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1/8/15

Un par de botas


1 de agosto. Llevamos cinco años sin el maestro. Anteayer me llegó un ejemplar (de segunda mano) de Piedras de Florencia, ese libro delicioso de Mary McCarthy; venía con una dedicatoria escrita con bolígrafo azul, evocando un viaje a Florencia, y lo firmaba una Ángeles. Llevaba buscando ese libro más de seis años, desde que supe que el maestro había perdido su ejemplar. Y ayer mismo en una libreta encontré un cachito de El origen de la obra de arte, de Heidegger (en Caminos de bosque), sobre el Par de botas (1886) de Van Gogh, una obra que le gustaba mucho al maestro, y de la que hablamos más de una vez. Me hubiera gustado mandarle estas líneas; las sentiría tan cercanas...

En el cuadro de Van Gogh ni siquiera podemos decir dónde están esos zapatos. En torno a este par de zapatos de labriego no hay nada a lo que pudieran pertenecer o corresponder, sólo un espacio indeterminado. Ni siquiera hay adheridos a ellos terrones del terruño o del camino, lo que al menos podía indicar su empleo. Un par de zapatos de labriego y nada más. Y sin embargo... 
En la oscura boca del gastado interior bosteza la fatiga de los pasos laboriosos. En la ruda pesantez del zapato está representada la tenacidad de la lenta marcha a través de los largos y monótonos surcos de la tierra labrada, sobre la que sopla un ronco viento. En el cuerpo está todo lo que tiene de húmedo y graso el suelo. Bajo las suelas se desliza la soledad del camino que va a través de la tarde que cae. En el zapato vibra la tácita llamada de la tierra, su reposado ofrendar el trigo que madura y su enigmático rehusarse en el yermo campo en baldío del invierno. Por este útil cruza el mudo temer por la seguridad del pan, la callada alegría de volver a salir de la miseria, el palpitar ante la llegada del hijo y el temblar ante la inminencia de la muerte en torno.
Cincuenta años después, en 1936, Walker Evans fotografió el par de botas de Floyd Borroughs, uno de aquellos hombres famosos, como reza el título del memorable libro de James Agee.


También el maestro pintó un par de botas. (Creo que más de un par, y más una vez.) Como en esta pintura callada (de uno de sus cuadernos): un par (de pares) de botas, como meras cosas.


Como si cobijara el de Van Gogh y el de Walker Evans en un regazo de luz. Los trabajos y los días, los pies y los pasos, el tiempo y la ceniza, la puerca tierra y los caminos de la vida, cifrados en el aquel de ser un par de botas.

15/7/15

Las meras cosas


Escribió Jiménez Lozano en Los cuadernos de letra pequeña:
En realidad, tenemos necesidad de toda la belleza del mundo para poder soportar la brutalidad de la historia humana y hasta los arañazos y desgarros de una vida en sociedad cada vez más hosca…
 Bodegón con cacharros, de Zurbarán.

A veces, ni toda la belleza del mundo parece suficiente. Aun así busca uno amparo en otro libro suyo, 7 Parlamentos en voz baja, una antología de ensayos que en su día (durante estos últimos quince años) fueron charlas. (Uno de esos libros que duele no poder compartir ya con el maestro, pero consuela poder hacerlo con Esther.)

Un bodegón de Morandi.

Os dejo unas líneas de Estancias y pinturas, a propósito de los bodegones:
A las pinturas de cosas, que también se llamarían, luego, "naturalezas muertas" o, en su caso, "bodegones", se las denominó en principio "pinturas de silencio" o "pinturas calladas"; en realidad, "pinturas quedas", con un adjetivo que, tanto para el francés como para el castellano, viene del latín quies, que equivale a "reposo", pero también a "quedamiento" o "dejamiento"; y quittes o "quedas" son las cosas pintadas sin relación a nada exterior a ellas mismas, que se están quietas, sosegadas y tranquilas, en su ser y estar ahí.
Dos jóvenes comiendo, de Velázquez.
El pintor parece haberlas puesto, ante nuestros ojos, para entregarnos la fragilidad y el silencio del mundo, o un signo muy pequeño, como un susurro, un visaje de amor, hecho con los ojos o las manos, como el de quien deposita un cántaro en el suelo, en el poema de E. A. Robinson: Él depositó el cántaro lentamente a sus pies, / con tembloroso cuidado, sabiendo / que la mayoría de las cosas se rompen.
 Un bodegón de Chardin.
Y, desde luego, esas pinturas a que aludo son pinturas calladas, silenciosas, y nos parece que las cosas de ellas podrían quebrarse ciertamente. Las cosas están ahí solas, en su soledad de cosas. Aunque no siempre, porque hay cosas que en su soledad tienen memoria de hombre, del tacto de unas manos, unos labios de hombre; y ellas mismas, al separarse han dejado en el hombre huellas. quizá sólo un rasguño en su ánima, pero puede ser que también un gran boquete.
 Un bodegón de Cézanne.
Y hay otras cosas que parece que esperan acompañar y ser acompañadas, y tienen una soledad de espera, como una sed de alma, si la tuvieran: bocas de cántaro oscuras como fauces de un anhelo, o su panza terrosa con toda la sed del barro, o de la arena.
Bodegón con barquillos, de Baugin.
Debajo, el bodegón de Baugin citado 
en Todas las mañanas del mundo, de Corneau.
Y también están las cosas que son "desechos", raídas, gastadas, residuos de la violencia o del molino del tiempo, sin brillo ya, deshilachándose, desportilladas, con la señal roja de la herrumbre, la lepra del cardenillo, recomida su estructura por la fábrica de la podredumbre, la voracidad de la polilla: pañizuelos, platos, palmatorias, candiles, un cobre, un cuenco de madera, una jarrita de barro, un vidrio quebrado en su cintura, una alpargata, un arconcillo, un recado de escribir, unas despabiladeras, un cabo de vela en su consumación extrema, un vestido que encogió de pronto o se rasgó.

Fotogramas de Lancelot du Lac (arriba) 
y El dinero (abajo), de Bresson.

Fotogramas de La coleccionista (arriba) 
y La buena boda (abajo), de Rohmer.

Fotogramas de Flores de equinoccio (arriba) 
y de Ukikusa (abajo), de Ozu.

Fotogramas de Luces al atardecer (arriba) 
y Le Havre (abajo), de Kaurismäki.
Y están, en fin, las cosas-cosas, cosas últimas abandonadas a su condición de cosas -las "meras cosas", que decía Heidegger- como construcciones de soledad ellas mismas; minerales de total ausencia, objetos de condición salobre y muerta, sin siquiera la presencia de la destrucción, sin memoria ni espera, lisas y sin siquiera la palidez del polvo, como concreciones de acedía, adición de soledad a soledad, interminable; cosas como acabadas en su geometría por un "tiempo puro". Todas estas son las cosas, y el que mira esas "pinturas calladas" o "de cosas" es arrastrado a esos mundos de inocencia o de espera.

17/9/12

La porfía de la belleza



Allá por los albores del siglo XII y ante la riqueza escultórica desplegada en los capiteles de los claustros románicos (cluniacenses para más señas), Bernardo de Claraval, fascinado por el delirio figurativo de los bestiarios, considera un despropósito que los monjes le pongan los ojos encima a esos bellos horrores y esas horribles bellezas y se pregunta -es un decir- quién se va a quemar la vista en los manuscritos iluminados cuando sólo tienen ojos para esas imágenes tan cautivadoras, y perdidos en tanta maravilla cómo van a meditar en la palabra de Dios; quién, en fin, se va a retirar a los adentros si un lugar de retiro y oración se ha convertido en una fiesta para la mirada. Y, desde luego, los claustros de muchos monasterios (cluniacenes) eran -son- un auténtico espectáculo, un verdadero arrebato visual.


Embelesado él mismo por los primores de aquellos capiteles, Bernardo de Claraval proclama la renuncia a la belleza del mundo por amor a Cristo. Nada como semejante repudio para destilar una idea elocuente de las tempestades que la belleza puede desatar en el alma, del miedo que puede anidar en quien se hace cargo cabalmente de las potestades de la belleza; nadie como el iconoclasta siente en carne viva el ardiente señorío de la belleza.


Esa fauna de los capiteles, ese zoo fantástico, ese imaginario alucinado... Cómo no imaginar a Bernardo de Claraval contemplándolos subyugado, tan maravillado que cuando redacta su diatriba alude a tanta y tan admirable variedad de formas que aparece por todas partes, como asediado por tanta belleza, por tantas formas sensuales que... Vade retro, Satanás. Guerra a la belleza. Claro que, como apunta Jiménez Lozano en Los ojos del icono, si Bernardo de Claraval cree que ha vencido, si le parece que ha conjurado esa belleza, no podía equivocarse más: en realidad, acaba de limpiar el camino hacia la más alta y pura estética.


Y de ella nacerá el modo de hacer cisterciense con su esbeltez, su femineidad extraña, los muros limpios de pintura de pero llenos de luz y contrapuntos sombreados, los grandes ventanales sin cristaleras de color, las leves incisiones en la piedra, su propia rugosidad: el entramado geológico de milenios, su textura de materia. Y los monjes tratarán a estas piedras como reliquias; no porque sean sagradas, sino porque son hermosas y llevan, además, en ellas las huellas del trabajo humano. Construirán con el mismo espíritu una iglesia que un granero.


Una ascesis de los ojos que deviene un desafío de la más honda belleza, ésa que le hacía decir a la marquesa de Maillé: la capilla de Claraval era hermosa por todo lo que no había en ella. El arte románico en toda su desnudez, que todo lo fiaba a la materia y las proporciones.


Y me hizo recordar las películas de Bresson y sus Notas sobre el cinematógrafo: la misma esencial porfía de la belleza.

23/5/11

El centro del mundo


Ayer me pasé el día en una mesa electoral, y van tres veces en diez años. Esta última se me atravesó especialmente, porque llegaba como vocal suplente -las dos anteriores me tocó (con sospechosa reincidencia) de presidente titular- y con la idea de volver a casa, dar un largo paseo por las dunas con Ángeles, leer el periódico en una terraza frente al mar y regalarnos una sesión continua con Las vacaciones de Monsieur Hulot y Mi tío de Jacques Tati -para curarnos en salud ante la que se avecinaba-, pero tuve que ejercer de titular, la reincidencia se ha vuelto directamente alevosa. Los míos nunca ganaron unas elecciones -y eso cuando los míos se presentaban- y ahora, cuando ya ni míos tengo, menos aún, así que nunca tuve nada que celebrar pero, detrás de una mesa electoral en una escuela infantil, las horas y el tedio que las acompañan -en una mesa de parroquia (había otras tres en aulas contiguas) con poco más de seiscientos votantes (ejercieron cuatrocientos diecinueve)-  me empujan a las más sombrías meditaciones, cuando ya se han evaporado los efectos balsámicos de, pongamos por caso, un mapa mundi que situaba los lugares donde los niños tienen familiares faenando en el Gran Sol o en el Índico, o emigrantes en Escocia, Manhattan, Noruega, Namibia o Singapur. Con vistas a apartar de mí las oscuras cavilaciones, le pedí a Ángeles que me acercara Siempre bienvenidos, un libro de artículos misceláneos de John Berger para aliviar la jornada, vacía de electores en tantos tramos, y para aislarme de la maquinaria popular que repartía -ecuménicos ellos- cruasanes, cafés, bocadillos, cocacolas y aun tapas de callos y oreja a quien le apeteciera, sin distingos partidarios; no fuera a ser que por culpa del alma bolchevique que, apagada y todo, uno aún lleva dentro, acabara por envidiar semejante organización de masas.


Me cobijo en el libro de Berger y me decido por Siempre decimos adiós, un texto que, si no recuerdo mal, debí leer por primera vez en un número -de alguna revista- dedicado al centenario del cine. Y leo:

Al finalizar la proyección de un film, los protagonistas desaparecen. Acabamos de verlos y de seguirlos, acabamos de admirarlos o de odiarlos... Y al final, se nos van, nos evitan... El cine es un continuo adiós.

Y a propósito de la experiencia de ver una película, evoca esa escena de Un condenado a muerte se ha escapado de Bresson, cuando vemos a Fontaine preparando su fuga, mientras escuchamos a los guardias en los corredores e incluso el paso de un tren: en el cine estamos aquí -con el protagonista- pero la imaginación nos lleva allí donde los hombres toman un tren para ir a cualquier parte. Entonces, es como si la imagen acústica de Bresson le abriera pasajes hacia tantas películas y Berger exclama: ¡cuán grande es el amor del cine por los trenes! Y sigo leyendo, pero no, antes tengo que anotar en la lista de votantes los nombres de una familia al completo (padres, hijos, tíos, abuelos, nietos) según los menciona -apellidos primero y nombre (o nombres) después- la presidenta y permite que depositen la papeleta en la urna; alguien me susurra, "éses votan todos ao pepé", y debe ser a esto a lo que llaman la transparencia democrática de la que tendré nuevas muestras en el curso del día, también del soe o del bloque, pero (muchas) menos (familias), claro. Y sigo leyendo.


Berger ve en  la contigüidad del cine con la variedad, la textura, la piel, por así decirlo, de la vida diaria, la matriz del re-descubrimiento del mundo que, en el inmenso cielo de la pantalla, cobra visos de sueño y deviene camino de revelación de la ausencia, de lo que no puede ser mostrado pero que la película vuelve visible, porque, como si se tratara de un ruego o de una plegaria, el cine es una forma de invocación; porque celebra lo que compartimos, presentes y ausentes, de la misma forma que la parroquia de los vivos no puede existir sin la parroquia de los muertos, como nos enseñaron maestros como Florentino López Cuevillas o Xaquín Lourenzo, por eso, a menudo, o terreiro -en la aldea decíamos torreiro- donde la gente bailaba en las verbenas lindaba -o extremaba- con el cementerio; era una forma de celebrar juntos -vivos y muertos- la fiesta de la patrona, digo patrona porque la primera que me viene a la cabeza es Santa Mariña, la de la parroquía en que nací. Debe querer decir algo que los cementerios se lleven lejos y que los terreiros se cementen o asfalten, como si la tierra fuera algo que hubiera que desterrar. O que en este finisterre sea cada vez más difícil reconocer, en los pueblos costeros, las aldeas marineras que fueron hace sólo treinta años, y aun encontrar huellas arquitectónicas o urbanísticas de la formas de habitar estos confines atlánticos.

John Berger (fotografía de Mauro Albrizio)

Bien se ve que no había forma de apartar la negra sombra en aquellas horas electorales aunque a veces Berger me hacía volver a Una historia verdadera de David Lynch:

...ningún arte tan eficaz como el cine para mostrar los valores inherentes al amor y a la compasión.

Pero te deja cavilando en las últimas líneas donde destila lo más esencial:

...el cine, en este nuestro siglo de desapariciones, es lo único que nos ofrece un refugio global para nuestras almas.


Desapariciones.  En 2007, había en Galicia 300 aldeas abandonadas y 8.000 núcleos de población -aldeas y lugares- con menos de 10 habitantes, o sea, en un proceso avanzado de desaparición que, cuatro años después, es más que probable que se haya consumado en muchas de ellas y otras tantas hayan entrado en fase de extinción. Cuando desaparece, se bombardea o expolia una biblioteca -¿os acordáis de la de Sarajevo o de la de Bagdad?- acontece una catástrofe, pero una catástrofe similar se produce cuando se abandona -o desaparece- una aldea porque, a falta de la escritura, la relación con un lugar a través de las construcciones y los objetos, la humanización del territorio en el curso del tiempo, representa un medio de expresión primordial. Parafraseando a Uxío Nononeyra, qué perdemos cuando ya no queda nadie para sostener los nombres: Vilapouca, Sanguñedo, Cerdeira, Alvite, Soutomerille, Hórreos, Riomao, Parruchas, Remesquinde, Couce Mosquento, As Paxonetas, Mazoi, Vieiros, Babilonia. Hablan entonces los estudiosos de catástrofe cognitiva, de memoria herida, de memoricidio.


En un sentido antropológico, la aldea es el centro del mundo. Y Berger recuerda en un texto memorable de Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos, que ése era originariamente el significado de home -casa, hogar-, y señala que, por más posibilidades que se hayan abierto en el mundo para las mujeres y los hombres, aun entre los menos privilegiados, lo que se ha perdido sin remedio es la posibilidad de decir éste es el centro del mundo.  


Pasaban de las once de la noche y seguíamos recontando las papeletas: faltaban dos votos. Habían votado 419 y sólo había 417 papeletas. Recontábamos los votos una y otra vez -y desde la primera a la vista de todos los interventores y apoderados (ya era la única mesa abierta en la escuela)- y seguían faltando dos. Dos. Quizá dos sobres (en blanco) hubieran ido a parar a la caja de los sobres abiertos... Vete a saber. Había dos opciones: o hacer constar en el acta el desajuste de dos votos o contabilizarlos como votos en blanco. E irnos a casa. Pero para un par de interventores -uno de ellos del partido al que había votado, más que nada para que no desapareciera del concello- parecía que en aquellos dos votos residía no sé qué futuro. Entonces mi negra sombra empezó a trasfigurarse a ojos vista en mala leche. Y lo diré: solté algunos exabruptos en un aula consagrada a la educación de los niños, con esas palabras me afeó la conducta un apoderado. Hay que ver. Qué me habría dicho si supiera que ejercí un cuarto de siglo de maestro.

Aún esta mañana Ángeles trataba de quitarle hierro al asunto, después de tres horas recontando 417 votos, si insistían en que siguiera, unos exabruptos estaban plenamente justificados. No sé. Quizá me faltó la lucidez de  distanciarme y verlo todo como la comedia que era. Aunque ya se sabe, toda comedia no es más que una mirada oblicua -y moral- que envuelve la tragedia con la fina piel del humor. Quizá, en el fondo, aquellos exabruptos no tenían que ver con los dos votos desaparecidos, sino con tantas aldeas abandonadas, con tantos lugares huérfanos, con tantos nombres sin voz que los pronuncie, donde ya no vive -ni vota- nadie y  ni siquiera merecen una mísera línea en ningún programa electoral. En fin, algún día, si la política recobra su sentido -civilizador (de civil)-, bautizarán las nuevas calles con los topónimos de las aldeas abandonadas, para que pervivan aunque sólo sea como palabras, aunque su memoria se haya olvidado. Quién sabe si esos dos votos desaparecidos invocaban el centro del mundo y todo lo que hemos perdido.


Y recordé Aldea abandonada, uno de esos poemas que José Jiménez Lozano siembra en Advenimientos:

Aldea abandonada, bajo
la niebla y, entre el barro 
de un tapial derruido,
un zarzal con una rosa
todavía. Un olvido
del tiempo.

(Las fotografías sin pie fueron tomadas a finales de mayo de 2007 en Hórreos, una aldea abandonada de O Courel.)

26/4/11

El don de las historias verdaderas



Poema visual de Joan Brossa

José Jiménez Lozano trae a colación, en Advenimientos, unas líneas de Cervantes, al comienzo del capítulo XVI del libro tercero de El Persiles:

Cosas y casos suceden en el mundo, que, si la imaginación, antes de suceder, pudiera hacer que así sucediera, no acertara a trazarlos; y así, muchos por la raridad con que acontecen, pasan plaza de apócrifos, y no son tenidos por tan verdaderos como lo son; y así, es menester que les ayuden juramento, o, al menos, el buen crédito de quien los cuenta; aunque yo digo que mejor sería no contarlos, según lo aconsejan aquellos antiguos versos castellanos que dicen:

Las cosas de admiración,
ni las digas ni las cuentes,
que no saben todas gentes
cómo son. 

Y ahora que acabo de transcribir el fragmento me viene a la memoria que algún escritor -no recuerdo ahora quién-, en sus años de aprendizaje, copiaba fragmentos de los clásicos. Por ósmosis, diríamos, también se aprende. Volviendo a El Persiles, se discurre en esas líneas sobre el asunto nuclear de la verdad y lo verosímil; en literatura -como en el cine-, la verdad debe pasar la prueba de lo verosímil, para que lo verídico se lea -o se vea- como verdadero. Y justamente Cervantes se plantea cómo contar una historia verdadera para que por verdadera sea tenida. Jiménez Lozano se pregunta entonces si el arte de contar debe pagar su cuota de mentira para narrar algo verdadero. O si "las historias verdaderas que vemos en nuestros adentros, y que son historias de admiración, no deben contarse porque no saben todas gentes cómo son, es decir, no las comprenderían y las rechazarían". Y recuerda el estilo sin ventanas pintadas del que hablaba Pascal y el estilo de la sabrosa insipidez de la leche o del pan, como dice Bataillon del estilo del propio Cervantes.

Aún así, insiste Jiménez Lozano en preguntarse si hay cosas que no deben contarse porque es imposible que este mundo las entienda y no querría saber cómo son. Y encuentra en la propia copla citada por Cervantes la clave de su esperanza: no todas gentes, luego algunas sí. "Y pienso, entonces, que la mayor ambición de un escribidor sería contar esas historias verdaderas que algunas personas pueden entender y tomar por verdaderas, como son. ¿Acaso no son esas historias las que, cuando han sido contadas, pasan los siglos como en sordina y andando en zapatillas, y ayudan a vivir y al pensar y sentir, pero los siglos no pasan por ellas? Pero esto se le concede a alguien o no. Es un don, un puro regalo".

Por eso no queda otra que trajinar con el recado de escribir, o sea, cavar a pico y pala el pozo de los adentros (hasta olvidarse que es en uno donde nos adentramos, como si abriéramos la puerta olvidada de un pasaje sellado, como si pusiéramos el pie en un territorio desconocido, como si viéramos por primera vez lo que se abre ante nuestra mirada), hasta tallar el cristal de una escritura transparente, por si nos fuera dado el don de las historias verdaderas.

24/9/10

Recado de escribir

En una de las entradas de Los cuadernos de Rembrandt, la sexta selección de los cuadernos de notas de José Jiménez Lozano, se pasea por los lugares para escribir y por las querencias de los escritores a propósito de las estancias soñadas para sus menesteres literarios. El absoluto silencio que Thomas Mann exigía en todas las habitaciones de su casa, y aún en la escalera y demás pisos del edificio en que vivía; "el Mago trabaja", decían. O la habitación propia de Virginia Woolf.


Pero la guerra llegaba hasta las paredes del torreón donde escribía Montaigne y donde escribía Cervantes era a menudo una casa de Tocamerroque. Porque, como decía Faulkner, para escribir no se necesita ninguna clase de libertad, sólo un lápiz y un papel. Y trae a colación Jiménez Lozano el Ritratti di donne de Pietro Citati donde habla del aquel de escribir de Jane Austen:

Después de la cena, comenzaba a escribir. Estaba sentada ante una pequeña escribanía de nogal en una estancia de paso y, cada vez que la puerta se abría anunciando la llegada de una criada o de la hermana, o de un sobrino, escondía el folio, lleno de limpios caracteres, en el cajón o debajo del secante. Creo que hubiera podido tener 'una estancia toda para ella', pero quizás quería escribir, como muchos escritores que he conocido, en una estancia de paso, precisamente porque la puerta se abría, y pasaban la criada y el sobrino; se percibían los sonidos y los olores, y ella no se sentía excluida del corazón de la existencia.

Jane Austen

Y claro, cómo narrar si uno se siente excluido del corazón de la existencia, si narrar significa justamente abrir veredas hacia el corazón de la vida que late -debe latir, como condición sine qua non- en el centro mismo de la narración. Apunta Jiménez Lozano que aun los ruidos no resultan incompatibles con el silencio de los adentros, así que podríamos entender los sonidos y los olores como la impregnación del aire en el ámbito de lo que se escribe. El ruido esencial de la escritura.

Cuentos, de Joan Brossa

Entonces pensé que a Ángeles le gustaría leer esta pequeña historia de su querida Jane Austen, a ella, que se encarga de acompañar con los ruidos de la vida mi recado de escribir.

14/1/10

Otro canon occidental


La pega fue el pájaro más familiar de mi infancia. En castellano recibe el nombre de urraca. Para nosotros las urracas eran unas peras con las que se nos hacía la boca agua.

José Jiménez Lozano

En Advenimientos de José Jiménez Lozano encontré esta historia sobre urracas, los pájaros, no las peras, o sea, sobre pegas:


"S., que es guarda forestal, me dice que hace menos de un mes se encontró al pie de una encina un libro que una urraca estaba arrastrando a alguna parte, porque ya se sabe que estas aves son irremediablemente cleptómanas, y las mujeres que se ponían a coser a la solana sabían que, si se descuidaban un poco, una urraca se las llevaba por delante un carrete, o las tijeras mismas. ¡Quién sabe! A lo mejor tienen un museo de antropología cultural de los humanos, porque ¿para qué puede querer una urraca un carrete de hilo, unas tijeras o en este caso un libro?

El guarda forestal me lleva a su casilla de guardia y me muestra el libro, una pequeña edición de kiosko de la magnífica Luz de agosto de Faulkner, con las hojas alabeadas por la humedad; pero no me extraña que las urracas se lo quisieran llevar, la verdad."

William Faulkner

A mí tampoco. ¡Hay que ver las pegas! Por lo visto, según los ornitólogos, demuestran una gran inteligencia y tienen una gran capacidad de comunicación con sus congéneres. Casi se las imagina uno leyendo en voz alta, son muy habladoras, el comienzo de Luz de agosto:

"Sentada a la orilla de la carretera, con los ojos clavados en la carreta que sube hacia ella, Lena piensa: 'He venido desde Alabama: un buen trecho de camino. A pie desde Alabama hasta aquí. Un buen trecho de camino.' Mientras piensa todavía no hace un mes que me puse en camino y heme aquí ya, en Mississippi. Nunca me había encontrado tan lejos de casa. Nunca desde que tenía doce años, me había encontrado tan lejos del aserradero de Doane."


Y ya no puede parar de leer la pega. En investigaciones recientes han comprobado que pueden reconocerse en un espejo, como los primates y los delfines. Y nosotros. Si lo hubiera sabido uno de niño, le hubiera consultado una lista de lecturas. Va a haber que tomarse en serio a las pegas y escribir a su dictado otro canon occidental.

3/12/09

La poética del fuego

Con semejante título cómo no pensar en Prometeo. Y aunque me tienta el mito del amigo de los hombres, aquél que nos devolvió el fuego, símbolo de la herramienta poética por excelencia, apenas si esta vez escucharemos el rumor de su corriente subterránea. Y quizás también las resonancias de algunas de las páginas más conocidas de la fenomenología de la imagen poética de Gaston Bachelard, aquéllas que vinculan el fuego (y su poética) con la alegría de imaginar.

Gaston Bachelard

Pero hoy, a propósito de la poética del fuego, quería traer aquí a José Jiménez Lozano, quizá porque en estas últimas noches de lluvia e insomnio me acompañó desde las páginas de sus diarios como si de un fuego amoroso se tratara. Creo que llegué a los diarios de JJL a través de Andrés Trapiello, pero un poco tarde porque ya no pude encontrar la primera entrega -Los tres cuadernos rojos- y hube de conformarme con Segundo abecedario, La luz de una candela y Los cuadernos de letra pequeña. Ahora me espera la última, Advenimientos.

José Jiménez Lozano

A diferencia de los de Trapiello, concebidos como una novela en marcha, los diarios de JJL los leemos como notas indultadas del fuego al que entrega el autor buena parte de los cuadernos donde asienta la contemplación de un cuadro o de una película, la lectura de un libro, la cocina de la escritura, una conversación, la llegada de los hielos o el primer canto del cuco. El propio autor define sus diarios como libros de los adentros para propiciar una conversación íntima con el lector, en un espacio de quietud, como a la luz de una candela. Las notas de JJL tienen algo de bodegón, esas naturalezas muertas que, como nos recuerda, se llamaron en un principio pinturas de silencio, y a menudo tiene uno la impresión de encontrarse dentro de un cuadro de Georges de La Tour.


Comparto con JJL el trato íntimo con el fuego -quién pudiera compartir algo más- y, cuando llego a Tui y la noche es fría, me apresuro a encender la chimenea y me duele usar una pastilla de queroseno para que el calor nos envuelva cuanto antes. Porque no hay nada comparable a un fuego que prende como es debido y sin atajos. Recuerdo algunas páginas muy bellas de JJL evocando las perdidas artes del fuego: Sólo hay que pensar en lo que tenían que saber y hacer nuestros abuelos y abuelas, que leían y bordaban por las noches, y, por tanto, el cuidado que debían prestar a las candelas, desde el lugar en que debían estar, para proporcionar la luz necesaria, hasta cómo tenían que manejar las despabiladeras...

Porque las artes del fuego remiten a una poética de la luz, y de la sombra. Por eso mismo, nos recuerda JJL, son tan oscuras las iglesias de oriente, para que se vea la luz de los iconos, la que emana de su materialidad misma -y nunca brillaron tanto el pan de oro, ni los rojos o azules- y la que emana de más adentro. De lo que el icono dice, en suma. Símbolos, significados, lenguaje.

Isaak Bábel

En Segundo abecedario, a través de Isaak Bábel -víctima de las purgas estalinistas- y Juan de Fontiveros -encarcelado y perseguido por la jerarquía eclesiástica-, JJL comparte con nosotros su poética:

Por el libro de Paustovski [Historia de una vida] aparece la figura de Isaac Babel [sic], tan admirable narrador; y allí cuenta su trabajo de escritor, su idea de la escritura, que en gran parte es la mía, aunque a mí me viene quizás de Juan de Fontiveros: la brevedad, el continuo podar, cortar y cercenar, escribir y reescribir hasta que el agua del manantial pueda aflorar clara.

“Cuando escribo por primera vez algún cuento, mi manuscrito tiene una apariencia detestable, ¡sencillamente horrible! Es el conjunto de varios fragmentos más o menos acertados, vinculados entre sí por aburridos lazos auxiliares, llamados puentes, una especie de cuerdas sucias… Pero aquí, precisamente, empieza el trabajo, aquí está el punto de partida. Compruebo frase por frase, y no una, sino muchas veces. Para empezar, suprimo de las frases todas las palabras superfluas. Se necesita un ojo avizor, porque el lenguaje esconde hábilmente su basura, la repetición, los sinónimos, sencillamente cosas absurdas que constantemente tratan de engañarnos.” Y así es, todo eso nos da la impresión de que en la escritura hay más de lo que hay, e incluso de que en la narración y en la vida hay más de lo que hay, lo que constituye la esencia de lo retórico, y el peor crimen contra la verdad, diría Kierkegaard. Por lo tanto, contra la belleza. (…)

Pero I. Babel dice todavía: “Cuando concluye este trabajo, copio el manuscrito a máquina… Luego, lo dejo a un lado durante dos o tres días (si tengo suficiente paciencia para esperar) y, nuevamente, compruebo frase por frase, y palabra por palabra. E, inevitablemente, vuelvo a encontrar cierta cantidad de ortigas y salgada que ha pasado inadvertida. Así, cada vez recopio el texto, y trabajo hasta el instante en que la más feroz cicatería no puede ver en el manuscrito la más mínima partícula de polvo.

Más esto no es todo. ¡Espere! Cuando he eliminado la basura, compruebo la frescura y exactitud de todas mis descripciones, comparaciones y metáforas. Si no se encuentra una comparación exacta, es mejor no emplear ninguna. Que el sustantivo viva solo en su simplicidad.

La comparación debe ser exacta como una regla de logaritmos, y natural como el olor del hinojo. ¡Ah! He olvidado decirle que, antes de eliminar la basura de las palabras, divido el texto en frases fáciles. ¡Cuantas más, mejor! Esta es una regla que yo convertiría en una ley para los escritores. Cada frase debería ser un pensamiento, una descripción, nada más… El párrafo es algo particularmente maravilloso. Permite cambiar tranquilamente el ritmo, con frecuencia, como la llamarada de un relámpago, nos revela un espectáculo familiar para nosotros, pero con un aspecto completamente inesperado. La línea en la prosa se debe trazar fuerte y limpia, como en un grabado.”


Está muy bien: es como oír a un maestro alfarero cómo se hace una orza, cómo se debe tratar el barro, cómo secarlo y cocerlo. Pero, luego, él seguro que hace las cosas de otro modo, y nunca de la misma manera.


Yo confío sobre todo en la poda y en la trilla, y en guardar las cosas el tiempo suficiente como para que se sequen los yerbajos: es decir, todo aquello que no es verdadero ni está vivo. La segunda lectura después de ese lapso de tiempo descubre todo eso: no hay nada que amarillee tanto como la mentira en literatura. Aunque venden por ahí reverdecedores críticos que ponen muy bonitas las hojas; pero sólo hay que acercarse y mirar más detenidamente. Y, desde luego, oler. Un libro de narraciones debe oler a hinojo o a podrido, pero oler.


Una poética de campesino -en la tierra y el mar- de las palabras. Una estética de la pobreza, de la desnudez: Sólo sé que de dos palabras, la más humilde es la más justa y hermosa; de dos relatos, el más inaudible es el más verdadero; de dos memorias la que conserva las huellas de la sangre o de una alegría muy pequeña es la más profunda. Una estética inspirada en la esencialidad cisterciense, como escribe en ese libro maravilloso que no puede tener un título más bello, Los ojos del icono, y en los textos, pongamos por caso, de Simone Weil.

Simone Weil
en España, 1936


Volvamos a las páginas de Segundo abecedario:

“El espectáculo de las flores del cerezo en primavera –escribe Simone Weil-, no llegaría al corazón como lo hace si su fragilidad no fuese tan perceptible. En general, una condición de la belleza extrema consiste en estar casi oculta, o a causa de la distancia o por su debilidad. Los astros son inmutables pero muy lejanos; las flores blancas están ahí, pero ya casi mustias.” Y también: “es por la mentira de la riqueza que san Francisco la rechazó. Buscó en la pobreza no el dolor, sino la verdad y la belleza. Buscaba la poesía del contacto verdadero, acorde con la verdad de la condición humana, con este universo donde hemos venido a parar.”

He aquí toda una “teoría de la literatura”: sólo lo que es lejano o débil es importante, sólo lo que es pobre o frágil es hermoso, y la extrema belleza nunca es obvia, ni fulgura. La riqueza literaria, como la otra, es mentira, y hay que pasar de ella, desposar la pobreza. Es decir, la simplicidad. Escribir es, seguramente, desnudar y despojar al mundo de oropeles y relucencias, no llenarlo un poco más, o mucho más, de palabras y palabras como bibelots, joyas y cachivaches. Narrar es encontrarse con rostros que nadie conoce sino tú, con voces que nadie ha oído sino tú, pero sólo si sabes dónde están esos rostros y aguzas el oído para escuchar su voz; sólo si acudes a los suburbios de la historia, a sus subterráneos, quizás a sus muladares.

Desnudez y silencio para ver los rostros y escuchar las voces de los adentros. Y el aquel de apuntes salvados de la hoguera al que me referí más arriba no es una metáfora, sino una descripción ajustada del proceder de nuestro autor, basta leer el texto con que abre Los cuadernos de letra pequeña a modo de explicación:

Este tomo es el cuarto de los que podrían llamarse de algún modo mis Diarios y, al igual que los anteriores [...], está compuesto por notas tomadas entre parte de lo escrito desde 1993 a 1998. Pero no tenía ninguna intención de añadir este nueve volumen a los ya publicados, y, cuando de repente lo decidí, ya había quemado, junto con otros papeles, algunos cuadernos de esos años y posteriores.

Alguna vez lo imaginé arrancando algunas hojas de un cuaderno y echándolas al fuego, y también arrepintiéndose en el último momento cuando las llamas lamían el papel. Una poética del fuego, la de JJL, que hace hogueras para que ardan los textos que no dan cuenta cabal de los rostros y de las voces de los adentros. Por eso vuelve uno a sus páginas como quien peregrina en busca de la gramática de las palabras verdaderas.

1/12/09

Las barricadas de la razón

Käthe Kollwitz

Llevo cinco días cautivado (embelesado, encantado, hechizado) por los dibujos y grabados de Käthe Kollwitz. El maestro y Esther buscaban en los anaqueles del estudio El testimonio de Yarfoz de Rafael Sánchez-Ferlosio y Los ojos del icono de José Jiménez Lozano, no los encontraron (a mí me pasa lo mismo cada dos por tres), pero sí un libro en formato de cuaderno dedicado a la obra -dibujos, grabados, esculturas- de Käthe Kollwitz, que el maestro compró en una tienda de arte de Madrid en 1966. Me lo puso en las manos. Lo abrí. Y aquellas láminas me atraparon la mirada de inmediato.


Algo parecido a lo que me sucedió hace unos veinticinco años, cuando le hablé de las fotografías de Ben Shahn a mediados de los 30 y me contó que era ¡un pintor! que le gustaba mucho, mientras se acercaba a una estantería, cogía un libro de gran formato y tapa dura dedicado a la obra de aquel pintor (maravilloso) que también hacía (magníficas) fotos y me lo puso en las manos.


Algún día desgranaré por lo menudo cuántos descubrimientos inolvidables acontecieron así, con libros del más diverso tamaño que el maestro me puso en las manos desde hace casi treinta años. Como el de Käthe Kollwitz. Lástima que, al tratarse de una edición alemana, no pueda entender el texto introductorio, y apenas puedo esbozar unos trazos de esta gran artista.


Pero tampoco importa demasiado. Es su obra la que habla por ella. Bastarán algunos datos para dar cuenta de una biografía, que no de una vida. Nació en el kantiano Königsberg en 1867 y dibujó desde niña; en 1891 se caso con el médico Karl Kollwitz y se trasladaron a Berlín, allí vivieron en uno de los barrios más pobres de la ciudad, donde su marido ejercía como médico y como militante socialista;


experiencia y militancia fundamentales en la concepción artística de Käthe Kollwitz que poco a poco abandonó la pintura para entregarse al dibujo y al grabado -a partir de 1910, la litografía se convierte en su forma preferida de expresión plástica-, como herramientas de crítica y denuncia, y de confrontación política, o sea, como instrumentos de lucha anticapitalista; en 1914, llaman a filas a su hijo menor y muere en combate en Flandes al poco tiempo de comenzar la 1ª guerra mundial; desde el dolor causado por la tragedia y las convicciones socialistas y pacifistas, escribe en su diario dos años después, atormentada por lo que ve:

Todo permanece en la oscuridad, como siempre. ¿Y por qué? Nuestra juventud no es la única que se presenta voluntaria y se va a la guerra, es la juventud de todos los países. Hombres, que en otras circunstancias comprenden a sus amigos, están atacándose unos a otros ahora como enemigos. ¿De verdad la juventud no tiene ninguna opinión al respecto? ¿Se van simplemente en cuanto la llaman, y aceptan cualquier cosa sin pensarlo? ¿Se unen porque quieren, porque es algo que llevan en la sangre? ¿Aceptan ciegamente lo que le dicen sobre los motivos de la guerra? ¿Quiere la juventud la guerra de verdad? (Extracto de los Diarios de Käthe Kollwitz, 1 de octubre de 1916).


La militancia política de los Kollwitz les llevó a unirse a la Liga Espartaquista de Rosa Luxemburg y Karl Liebneck que fueron capturados, torturados y asesinados por la extrema derecha durante la Revolución de los Consejos de Obreros y Soldados en enero de 1919. No resulta fácil hacerse una idea cabal del grado de compromiso político que asumieron no pocos artistas durante la primera mitad del siglo pasado, tampoco la profundidad que alcanzó la confrontación entre aquellos que querían conservar a toda costa los mecanismos de dominación y explotación, y quienes querían derribar ese orden y cambiar el mundo de raíz; y menos aún la tensión utópica entre las corrientes revolucionarias que involucraban a quienes, nada menos, querían asaltar los cielos. O por lo menos, y no era poco, poner fin al infierno en la tierra. Y desde luego resulta aún más difícil entender que, ante el infierno nacido de la explotación capitalista, la pasión transformadora representaba la -última- barricada de la razón.


Y a esa razón apasionada se entregaba el arte de Käthe Kollwitz. Un arte cuajado en las trincheras de la lucha anticapitalista pero, en tanto que arte, conserva la potencia germinal de las preguntas que arden.


En 1927 Kathe Kollwitz viaja a la URSS y la experiencia deviene una profunda decepción. Tras la llegada de los nazis al poder, sus obras fueron incluidas en la Exposición del Arte Degenerado que se inauguró el 19 de julio de 1937 con vistas a ridiculizar el arte de vanguardia. Irónicamente, esa muestra recibió dos millones de visitantes, mientras que la Exposición del Gran Arte Alemán organizada en paralelo e inaugurada por Hitler en persona apenas fue visitada por medio millón. Durante la 2ª guerra mundial Käthe Kollwitz vive acosada por los nazis, pierde a su marido en 1940, los bombardeos aliados destruyen su estudio y muere el 22 de abril de 1945, poco antes de la rendición de Alemania.


Käthe Kollwitz nunca se recuperará de la muerte de su hijo y nunca olvidará la miseria de la clase obrera, a las madres con los hijos muertos -de desnutrición o tuberculosis- en brazos, a los padres que recibían a los hijos muertos en la guerra, y las maternidades -o mejor, las pietás-, pero también las madres coraje, se convirtieron en un motivo dominante de su obra.


Su nombre aparece vinculado al arte militante, comprometido y crítico, al realismo y al expresionismo, y sin embargo, si hoy seguimos contemplando conmovidos su obra es por la belleza de sus grabados, de sus dibujos, de sus esculturas; por la combinación estremecedora de delicadeza y potencia expresiva, de sutileza y dramatismo, de instinto y oficio. La belleza que se funda en la fragilidad que compartimos con la vida misma, en lo único verdadero.

José Jiménez Lozano refiere en Los cuadernos de letra pequeña que Simone Weil exigía para el genio la capacidad de mostrar la desgracia, lo demás -añade el autor- verdaderamente es pura añadidura. Así Kätte Kollwitz.