
en el rodaje de The Exile.

Por una parte, Ophüls se moría por trabajar pero por otra había salido escaldado de la experiencia con Hughes. La guerra en Europa había acabado y quizá llegaba el momento de volver, después de su penoso periplo americano. Pero Siodmak despejó sus dudas: "Si quieres volver a Europa y encontrar trabajo, tienes que hacer por lo menos una película en Hollywood; si no, nadie va a confiar en ti".  Ophüls y Fairbanks trabajaron juntos en el guión, veían las películas del padre del actor y se hicieron amigos. Rodando The Exile, donde disfrutó de una cierta libertad, a Ophüls le empezó a gustar el trabajo en la industria del cine americano. No tenía prejuicios contra Hollywood -les contó el cineasta a Rivette y Truffaut, que lo entrevistaban para Cahiers en 1957, poco antes de morir-, pero cuando no trabajas no puedes amar la ciudad o el país donde vives. Cuando se trabaja, y con gente que ama ese trabajo, sea cual sea la ciudad, Roma, Hollywood, Berlín o París, entonces es maravilloso. Y una de esas tardes, durante la proyección de lo rodado (los rushes), le hablaron de otro proyecto que se preparaba en el estudio: Carta de una desconocida, una adaptación del relato de Stefan Zweig.

Ophüls con Joan Fontaine en el rodaje 
de Carta de una desconocida.

La idea de llevar a la pantalla Carta de una desconocida fue cosa de Joan Fontaine -la protagonista de Rebeca y Sospecha de Hitchcock- y desarrolló el proyecto con su marido, William Dozier, vicepresidente de la Universal, a través de Rampart, la productora que habían formado juntos (para promover películas a la medida de la actriz). Le encargaron el guión a Howard Koch, el guionista de emisión radiofónica de La guerra de los mundos de Welles (con el Mercury Theatre),  La carta de Wyler, y uno de los guionistas de El sargento York de Hawks y Casablanca de Curtiz. Y fue el propio Koch, el primer amigo que hizo Ophüls en Hollywood, quien sugirió al cineasta como el director ideal para la película. John Houseman (el socio de Welles en el Mercury Theatre), como productor de Carta de una desconocida, apoyó la recomendación de Koch. Pero no bastaba con la anuencia de Joan Fontaine y William Dozier, había que conseguir el visto bueno del jefazo de la Universal, William Goetz. Ophüls contó  en aquella entrevista cómo buscó la manera de coincidir con el mandamás en el baño turco del estudio y poder charlar tranquilamente y sin interrupciones telefónicas; y así, en cueros ambos, sudando la gota gorda, el cineasta le comió el tarro haciéndole ver que no había otro director en el mundo que pudiera hacer una película a la altura de la nouvelle de Zweig... hasta que el patrón, quién sabe si derretido por la calorina o por el fervor de Ophüls cabeceó conforme. "¿Por qué no?"


Y, entonces sí, Ophüls tomó en sus manos Carta de una desconocida, reescribiendo el guión con Howard Koch, aunque seguramente Houseman participó en la reescritura o, como mínimo, la amparó. Y la obra de Zweig empezó a cobrar la forma de una obra de Ophüls. De buen principio digamos que no comparto la opinión de quienes prefieren una a otra; Carta de una desconocida me parece una inspirada adaptación  de una inspirada nouvelle; ambas, muestras perfectas de cómo las formas -de la literatura, del cine- pueden transfigurar un argumento, si no banal, sí sobado, en una pieza sublime; o mejor, de cómo -en literatura, en cine... en arte- sólo las formas cuentan. Apuntamos algunas de las transformaciones introducidas en el guión respecto a la nouvelle, más allá de la cronología (lo que acontece en Viena hacia 1900 en la película, sucede un par de décadas después en el libro, en los años de la gripe española):


- un músico, Stefan (encarnado por Louis Jourdan) como destinatario de la carta en lugar del escritor (R. en la obra de Zweig), un cambio cantado, no sólo por la virtualidad fílmica de la música sino por la concepción del melodrama según Ophüls, donde la música respira por una herida abierta en el curso del tiempo;

- el músico recibe la carta un día significativo, cuando debe batirse en duelo pero decide poner tierra de por medio (el honor es un lujo que sólo un caballero se puede permitir), mientras que en la nouvelle la carta llega a las manos del escritor un día cualquiera;

- la lectura de la carta deviene una revelación para el músico (que experimenta una transformación) y un abismo -un agujero negro- para el escritor (...fue como si, de repente, se hubiese abierto una puerta invisible y un golpe de aire frío hubiera penetrado desde el más allá en su tranquila habitación. Sintió a la muerte y sintió un amor inmortal: algo le atravesó el alma y pensó en aquella mujer invisible, etérea y apasionada como el recuerdo de una lejana melodía);


- en la nouvelle, la protagonista es consciente desde muy pronto de que sólo será una más para el escritor, sin embargo en la película es algo que (como veremos) nos muestra la puesta en escena, o sea, nosotros somos conscientes de su condición fatal (de su amour fou) antes que ella, reforzando así el sentimiento trágico del momento en que Lisa (en la película; no tiene nombre en la obra de Zweig, es la desconocida) cobra conciencia de que Stefan no sólo no la reconoce, sino que nunca reconocerá en ella -en Lisa, siempre Lisa, la misma Lisa (siempre Joan Fontaine, la misma Joan Fontaine), proyectada en el tiempo por la memoria- a la niña embelesada, a la joven enamorada, a la mujer perdida de amor que sólo vive para él;


- en la película ella acaba casándose con un militar para garantizarle un futuro a su hijo, mientras que en el relato de Zweig (y por la misma razón) se convierte en una cortesana;

- el criado del músico, encarnado en la película por Art Smith (el agente de Bogart en In a Lonely Place de Nicholas Ray) -un actor víctima de la caza de brujas a partir de 1952-, a diferencia del libro, es mudo, y (como en el libro) él sí reconoce a Lisa, él la ha guardado en la memoria, de alguna forma son almas gemelas, tan silencioso, tan callado, como el corazón de Lisa, que sólo se descargará a base de palabras en la carta;

A la dcha., Art Smith, como John, el criado mudo del músico 
(en su primera escena en la película).

- y una escena que sólo vemos en la película, uno de esos cachitos de cielo que el cine ha llovido sobre nuestros ojos maravillados, la noche de amor de Lisa con Stefan, ese viaje onírico en un vagón de tren de mentira del parque de atracciones del Prater vienés, mientras por la ventanilla se mueven paisajes de diorama, toda una vida destilada en puro tiempo suspendido, una sublime metáfora del cine, pero también memoria (y arqueología) del cine, un espectáculo pre-cinematográfico que perdurará unos años aún en el primitivo cine de atracciones, aquellos Hale's Tour, vagones de tren que simulaban moverse (con su traqueteo y todo) mientras los pasajeros disfrutaban del viaje a través de las proyecciones cinematográficas de los paisajes, que contemplaban en la ventanilla-pantalla. Uno no puede saberlo seguro, pero pondría la mano en el fuego por que esa escena fue una idea de Ophüls aunque no dudo de que los (admirables) diálogos -de esta escena como los de toda la película- sean obra de Howard Koch.  


En el tren de Carta de una desconocida Ophüls vuelve a Viena. Sí, allí había trabajado como director en el Burgtheater en más de doscientos montajes durante los últimos años veinte, y allí se desarrolla Liebelei, una de sus primeras películas alemanas (ya una gran película y uno de sus mayores éxitos antes del exilio), pero la Viena de Ophüls, como la Santa María de Onetti, sólo existe en su imaginación, la Viena onírica (bajo la lluvia, velada por la niebla o cubierta de nieve) en los decorados de Alexander Golitzer, donde Lisa cobrara visos de un fantasma errante, perdido en una historia de amor desesperada ; la Viena iluminada por Franz Planer, el gran director de fotografía que ya había trabajado con el cineasta en Liebelei y en The Exile; la Viena, en fin, sólo desvelada por los delicados arabescos de una cámara milagrosamente ingrávida, montada en esa dolly y sobre todo en esa grúa de la que no podía separarse.

A la izda, y en primer término, Franz Planer.
Tras la cámara, Max Ophüls, 
durante la preparación de un plano 
de la escena de la ópera con la grúa.

(James Mason, gran amigo de Ophüls y protagonista de sus dos últimas películas americanas, Caught y The Reckless Moment, le dedicó unos versos a propósito del deleite del cineasta con la grúa y cuánto sufría cuando se la arrebataban:  I think I know the reason why / Producers tend to make him cry. / Inevitably they demand / Some stationary set-ups, and / A shot that does not call for tracks / Is agony for poor dear Max / Who, separated from his dolly, / Is wrapped in deepest melancholy. / Once, when they took away his crane, / I thought he’d never smile again.)

Cuando leas esta carta, puede que haya muerto...

La carta de Lisa llega desde otro mundo, ha cruzado el umbral para ser memoria o perderse en el olvido. Tiempo redentor o tiempo perdido, eso depende de que su historia (de amor) llegue a Stefan -y nos llegue a nosotros, espectadores-, de que su voz sea escuchada, la voz de una muerta. Lisa es otra Sherezade, sólo que no lucha (con su historia) por su vida; Lisa sabe que tiene las horas contadas cuando escribe la carta donde embalsama (como el cine) cada momento con Stefan, así que no lucha por su vida, sólo por su memoria, por la memoria de su amor, para que su amor sea inmortal. Porque fue la obra (de arte) de su vida. Esa historia -su historia- es lo único que cuenta.

Joan Fontaine escucha las indicaciones de Max Ophüls. 
Franz Planer atiende también.   

Son sus señas de identidad lo que pone en manos de Stefan, en nuestras manos. Es lo que cuenta. Y si ya no puede contar con la memoria de Stefan (que no la reconoció), quizá esa carta consiga que la imagine o que la sueñe. Y la imagen de Lisa que ve Stefan al final, cuando le aguarda una muerte casi segura, quizá sea sólo la proyección de un sueño irradiado por la carta, que puede leerse/verse como un testamento, como un legado (así quiere ser rememorada), como un autorretrato de Lisa. La encarnación del melodrama, ese impulso primordial donde se conjuga la herida con la memoria y el desgarro con el tiempo. Lisa encarna el delirio de la mirada de una mujer poseída por una idea del amor. Por el demonio del amor.


Del amor como elegía (me acuerdo de El hombre que mató a Liberty Valance de Ford)  Del amor como obsesión (me acuerdo de Vértigo de Hitchcock). Del amor como absoluto; en el libro ella se ve como una fanática del amor (me acuerdo de Gertrud de Dreyer). La mirada de Lisa no ve, o no sólo ve, inventa un amor al que dedica su vida secreta, su vida verdadera, una vida soñada, sí, pero digna de ser recordada, como se recuerda una bella historia, una ópera o una melodía. Antes de verlo -a Stefan- ya lo miraba, ya lo imaginaba, ya lo quería (suyo), ya lo había transfigurado en su prenda de amor fou, le bastó ver sus cosas, ponerle los ojos encima a sus muebles, adivinar en ellos el tacto de las manos del pianista. La mirada enamorada no puede ser sino fetichista, porque no hay cosa irrelevante, todo -lugar o tiempo- deviene relicario del amado. O sagrario de una ausencia. Cada gesto por efímero que sea representa un estallido de significado que colma de sentido cada grano de tiempo.


Ese delirio del mirar es lo único que cuenta para Lisa. Es su cuento (y ella es su propia hada madrina). Es lo que cuenta Ophüls. Claro que es barroco. Cómo no va a serlo si el barroco -recordad a Velázquez- destila el primor de la mirada; en el barroco el mirar deviene ritual y el mundo un teatro para la mirada: Las meninas nos miran mirar. Como la puesta en escena de ese encuentro nocturno, la primera vez que Stefan repara en ella (que va cada noche al pie de su ventana, sólo para estar cerca de él) y la mira, nos muestra esa mirada, se recrea en ella, porque esa mirada justifica todos los desvelos de Lisa, casi podríamos decir que justifica su locura de amor, prueba que no era sólo un sueño, y miramos a Lisa en el aquel de ser mirada, transfigurada por esa mirada que rememora en la carta, ese momento sublime que cifra su destino: ella se recuerda así, con la mirada de Stefan prendida en la suya (tan prendida como la nuestra).


Y, sobra decirlo, es romántico -cómo no iba a serlo-; pero entendámonos,  lo romántico, como supo ver tan bien Berger, siempre está en el margen, en el extremo de lo posible, ya sea sublime o terrible. O sublime y terrible como el amor de Lisa. Así el cine de Ophüls. Así Carta de una desconocida. Donde la mirada se conjuga como memoria, como una música en el tiempo. Una música en el tiempo como dispositivo estructural, como eje cardinal de la puesta en escena construida a base de resonancias, de rimas visuales, de escenas que se reflejan como espejos en el curso de la película y nos trabajan la memoria por dentro. Como ese plano desde detrás de Lisa (que se pasó horas aguardando por Stefan dispuesta a abrirse el corazón) en lo alto de la escalera -que deviene una filigrana del destino y matriz de Carta de una desconocida-, una perspectiva que nos permite mirar como mira a Stefan que llega esa noche (como tantas) con una (otra) mujer.


Más adelante, Ophüls nos sitúa otra vez en lo alto de la escalera, con el mismo punto de vista desde donde miraba Lisa, para mirar ahora que es ella quien acompaña a Stefan; claro, Lisa sueña que ya no habrá otras, que ella será en adelante para Stefan la única mujer (entre todas las mujeres), que será ya sólo ella para siempre después de la noche en el tren de mentira del Prater, una noche que valió por toda una vida (juntos), pero el cineasta nos ha colocado en el lugar para que miremos lo que Lisa (aún) no puede ver, que ella sólo es una más, una aventura efímera como la nieve que cubre las calles de esa Viena esa noche.


Hay quien piensa que el libro es mucho más cruel que la película (ya se sabe, Hollywood edulcorando el material literario), pero debe ser que no repararon en este momento que destila el gran arte de Ophüls en estado puro. O les pasó desapercibida la rima terrible entre las escenas de la estación. En la primera, Lisa acude a despedir a Stefan que se va a Milán con la orquesta pero le asegura que volverá en dos semanas: no sólo no volverá a las dos semanas, la olvidará. En la segunda, Lisa acude a despedir a su hijo, lo manda al colegio antes de tiempo porque quiere reunirse con Stefan al que ha encontrado en la ópera el día anterior después de diez años, y le promete que pronto irá a verlo y le explicará... Ella no lo sabe, pero nosotros ya sabemos lo que le aguarda.


A Ophüls le ha bastado (es un decir) ponernos en el lugar preciso. Para mirar y recordar. A través de la puesta en escena, el cineasta nos sumerge primero en el delirio visual de Lisa (ventanas, puertas, espejos, escaleras, rincones... acechos para la mirada, umbrales de la pasión, geometría de una obsesión, álgebra de un desvarío)  y luego nos pone a la distancia justa para que seamos conscientes de esa locura. Con la misma estrategia nos hace comprender que el músico no la recuerde y al tiempo que nos duela que la reconozca (y el hecho de no reconocerla resulta mucho más lacerante en la película que en el libro) .


Carta de una desconocida hilvana un amor de perdición: en vida, Lisa no dejó huella en Stefan, ni siquiera la recordaba, ni cayó en la cuenta de las rosas blancas que ella le había regalado (en memoria de aquella rosa blanca, prenda de la noche en el tren de mentira del Prater), pero la carta, su historia (el cuento de una mujer muerta) le cambia la vida... y lo arrastra a la muerte. Creo que Ophüls pensaba como Kierkegaard que quien se pierde por una pasión pierde menos que quien pierde la pasión. Así que, casi podríamos convenir en que las palabras febriles de Lisa acaban curando a Stefan (un hombre que ha perdido la música, la única pasión que lo arrebataba), lo que puede verse como una versión irónica del psicoanálisis del doctor Freud, en aquella Viena de todos los demonios.

Como en los títulos de crédito 
de todas sus películas americanas 
Max Ophüls figura como Max Opuls.

Carta de una desconocida se estrenó el 28 de abril de 1948. Fue un fracaso en América. El público la desdeñó como una película vieja, pasada de moda. En Europa se recibió mejor, pero no para tirar cohetes ni mucho menos. Unos años después, William Dozier le contó en París a Ophüls que la película empezaba a tener un cierto éxito en los pases por televisión. Para Joan Fontaine era su película preferida; por lo visto, apenas le dedicó unas líneas en sus memorias: aquel rodaje había sido un lecho de rosas.  


Si Lisa pone su historia en manos de Stefan, Ophüls la pone en escena al amparo de nuestra mirada. Del poder del cine para resucitarla. Ophüls preserva su memoria con la forma de una herida abierta por el filo del tiempo. Y nosotros, con una rosa blanca para Lisa.