Ayer me pasé el día en una mesa electoral, y van tres veces en diez años. Esta última se me atravesó especialmente, porque llegaba como vocal suplente -las dos anteriores me tocó (con sospechosa reincidencia) de presidente titular- y con la idea de volver a casa, dar un largo paseo por las dunas con Ángeles, leer el periódico en una terraza frente al mar y regalarnos una sesión continua con
Las vacaciones de Monsieur Hulot y
Mi tío de Jacques Tati -para curarnos en salud ante la que se avecinaba-, pero tuve que ejercer de titular, la reincidencia se ha vuelto directamente alevosa. Los
míos nunca ganaron unas elecciones -y eso cuando los
míos se presentaban- y ahora, cuando ya ni
míos tengo, menos aún, así que nunca tuve nada que celebrar pero, detrás de una mesa electoral en una escuela infantil, las horas y el tedio que las acompañan -en una mesa de parroquia (había otras tres en aulas contiguas) con poco más de seiscientos votantes (ejercieron cuatrocientos diecinueve)- me empujan a las más sombrías meditaciones, cuando ya se han evaporado los efectos balsámicos de, pongamos por caso, un
mapa mundi que situaba los lugares donde los niños tienen familiares faenando en el Gran Sol o en el Índico, o emigrantes en Escocia, Manhattan, Noruega, Namibia o Singapur. Con vistas a apartar de mí las oscuras cavilaciones, le pedí a Ángeles que me acercara
Siempre bienvenidos, un libro de artículos misceláneos de John Berger para aliviar la jornada, vacía de electores en tantos tramos, y para aislarme de la maquinaria
popular que repartía -ecuménicos ellos- cruasanes, cafés, bocadillos, cocacolas y aun tapas de callos y oreja a quien le apeteciera, sin distingos partidarios; no fuera a ser que por culpa del alma bolchevique que, apagada y todo, uno aún lleva dentro, acabara por envidiar semejante organización de masas.
Me cobijo en el libro de Berger y me decido por
Siempre decimos adiós, un texto que, si no recuerdo mal, debí leer por primera vez en un número -de alguna revista- dedicado al centenario del cine. Y leo:
Al finalizar la proyección de un film, los protagonistas desaparecen. Acabamos de verlos y de seguirlos, acabamos de admirarlos o de odiarlos... Y al final, se nos van, nos evitan... El cine es un continuo adiós.
Y a propósito de la experiencia de ver una película, evoca esa escena de
Un condenado a muerte se ha escapado de Bresson, cuando vemos a Fontaine preparando su fuga, mientras escuchamos a los guardias en los corredores e incluso el paso de un tren: en el cine estamos
aquí -con el protagonista- pero la imaginación nos lleva
allí donde los hombres toman un tren para ir a cualquier parte. Entonces, es como si la imagen acústica de Bresson le abriera pasajes hacia tantas películas y Berger exclama:
¡cuán grande es el amor del cine por los trenes! Y sigo leyendo, pero no, antes tengo que anotar en la lista de votantes los nombres de una familia al completo (padres, hijos, tíos, abuelos, nietos) según los menciona -apellidos primero y nombre (o nombres) después- la presidenta y permite que depositen la papeleta en la urna; alguien me susurra, "éses votan todos ao
pepé", y debe ser a esto a lo que llaman la
transparencia democrática de la que tendré nuevas muestras en el curso del día, también del
soe o del
bloque, pero (muchas) menos (familias), claro. Y sigo leyendo.
Berger ve en la contigüidad del cine
con la variedad, la textura, la piel, por así decirlo, de la vida diaria, la matriz del re-descubrimiento del mundo que, en el inmenso cielo de la pantalla, cobra visos de sueño y deviene camino de revelación de la ausencia, de lo que no puede ser mostrado pero que la película vuelve visible, porque, como si se tratara de un ruego o de una plegaria, el cine es una forma de invocación; porque celebra lo que compartimos, presentes y ausentes, de la misma forma que la parroquia de los vivos no puede existir sin la parroquia de los muertos, como nos enseñaron maestros como Florentino López Cuevillas o Xaquín Lourenzo, por eso, a menudo,
o terreiro -en la aldea decíamos
torreiro- donde la gente bailaba en las verbenas lindaba -o extremaba- con el cementerio; era una forma de celebrar juntos -vivos y muertos- la fiesta de la patrona, digo patrona porque la primera que me viene a la cabeza es Santa Mariña, la de la parroquía en que nací. Debe querer decir algo que los cementerios se lleven lejos y que los
terreiros se cementen o asfalten, como si la tierra fuera algo que hubiera que
desterrar. O que en este finisterre sea cada vez más difícil reconocer, en los pueblos costeros, las aldeas marineras que fueron hace sólo treinta años, y aun encontrar huellas arquitectónicas o urbanísticas de la formas de habitar estos confines atlánticos.
John Berger (fotografía de Mauro Albrizio)
Bien se ve que no había forma de apartar la
negra sombra en aquellas horas electorales aunque a veces Berger me hacía volver a
Una historia verdadera de David Lynch:
...ningún arte tan eficaz como el cine para mostrar los valores inherentes al amor y a la compasión.
Pero te deja cavilando en las últimas líneas donde destila lo más esencial:
...el cine, en este nuestro siglo de desapariciones, es lo único que nos ofrece un refugio global para nuestras almas.

Desapariciones. En 2007, había en Galicia 300 aldeas abandonadas y 8.000 núcleos de población -aldeas y lugares- con menos de 10 habitantes, o sea, en un proceso avanzado de desaparición que, cuatro años después, es más que probable que se haya consumado en muchas de ellas y otras tantas hayan entrado en fase de extinción. Cuando desaparece, se bombardea o expolia una biblioteca -¿os acordáis de la de Sarajevo o de la de Bagdad?- acontece una catástrofe, pero una catástrofe similar se produce cuando se abandona -o desaparece- una aldea porque, a falta de la escritura, la relación con un lugar a través de las construcciones y los objetos, la humanización del territorio en el curso del tiempo, representa un medio de expresión primordial. Parafraseando a Uxío Nononeyra, qué perdemos cuando ya no queda nadie para sostener los nombres: Vilapouca, Sanguñedo, Cerdeira, Alvite, Soutomerille, Hórreos, Riomao, Parruchas, Remesquinde, Couce Mosquento, As Paxonetas, Mazoi, Vieiros, Babilonia. Hablan entonces los estudiosos de catástrofe cognitiva, de memoria herida, de memoricidio.

En un sentido antropológico, la aldea es el centro del mundo. Y Berger recuerda en un texto memorable de Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos, que ése era originariamente el significado de home -casa, hogar-, y señala que, por más posibilidades que se hayan abierto en el mundo para las mujeres y los hombres, aun entre los menos privilegiados, lo que se ha perdido sin remedio es la posibilidad de decir éste es el centro del mundo.

Pasaban de las once de la noche y seguíamos recontando las papeletas: faltaban dos votos. Habían votado 419 y sólo había 417 papeletas. Recontábamos los votos una y otra vez -y desde la primera a la vista de todos los interventores y apoderados (ya era la única mesa abierta en la escuela)- y seguían faltando dos. Dos. Quizá dos sobres (en blanco) hubieran ido a parar a la caja de los sobres abiertos... Vete a saber. Había dos opciones: o hacer constar en el acta el desajuste de dos votos o contabilizarlos como votos en blanco. E irnos a casa. Pero para un par de interventores -uno de ellos del partido al que había votado, más que nada para que no desapareciera del
concello- parecía que en aquellos dos votos residía no sé qué futuro. Entonces mi
negra sombra empezó a trasfigurarse a ojos vista en mala leche. Y lo diré: solté algunos exabruptos en un aula consagrada a la educación de los niños, con esas palabras me afeó la conducta un apoderado. Hay que ver. Qué me habría dicho si supiera que ejercí un cuarto de siglo de maestro.
Aún esta mañana Ángeles trataba de quitarle hierro al asunto, después de tres horas recontando 417 votos, si insistían en que siguiera, unos exabruptos estaban plenamente justificados. No sé. Quizá me faltó la lucidez de distanciarme y verlo todo como la comedia que era. Aunque ya se sabe, toda comedia no es más que una mirada oblicua -y moral- que envuelve la tragedia con la fina piel del humor. Quizá, en el fondo, aquellos exabruptos no tenían que ver con los dos votos desaparecidos, sino con tantas aldeas abandonadas, con tantos lugares huérfanos, con tantos nombres sin voz que los pronuncie, donde ya no vive -ni vota- nadie y ni siquiera merecen una mísera línea en ningún programa electoral. En fin, algún día, si la política recobra su sentido -civilizador (de civil)-, bautizarán las nuevas calles con los topónimos de las aldeas abandonadas, para que pervivan aunque sólo sea como palabras, aunque su memoria se haya olvidado. Quién sabe si esos dos votos desaparecidos invocaban el centro del mundo y todo lo que hemos perdido.

Y recordé
Aldea abandonada, uno de esos poemas que José Jiménez Lozano siembra en
Advenimientos:
Aldea abandonada, bajo
la niebla y, entre el barro
de un tapial derruido,
un zarzal con una rosa
todavía. Un olvido
del tiempo.
(Las fotografías sin pie fueron tomadas a finales de mayo de 2007 en Hórreos, una aldea abandonada de O Courel.)