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29/12/19

La mirada de Odile


Desde hace diez años, cada vez que abro el portátil veo esta imagen.


Y me encuentro con la mirada de Odile: Anna Karina en la escena del metro de Bande à part, cuando canta J'entends, j'entends, la canción de Jean Ferrat  sobre un poema de Louis Aragon. Vous regarder m'arrache l'âme, canta Odile/Anna Karina: Verte me desgarra el alma.


Durante los diez años anteriores, cuando abría el portátil, la veía llorar en Vivre sa vie: las lágrimas de Nana ante las lágrimas de María Falconetti en La passion de Jeanne d'Arc, de Dreyer.


(Al parecer Dreyer quería a Anna Karina para el papel de la Virgen en Jesús de Nazaret, un proyecto acariciado por el cineasta pero que no consiguió llevar a la pantalla.)

Anna Karina con Dreyer el 19 de diciembre de 1964, 
cuando se estrenó Gertrud en París.

Diez años viendo llorar a Anna Karina nada más abrir el portátil. Ángeles le decía la llorona. ¿Y antes? Entonces no tenía portátil, pero sí una postal que me había apañado con este fotograma de Alphaville.


Durante un tiempo (en los años de la EIS de A Coruña) tuve en el escritorio este plano de Vivre sa vie (fotografiado en la pantalla del televisor) por culpa de Víctor Erice.


En El cine como experiencia de la realidad, el curso que impartió entre el 11 y el 15 de julio de 1994 en la EIS, durante las jornadas de Cero en conducta, Erice nos propuso como práctica que pensáramos una versión de El relato oval de Poe que Godard aprovechó para retratar a Anna Karina en Vivre sa vie, o mejor, para confesar su historia de amor con ella. Imaginé que rodaba con una cámara (de 35 mm, por supuesto) a una chica muerta  (el vivo retrato de Anna Karina, sobra decir) y, a medida que la filmaba, volvía a la vida (justo al revés de los que hace el pintor con su amada en el cuento de Poe). ¿Acaso no es el cine, que ayer cumplió 124 años, el oficio de la resurrección?


Hace quince días nos enteramos de la muerte de Anna Karina. No fue una sorpresa. En mayo el IndieLisboa y la Cinemateca Portuguesa le dedicaron una amplia retrospectiva y se la esperaba, pero tuvo que cancelar el viaje por prescripción médica. Imaginamos que debía ser grave. Anna Karina acudía siempre que la invitaban, tanto si se trataba de una retrospectiva de Godard o del homenaje que le rindió hace dos años el Instituto Lumière de Lyon con la proyección de Vivre ensemble (1973), un filme que escribió, financió, produjo, dirigió e interpretó; una buena película que atrapa como pocas el aire de su tiempo, pero no consiguió entonces el reconocimiento que merece y quizá, ahora sí, resucite tras la muerte de su autora.


La retrospectiva de Lisboa incluía, además de Vivre ensemble y de sus películas con Godard, las que rodó con directores como Valerio Zurlini (Le Soldatesse, 1965), Jacques Rivette (La Religieuse, 1966, y Haut Bas Fragile, 1995), Luchino Visconti (Lo straniero, 1966), George Cukor (Justine, 1969), Volker Schlöndorff (Michael Kohlhaas, Der Rebell, 1969), Rainer Werner Fassbinder (Chinesisches Roulette, 1969), o Raúl Ruiz (Treasure Island, 1985).


Pero creo que sólo hay una película donde Anna Karina resplandece como en los filmes con Godard, en el papel de Suzanne Simonin en La religieuse, de Rivette, a partir de un guión del propio cineasta con Jean Gruault sobre la novela de Diderot.


Anna Karina ya había interpretado el papel con el mismo texto en el teatro (también bajo la dirección de Rivette) del 6 de febrero al 5 de marzo de 1963 en el Studio des Champs-Elysées de París (Anna Karina sólo se enteró muchos años después de que la producción había sido financiada por Godard).

Anna Karina con Rivette en los ensayos de La religieuse.

Volví a verla al enterarme de su muerte. Y Alphaville.


Y la resucito cada día nada más abrir el portátil.


Con la mirada de Odile.

30/10/09

Con brocha y no con pincel

Los hermanos Dardenne

Lo importante en una película es conseguir reconstruir experiencias humanas, escribe en su diario Luc Dardenne el 19 de diciembre de 1991. Una semana después anota una cita de Paul Celan encontrada en un texto que le dedica Emmanuel Levinas: "No veo diferencia entre un apretón de manos y un poema". Y añade: Me gustaría que llegáramos a hacer una película que fuera un apretón de manos. El 25 de junio de 1992 anota las conclusiones de una larga conversación con su hermano Jean-Pierre tras la mala experiencia que representó Je pense à vous (1991):

Una cosa es segura: presupuesto pequeño y sencillez en todo (narración, decorado, vestuario, iluminación, equipo, actores). Tener nuestro equipo, encontrar actores que realmente tengan ganas de trabajar con nosotros, que no nos bloqueen con su profesionalidad, desconocidos que no nos llevarán, a nuestro pesar, hacia lo ya conocido y más que conocido. Contra la afectación y el manierismo que prevalece: pensamiento pobre, simple, desnudo.

Estar desnudo, desvestirse de todos esos discursos , de todos esos comentarios que dicen qué es el cine, qué no es, qué debería ser, etc. No querer hacer cine y dar la espalda a todo lo que quisiera hacernos entrar en el mundo del cine.

Cinco meses después anota esta frase de Levinas: "La ética es una óptica"

Y el 1 de diciembre de 1992 evoca una vez más la (mala) experiencia de Je pense à vous que aún duele: Nunca más una experiencia así. Saber decir que no a los demás y también a nosotros mismos, lo que no es fácil. El único recuerdo bueno es el momento de la escritura con Jean Gruault en la habitación del hotel Le Chariot d'Or, en la Rue Turbigo. Nos reímos mucho y bebimos mucho, bromeamos mucho. Nos enseñó cómo extraer un personaje de ficción de la realidad y a desconfiar de la grandilocuencia. (...) Trabajamos en un nuevo guión. Buscamos un título para acotar, limitar, conocer nuestro tema. El día 26 anota que ya han encontrado el título: La promesa.


La promesa (1994) nos descubrió el cine de los hermanos Dardenne. Detrás de nuestras imágenes, el diario de Luc Dardenne entre 1991 y 2005 nos descubrió, no tanto la cocina de su cine, sino más bien la óptica de una mirada. Un diario que enhebra encrucijadas, iluminaciones, visiones, libros y películas. Palabras que dejan oír el silencio. Y el placer y las risas mientras ve con su hijo Las vacaciones de M. Hulot de Jacques Tati el 11 de septiembre de 1993, cuando anota: Una de las características de las auténticas obras de arte es permitir el encuentro de varias generaciones, alejar a la muerte que merodea.



Los Dardenne extraen sus ficciones del subsuelo -y pozo negro- de Europa, o sea, de una realidad oculta. Dicho de otra forma, saben que la realidad no se agota en lo visible y afrontan uno de los retos de la modernidad cineamatográfica desde el neorrealismo: filmar lo invisible privilegiando el mundo referencial frente a la retórica. Las tentativas en torno al realismo han forjado las corrientes de vanguardia: cine-verdad, cine directo, o cualquiera de las modalidades de la inserción de lo real en el cine. Los Dardenne, tras una larga experiencia en el documental y en el reportaje de investigación social, irrumpen en la ficción cinematográfica sin desertar del compromiso con la realidad, más aún, convirtiendo lo real en subsuelo germinal de la representación fílmica. En sus películas, apenas una piel de ficción separa los personajes que vemos en la pantalla de esos seres verdaderos que sobreviven ahí afuera, a la intemperie, en un mundo hostil. Un mundo hostil llamado también Europa. La promesa, Rosetta (1999), El hijo (2002) o El niño (2005) devienen catas sucesivas en el subsuelo de la sociedad del bienestar, episodios de desamparo y desesperación que asoman apenas por las grietas de una civilización fundada en pilares ilustrados y despiadados a partes iguales.


Hoy hemos vuelto a ver Rosetta, después de diez años. Nos ha gustado aún más que la primera vez. Es una película a la que los tiempos que corren afilan sus aristas y multiplican su capacidad reveladora. Es la historia de una chica de diecisiete años con una madre alcohólica y que busca desesperadamente un trabajo para, simplemente, existir: si no tienes trabajo, no tienes derechos. Es la historia de la supervivencia cuando han quebrado las utopías y se han roto los lazos de solidaridad que había trenzado la clase obrera a lo largo de dos siglos de sangre y lucha: si tienes trabajo es porque a alguien se lo han quitado. Es la historia de un mundo donde el trabajo es un bien más escaso que el petróleo y conseguirlo representa una guerra. Rosetta es una guerrera y no rehuye el combate. Estremece contemplar el dilema moral que vive la chica cuando se debate entre ayudar a Riquet o dejarle morir y quedarse con su trabajo. Y nos estremecemos porque hemos vivido la vergüenza que la traspasa, el pánico a la exclusión social y la precariedad de cada día. La película se mueve arrastrada por esa chica mientras transita por el campo minado de las relaciones laborales en el capitalismo feroz. Sí, también podría verse como la versión más cruel de Caperucita. Rosetta lucha por sobrevivir en el reino de la barbarie. Y justo ahora me viene a la memoria aquello de Cornelius Castoriadis (¿se acuerda alguien aún?): Socialismo o barbarie. Mira por dónde.


El cine de los Dardenne cuaja en los cuerpos y en los gestos. Comer, beber (casi como si fuera un biberón), los dolores menstruales... La cámara se convierte en la piel visible del cuerpo de Rosetta y trata de filmar algo que se resiste. A la hora de registrar el mundo de Rosetta, los Dardenne se lo ponen (a sí mismos) lo más difícil posible, y a nosotros, espectadores, nos resulta angustioso y desasosegante vivir cada plano, o mejor, cada escena (el concepto 'plano' apenas si tiene función lingüística en el cine de los Dardenne, y menos aún en Rosetta), nos resulta incómodo, decía, vivir cada trozo de vida en la piel de la protagonista, privados de un punto de vista que nos permita contextualizar la situación: experimentamos el desamparo existencial y la mutilación afectiva de Rosetta, casi tocamos su piel enrojecida por el frío (es pobre, y está mal e insuficientemente vestida), nos vemos encerrados en su estrechez de miras, sentimos la urgencia de la búsqueda frenética de dinero (o sea, de trabajo) y nos descubrimos agotados como ella sin un instante de tregua en su lucha febril por sobrevivir. Y a la cámara le cuesta seguir a Rosetta, y a nosotros, espectadores, nos resulta imposible anticipar qué va a hacer, imposibilitados por tantos muros y puertas que (los Dardenne) se (nos) ponen entre la actriz y el ojo (de la cámara). Y ahí, en ese cuerpo a cuerpo, entre la cámara y Rosetta, cristaliza la experiencia humana que vivimos en el curso de la película.


Una experiencia que germina en los detalles de la cotidianidad de Rosetta, en los rituales de supervivencia, en los gesto que llevan inscrita la huella de lo vivido: el artilugio que emplea para pescar, la entrada practicada en la verja, el cruce de la autovía... Se habla de Bresson a la hora de explicar el cine de los Dardenne. Más de una de las Notas sobre el cinematógrafo le fueron inspiradas a Bresson por Montaigne, en especial, los ensayos dedicados al automatismo: No ordenamos a nuestros cabellos que se ericen ni a nuestra piel estremecerse de deseo o de rabia; la mano a menudo va donde no la enviamos. Y nada define mejor el trabajo con los actores de los Dardenne que esa imprevisibilidad de lo instititivo, la acción dramática que deviene movimiento del cuerpo a pesar de la razón. Todo movimiento interior de cualquier personaje pasa por el cuerpo, única materia fílmica que se conceden los cineastas. Y el cuerpo (castigado, ardiente y contenido) de los actores -verdadero paisaje fílmico de los Dardenne- alcanza visos de epifanías justo cuando no existe alrededor sino el más negro de los abismos. En Rosetta basta que la protagonista cargue con una bombona de butano (poco antes ha estado a punto de poner punto final a la vida de su madre y a la suya propia) para que el cuerpo se convierta en materia reveladora, poética, de la encrucijada interior.

Los hnos. Dardenne con Émilie Dequenne
en el rodaje de
Rosetta


En el diario de Luc Dardenne descubrimos en la entrada del 19 de abril de 1998 una declaración de intenciones que acompañase al guión de Rosetta. Acaba así: Nuestra cámara nunca la dejará en paz, intentando ver, incluso aunque sea invisible, la noche en la que Rosetta se debate.


Decía Susan Sontag que las obras de arte más atractivas son las que crean en nosotros la ilusión de que el artista no tuvo alternativa, de tan identificado que está con su estilo. Es el sentimiento de lo irrevocable que genera la contemplación de filmes como Rosetta. Pero también La promesa, El hijo o El niño. La grandeza del cine de los Dardenne radica también en la renuncia, casi franciscana (y tan próxima a Rossellini), a crear imágenes bellas, a encontrar la belleza en el sufrimiento, una pretensión que juzgan (eso sí) terrible y asquerosa. De esa renuncia emerge una óptica, una ética de la mirada. En una de las anotaciones del diario de Luc Dardenne leemos: Crear imágenes con brocha y no con pincel.

5/4/09

Mujeres


Ayer fui un valiente y me atreví a confrontar Jules et Jim con la memoria de la última vez que la vi hace treinta años. Hay películas que me tocaron fibras tan íntimas en su momento que prefiero envolverlas en el recuerdo y guardarlas en el cajón con aquellas pequeñas cosas de las que habla la canción. Y resisto la tentación de sacarlas de ahí por si no resistieran el paso del tiempo y la decepción pudriera la memoria íntima de las películas (que me vieron) al verlas otra vez. Pero ayer era el día de los valientes, vete a saber por qué, y vimos Jules et Jim. Otra vez. Una vez más.

¡Qué hermosa es! La película de Truffaut. Y Jeanne Moreau. No sólo no perdió nada sino que ganó los treinta años transcurridos desde la primera vez que la vi. Ahora la mirada se adentró más hondo en los pliegues de las formas y acarició los bordes allí donde significados esquivos aguardan el reencuentro. Lo que la primera vez apenas si presentí aparece ahora en la plenitud de su cruda belleza. Era como si advirtiera tras cada plano a Truffaut dirigiendo en trance la película de su vida. Porque Jules et Jim es de esas películas bendecidas por la gracia del cine, de ésas que nos otorgan el privilegio de advertir la secreta contigüidad entre lo que hay delante y detrás de la cámara, entre el cine y la vida. De esas películas que nacen de un acto de amor.

Es una película de 1962 pero me gustó saber que Truffaut empezó a hacer Jules et Jim el año en que nací, cuando sólo ejercía aún como crítico de cine y faltaban cuatro años para que rodara Los cuatrocientos golpes, su primer filme. En 1955, Truffaut encontró en una librería, entre otros libros de segunda mano, la novela de Henri-Pierre Roché titulada Jules et Jim, en realidad fue el título lo que le gustó, esa doble J, y el dato paradójico y misterioso de que se trataba de la primera novela de un hombre de setenta y cuatro años.

Truffaut tenía veintitrés años y esa novela de amor escrita en estilo telegráfico lo cautivó. En esa historia de dos amigos que aman a la misma mujer pero en la que no nos vemos obligados a elegir entre los tres personajes –o sea, un triángulo perfecto, que no deseamos que se rompa- ve la película que le gustaría hacer algún día. Unos meses más tarde, el 14 de marzo de 1956, escribe una crítica en Arts sobre un western de serie B de Edgar G. Ulmer, The Naked Dawn (1955), y, a propósito de los quince minutos de metraje donde los dos personajes masculinos se enamoran de la misma mujer, Truffaut introduce un homenaje al libro que tanto le gustaba: “Una de las novelas más bellas que conozco es Jules et Jim, de Henri-Pierre Roché, que nos muestra, a lo largo de toda una vida, el amor de dos amigos y su compañera común, tierno y casi sin heridas, merced a una nueva moral estética que nunca deja de ponerse a prueba. The Naked Dawn es la primera película que me invita a pensar que un Jules et Jim cinematográfico es posible”. Emocionado por el reconocimiento, Henri-Pierre Roché se pone en contacto con Truffaut, inician una correspondencia y se hacen amigos. El escritor morirá en 1959 sin haber visto la película, pero sí llegó a saber quién iba a ser la protagonista: unos días antes de morir, Truffaut le envía unas fotos de Jeanne Moreau.


Jeanne Moreau en Ascensor para el cadalso.

El cineasta llevaba por lo menos dos años poniéndole el rostro de Jeanne Moreau a la protagonista de Jules et Jim. La había conocido en el Festival de Cannes de 1957 en compañía de Louis Malle que preparaba Ascensor para el cadalso. Ese mismo año, Truffaut escribiría en Cahiers du cinéma que Jeanne Moreau “es el gran amor del cine francés”. Y añadía: “Señores productores y señores directores: denle ustedes un papel de verdad y tendremos una gran película”. Al poco de conocerla, el futuro cineasta le da a leer Jules et Jim y empezaron a verse a menudo para hablar de la novela. Pero Truffaut, recuerda Jeanne Moreau, no hablaba mucho y sobre todo intercambiaban silencios, por suerte empezaron a escribirse cartas. Y se ve que por escrito Truffaut era mucho más elocuente. Sobra añadir que se enamoró de ella. Alguien contó, quizá Godard, que la nouvelle vague es la historia de unos chicos tímidos y nada atractivos que se lanzaron a hacer películas para enamorar a las chicas que les gustaban. Qué mejor motivación.

Truffaut con Jean Gruault (a la dcha.) en el rodaje
de
L'enfant sauvage (1969)

Para ayudarle en la adaptación de Jules et Jim Truffaut buscó un cómplice: Jean Gruault. Habían coincidido muchas veces en la Cinemateca y su colaboración se prolongará a lo largo de toda la carrera del cineasta, aunque no en todas las películas. Desde Jules et Jim adoptan un método de trabajo que mantendrán en el futuro: Truffaut le remite a Gruault un ejemplar del libro anotado donde ha subrayado o señalado los pasajes que le interesan. El guionista redacta un primer guión excesivamente largo en el que el director trabaja para descubrir qué película quiere hacer. Luego ambos, armados con pegamento y tijeras, montan y desmontan secuencias, entresacan fragmentos de la otra novela de Roché, Les deux anglais et le continent, que usarán en Jules et Jim, cambian diálogos de una escena para otra… Así durante varias versiones de guión redactadas entre el verano de 1960 y la primavera de 1961.

Raoul Coutard en el rodaje de El soldadito
de Jean-Luc Godard

El 10 de abril de 1961 empieza el rodaje de Jules et Jim en Normandía con la dirección de fotografía de Raoul Coutard, uno de los cómplices esenciales en la materialización de las imágenes de la nouvelle vague; A bout de soufflé (1959), El soldadito (1960) y Vivre sa vie (1962) de Godard llevaban su firma. El equipo de Jules et Jim lo forman quince personas, una familia que late al ritmo del corazón de un Truffaut poseído por la película, atento a cada detalle, inspirado en las modificaciones que introduce respecto al guión, sensible para percibir los movimientos del alma de sus personajes, clarividente a la hora de introducir matices iluminadores en la puesta en escena, inventa y recompone muchas de las escenas de la película, la hace suya.



“La vida era unas vacaciones” se dice en un momento de Jules et Jim, algo así podría decirse de su rodaje. Y en el caso del director y la actriz se estableció una relación de extraordinaria intimidad. “Jeanne Moreau me daba ánimos cada vez que me invadían las dudas. Sus cualidades como actriz y como mujer daban vida real a Catherine ante nuestros ojos; era verosímil, alocada, desmesurada, apasionada, pero sobre todo era adorable, es decir, digna de adoración”, confiesa Truffaut. No diré más.

François Truffaut con Jeanne Moreau
en el rodaje de Jules et Jim.

El montaje de Jules et Jim se prolonga a lo largo de nueve meses y la música maravillosa de Georges Delerue aportó el grado de lirismo y melancolía que pedían las imágenes para convertirse en esa memoria que llueve intacta en el curso del tiempo sobre nuestras vida. La película se estrenó en enero de 1962. Y en abril en Nueva York. Fue la primera película que colocó a la nouvelle vague en el mundo, en el momento en que más lo necesitaba. En fin, historia del cine.


Y ahí sigue. Con nosotros. Luminosa, ligera, alegre, ágil. Pero también oscura, compleja, triste, reposada. Ya no la vemos como una película rompedora sino como un filme armado con desparpajo, inventiva y sabiduría, donde nada es rutinario ni complaciente ni convencional. Cine hecho con pasión, por las películas y por los libros. Una película libre, preñada de sentido de la fragilidad, incandescente de deseo y ansia de plenitud vital. Cómo no vamos a querer a Jules, a Jim, a Catherine. Cómo no vamos a amar sus sueños. Cómo no vamos a compartir el dolor. Cómo vamos a olvidarlos.

Me dijiste: te amo.
Te respondí: espera.
Iba a decirte: tómame.
Me dijiste: vete

(Off de Jeanne Moreau antes de que empiecen las primeras imágenes de los créditos de Jules et Jim.)

No la hemos olvidado. Jules et Jim nos recuerda en cada plano que estamos contemplando una declaración de amor. La obra de un hombre que amó el cine, pero que amó tanto o más a Jeanne Moreau. Y también a Françoise Dorleac (La piel suave, 1963), Julie Christie (Farenheit 451, 1966), Catherine Deneuve (La sirena del Mississipi, 1968), Kika Markham (Las dos inglesas y el amor, 1971), Isabelle Adjani (Diario íntimo de Adèle H., 1975) y Fanny Ardant (La mujer de al lado, 1981). La obra, en definitiva, de un hombre que amó a las mujeres.