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23/11/14

Yo, etcétera


La identidad, ya se sabe, es un cuento. Un cuento de cuentos. El cuento de nunca acabar. Hasta el último aliento. Y aún más allá, en la memoria de quienes nos recuerdan. In memoriam.

¿Quién soy yo?, se pregunta Monica Vitti
en El desierto rojo, de Antonioni. 
Como Greta Garbo ante el espejo 
en Ninotchka, de Lubitsch. 

Y a la memoria viene Mi identidad secreta es (el poema que cierra El mundo no se acaba de Charles Simic): El cuarto está vacío / y la ventana abierta. 

Fotograma de Tren de sombras, de Guerín.

Y aquellos versos de Alejandra Pizarnik: todo en mi se dice con su sombra / y cada sombra con su doble. O los de Eusebio Lorenzo Baleirón: Soamente a túa sombra / que lentamente pisas, que te persegue insomne. / O resto é a palabra. Y más...

Fotogramas de Inland Empire, de David Lynch.

Je est un autre. Rimbaud.

Eu sou muitos. Pessoa.

Fotogramas de Passion, de Godard.

Ah, o ópio de ser outra pessoa qualquer! Fernando Pessoa, en Insónia.

Fotograma de Eyes Wide Shut, de Kubrick.

Yo soy mucho más que yo. Mejor dicho, soy "otra cosa". Cirlot.

Arriba, un fotograma de Personade Bergman. 
Abajo, uno de Mulholland Drive, de Lynch.

Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca / Aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach. Borges.

¿Cuál de los dos escribe este poema / De un yo plural y de una sola sombra?, se pregunta Borges en el Poema de los dones.

Fotograma de La mujer del cuadro, de Fritz Lang.

Yo no soy yo. / Soy este / que va a mi lado sin yo verlo, / que, a veces, voy a ver, / y que, a veces olvido. / El que calla, sereno, cuando hablo, / el que perdona, dulce, cuando odio, / el que pasea por donde no estoy, / el que quedará en pie cuando yo muera. Juan Ramón Jiménez.

Fotograma de Vértigo, de Hitchcock. 

Yo no soy yo, evidentemente. Torrente Ballester.

2/5/12

Las voces de las piedras



Las piedras hablan calladas y dicen cosa distinta con la distinta luz de las horas de cada día (como decía Juan Ramón Jiménez, y le gusta citar a Andrés Trapiello, a propósito de los libros en distinta edición).





Estos muros (valos, valados)-y cuando digo estos muros quiero decir muros como éstos, muros así, en cualquier lugar del mundo- deberían ser declarados Patrimonio de la Humanidad.



Los viejos -nietos o bisnietos de quienes los levantaron-, que me ven fotografiarlos, a veces sonríen, a veces dicen cuatro palabras -¿ghústanlle as pedras vellas?-, a veces las dos cosas, a veces nada, sólo miran, quizá con una pregunta en los ojos que uno interpreta de forma distinta según el día. 



Cómo podría decirles, por ejemplo, que estas piedras viejas cuentan historias muy bellas -y dolorosas y sangrientas y terribles- del arte de habitar, sin ir más lejos. Historias que quién sabe si ellos tampoco quieren recordar. Historias de la puerca tierra que han quedado enterradas en la memoria bajo una montaña de olvido.



Gracias a los pasos del héroe supe, por recomendación simultánea de Pepe Coira -en un comentario- y David Pérez Iglesias -en un correo-, de capítulo cero, el blog de Manuel Gago. Fue uno de los descubrimientos del año en curso, parada y fonda obligatoria en la sección Notas arqueolóxicas, como Un enigma no alto de Monte LouroO mediodía na Pena Furada, o Mirarlle a cara a un antigo deus.

Moura de Pena Furada

El territorio de Galicia que hemos heredado se nos aparece amojonado de piedras animadas, escrito en un alfabeto esculpido por el tiempo, sembrado de signos hospitalarios para la mirada. Heredamos una gramática aún por descifrar, una sintaxis de formas y luz, habla de antiguos dioses amigos del ocaso -un Deus antigo / amigo do sol, me recordó David que escribía Avilés de Taramancos-, nautas de los tiempos heroicos, de singladuras atlánticas en barcas de piedra. Una gramática con el tacto de las cosas primeras. Una poética primordial. Una memoria de silencio. Que se escucha.


Me gusta pensar que alguno de esos dioses -amigo de los ocasos, desde luego, pero también de los acasos- sabe reír; un dios con sentido del humor, vamos. Y se ríe al ver cómo aprendemos a leer la tierra heredada (sólo) con una gramática mitad arqueología, mitad sueño; mitad Historia, mitad historia; mitad lenguaje, mitad mito. Porque sabemos -nos iluminó Valle-Inclán con La lámpara maravillosa- que el mensaje de las piedras, como el verbo de los poetas, (...) no requiere descifrarse por gramática para mover almas, porque su esencia es el milagro musical. Y quién puede dudarlo, además de reír, ese dios -en el que Nietzsche podría creer- sabe bailar. Y, para seguirle los pasos, al alma (sólo) le hace falta escuchar con los ojos las voces de las piedras.


(Las fotografías de a moura de Pena Furada en Coirós se deben a Elisardojm.)


30/7/09

Pasajes

Creo que nada define la potencia de un texto crítico como los pasajes que permite transitar, hacia el interior del propio texto y hacia otros textos. La vida de un texto germina en la red neuronal y umbilical que componen sus pasajes, que fluyen en su caudal hermenéutico. Los pasajes alimentan el sistema circulatorio del texto pero también lo anudan con otras esferas del sentido. En la telaraña de los pasajes, la crítica deviene un arte de amar. No es de extrañar que la obra en la que trabajaba Walter Benjamin, quizá el crítico por excelencia del siglo XX, cuando emprendió el último viaje, fuera precisamente El libro de los pasajes. Tampoco que los ensayos de Milan Kundera acaben componiendo un palimpsesto cartográfico donde se trazan sucesivos pasajes en estratos que definen el espesor textual de una obra, o mejor, la urdimbre de la obra en la historia del arte.


Leos Janácek

Cómo vamos a sorprendernos entonces si Kundera nos lleva por un pasaje inusitado desde el diálogo de un cuento de Hemingway hasta Janácek, "un hombrecito bigotudo, con una espesa cabellera blanca, se pasea, con un cuadernillo abierto en la mano y escribe en notas musicales las conversaciones que oye en la calle. Era su pasión: llevar la palabra viva a la notación musical; dejó centenares de esas entonaciones del lenguaje hablado". Hemingway y Janácek desposados en el aquel de registrar el habla por la gracia de un pasaje secreto que transitamos de la mano de Kundera -ya sabéis que hablo de Los testamentos traicionados que comenté aquí.


Kafka y Ottla,
su hermana más querida

Pues bien, en ese mismo libro inagotable refiere Kundera que Kafka insistía en que sus libros fueran impresos en tipos de letra muy grandes y añade: "el deseo de Kafka estaba justificado, era lógico, serio, relacionado con su estética, o, más concretamente, con su manera de articular la prosa". Kafka escribía con párrafos muy largos, con muy pocos puntos y aparte -basta recorrer con la vista La condena o El topo gigante-, así que, con tipos de letra pequeños, el ojo viaja por un texto en el que no encuentra un lugar en el que descansar... y "se pierde". Kundera concluye: "Semejante texto para ser leído con placer (o sea sin fatiga ocular), exige letras relativamente grandes que faciliten la lectura y permitan detenerse en cualquier momento para saborear la belleza de las frases". O sea, la pretensión de Kafka no era un capricho de artista, simplemente reclamaba la puesta en página que el texto exigía. Que exige, porque, como tantas veces ha citado Andrés Trapiello, ya señalaba Juan Ramón Jiménez que "en diferente tipografía, los libros dicen cosa distinta".

Y mientras leía acerca de los requerimientos tipográficos de Kafka se abrió un pasaje hacia tristes cavilaciones en que más de una vez he enredado a mis prójimos o en la que nos hemos enredado mis prójimos y yo, y que tienen que ver no ya con la puesta en página sino con la puesta en pantalla. Efectivamente, estoy hablando otra vez de cine. Del cine.



No hace mucho un amigo me contaba que su hijo adolescente le había espetado: "Qué antiguo eres papá, aún vas al cine". Hace un par de años un joven cineasta se asombraba cuando le contaba que en los setenta era posible ver, pongamos por caso en Vigo, una película de Buñuel -El discreto encanto de la burguesía(1972)-, de Bergman -Gritos y susurros (1972)-, o de Fellini -Amarcord (1973)- en una sala de cine normal y corriente, en correctas proyecciones, eso sí, la mayoría de las veces amputadas, es decir, dobladas. Las películas se proyectaban en la pantalla y en el formato para los que habían sido creadas. No eran grandes éxitos de público pero conseguían una audiencia estimable. El cine de autor convivía con las películas más comerciales en las carteleras de las ciudades, aun de las pequeñas.



Ahora resulta imposible ver las películas de Aki Kaurismäki, Alexander Sokurov, Nobuhiro Suwa, Pedro Costa, Jean-Luc Godard, Eric Rohmer, Terence Malick, Abbas Kiarostami, Philippe Garrel o Hirokazu Kore-eda, si no es en contadas capitales, en filmotecas o en dvd. La contemplación de las películas más valiosas desde la perspectiva del arte cinematográfico, con pocas excepciones -las películas de Clint Eastwood, gracias a los dioses lares del cine-, en pantalla grande -y no digamos ya en versión original- representa hoy día una extravagancia. Que la visibilidad de gran parte de las mejores películas que se producen hoy día en el mundo sólo sea factible ya en filmotecas o festivales, constituye un síntoma inequívoco de lo que Pepe Coira llama la museización del cine, y de la pérdida definitiva del aura popular que envolvía el hecho cineamtográfico hasta la década de los setenta del siglo pasado. (Y eso en el mejor de los casos, es decir, cuando festivales y filmotecas cumplen con uno de los requisitos esenciales: una perfecta proyección. Un día de estos escribiré a propósito de algunos delitos flagrantes -y recientes- en este campo minado de los festivales y de la proyección cinematográfica.) Cabe añadir que cada vez con más frecuencia los cineastas encuentran en los museos la acogida y la posibilidad de encuentro con los espectadores que las salas de cine ya no les brindan, es el caso, entre otros, de Abbas Kiarostami, Víctor Erice, Chris Marker o Pedro Costa; cuando no son los propios museos quienes se convierten en productores y/o patrocinadores de las obras de cineastas como Hou Hsiao-hsien, por ejemplo; en definitiva, la museización del cine deja de ser una metáfora para convertirse en una descripción ajustada del estado de las cosas en los que a la exhibición cinematográfica se refiere. La alternativa a esa museización representa una amputación -vía versión doblada o vía formato doméstico. Cine museizado o cine lisiado: he ahí los ejes cartesianos de la experiencia de un espectador de hoy.

Fotograma de Un perro andaluz

Conviene apuntar que por muy buena que sea la edición en dvd de un filme la experiencia estética resulta menoscabada sin remedio, basten algunos ejemplos: no es lo mismo contemplar en pantalla grande cómo Luis Buñuel saja un ojo con una navaja barbera en El perro andaluz, o la escena en la galería de los espejos al final de La dama de Shanghai de Orson Welles, o el milagro de la luz mientras transcurren los créditos iniciales de El sur de Víctor Erice, que verlas en la pantalla de la televisión. Como señala Adrian Martin, los elementos estéticos de un filme, que apreciamos en pantalla grande -y que producen su efecto de sentido-, quedan reducidos a mera información en una pantalla doméstica. El cine -qué bien lo explicó André Bazin- representa una erótica de la mirada, ésa es una de la experiencias fundacionales que dejan una huella imborrable en la memoria del espectador. Quizá esa experiencia sea ya irrecuperable o irrepetible pero, al menos, seamos conscientes de la pérdida irreparable que representa. Aunque, quizá también, eso a casi nadie importa ya. En fin, pasajes.

23/6/09

Escrito bajo el sol


El amigo Diomedes Díaz se presentó ayer con una lista de películas que le han hecho llorar. Y de los libros que le han hecho llorar. Y de las canciones que le han hecho llorar. Porque, me dice, todo tiene que ver con la música, de las imágenes o de las palabras. La música es la herramienta primordial de la memoria. Es su estilo, puede ahorrarse un 'hola' pero jamás un torrente de argumentos que me espeta aun antes de servirse los dos dedos de Glenkichie y sentarse en el sillón. Y con la mirada perdida en la isla de Sálvora derrama sobre uno lo que vino rumiando mientras caminaba a zancadas desde el Con de Agosto, adonde acude cada amanecer para recibir las primeras luces del día, así la lluvia y el viento azoten inclementes los cantiles. La memoria, prosigue tras el primer sorbo, es como un cuenco de cerezas.

Sabe cuánto me gustan las cerezas y elige la metáfora para enredarme, me pasé muchas horas de la infancia encaramado en las ramas de un cerezo cuando llegaba junio, y recuerdo como si fuera ayer el murmullo de las hojas y a mi abuelo en la era, pasaba el tiempo hasta que ya nadie se acordaba que yo estaba allí arriba y veía el mundo allí abajo mientras mordía la pulpa jugosa de las cerezas, y entonces el perfil de la hoja de una guadaña, el trenzado del asa de un cesto o el yugo de las vacas se exiliaban del mundo de las cosas para encontrar el refugio en el mundo de las visiones, extraviaban su condición de herramienta para encontrar su lugar en el cielo de las formas. Como los recuerdos, una cereza nunca viene sola.


Como en la música -Diomedes no ha interrumpido su discurso-, una nota llama por otra y lo que tarda en acudir es un silencio, un lugar nunca vacío en la respiración del tiempo. Por eso me reprocha que no haya contado nada a propósito de esas sonata de Bach o de Bawlers, ese disco de Tom Waits, que me conmueven hasta las lágrimas. La música es la herramienta de la memoria porque confiere sentido a las emociones dispersas, a los latidos secretos y a los ecos olvidados, porque establece rimas y correspondencias, y porque encuentra la partitura propicia en el azar de las cerezas, de los recuerdos. Por eso algunas de las mejores películas se les resisten a los cinéfilos. Por eso algunas de las mejores películas de John Ford se les atragantan incluso a los que aman el cine de John Ford. Y las olvidan. Y es imperdonable olvidar Escrito bajo el sol.



Confieso que a esas alturas había perdido el hilo de su discurso, la verdad es que aún estaba encaramado en el cerezo de mi infancia. Aventuré: ¿porque no les gusta la música? ¿porque no lloran con la película? Esta vez Diomedes apartó los ojos del horizonte atlántico y me miró con una mezcla de censura e indulgencia. Porque son duros de oído -concluyó-, por eso olvidan Escrito bajo el sol. Por eso no lloran. Entonces caí en la cuenta que todo el sermón no tenía otro objeto que "convencerme" para que viéramos una vez más su película favorita de John Ford. Tiene en casa una copia en vhs triturada por tantos visionados pero suspira por verla en compañía, además juega con ventaja, sabe cuánto me gusta Escrito bajo el sol, aunque no coincido en que se trate del mejor filme de Ford. Llegó la noche, se quedó a cenar -había cerezas de postre-, otros dos dedos de Glenkichie -esta vez lo acompañé- y pusimos la película cerca de la medianoche. Una vez más. En realidad, el amigo Diomedes Díaz no quería ver Escrito bajo el sol, o mejor dicho, quería verla conmigo para que no tuviera más remedio que escribir algo sobre la película que John Ford abordó con mayor inquietud. La película que Ford temía hacer. Y tenía sobradas razones.


John Ford en el set de They Were Expendable

Ford rodó The Wings of Eagles entre el 10 de septiembre y el 4 de octubre de 1956, y se estrenó el 22 de febrero de 1957. Detestaba el título por pomposo, tampoco creo que le gustara Escrito bajo el sol, el título con que se distribuyó aquí, pero a mí me resultaba sugerente, especulé lo suyo a propósito de su argumento y confundí no pocas veces el título con Escrito en el viento de Douglas Sirk (tardé lo suyo en ver ambas), antes de saber de qué iba. Escrito bajo el sol es un biopic, como se dice ahora, sobre Frank Spig Wead, un aviador que sufrió un accidente doméstico, quedó parapléjico y se convirtió en guionista. Escribió películas para Howard Hawks, Frank Capra o King Vidor. Y un par de guiones para John Ford, por ejemplo They Were Expendable (1945), una de sus obras maestras. Eran muy amigos. Wead murió en los brazos de Ford el 15 de noviembre de 1947. Por eso el cineasta nunca sintió tanta inquietud, incluso tanto miedo, como ante la perspectiva de rodar una película sobre su amigo, en realidad no quería hacerla, pero tampoco quería que nadie más la hiciera.



Pero no sólo se trataba de que Wead fuera su amigo, sino que eran muy parecidos, almas gemelas. Digámoslo ya, contar cómo era Wead significaba contarse, ahí radicaba el problema irresoluble con el que se encontraba Ford. Porque Ford era un artista. Y los artistas de verdad pueden retorcerse, pero no mienten. Esas torsiones de Ford con unos materiales tan íntimos devienen asperezas en el manejo de las escenas, crudeza en la conjugación de lo trágico y lo cómico, y una incomodidad latente a lo largo de la película. La tensión entre la historia y el relato nunca había alcanzado tal grado de crispación en una película de Ford, una rugosidad estilística que nacía de una distancia (brechtiana, en palabras de Straub y Huillet) que el cineasta se imponía para afrontar un material en carne viva, una rugosidad sintomática de unos cambios de tono abruptos (Ford era un maestro en la yuxtaposición de registros) que dotan a Escrito bajo el sol de unas marcas de enunciación absolutamente modernas.


Conviene subrayar, antes de proseguir, que a Ford nunca le interesaron los “grandes hombres” como tema de sus filmes. Incluso cuando abordó una figura señera, como en El joven Lincoln (1959), en realidad nos cuenta la historia de un picapleitos de pueblo, diríase que el cineasta huía del high concept que tanto se lleva ahora. Tampoco le interesaron las historias militares, claro que le gusta el ritual castrense, el ballet de los desfiles y la comunidad masculina que representa el ejército, pero no era un militarista. Nadie como Ford ha contado la catástrofe que representa la exaltación militarista y la devastación emocional que lleva aparejada, pongamos por caso Fort Apache (1948). Así que cuando aborda el biopic de Frank Wead no le interesa la historia de un comandante o de un piloto de la Armada, sino la historia de un hombre que pierde la cabeza por una carrera gloriosa y, de paso, lo único que compensaría, tratándose de un héroe fordiano, cualquier sacrificio: su familia. Incluso en una película magistral como Cuna de héroes (1955), que no sale de West Point y que empieza como si se tratara de Murieron con las botas puestas (Raoul Walsh, 1941), donde pone el foco Ford es en ese padre adoptivo de todos los cadetes que acaba recibiendo sus cadáveres, y todos son sus hijos. Tratándose de una película de Ford, no puede haber perdición mayor que la que vive el protagonista de Escrito bajo el sol. Y Ford conocía esa perdición de primera mano, era algo que compartía con su amigo Frank Spig Wead.


En los filmes de Ford, especialmente en los de los cuarenta, cincuenta y sesenta resulta inevitable establecer correspondencias, transitar de uno a otro a través de pasajes sensitivos y detectar el sistema de irrigación poética que los nutre. A ello contribuye también la compañía de actores que dotan a las películas de un aire familiar. Como John Wayne (Frank Spig Wead) y Maureen O’Hara (Minnie, la mujer de Frank), no sólo ellos, pero ellos especialmente, en la encarnadura de sus personajes revelan, como veremos, algo más que una ficción, o si se quiere, denotan una ficción reveladora. El primer tramo de Escrito bajo el sol establece la atmósfera castrense en la que se mueve a sus anchas Frank Wead, disfrutando de la admiración de sus camaradas y desplegando un torrente de energía a su paso, con un tono próximo al slapstick para metaforizar su vida y el lugar que ocupa en ella su matrimonio con Minnie: él en las nubes y ella esperando. Peleas a tartazos, carrera desaforada de Minnie en coche descubierto mientras Frank disfruta de un vuelo histérico con aterrizaje en una piscina… Escenas casi de cine mudo, que nunca faltan en las películas de Ford, destinadas a poner de relieve aquello que el protagonista va a perder; paradójicamente, Frank siempre perseguirá la gloria de entrar en combate pero, cuando hubiera tenido su oportunidad tras Pearl Harbor, ya no estará en condiciones: un héroe nada glorioso y tan fordiano, en definitiva.



Fotograma de Escrito bajo el sol:
Minnie acude a buscar a Frank pero está volando.

El matrimonio de Frank y Minnie se nos presenta bajo la apariencia de una refriega que puede recordarnos a la batalla de la noche de bodas de Sean y Kate –también John Wayne y Maureen O’Hara- de El hombre tranquilo (1952). pero exenta de humor y preñada de sordo encono. Y en medio de la comedia irrumpe de forma abrupta la tragedia. Frank fuma caminando de un lado a otro en el porche, trastornado (su trastorno va más allá del dolor que lo atenaza y se despliega como condición existencial del personaje). El médico le comunica la muerte de su hijito y le recomienda que cuide de Minnie. Frank se refugia a oscuras en la cocina, se sienta en la mesa, enciende un cigarro fuma. Al fondo y a la izquierda, el marco iluminado de la sala, Minnie se sienta y se derrumba rota por el dolor. Manteniendo la cámara en la misma posición, vemos cómo Frank se acerca a ella por la espalda… Pero es incapaz de decirle nada, de consolarla aunque sea con una caricia. La distancia de la cámara permite medir la distancia emocional: la geometría es un vector de la psicología. La parálisis emocional precede a la parálisis física. También John Ford se había distanciado de Maureen O’Hara, mi pelirroja favorita, y no diré más.



Aún así, parece que Frank y Minnie consiguen rehacerse y tienen dos hijas, pero ella se niega a continuar el peregrinaje de base en base. Se planta. A partir de ese momento Minnie vive una existencia asexuada, llenando el vacío con el bridge y el alcohol, mientras el aviador seguía su carrera en la Armada. Parece ser que las hijas de Frank Wead le pidieron a Ford que eliminara algunas escenas que mostraban la deriva alcohólica de su madre. Puede ser, pero al director de Escrito bajo el sol le basta un plano para contarnos ese estado de Minnie, precisamente la economía elocuente, la inmediatez de la mostración, es uno de los rasgos del arte de Ford, pero reconstruyamos el momento clave de la película, el vuelco existencial, desde el principio. Y tratándose de un cineasta tan grande, conviene subrayar que la metáfora de la escultura (el director que moldea los personajes encarnados por sus actores) no es que no sea justa, sino que es, justo, una metáfora. John Wayne (o James Stewart o Henry Fonda) y Maureen O’Hara (o Claudette Colbert o Anna Lee) no eran arcilla en manos de Ford-escultor, sino maestros en el oficio de la interpretación, como Ford en el aquel de dirigir. El arte cinematográfico, a diferencia de la literatura (aunque después de que uno sabe lo de la edición de los cuentos de Carver…), la pintura o la escultura, es el resultado del entrañamiento de oficios conjugados, eso sí –en el mejor de los casos-, por un director.



John Wayne y Maureen O'Hara
en un ensayo de Escrito bajo el sol

Frank vuelve a casa tras una larga ausencia. Llega vestido de paisano, con una maleta en una mano y un ramo de rosas en la otra. Es de noche. Aparta un triciclo que le interrumpe el paso en el porche (los juguetes por el medio ya han sido anticipados en otra escena del tramo inicial de la película). Llama a la puerta. Acuden las dos niñas a abrir que no lo reconocen y lo toman por un vendedor. Cierran la puerta en sus narices. Tras unos instantes, Frank entra en casa. Un vistazo le basta para advertir el desorden y el descuido (tratándose de una película de Ford, resulta muy significativo este abandono de Minnie), las facturas sin pagar, la ausencia de su mujer. Tira las rosas en la papelera. Entra en la cocina, las niñas se afanan en prepararse la cena. Cabe señalar que no hay un ápice de sentimentalismo en la escena –como en el resto de la película, y cuando asoma lo neutraliza con la comedia (una herramienta para sobrellevar lo insoportable)-, nada de huerfanitas abandonadas, las niñas se han habituado a que su madre las deje solas y se las apañan muy bien. Ante la insistencia de Frank, caen en la cuenta de que la cara del “señor” les suena de los noticiarios cinematográficos (Minnie las llevaba al cine para que pudieran ver a su padre) y al fin lo reconocen. Parece que Frank ha hecho propósito de enmienda y quiere recuperar el tiempo perdido, acaba de prepararles la cena, acuesta a las niñas... Llega Minnie y basta verla para comprender la vida que lleva: abandono, soledad y desaliento. Advierte las rosas en la papelera y comprende. Frank friega en la cocina. Las rosas aterrizan junto a la pila de platos. Una panorámica violenta hacia la derecha nos lleva hasta Minnie, en la puerta. Un intercambio de sarcasmos sin preámbulos transmiten una mezcla áspera de complicidad y encono, mientras ella entra y queda en el centro, junto a la mesa, un travelling de retroceso la acompaña y encuadra a ambos. Frank reconoce que se ha comportado como “el primer almirante de la estupidez” pero está dispuesto a corregirse y quiere recomponer la familia: recoge las rosas del fregadero, improvisa un florero y lo coloca sobre la mesa. Un travelling breve hacia delante los reencuadra más próximos, en plano medio. "Seamos mayores antes que nuestras hijas, Minnie". Otro travelling rápido nos acerca hasta el abrazo en primer plano de Frank y Minnie que se besan con pasión. Una escena resuelta en un solo plano a base de movimientos abruptos, nerviosos, exasperados, preñados de incomodidad, desasosiego y malestar. Todo un presagio.


Esa noche -¿habrán hecho el amor?- Frank está sentado en la cama, a su lado Minnie duerme. Pero no puede quedarse quieto, se levanta, enciende un cigarro, fuma en la oscuridad. De pronto, una niña grita en medio de una pesadilla. No es nada grave pero Frank, que se siente culpable del abandono de sus hijas, corre junto a ella, tropieza en un patín (otra vez los juguetes por el medio), cae por las escaleras y queda inmóvil boca abajo. Una caída rodada en un solo plano, sin énfasis, sin adornos, como un hecho desnudo, crudo: lo trágico y lo cómico yuxtapuestos. A partir de este momento y durante un buen tramo de la película, Ford nos niega el rostro de Frank. Mientras lo operan, Minnie fuma en el pasillo, como Frank mientras aguardaba noticias de su hijo. Los médicos diagnostican paraplejia y prevén que nunca volverá a andar, sería un milagro. Minnie acude a visitar a Frank. La puesta en escena rima con la de la cocina (y con la última escena que tendrán juntos hacia el final de la película): Minnie en la puerta, a la derecha; Frank boca abajo en la camilla, a la izquierda; al fondo una ventana, llueve. Minnie se acerca, un travelling nos acerca también hasta plano medio pero la voz de Frank, con una dicción neutra, que resulta la mar de elocuente, la detiene: "Sigue tu camino sola y no te preocupes por mí. Mézclate con el mundo, vive tu vida. Ha llegado tu turno, Minnie". Nos acercamos hasta un primer plano en el que ella trata de represar todo lo que siente, él no quiere su compasión como tampoco nunca compadeció a nadie. Frank, que nunca fue capaz de encontrar palabras de consuelo, las encuentra ahora para impedir que lo consuelen a él. Tampoco quiere que le traiga a las niñas. Minnie se resigna y retrocedemos para mantener a ambos en el encuadre al tiempo que se dispone a irse. En la puerta, la voz de Frank la detiene. Minnie se queda en la puerta, de espaldas. Los rostros de ambos se nos esconden mientras Frank le habla de las niñas: "La mayor es como yo, no dejes que se salga siempre con la suya". Apenas un temblor en la línea de los hombros transmite el escalofrío que recorre a Minnie. "Brujita es igual que tú, quiérela mucho. Estaría perdida sin ti." Se despiden y Minnie sale de campo. Nos quedamos unos instantes con Frank. "Buena suerte, Minnie." Cortamos a un travelling de retroceso con Minnie por el pasillo, enciende un cigarro, fuma, pero ya ni fumar puede, lo tira, y sale de campo. Entonces volvemos con Frank y ahora sí, ahora Ford nos muestra un primer plano reflejado en el espejo que Carson, su camarada y mecánico, ha colocado bajo la camilla para ayudarle en el esfuerzo épico de mover los dedos de los pies: es el rostro congelado de la agonía.


A partir de aquí Frank emprenderá el camino de la rehabilitación, conseguirá andar otra vez ayudándose de unas muletas, rehace su vida como escritor y guionista, intentará restaurar la familia perdida –"No somos nada si no estamos juntos", le dice a Minnie- pero… Llega Pearl Harbor , Minnie y Frank se despiden con una llamada telefónica que recuerda a la que escribió el protagonista para el final de They Were Expendable de John Ford. Escrito bajo el sol deviene la historia de un hombre que, merced a un vuelco existencial, consigue madurar pero al precio de perderlo todo. La escena final aparece bañada por la melancolía, envuelta en un aire elegíaco. John Wayne se despide de un compañero con el que se batió en gozosas peleas al comienzo de la película con intercambio de réplicas secas y elocuentes: "Ya no hay tartas/Ya no hay piscinas". Es como si aquí se cerrara el arco abierto con aquel matrimonio que formaban John Wayne y Maureen O’Hara en otro filme de Ford, Río Grande (1950) Sólo que en Escrito bajo el sol la familia es un refugio devastado y Frank Wead un ser despojado de los lazos afectivos y condenado a la errancia, como el Ethan Edwards de Centauros del desierto (1952).



Ward Bond y John Ford
en el set de Escrito bajo el sol

Hay pocas películas más amargas y desoladas que Escrito bajo el sol. En una de las escenas del filme, un director de cine, Ward Bond –otro actor fordiano- recibe a Frank Wead para encargarle una película sobre la Armada. El director está caracterizado a imagen y semejanza de Ford, con todos sus atributos, en un despacho igual que el de Ford, con todos los recuerdos de Ford. El cineasta aseguró que eso fue idea de Ward Bond y que el actor se encargó de componer el personaje y de atrezar la escena. Bueno, no hacía ninguna falta un trasunto de Ford para advertir su presencia –su fantasma dolorido- en cada plano, de ahí la destemplanza, la desazón, la brusquedad de una película abrasiva en lo más íntimo para el cineasta, para un artista condenado a decir la verdad. Una historia en la que anida la culpa, atravesada por la pérdida y sin redención posible.


Mientras Frank Spig Wead prosigue con su rehabilitación recibe rosas rojas anónimas que acabará descubriendo (o mejor, acabará resignándose a reconocer) que las envía Minnie. Esas rosas -¿cómo olvidar las rosas de El hombre tranquilo, las de La legión invencible- enhebran el hilo doliente de la historia hilvanada en Escrito bajo el sol, un filme tan poco comprendido, tan poco valorado, tan poco llorado. Que yo sepa sólo Miguel Marías ha sabido reconocer la grandeza de Escrito bajo el sol, no sólo como el mejor filme de Ford –el amigo Diomedes comparte el juicio- sino la mejor película de la historia.

Nada mejor que una elegía de Juan Ramón Jiménez para traducir los silencios del corazón que alberga tantas rosas en las películas de John Ford. De un poeta a otro poeta:


¡Oh rosas, que, en la sombra del muro abandonado,
volvéis a abrir, llorando, vuestras sangrientas hojas,
volveos a abrir en mi corazón arruinado,
aunque os abráis de llanto, aunque os abráis de rojas!

La fragancia hace dulce la sombra, y yo he perdido

aquella claridad que me embelleció un día…,
una rosa a mi alma es un beso al olvido,

rosas, ¡sed galardón de mi melancolía!

Rosas de sangre, rosas de llanto, pero rosas

que evoquen, corazón, tu doliente realeza…

¡La ilusión tornará, como las mariposas,

y me perfumaré mi lúgubre belleza!


20/5/09

20 de mayo

Lev Tolstói


20 de mayo [1889]. YÁSNAIA POLIANA. Di un paseo con Gorbunov y hablé de arte, y tomé notas, y, creo, algo aclaré para mí. Me siento muy débil. Leí a Lecky sobre la evolución estética del arte... Sí, el arte, para ser respetable, debe generar el bien. Y para saber lo que es el bien, debe haber una concepción del mundo, una fe. El bien es el signo del arte verdadero. Los signos del arte en general son: lo nuevo, lo claro y lo sincero. El signo del arte verdadero: lo nuevo, claro y sinceramente bueno...

20 de mayo [1890]. Pensé una cosa: comemos salsas, carne, azúcar, bombones, comemos hasta hartarnos y nos parece que no pasa nada. Ni siquiera se nos ocurre que esté mal. Y sin embargo el catarro de estómago es una enfermedad endémica de nuestra forma de vida. ¿No es lo mismo la alimentación estética refinada: poemas, novelas, sonatas, óperas, romances, cuadros, estatuas? El mismo catarro del cerebro. La imposibilidad de digerirlo e incluso de tomar una alimentación sana, y la muerte...

20 de mayo [1909] Un artículo de Roosvelt a propósito de mí [Theodore Roosvelt, presidente de los EUA por entonces, publicó un artículo titulado Tolstói en la revista Oulook muy elogioso con la obra literaria de Tolstói y crítico con sus puntos de vista sociales, políticos y religiosos]. El artículo es tonto pero fue agradable. Suscitó mi vanidad, aunque ayer las cosas fueron mejor.

(Diarios. Lev Tolstói. Ed. Acantilado, dos volúmenes)


Zenobia Camprubí y
Juan Ramón Jiménez



20 de mayo. Viernes [1938, en Cuba]

Un día tranquilo contestando cartas y haciendo planes. Pero J. R. no ha adelantado en lo más mínimo con el trabajo que se propuso hacer cuando me pidió que me quedara tres meses más mientras él lo terminaba, y considerando que estoy resignada a esperar por él, si sacrifico algo con un fin, estoy muy poco satisfecha de desperdiciar la oportunidad, ahora que no tengo nada que hacer aquí, de hacer algunas cosas que he querido hacer en los EE.UU. desde hace tanto, sólo para que J. R. malgaste el tiempo hablando hora tras hora con toda esta gente aburrida del hotel, o si no, echado de espaldas el mismo número de horas tratando de dormir. No veo que me necesite para ninguna de estas dos cosas.

2o de mayo, domingo [1945, en EUA]

La gripe de J. R. y el que Inés [Muñoz] pasara el domingo en Alexandria hicieron que me quedara en casa este fin de semana. Hoy J. R., que se ha negado a dejar de trabajar, ha llegado a segurarme que un poco de fiebre ayuda a aclarar la mente y hoy ha resuelto 4 problemas importantes para su trabajo: se dio cuenta de cómo debía ser "Con la rosa" [una antología que Juan Ramón Jiménez se había propuesto hacer durante la residencia en América, quedó inédita], de qué poemas deberían ir al comienzo y al final de cada parte, etc. Ha sido un fin de semana muy provechoso y me dice a cada rato lo bien que va todo. Me dice cuánto disfruta y cuánto le ayudo y: "Habla un poco conmigo que después de muertos ya no podremos hablar".

(Diario. Zenobia Camprubí. Alianza editorial, tres volúmenes)


Alejandra Pizarnik


20 de mayo
[1961]

Una loca gritaba en el jardín del hospicio Sainte-Anne. Dos hombres la arrastraron hacia un pabellón gris.
Por la tarde, desde el ómnibus, vi los últimos reflejos del sol en el Sena. Los paseantes parecían figuritas recortadas. Me acordé de un cuadro de Rousseau, el de la niña idiota. Y he sabido que mi esfuerzo atroz por vivir como una adulta, ganarme la vida, pensar, amar, es una imposibilidad de imposibilidades. las figuritas inofensivas en la lejanía me eran detestables con sus ojos vacíos y sus caras viciosas. Es preferible gritar en el jardín, dije.

20 de mayo, domingo [1962]

Enamorada de nada, de nadie. Tristeza estúpida, distracción, miedo, ausencias. Me llevan y me traen. Dificultades respiratorias. Sueño y fatiga e imposibilidad de dormir. Nada de ganas de morir sino por el contrario una gran excitación. Desperté con la mano en el sexo después de haber soñado que andaba con muletas y manejaba un auto sin saber conducir y mi sexo estaba mojado en todo momento, ante todo y ante todos.
En cuanto me presentan a alguien siento un deseo furioso de verlo reír a carcajadas y de verle el sexo (sea hombre o mujer).

(Muchacha desnuda a caballo por el mar.)


(Diarios. Alejandra Pizarnik. Ed. Lumen)



Julio Ramón Ribeyro


20 de mayo
[1977]

Que mi hijo, a los diez años, se pase toda la mañana echado en su cama, escuchando en su tocadiscos muy pensativo y a menudo sonriente, a los conjuntos musicales más modernos, es algo que me intriga, me inquieta más bien. ¿Es normal? Yo tuve también esos periodos de beatitud musical, pero a los catorce o quince años, y con música clásica, no moderna. Recuerdo que escuchaba en la radio hasta cinco o seis horas seguidas de música; me conocía los programas de memoria; no toleraba que mis hermanos me interrumpieran. Pero a su edad para mí la música no existía, eran otras mis ocupaciones. NO creo que sea precocidad, pues en otros aspectos mi hijo es muy niño, sexualmente, por ejemplo, o en materia de lecturas: aún no le entra a libros que yo ya había leído a su edad. La música actúa más bien sobre él como un decorado o un estimulante, que le permite aislarse en la casa y soñar. ¿Soñar qué? He allí el misterio.

(La tentación del fracaso. Julio Ramón Ribeyro. Ed. Seix Barral)

13/2/09

Paralelo 42

Nueva York, 24 diciembre 2007


la asombrosa maravilla
de una copa de luz de luna añeja.
Charles Simic




Aguiño, 10 de febrero 2009


¿Andas tú desnuda
por el aire?


Juan Ramón Jiménez






Nueva York, 25 diciembre 2007


y la luna
con un guante de humo sentada en la puerta de sus derribos.

New York. 4 de enero de 1930.
Federico García Lorca