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19/7/15

¿Te imaginas cómo pasaríamos los días?


Hace cosa de un mes vi un par de veces La habitación azul (2014), de Mathieu Amalric. La segunda, con Ángeles; porque creía que podría gustarle y para verificar mis primeras impresiones.


Sentía uno curiosidad y una pizca de desconfianza. De Amalric sólo habíamos visto Tournée y nos había gustado; descubrimos entonces que, además de un gran actor, también era un buen director. Pero esta vez abordaba una adaptación de una novela -con el mismo título- de Simenon, uno nuestros escritores preferidos. Mientras la veíamos, Ángeles comentó que era una película "muy Simenon". No me atrevería a decir que también "muy Amalric"; me faltan por ver sus cuatro primeras películas, pero creo que arriesga más que en Tournée, es decir, se atreve a fracasar, que -como apuntó Cassavetes- es el deber de un artista.


Después de verla, volví a la novela ("El cuarto azul" habría quedado mucho mejor como título). Me parecía una adaptación fiel pero hacía quince años que la había leído. Pues bien, se queda uno corto al calificarla de fiel. Más bien deberíamos decir que La habitación azul de Amalric no puede ser más fiel a la de Simenon, apenas introducen -de forma certera- algunas escenas que les permiten visualizar temores o deseos que no se visualizan en la novela, y cambian  los nombres de los personajes (sus protagonistas, Tony y Andrée, en la novela; Julián y Esther, en la película), el negocio de Andrée/Esther y su marido (una farmacia en la película por un colmado en la novela), además de borrar los elementos de época situándola en el presente. Hasta tal punto es respetuosa la adaptación que la fidelidad se transfigura en ofrenda de admiración. Hasta ese plano de Esther, que nos recuerda El origen del mundo de Courbet, llega a la pantalla desde las primeras líneas de la novela:
...sobre la cama deshecha, Andrée desnuda, con las piernas abiertas, con la mancha oscura del sexo de la que salía un hilillo de esperma.
Cartel diseñado por Aurélie Huet.

Con todo, si la novela de Simenon no es sino (muy buena) literatura, la película de Amalric no es sino (muy buen) cine. Y no deja de tener su aquel si caemos en la cuenta de que, tanto en la novela como en la película, las palabras (las últimas palabras que se dicen los amantes durante el último encuentro en la habitación azul) cobran la solidez de cosas, meteoritos memoriosos que estallan como relámpagos en el curso del relato: ¿De verdad podrías pasarte la vida entera conmigo?, quiere saber Esther. Claro, dice Julián. Y ella: ¿Seguro? ¿No te daría un poco de miedo? Y él: ¿Miedo de qué? Esther se lo aclara: ¿Te imaginas cómo pasaríamos los días?  Mariposas atrapadas en un telaraña de recuerdos.


Me gustó mucho la intensidad, la sutileza y la concisión con las que Amalric rinde tributo a Simenon en los 76' de La habitación azul. Como si quisiera honrar al novelista antes que hacer un ejercicio de estilo, y no por ello descuida la forma (como tampoco lo hacía Simenon). Pero aun con tanta fidelidad -o quizá justo por eso- salta a la vista la mirada propia del director a la hora de cristalizar el magnetismo de ese último encuentro de los amantes, verdadero vórtice de la memoria de Julián, que gravita cuando la investigación criminal los reúne en un careo y basta un cruce de piernas de Esther para despertar en él un deseo irresistible.


Amalric contó el año pasado en Cannes que se cruzó con Paulo Branco por la calle y el productor portugués, al tanto de que llevaba dos años intentando poner en pie el proyecto de Rojo y negro (la adaptación de la novela de Stendhal), le preguntó si quería rodar algo en tres semanas. (Dicho, salta a la vista, entre paréntesis: cosas así sólo suceden en el cine francés.) De vuelta en casa, Amalric sacó de una pila de libros un ejemplar manoseado de La habitación azul, publicada por Simenon en 1963. Era un libro que tenía muy presente: había llamado así a una de las últimas escenas de Tournée, el encuentro amoroso de Joachim (encarnado por el propio Amalric) y Mimi (Miranda Colclasure) en un cuarto de hotel.


Mientras Amalric trabajaba como actor en otra película, su mujer, Stéphanie Cléau iba escribiendo el guión de la novela y le mandaba las páginas cor correo electrónico. Por la noche, revisaban el material por skype, y los fines de semana trabajaban juntos en el hotel donde Amalric se hospedaba. Los dos encarnan también en la película a Julián y Esther, los amantes al borde del abismo. (Para Stéphanie Cléau no fue una sorpresa verse trabajando en la adaptación de la novela de Simenon; se la había dado a leer Mathieu Amalric al poco de conocerse.) El rodaje se prolongó cinco semanas a lo largo de varios meses para registrar el cambio de las estaciones (verano, otoño e invierno). Se vio que Paulo Branco abrió la mano llegado el momento.


El título -La habitación azul- remite más que a un lugar -que también- a un estado mental que deviene el centro de gravedad de una historia  amojonada con una investigación policial y judicial, que vuelve una y otra vez a la escena primordial, el último encuentro de los amantes. La vida es muy distinta cuando la vives y cuando vuelves sobre ella después, dice Julián. En esa línea de Simenon -la que más le gusta a Amalric (y que escuchamos en el 11')- se cifra la estructura, tanto de la película como de la novela.


Una cosa es vivir una situación en bruto y otra quitarle capas como si fuese una cebolla. La inocencia y la culpa se declinan entre palabras y cosas, cachitos de vida que el director captura como rastros precisos de una vibración imposible de represar, detalles vívidos que no permiten armar el rompecabezas de dos seres atrapados en el vértigo de una pasión. Y aun así, la culpa lo condena a recordar.


La claustrofobia que desprende la iluminación de Christophe Beaucarne y la rememoración que rezuma el montaje de François Gédiger contribuyen a destilar el trabajo de la memoria de Julian. La película resulta muy elocuente a la hora de mostrar cómo las palabras pierden consistencia y hasta se vuelven incoherentes en el curso de la investigación criminal, arrancadas del ardiente caos de sensaciones violentas y deliciosas que se enredan en un delirio devorador, que sólo puede cobrar significado en la habitación azul, donde todo era verdad, donde todo era real. En la página 15 de La habitación azul de Simenon se lee:
Lo que él estaba viviendo durante media hora, o menos aún, durante unos minutos de su existencia. luego sería descompuesto en imágenes, en sonidos separados, observado con lupa, no sólo por otros sino por él mismo. 

En este párrafo se encuentra la clave de las imágenes del cuarto azul y las palabras en boca de los policías y del juez, y del propio Julián, sólo que no allí, no entonces. Y una página después:
Todo importaba. Todo tenía su sitio en un universo vibrante, hasta la mosca posada sobre el vientre de Andrée, que ella observaba con una sonrisa saciada de satisfacción.  

En la película, es una avispa la que se posa en el vientre de Esther.


Tampoco encontramos en la novela esa avispa que en la película va a posarse en el cucurucho de helado que se dispone a probar la hija de Julián, pero resulta una idea estupenda para figurarnos la memoria insidiosa en que vive atrapado el protagonista por más que ponga tierra de por medio con Esther.


Al mismo tiempo, ya desde las primeras imágenes, esa habitación azul se vislumbra como la escena de un crimen (como si en esa cama yaciera un cadáver invisible, asfixiado por las sábanas). Un crimen que aflora en la fisura que abre Esther en la vida de Julián. La puesta en escena nos permite pensar que Julián, como vendedor de tractores, casado y con una hija, vive una existencia burguesa nada fuera de lo común, mientras que con Esther vive una película. Con esa mujer que trasluce en la mirada una aleación silenciosa de ferocidad y arrebato.


Julián se siente culpable por desear a Esther y por no desear a su mujer. Por sentir lo que siente y por no sentir lo que se supone que siente. Quiere querer a su mujer pero quisiera borrarla de su existencia, un sentimiento que se evidencia en la escena de las aguadillas durante las vacaciones en la playa, que no están en la novela pero sí algo parecido, cuando Giséle (Delphine/Léa Drucker, en la película) teme que su marido no acuda en su ayuda si se viera en peligro de ahogarse; o  cuando Julián contempla a su mujer en lo alto de una escalera recogiendo los adornos navideños (tampoco aparece la escena tal cual en la novela, sólo el enunciado de la idea que anida en Tony).


Cautivo del deseo por Esther, tanto que basta la silla vacía -donde ella se sentó durante un careo ante el juez- para avivar la necesidad imperiosa que experimenta Julián (tanto que hasta el juez no puede soportarlo). Los recuerdos abren grietas envenenando el presente, como en ese pasaje de la página 56 de la novela (tan bien llevado a la pantalla), cuando Julián conduce con su mujer al lado, una noche de vuelta del cine; habla de cómo estuvo a punto de decirle "Te necesito, Gisèle" , porque necesita que confíe en él
-Cuando pienso en los años que he perdido por culpa tuya.
Pero no era la voz de su mujer sino la de Andrée/Esther, que lo persigue sin tregua por los meandros de la memoria.


La habitación azul incuba el malestar y cultiva una atmósfera de perdición. El propio formato cuadrado (1:1,33) de pantalla remite al noir de los años 40 (pongamos por caso, a Preminger), pero sobre todo a esos polar de Chabrol  (producidos por André Génovès), como La mujer infiel o El carnicero.


Cuando más arriba nos referíamos a los riesgos asumidos por el cineasta no nos referíamos tanto a ese formato que privilegia los detalles y los rostros (cuando hoy día se lleva -y se abusa de- la pantalla ancha), cuanto a desplegar la investigación (¿de un crimen o unos crímenes?) que nos deja abismados en el misterio, es decir, que no resuelve nuestras dudas; hasta las tarjetas que le deja Esther a Julián, que en la investigación se ven como indicios, en la película funcionan como semillas de incertidumbre.


Así La habitación azul preserva el malestar y la ambigüedad, conjugando la culpa más como sentimiento experimentado por el protagonista que como verificación de un crimen.


También en esta ambigüedad Amalric y Cléau fueron fieles a Simenon.

16/2/11

Un axolotl en Lisboa


Me ha costado lo mío llegar a este umbral, Dans la ville blanche de Alain Tanner. Y, la verdad, fue Ángeles quien me ha empujado a cruzarlo desde que escribí sobre los ríos: cómo podía hablar de tantas películas con y sobre ríos, y nombrar Lisboa entre las ciudades con río, y no mencionar la película sobre Lisboa que tanto ha significado para uno desde la primera vez, después de viajar a Madrid expresamente para verla cuando la estrenaron en los Alphaville aquel mes de julio de 1983, y hasta hoy mismo. Cómo podía silenciar En la ciudad blanca. Nosotros, que la quisimos tanto, sólo le faltó añadir.


En realidad, algunas películas habitan en el silencio del corazón, escondidas en un bolsillo de tiempo primordial, cobijadas en la oscuridad del cine interior, a resguardo de los relojes y de la erosión del desencanto, allí donde alumbra la llama frágil de una promesa que nunca traicionaremos, ésa que alumbra en las horas negras del desaliento, la última certeza y el último refugio En la ciudad blanca. Tengo para mí unas pocas películas así y no sé bien cómo traerlas aquí, iluminarlas, es decir, sacarlas a la luz, sin quemarlas o empañarlas o quebrarlas, de tan leves y diáfanas y cristalinas. No sé cómo escribir sobre esas películas sin arañarlas, de tan delicada belleza. El amigo Diomedes Díaz se alía con Ángeles -tanto les gusta En la ciudad blanca- y sugiere con arisca ironía  que estos dos años de escuela quizá me hayan servido para aprender a escribir sobre una película que sigue hablándome con tan íntimas resonancias. Quién sabe, remacha Ángeles, deberías probar. Y estos días pasados me ha tirado de la lengua para que hablara de En la ciudad blanca, sólo por probarme, y para probarme que podía.


¿Cómo decirlo? Lo diré de la forma más directa: En la ciudad blanca es una de esas películas que uno hubiera deseado hacer, que dice lo que uno hubiera querido decir, que destila una experiencia del tiempo que uno hubiera anhelado decantar. Es de esas películas que sientes que otro -un semejante, una alma gemela- ha hecho por ti. Es de esas películas que no vienen a ti, sino que parecen salir de uno. En la ciudad blanca es de ese cine que nos mira. Desde luego pocas películas me han visto tan bien y me han remontado hasta las nacientes de la sensibilidad. Ángeles recuerda que durante años no había mes que no habláramos de En la ciudad blanca, aún siente debilidad por aquel Bruno Ganz, el Paul de la película, y no olvida que yo no paraba de hablar de Teresa Madruga, la Rosa de la ciudad blanca, la chica del Bar Inglés de la que se enamoraba Paul, el marinero suízo varado en Lisboa. Quizá hay otra razón para que En la ciudad blanca significara tanto en aquel 1983, a esas alturas el cine ya era la única causa con la que me sentía comprometido, la única causa que merecía la pena y podía defender; cuando se fraguaba la derrota del presente, En la ciudad blanca representaba una hermosa trinchera en los combates del cine por venir.


Casi nadie se acuerda ya de Alain Tanner. Le debo este cineasta a Manolo González, recuerdo como si fuera ayer el día que volvió a Valencia -donde hacíamos la mili- después de haber visto en Madrid Jonás, que cumplirá 25 años el año 2000 (1976), aprovechando un permiso. Se pasó horas hablándome de la película cuyo guión Alain Tanner escribió con John Berger, ya habían colaborado en La salamandra (1971) y Le milieu du monde (1974), pero a John Berger no le presté atención hasta que el maestro me recomendó que leyera Puerca tierra y me puso al tanto del crítico de arte y escritor que era, yo sólo lo recordaba como guionista de Jonás..., el único escritor con el que Tanner trabajó a gusto: Creo que nos complementábamos muy bien, porque lo que él ponía sobre la mesa -y pone mucho- podía transformarse con mucha rapidez en mi cabeza en imágenes de rodaje. No tenía necesidad de 'adaptar', y a partir de los fragmentos de texto que entre los dos poníamos en la cesta, los diálogos se derivaban con mucha naturalidad para mí, que los tenía que escribir.

John Berger

La colaboración de Tanner con Berger, acreditada o no en las películas -si no escribían juntos el guión, conversaban mucho sobre las ideas que el cineasta iba a desgranar en su siguiente película-, se venía desarrollando desde mediados de los sesenta y llegó a su culminación en Jonás... En aquella época, John Berger vivía ya en la Alta Saboya y Tanner podía verlo a menudo: Trabajamos mucho juntos. Fui hasta allí cada dos días durante más o menos un mes. No podía hacerlo todos los días, porque él trabajaba deprisa y yo lo hacía más despacio, así que me tomaba un día durante el que estudiaba lo que habíamos hecho la víspera. Tenía ganas de hacer un inventario de las expresiones ideológicas que culminaron en 1968 e iban cuesta abajo en 1975. Pensé que necesitaba varios personajes, para que cada uno de ellos encarnara una de esas expresiones. Elegí entonces ocho personajes, ocho actores, por su aspecto o su personalidad, antes de seguir adelante. Luego le mostré las fotos de los actores. De ahí partimos. Su aportación fue fundamental. En el guión inicial hay más cosas suyas que mías, aunque yo escribiera los diálogos después. Todo eso nos llevó unos ocho meses. Después de Jonás..., se separaron. Berger cree que fue mejor así: No creo que hubiéramos podido hacer juntos una película mejor, y corríamos el peligro de repetirnos. Además, Alain estaba más interesado en hacer películas más experimentales en su estructura narrativa. Para Tanner, Jonás... representaba, en un sentido profundo, el fin de una época. Os dejó aquí una de las escenas memorables de la película, que puede verse como una clase magistral de John Berger titulada, pongamos por caso, "El capitalismo, las morcillas y el tiempo",y también como unos apuntes -o un esbozo- del Epílogo histórico -que podéis leer aquí casi completo- a los relatos de Puerca tierra:

          

Si tuviera que elegir tres películas que cuentan, desde dentro y con conocimiento de causa, el reflujo de la militancia izquierdista de los setenta -que en España se produciría en los primeros ochenta-, el estado de las cosas y el estado de ánimo de aquellos años, una sería Milestones (1975) de Robert Kramer, otra En el curso del tiempo (1976) de Wim Wenders, y Jonás... de Alain Tanner; por ese orden y en funciones corridas, como llamaban en México a la sesión continua. Como la filmografía de Wenders, también la de Tanner la descubrimos de forma desordenada y ambos se convirtieron en cineastas esenciales para nosotros, no los únicos, pero eran de aquéllos que sentíamos más próximos y veíamos el cine a través de su mirada. Las películas suyas que más amamos las hicieron en los diez años que van entre 1974 y 1984. De alguna forma, aquellos filmes hablaban de nuestra propia experiencia, más aún, eran los filmes que necesitábamos, eran, por así decir, nuestro cine. Creo que nunca volví a sentir algo así con ninguna película hasta Sans soleil (1982) de Chris Maker y  Yi yi (2000) de Edward Yang. Como En la ciudad blanca de Tanner.


Ya casi nadie se acuerda de Tanner pero hay quien dice que toda una generación se enamoró de Lisboa viendo En la ciudad blanca, no sé si tanto, pero desde luego muchos cinéfilos sí y peregrinaron para ver el reloj que anda al revés en el Bar Inglés del Cais do Sodré como Paul y quién sabe, bueno, quién sabe no, seguro que para encontrarse con el fantasma de Rosa, y para recorrer las calles adoquinadas, las escaleras de la Alfama y la Mouraría, las callejas del Bairro Alto entre paredes desconchadas y bajo los tendales con sábanas que cobran visos de olas... La ciudad blanca, donde los taxis aún son negros y verdes, y que parece aguantar en pie de milagro.


Quien sí se acuerda también es Pepe Coira, a menudo volvemos a algunas escenas de En la ciudad blanca, o ni siquiera escenas, nos bastan algunos planos y siempre acabamos en ése que nos gusta tanto, con la cortina del cuarto de Paul mecida por el viento, un plano donde late el tiempo suspendido que declina la película. Quien también se acordaba era el maestro y no pocas veces hemos paseado por Tui y perdido la mirada en el río rememorando a Teresa Madruga con su vestido negro de verano; Ángeles anota que durante alguna temporada fuimos un tanto monotemáticos al respecto.


En la ciudad blanca es una obra de madurez con la forma de una opera prima. Como si Tanner se reinventara como cineasta, como si redescubriera la forma de mirar las cosas, como si filmara por primera vez. Pero de un tiempo a esta parte, quizá por la melancolía que desprende, el poso de tristeza que deja y el aire de luz última, la veo como un testamento, como si Tanner filmara por última vez y palpáramos su pasión por ensayar lo inesperado. Y, bien mirado, creo que En la ciudad blanca conjuga ambas tonalidades y que el curso del tiempo propicia  la exaltación o la nostalgia en nuestra visión de la película donde conviven dos texturas fílmicas, las imágenes en 35 mm filmadas por Acácio de Almeida y las imágenes de super-8 filmadas a 18 fotogramas por segundo por Alain Tanner y Bruno Ganz y proyectadas en 35 mmm a 24 fotogramas por segundo, que contribuyen a transfigurar la aprehensión de la ciudad blanca por Paul al que vemos rodando con su cámara de super-8 por los Cais, las calles, desde un tranvía..., poseído por la alegría de ver, de atrapar los ritmos, las vibraciones, el pálpito, la rugosidad de la piel de la ciudad.


Una alegría que le invadía al propio Tanner al rodar su película portuguesa, el goce de rodar en Lisboa que se convirtió en la ciudad más amada por el cineasta. De la fricción entre las diferentes texturas de los planos aflora el lirismo de En la ciudad blanca. Porque, digámoslo ya, sería una pérdida de tiempo buscar en la película de Tanner una estructura dramática, y el hilo narrativo -tan leve, sencillo y lineal- enhebra un poema fílmico, o lo anida, y cuando termina En la ciudad blanca, ya no recordamos el nido o el pájaro, sólo queda en nosotros la memoria de la fugaz maravilla alada en una burbuja de tiempo suspendido.

Alain Tanner, con la cámara super-8, 
en el rodaje de En la ciudad blanca

Le debemos la ciudad blanca a Paulo Branco, el productor de la película, que le sugirió a Alain Tanner la posibilidad de rodar en Lisboa. La película portuguesa se convirtió para Tanner en un sueño íntimo que encontró cobijo en una ciudad real. En Lisboa, encontró Tanner el cauce para dar forma al cine que anhelaba desde Jonás… Un cine entendido como hecho topográfico y lumínico, amasado con la pasta de lo inmediato, del presente; una materia que no hay que filmar sino más bien decantar en el proceso de filmación, es decir, que no existe previamente a su aprehensión por la cámara, que sólo se revela mientras la cámara captura el aire del tiempo presente que fluye en un lugar concreto, la visibilidad de los cuerpos y las cosas. En definitiva, un cine más libre. Tanner dijo alguna vez que el cine necesita más pintores y poetas que novelistas, pues bien, En la ciudad blanca es la obra de un cineasta poeta y pintor de Lisboa. Una película pequeña -un equipo de doce personas, dos actores principales y media docena de secundarios- y un guión mínimo: he ahí los mimbres de la película portuguesa que representa una encrucijada primordial del cine de Tanner  y cuya misteriosa vibración jamás pudo volver a capturar. Ni tan fugitiva belleza. En ese sentido, En la ciudad blanca deviene una película única, una experiencia irrepetible, que cuidamos en la memoria como cobijamos con la mano una frágil candela. No nos extraña, entonces, que sea la película suya que prefiere el cineasta.


Tanner rodó En la ciudad blanca sin un guión previo, apenas contaba con un esbozo de tres páginas que, asegura, enseguida dejó de lado. Paulo Branco, el productor, confirma que no había un guión, apenas una sinopsis de cinco páginas cuando Antonio Vaz de Silva y él le dieron a Tanner la total garantía de que podía hacer En la ciudad blanca  y que su contribución a esa fuga -que representa el filme para el cineasta- consistió en ofrecerle un proyecto que pudiera abordar al margen de los cánones habituales de producción. Quizá ni siquiera había estas cinco ni aquellas tres páginas. Acácio de Almeida, el director de fotografía, asegura que el cineasta le pasó una página mecanografiada donde se sintetizaban los propósitos de la película en media docena de líneas: se rodaría cronológicamente, los diálogos se escribirían día a día y cada secuencia determinaría el curso de las siguientes.

He caminado mucho. Cuando camino mucho, 
pienso en cosas, y siempre en cosas muy interesantes. 
Sólo he pensado en tile dice Paul a Rosa en la escena de 
En la ciudad blanca a la que pertenece este fotograma.

Teresa Madruga, la protagonista con Bruno Ganz, cuenta que, cuando aceptó el papel de Rosa, Tanner sólo le había dado la sinopsis de la película en una página, aunque -precisa- el resultado del filme es rigurosamente fiel a esa síntesis. Quizá existieron aquellas tres y cinco, y estas una y una páginas, materiales que Tanner iba elaborando desde el momento que vino a Lisboa y se enamoró de la ciudad, o mejor, de hacer una película en la ciudad blanca, o soñó con hacerla. Soñé que la ciudad era blanca... le escuchamos a Paul (Bruno Ganz), un alter ego del cineasta, como cada Paul de las películas de Tanner. Escribíamos en el último momento -ha recordado el director-, mientras los técnicos preparaban los planos. Quise inspirarme en las personas y en las circunstancias, en la luz, en el propio momento en que estábamos trabajando. (...) Me gusta comenzar con ideas claras pero durante el rodaje hay que tener la capacidad de adaptarse a aquello que está delante de la cámara. Para mí éste es el momento en que la creación realmente existe. Tanner soñó y encontró unos actores y un equipo cómplices a la hora de soñar y materializar el mismo sueño de hacer una película, con mucha calma y buen humor -en eso coinciden todos los testimonios-, en el curso del tiempo vivido en Lisboa, una experiencia fílmica caligrafiada con travellings y ventanas.

Teresa Madruga y Alain Tanner 
en el rodaje de En la ciudad blanca

Los que no visteis En la ciudad blanca quizá os preguntéis qué cuenta. Y si no la visteis, no la veáis doblada, con esta película el doblaje resulta más criminal si cabe; para hacerse una idea del atentado bastan estas líneas que escribió Claire Devarrieux en la reseña de Le Monde cuando se estrenó: Paul compra en inglés, ama en francés, escribe en alemán y se busca la vida en portugués... Ahora volvamos a lo que cuenta la película. Veréis, si contáis el Romance del prisionero -aquel que empieza Que por mayo era, por mayo...- tampoco contaréis gran cosa, pero si lo leéis, ah, entonces... Pues lo mismo En la ciudad blanca, una cosa es contarla y otra vivirla..., pero algo os contaré.



Paul es el jefe de máquinas en un mercante, pero no trabaja en un barco -aclara- sino en una fábrica flotante, y, aprovechando una escala en Lisboa, deserta; se siente perdido y se pierde en la ciudad blanca, se enamora de Rosa, la empleada de la pensión donde alquila un cuarto -Me he quedado por tí... y también por mí-, pero ni Rosa lo ata a Lisboa ni el amor le procura encontrarse a sí mismo, porque su desencuentro es mucho más profundo -me gustaría aprender de nuevo a hablar sobre las cosas- y más recóndita la soledad que lo embarga. Mientras, deambula por Lisboa y las riberas del Tejo, filma la ciudad y le envía las películas a su mujer que vive en una ciudad en las riberas de otro río -el Rhin-, y le escribe cartas desde su cuarto, varado en un laberinto de tiempo suspendido...


Y cuando le roban la cartera y se queda sin dinero y Rosa le pregunta qué va a hacer, Paul coge la cámara de super-8 y empieza a filmarla en la cama: Voy a hacer una película de amor...



Paul llega a Lisboa desde el mar, como Ricardo Reis en la novela de Saramago, como recomendaba Pessoa a los turistas en aquel texto encontrado a la muerte del poeta entre los papeles de su famoso baúl, Lisboa, o que o turista deve ver. Tanto Pessoa -en Mensagem- como Camôes -en Os Lusíadas- se hacen eco de la fundación mítica de Lisboa por Ulises. Y Dante en el Infierno de su Divina Comedia cuenta que Ulises no regresa a Itaca sino que cruza las columnas de Hércules y un temporal lo hace naufragar. Y algo hay de Ulises en Paul, varado en una frontera entre el mar y Europa, habitando un estado liminal propicio a los ritos de paso, un espacio fantasmal donde las aguas -el fluir del río- remite a una experiencia melancólica asociada a una muerte esencial, como nos sugiere Gaston Bachelard en El agua y los sueños. Como Tanner su cine, también Paul ha de reinventar su vida, ha de volver a encontrar el lenguaje que le permita traducir el mundo, porque sólo a través del lenguaje podrá ser y recuperar su historia: su memoria y su mirada.


Por eso Rosa teme el abismo que se le abre en el amor de Paul, quiere saber quién es ese marinero perdido en Lisboa, como un Nadie/Ulises que borrara Itaca de su pasado. Paul le cuenta a Rosa que el capitán de un barco dijo que era un axolotl, pero no sabe qué es un axolotl, si será un pájaro o un árbol, le gusta pensar que es un árbol.

Un axolotl

Poco después, Paul recibe una carta de su mujer con un fragmento de Axolotl, el cuento de Cortázar que empieza con estas líneas: Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardin des Plants y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl. Y Paul en Lisboa lee el fragmento del cuento de Cortázar de la carta de su mujer: Fue su quietud lo que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. (...) Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl.

1982. Mientras Alain Tanner preparaba
En la ciudad blanca en Lisboa, 
Julio Cortázar -en la foto-
viajaba con Carol Dunlop 
por la autopista entre París y Marsella, 
un itinerario vertido en 
Los autonautas de la cosmopista
su último libro 

Como los axolotl, también Paul se queda quieto por más que deambule por Lisboa, y herido por el tiempo de los calendarios, se refugia en una ciudad blanca de tiempo interrumpido, porque, como escribe Cortázar en el cuento, el tiempo se siente menos si nos estamos quietos. Por así decir, Paul vuelve a la clandestinidad para recuperar el sentido de las cosas o, al menos, para recuperar el impulso de volver al mundo de las cosas que fluyen. Para esperar a que escampe. Cuando Paul llega a Lisboa y entra en el bar donde encuentra a Rosa, se fija en el reloj cuyas agujas giran en sentido contrario, bueno, no son sólo las agujas, todo el reloj está al revés, pero la chica le aclara, que el reloj anda bien, quien va al revés es el mundo. La ciudad blanca es un revés de ese mundo y Paul comprende que si todos los relojes fueran al revés el mundo andaría bien. Como Lisboa. Pero no es tan fácil. La experiencia de la ciudad blanca no garantiza un aprendizaje inmediato: No sé más  que antes, le escribe Paul a su mujer en la última carta. Pero -otra vez Ulises o el marinero que Tanner fue antes que cineasta- sí sabe que la única patria que amo en realidad es el mar. Por eso, cuando En la ciudad blanca toca a su fin, cuando Lisboa acaba, sólo queda el mar. Y la memoria de la belleza fugitiva.


En la ciudad blanca la siento como una feliz conjugación del ojo y la mano, de la mirada y el hecho de filmar, de la línea y la mancha, de la textura y el color, de la sensualidad y el lirismo, de la plástica y la emoción, de la memoria y el cine. Y recuerdo lo que le escuchamos decir a Manoel de Oliveira en Lisbon Story (1994) la película de Wim Wenders sobre Lisboa: La única cosa verdadera es la memoria. En el cine la cámara puede fijar un momento, pero ese momento ya pasó. En el fondo, lo que el cine trae son fantasmas de ese momento. Y ya no tenemos la certeza de si ese momento existió fuera de la película o la película es una garantía de la existencia de ese momento. Por eso cada vez que hemos vuelto a Lisboa después de ver En la ciudad blanca, más que verla -o además de verla- la hemos re-filmado, porque era nuestra manera de recordar a Paul y a Rosa, nuestros queridos fantasmas.

Montaje con fotogramas de En la ciudad blanca

Y por qué no decirlo, En la ciudad blanca es la más hermosa película sobre Lisboa, donde no sólo representa la topografía emocional, sino que es un personaje, el tercer vértice del triángulo con Paul y Rosa. En la ciudad blanca no muestra monumentos de Lisboa, sólo un paisaje de la memoria y la encrucijada física de un viaje interior. Qué mejor tributo se le puede rendir a Lisboa sino con una película sobre alguien que no puede abandonarla y que, para irse, sólo puede volver al mar. Nadie se va de Lisboa después de ir a Lisboa.