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13/7/13

Una línea menos



Sólo he visto siete películas de Mikio Naruse. Apenas una quinta parte de las se han proyectado en las retrospectivas -más o menos recientes- de su obra y sólo una décima parte de las que se conservan; se han perdido -o no se han encontrado- unas veinte películas de las casi noventa que rodó. Así que sólo puedo hablar de un doceavo de la obra de Naruse. Pero todas las que vi son, tirando por lo bajo, muy buenas, y por los menos tres de ellas -La voz de la montaña (1954), Nubes flotantes (1955) y Cuando una mujer sube la esclalera (1960)- magistrales. Estos días volví a ver su última película, Nubes dispersas (1967), y no la incluyo en la categoría de magistrales porque ayer mismo vi por primera vez Cuando una mujer sube la escalera, una película tan grande que me obliga a rebajar aquélla un escalón, pero sólo un escalón, porque Nubes dispersas atesora dos o tres de las más bellas secuencias rodadas por el Naruse que conozco (y en ese doceavo hay tanta belleza que ya es decir).


Como a propósito de las grandes películas, más vale desistir de contar el argumento de Cuando una mujer sube la escalera. Como a propósito de los grandes cineastas, vale la pena recordar que lo que cuenta en Naruse es cómo lo cuenta. Cómo cuenta, pongamos por caso, Cuando una mujer sube la escalera, porque si hablamos del argumento casi podríamos reducirlo a su propio título.


De eso va la película: de cómo Keiko -en la piel de la maravillosa Hideko Takamine- saca fuerzas para subir las escaleras que la llevan al bar de chicas que regenta, una noche y otra noche y otra noche; aferrándose al aquel de geisha en un mundo donde declina sin remedio la cultura de las geishas. Naruse hilvana en el tejido del melodrama el hilo de esa resistencia moral cifrada en la figura de Keiko, a quien las chicas llaman Mama.


En las películas de Naruse nunca faltan las desdichas -y las desdichas amojonan la existencia de Keiko-, pero  nunca tenemos la sensación de patético abarrote, de colmo de infelicidad. Keiko no quiere nuestra compasión, ni la de otros personajes: Naruse no es de esos cineastas que buscan emocionarnos a cualquier precio, y eso que el guión de Ryuzo Kikushima (el guionista de La fortaleza escondida de Kurosawa, por ejemplo) le podría surtir de momentos propicios. Ni por asomo. Naruse, a través de un uso sabio de la elipsis, transfigura las desgracias en nudos inevitables del tapiz de la vida misma. Y no hay bálsamo para las heridas de la vida, nos dice Cuando una mujer sube la escalera; semejante estoicismo se pespunta en cada una de las películas de Naruse que conozco, y por lo visto cifra según Audie Bock -que le dedicó el primer libro importante y reivindicó su cine- un asunto primordial en la filmografía del cineasta. Por eso nunca hay finales felices en las películas de Naruse. Sólo el aprendizaje de la decepción.


Si una película fuera lo que cuenta (la trama), Cuando una mujer sube la escalera resultaría un argumento folletinesco preñado de calamidades, pero como una película es la forma en que se cuentan -en que se destilan- sus complicaciones, el filme de Naruse -iluminado por Masao Tamai, y montado por Eiji Ooi (dos de los colaboradores habituales del cineasta)- deviene pudoroso, contenido, fluido, conciso, sosegado... Un filme wabi, una noción japonesa que define la serenidad inherente a la sencillez, el refinamiento de lo (casi) crudo -diríamos-, la austeridad rayana en la pobreza.


En uno de esos misterios dolorosos que Keiko debe apurar, una lágrima se desliza por su mejilla: Estaba soñando. Era un sueño en el que lloraba. Y cuando me he despertado, estaba llorando de verdad. Así de leves, así de íntimas, asoman las heridas de la vida en la piel del cine de Naruse. Tan leves, tan íntimas, como la única esperanza que le es concedida a Keiko (y a todas las mujeres protagonistas de sus películas), la que se desprende de las últimas palabras que le escuchamos: Tengo que ser fuerte como los árboles milenarios, y resistir los vientos del norte. Resistir a la intemperie en el curso del tiempo. Cuando una mujer sube la escalera 


En el centro, Naruse dirige a Hideko Takamine 
en Cuando una mujer sube la escalera.

En la cama del hospital y poco antes de morir, Naruse le contó a Hideko Takamine que le estaba dando vueltas a una película con solo dos personajes sobre el fondo de un lienzo blanco. Fue su última conversación. Corría 1969. No tiene nada de extraño ese proyecto. Esa búsqueda de lo primordial. A Naruse le encantaba tachar frases, líneas de diálogo, y mostrar en su lugar un gesto preciso, una mirada, un movimiento, un ritmo... Como tantas veces Ford. Como los grandes cineastas que venían de los tiempos del cine silente. Naruse siempre encontraba una línea de más en los guiones. Y los reescribía en el rodaje, siempre a la procura de una línea menos. (Y de paso volvía mejores a sus guionistas.)

28/6/09

La infancia recuperada


Cartel de La fortaleza escondida

Hay películas cuyo encanto puede medirse por la capacidad de recobrar el niño que sobrevive en uno, aun en la gravedad -¿inevitable?- de la atmósfera de recogimiento de una filmoteca durante la proyección de una obra maestra, de la obra de un maestro del cine. Pero ese niño que sobrevive en uno, por la gracia de la pantalla, asoma y se manifiesta insolente, sin vergüenza, con descaro. Y alegría. Como un príncipe que recuperara, tras un largo exilio, un reino perdido. Una de esas contadas películas es La fortaleza escondida de Akira Kurosawa.

Después de Trono de sangre y Los bajos fondos el cuerpo le pedía a Kurosawa algo ligero, una película de aventuras emocionante, perfumada con humor y fantasía. Mientras rodaba Los bajos fondos, Ryuzo Kikushima escribía una historia a partir de una verdadera fortaleza escondida en la prefectura de Yamanishi donde había crecido. Kurosawa se reunió con Kikushima, y los habituales Hideo Oguni y Shinobu Hashimoto para escribir el guión de La fortaleza escondida. Ya comentamos en la entrada anterior cuál era el método de trabajo que empleaban y cómo se sentaban sobre las piernas cruzadas a una mesa baja y larga. Sólo que esta vez el método empleado fue diferente. Para Oguni, "era una película de estilo occidental". Basta comparar La fortaleza escondida con la película de Lucas que -valga el eufemismo- inspiró, La guerra de las galaxias, para darse cuenta de la distancia sideral -nunca mejor dicho- entre una y otra, más allá de -en palabras de Santos Zunzunegui- buena parte del esqueleto narrativo. Así que pongamos entre paréntesis, al menos, lo de occidental, quizá Oguni se refería a la actitud con que se abordó el trabajo de escritura, como un juego de construcción o una escritura como juego. O porque tenían entre manos una gozosa comedia de aventuras.

Kurosawa contó que cada mañana creaba una situación sin salida para la princesa Yukihime y el general Rokurota Makabe. A partir de ese problema argumental, Kikushima, Oguni y Hashimoto trataban de encontrar una solución, o sea, buscaban desesperadamente la forma de sacar el elefante de la bañera donde lo había metido el sensei. Y así día tras día hasta acabar el guión de La fortaleza escondida: el viaje de una princesa exiliada, custodiada por un guerrero, una dama de honor y dos campesinos cobardes y avariciosos -Matashichi y Tahei- por todo séquito, transportando lingotes de oro -el tesoro de la dinastía- enmascarados en haces de leña, a través de una frontera plagada de amenazas y enemigos, para recuperar el reino perdido; un viaje en el que espacio y tiempo se transforman en dimensiones del peligro y en medida del drama, una trama que representa ambién un itinerario espiritual: el camino a través del que la princesa descubre la vida, el reino terrenal, el mundo real. Pero los guionistas no sólo crearon una trama de aventuras, digamos seminal, a partir de un modelo canónico, sino que pusieron especial cuidado -y talento- en la vertiente cómica de la historia a través de la composición hilarantemente humana de Matashichi y Tahei de resonancias shakespearianas.

Akira Kurosawa

En 1958 Japón había adoptado el formato scope -la pantalla panorámica anamórfica-, la pantalla ancha, de una manera mucho más generalizada que Hollywood y lo rodaba casi todo en este sistema; sobra decir que Ozu nunca adoptó el nuevo formato. Kurosawa estaba deseando dirigir una película en scope y La fortaleza escondida fue la primera, de ahí en adelante adoptó el formato ancho que acentuaba el dinamismo y la energía del movimiento que caracterizaba la composición visual de sus filmes precedentes. Pero antes de plantar la cámara Kurosawa debía resolver un problema de casting.

Cartel de
La fortaleza escondida

Tenía que elegir a una actriz que encarnara a la princesa. En la productora Toho podía hacerlo entre muchas jóvenes y hermosas actrices, pero Kurosawa insistió en que debía ser una actriz sin experiencia, con dignidad de princesa y con la intensidad de la hija de un samurai. Cientos de chicas hicieron pruebas para el papel. Las rechazó a todas. La Toho puso en alerta a su organización en todo el país y al final encontraron a una joven de veinte años, Misa Uehara. Kurosawa quedó fascinado por sus "ojos milagrosos" y -recuerda la actriz- decidió "pintar" el rostro de la princesa tomando como modelo una máscara Nô: el maquillaje se creó usando un libro sobre el teatro Nô que el director había encontrado durante sus investigaciones. Le dieron clases de equitación y Kurosawa la puso en manos de Eiko Miyoshi, la veterana actriz que interpretaba a la dama de honor de la princesa, para que ensayara con ella.


Makabe (Toshiro Mifune), Tahei (Minoru Chiaki)
y Matashichi (Kamatari Fujiwara) en
La fortaleza escondida

Para los papeles cómicos Kurosawa eligió a dos viejos conocidos como Minoru Chiaki (Tahei) y Kamatari Fujiwara (Matashichi) y para el general Rokurota Makabe a -¡cómo no!- Toshiro Mifune. La comicidad de Tahei y Matashichi resalta especialmente con la impavidez del general, un Mifune contenido (¡qué contraste con la composición de Los siete samurais!), que nunca interfiere en el despliegue de unos bufones encantadores que siempre se mantienen en el centro de la historia. Kurosawa y sus guionistas, al convertir a Tahei y Matashichi en los personajes principales de La fortaleza escondida, no ponen patas arriba un género perfectamente codificado pero sí abren una brecha por la que se cuelan aires renovadores y, sobre todo, adoptan una mirada humanista y humanizadora -desde 'los de abajo'- al viaje del héroe que constituye la espina dorsal de una película de aventuras.

El rodaje empezó el 27 de mayo de 1958 en Arima, en la prefectura de Hyogo, y el 1 de agosto se trasladaron a Gotemba, a 10 km., al oeste de Tokio, donde tenía previsto acabar a finales de mes. Pero tres tifones arrasaron los árboles y tuvieron que cambiar de lugar tres veces. Kurosawa y los elementos se perseguían con tesón. El rodaje acabó el 11 de diciembre y las últimas escenas del palacio se rodaron en el plató abierto de Toho. El 23 de diciembre Kurosawa terminó la postproducción y la productora pudo estrenar La fortaleza escondida el día de los Santos Inocentes.

La adopción del formato scope le permitió a Kurosawa ahondar en la exploración de las tomas largas y rentabilizar al máximo el corte, enfatizar el fuera de campo mediante miradas de temor y/o alarma hacia los bordes del encuadre, especialmente en una película donde los personajes vivían bajo la permanente amenaza de los enemigos de la princesa, un efecto que se conjuga con las cortinillas laterales que puntúan las elipsis al final de las escenas; trabajar con las asimetrías en la composición para comunicar el desequilibrio de los personajes, tensar el plano mediante líneas oblicuas contrapuestas y los movimientos diagonales de los personajes en la superficie de la pantalla, sacar el máximo partido a las rasantes horizontales -el horizonte como amenaza presentida- cerca del borde superior; conciliar la profundidad y la planitud en el curso de la película, la represa de la acción y su estallido, visualizar el aislamiento y la claustrofobia, y desplegar en todo su esplendor la caligrafía de los cuatro elementos. Una búsqueda formal en la que La fortaleza escondida representa una admirable cristalización. Basta recordar ese camino pedregoso por el que ascienden Tahei y Matashichi en las que las líneas oblicuas atraviesan el encuadre con un vigor inusitado; el poderoso despliegue de energía en movimiento de la cabalgada del general con la espada en ristre; los efectos de luz de luna que se reflejan en los estandartes de los soldados; la cascada en la que se esconde la princesa, el abrigo de los huidos bajo la lluvia o la fiesta del fuego donde la naturaleza y los elementos no sólo se alían con los personajes sino que constituyen el detonante de memorables revelaciones; y cómo no recordar las escenas de la revuelta de los esclavos donde Kurosawa y su director de fotografía Kazuo Yamasaki usan la pantalla ancha con una riqueza de detalles y un empuje narrativo de virtuosos. Cabe subrayar la aportación que supone la música de Masaru Sato, discípulo de Fumio Hasayaka -el autor de la música de Los siete samurais-, que dialoga con el relato visual potenciando las líneas de acción al tiempo de descubre, a veces de forma abrupta y otras de forma lírica, tonalidades silenciadas en el corazón de las imágenes, en las nacientes de la mirada de Kurosawa.

Cuando vi La fortaleza escondida ya había dejado atrás la infancia. Experimenté entonces un sentimiento contradictorio, pena por no haberla disfrutado de niño y gozo por haberme permitido comprobar que ese niño seguía vivo. Cada vez que vuelvo a verla no puedo evitar una sensación de melancolía, como el perfume de un tiempo perdido que se cifraba en la sala oscura de un cine de pueblo, a salvo de las ruinas de la Historia. Y como aquel precioso libro de Fernando Savater, La fortaleza escondida me transporta a lugar que no existe más que en la memoria de una pérdida, la infancia recuperada.

26/6/09

Hacer memoria


Mira atentamente, Akira. El futuro cineasta tenía trece años y su hermano mayor, sujetándolo por el cuello, le obligaba a ver los cuerpos calcinados, los cuerpos en las cunetas, los cuerpos flotando en río, los cuerpos amontonados, tras el terremoto Kanto del 1 de septiembre de 1923, en una excursión a través de la devastación. Mira atentamente, Akira. El niño apretaba los dientes y veía. El horror, el horror. Aquella noche Akira Kurosawa durmió como un tronco. Le pareció extraño, después de todo lo que había visto. Su hermano le explicó que "si cierras los ojos ante una visión aterradora, acabas aterrado, pero si miras todo con aplomo, no hay nada que te pueda aterrar". Ahora, mientras pienso en esa excursión, me doy cuenta de que para mi hermano, también tuvo que ser horrible. Había sido una excursión para conquistar el miedo. Kurosawa escribe su Autobiografía (o algo parecido) a los setenta años y con veintisiete películas a sus espaldas. Cuando la leí, hace casi veinte años, me pareció que Kurosawa había empezado aquel día del terremoto su aprendizaje como cineasta, a esas alturas yo ya sabía que le quedaban por vivir experiencias más terribles y que él ya sabía cuando escribía esas páginas de la memoria del horror que el miedo puede dominarse pero no conquistarse. La Autobiografía de Kurosawa, más que de su cine -de hecho la suspende en 1950, con Rashomon-, nos habla de las nacientes de su sensibilidad, de los fermentos de la memoria, del aprendizaje de un oficio: el aquel de mirar atentamente. Por eso, contemplar una película de Kurosawa exige mirar atentamente, más aún, reclama verla otra vez para comprobar si hemos mirado atentamente. Ver una película de Kurosawa supone recordar que hemos visto. Hay mucho que ver.


Akira Kurosawa en los años 50

Con Kurosawa tuve mucha suerte, la que hubiera deseado con otros cineastas, con otras obras que llevo sembradas en la memoria. En los primeros 90, el CGAI programó un ciclo con la obra de Akira Kurosawa, el sensei -el maestro-, y pudimos acceder a obras tempranas de los cuarenta como El perro rabioso, la versión integra de filmes de los cincuenta que habían sido amputados como Los siete samuráis y La fortaleza escondida, y Dodes'ka-den, la obra cuyo fracaso estuvo a punto de poner punto final a su obra, y a todo -intentó suicidarse en 1971-. Cuando nuestra cinefilia se vio bendecida por aquel ciclo, el cine de Kurosawa que conocía era sobre todo el de sus últimas películas -Dersu Uzala (1975), Kagemusha (1980), Ran (1985) y Los sueños de Kurosawa (1990)- y las dificultades sin cuento que encontraba para llevarlas a cabo, por ejemplo cómo Kagemusha se pudo hacer gracias a Coppola -un cineasta en el que reconocemos ciertas semejanzas con el sensei- y a Lucas -que le debía a La fortaleza escondida, al menos, la princesa Leia, los robots y la espina dorsal de La guerra de las galaxias-. Pero la obra de Kurosawa, como la de los grandes maestros de la historia del cine, ha encontrado en el dvd la herramienta ad hoc para mirar atentamente y hacer memoria, así que he vuelto a ver dos películas que nunca se acaban de mirar ni de recordar: Los siete samuráis y La fortaleza escondida. Ambas películas representan dos momentos cruciales en la cristalización de arte cinematográfico de Kurosawa y merecen especial atención. Empezaremos por mirar atentamente Los siete samuráis.


Cartel de Los siete samuráis

Cuando Kurosawa se reúne con los guionistas Shinobu Hashimoto e Hideo Oguni en un hotel de Minaguchi-en para escribir Los siete samuráis ya ha dirigido once películas. Llevaba un tiempo queriendo llevar a la pantalla la vida de sus antepasados que sólo cien años antes habían sido samurais, eso sí, pobres. Desde finales del siglo XII hasta la su disolución en 1868, los samurais había sido una clase guerrera de carácter feudal, expertos en cabalgadas, esgrima, tiro con arco y con frecuencia eran muy cultos. Se sometían al bushido -el camino del guerrero, o del samurái-, un código de conducta muy estricto basado en la lealtad al señor, la autodisciplina y el crecimiento espiritual. Hashimoto recuerda que investigó mucho con el productor Sojiro Motoki sobre los samuráis pero no consiguieron concretar su rutina diaria, su cotidianidad, y así no iban a poder escribir el guión. Empezaron a darle vueltas a otras historias, pero Kurosawa no veía ninguna película en las páginas que le presentaba Hashimoto. Hasta que un día, revisando el material acumulado durante la investigación, el sensei encontró un breve artículo sobre un suceso real: unos campesinos habían contratado a un samurái para que protegiera la aldea de unos bandidos. Entonces volvieron a darle vueltas con Motoki a la vida de unos ronin, los samuráis pobres, que se echaban al camino para buscarse la vida hasta que unos labriegos les ofrecen un trabajo. Ahí ya tenían el germen de la historia, la idea de una película. Decidieron que serían siete samuráis y se basaron para su diseño en maestros en el arte de la guerra que habían existido y sobre los que habían leído. Kurosawa le pidió a Hashimoto que escribiera una historia con ese material, pero sin sujetarse al formato de un guión, que dejara volar la pluma. Y durante el mes de noviembre de 1952 Hashimoto escribió quinientas páginas. Ahora ya podían reunirse con Hideo Oguni en el hotel de Minaguchi-en para escribir el guión.

Pasaron seis semanas encerrados en el hotel, casi sin salir de una habitación con una mesa larga y baja. Siempre ocupaban los mismos lugares: en el centro, Kurosawa y Oguni, uno frente a otro, y en una de las cabeceras Hashimoto. Los tres sentados en el tatami con las piernas cruzadas. Cuando en otros guiones se les unía Ryuzo Kikushima, se sentaba en la otra cabecera. Tenían talentos complementarios: Kurosawa y Hashimoto tramaban escenas y Oguni se erigia en el alma del guión -el sensei confiaba ciegamente en su instinto de constructor y su talento para el diseño de personajes- ejercía de abogado del diablo chequeando las ideas de sus colegas, analizando la trama y auscultando las motivaciones de los personajes. Seguían un método de trabajo que rara vez alteraron (como en la escritura de La fortaleza escondida): escribían los tres cada escena y luego se iban pasando las páginas en el sentido contrario a las agujas del reloj. Oguni tenía derecho a veto. Recuerda Hashimoto que si Oguni decía que no, había que volver a empezar. Trabajaban cada día hasta las cinco de la tarde y, después de las primeras semanas, tenían que darse masajes mutuamente para relajar los músculos al final de la jornada; la estatura de Kurosawa y la concentración con que trabajaba el sensei le provocaba intensos dolores de espalda y Hashimoto tenía que andar sobre ella para que al día siguiente pudiera volver a sentarse a la mesa.


Página de un guión de Kurosawa

Kurosawa tenía a mano un cuaderno donde iba anotando información muy precisa y detallada sobre los siete samuráis: altura, modo de andar, forma de hablar, cómo se ataba el calzado... Cuando llegaba la noche solían reunirse para comentar el trabajo del día. Durante aquellos cuarenta días, hasta bien entrado 1953, no contestaron al teléfono y sólo recibieron la visita de Toshiro Mifune. Cuenta el actor que se pasaba a veces por la noche y participaba en las conversaciones sobre Los siete samuráis. Al principio le habían asignado el papel de Kyuzo, el maestro espadachín, hasta que advirtieron que si todos los samuráis eran serios y graves, la historia carecería de interés y gracia. Entonces nació Kikuchiyo, el samurái que no es samurái. Kurosawa le espetó a Mifune: "Este es tu papel. Puedes hacer lo que quieras con el personaje".

"Cuando acabamos el guión de Los siete samuráis pensé que si escribir era tan duro y había sobrevivido, podría escribir lo que fuera", recuerda Hashimoto. La dificuldad enorme del guión radica en una historia de extrema sencillez que provoca cuestiones muy complejas, en la riqueza de los detalles y la estructura endiablada de una película de acción y aventuras de casi tres horas y media, con la batalla diferida hasta más allá de las dos horas, una dilatación que permite definir con precisión los personajes -los samurais y los campesinos-, las relaciones internas de ambos mundos, y entre samuráis y campesinos, cuidando cada aspecto de la caracterización y la función que cumple en el universo del filme. La escritura de un guión con una estructura tan exquisita, el primor de los detalles y la milagrosa combinación de sutileza y profundidad en el diseño de los personajes representa una tarea tan épica como la historia misma que cuenta y la producción de la película.


Imagen promocional de Los siete samuráis

Cuando tuvo lista una versión aceptable del guión de Los siete samuráis -de hecho, como veremos, el guión se siguió reescribiendo hasta que se rodó la batalla final-, Kurosawa empleó tres meses en la pre-producción. Gran parte de ese tiempo se lo pasó buscando exteriores, sobre todo la aldea, cuya localización geográfica constituía un requerimiento fundamental. La aldea que vemos en la película será una creación fílmica a partir de cinco lugares distintos y la parte principal un decorado: se construyeron veintitrés casas. Kurosawa dedicó cuatro semanas a ensayos con actores y figurantes, incluso con el vestuario que cada uno iba a llevar en la película. Animaba a los que interpretaban a los aldeanos a comer juntos y a dirigirse unos a otros con los nombres del personaje que interpretaban, ya fueran principales o muy secundarios. El sensei elaboró un censo de los ciento un vecinos de la aldea formada por veintitrés familias y diseñó un árbol genealógico para cada una, que distribuyó entre los figurantes, y les animó a trabajar y vivir juntos a los de cada familia durante la producción; se tomó el trabajo de escribir sobre cada personaje por pequeño que fuera. La detallada acción de fondo que vemos a lo largo de la película contribuye a dotar de autenticidad y verismo al universo de Los siete samuráis, y el cuidado de cada detalle contribuye a que los espectadores veamos más allá de la vida representada en el encuadre. Cada muerte y la lucha de cada personaje nos importa, porque ha cobrado consistencia orgánica ante nuestros ojos. La convicción de lo que vemos produce un efecto de sentido que excede los márgenes de la pantalla y el espacio representado se "completa" mediante un ejercicio involuntario y gozoso de la imaginación del espectador, apremiada por la verosímil plenitud del universo ficcional.

El rodaje de Los siete samuráis empezó el 27 de mayo de 1953. Tenían previsto acabar el 18 de agosto y estrenar a principios de octubre, y había estimado un coste de 200.000 dólares. Kurosawa dudaba que pudieran cumplir los planes, pero no podía imaginar hasta qué punto eran papel mojado. Nada salió como estaba previsto. A mediados de julio, Kurosawa tuvo que ingresar en el hospital, agotado; algo habitual a largo de su carrera, acababa extenuado tras varias semanas de rodaje y sistemáticamente le sentaban como un tiro algunas comidas -una lista que crecía película a película-. Kurosawa se reincorporó a los quince días, pero cuando faltaban seis semanas para la fecha del estreno sólo había rodado un tercio del guión y casi había consumido el presupuesto, le quedaban 20.000 dólares. Confluían factores objetivos y subjetivos en el desastre: por un lado, un junio especialmente lluvioso; de otro, la arrogancia -Kurosawa era el director con mayor prestigio internacional, el hombre que con Rashomon puso el cine japonés en el planeta cinematográfico: los presupuestos y plazos no le preocupaban- y el incurable perfeccionismo de un cineasta, un perfeccionismo del que, por la gracia de los dioses del cine, no abdicaría jamás. En septiembre se acabó el dinero y se suspendió la producción. El sensei se fue a pescar al río Tama. Y esperó. Esperó. La producción se reanudó el 3 de octubre. Kurosawa volvió y, si los directivos de la Toho pensaban que había escarmentado, estaban muy equivocados. Siguió en sus trece, dando cada toma por buena sólo cuando resultaba, a sus ojos, perfecta, como un emperador del cine. El rodaje se prolongó hasta el invierno de 1954 y duró un total de ciento cincuenta días. Cinco meses reales, sin contar las interrupciones, que abarcaron casi un año. Cómo no recordar el rodaje de Apocalypse now de Coppola: cómo no iba a entender la "megalomanía" del sensei, cómo no pensar que estaban destinados a encontrarse en Kagemusha, si eran, en cierta manera y salvando diferencias de carácter y personalidad, almas gemelas. Los siete samuráis acabó costando 560.000 dólares, unas siete veces el presupuesto medio de una película japonesa de la época. Eso sí, Kurosawa tuvo la precaución de postergar el rodaje de la batalla hasta el último momento, pues sospechaba que, cuando esa escena estuviera enlatada, le quitarían la película de las manos.



Además de la admiración que Kurosawa sentía por el cine de John Ford, pueden advertirse otras semejanzas entre ambos cineastas. Desde luego, no hay que forzar los hechos para señalar una muy llamativa, la devoción que sentía John Wayne por John Ford y la que profesaba Toshiro Mifune por Akira Kurosawa. "Cuando Kurosawa no estaba cerca, Mifune se relajaba pero nunca completamente", recuerda Minoru Chiaki, el alegre samurai. Como Ford, el sensei era un director con una "compañía de actores" y en cada película la tomaba con uno de ellos sin piedad, y como a Ford, a Kurosawa le encantaba el rodaje en exteriores, vivir como una compañía teatral de gira, trabajando juntos, comiendo juntos, viviendo juntos, en definitiva, cultivando uno y otro la devoción del equipo.

Cuando llegó el rodaje de la batalla en pleno invierno, los guionistas Oguni y Kikushima seguían reescribiendo escenas hasta el último momento, por ejemplo cambiando de sitio el lugar de la muerte de Kukuchiyo, el samurai encarnado por Mifune. De hecho, el director no les había enseñado esa parte del guión a los actores. "En el plató", recuerda Mifune, "aquello era como la guerra. El sensei Kurosawa rodaba con una expresión feroz en el rostro. Era un tirano. Pasamos dos meses rodando la batalla con lluvia y barro en enero y frebrero [de 1954], lluvia helada." Durante el rodaje de esta escena, el director empezó a usar tres cámaras porque le resultaría casi imposible mantener la continuidad de la acción entre una toma y otra si rodara con una sola cámara. Quedó tan satisfecho que convertirá ese método en su sistema de trabajo habitual, incluso en escenas menos intensas y complicadas.


Akira Kurosawa

Kurosawa no sólo escribió y dirigió Los siete samuráis, como la mayoría de sus películas también la montó. En realidad acostumbraba a montar mientras rodaba y pensaba en la música y en los efectos sonoros desde el momento en que empezaba a dirigir una película. El uso de la música en el cine de Kurosawa cambió desde que empezó a colaborar con Fumio Hayasaka en El ángel ebrio (1948): Al trabajar con Hayasaka comencé a pensar en términos de contrapuntos de imagen y sonido en vez de unión de imagen y sonido. Cuando acabó el rodaje de Los siete samuráis se reunió con el músico que estaba muy enfermo de tuberculosis y vivía con una mascarilla de oxígeno al lado. La mala salud de Hayasaka no le impidió a Kurosawa decir no una y otra vez. No, no es eso. Hasta encontrar la melodía que buscaba para el tema del samurái. La música se grabó durante dos semanas durante la primavera de 1954. Hayasaka se acercó hasta la sala de grabación de Toho que había sido declarada de "no fumadores" pensando en la crítica salud del músico, pero Kurosawa fumaba sin parar a su lado mientras trabajaban.

Cuando se estrenó Los siete samuráis se proyectó íntegramente en un solo pase, pero sólo en las principales ciudades y durante las primeras semanas. Luego se cortó casi una hora de la película e incluso se proyectaba en dos pases. Fue esa versión amputada de Los siete samuráis la que recibió el León de Plata en el Festival de Venecia de 1954. En noviembre de 1956 se estrenó en el Guild Theatre de Nueva York con el título de Los siete magníficos. Tendrían que pasar cuatro años para que pudiera verse en los EUA una versión íntegra de Los siete samuráis. Y aún más para que se reconociera su grandeza.

Dibujo de Kurosawa para Kagemusha

Merece la pena considerar siquiera con algún pormenor ciertos aspectos que amparan y asientan la vigencia de esta película inagotable. Eso sí, evitaremos el pantanoso asunto de la japonesidad u occidentalidad del cine de Kurosawa sobre el que Santos Zunzunegui ya ha colocado con sobrada elocuencia los puntos sobre la íes señalando, por ejemplo, cómo los desplazamientos de los actores sobre el lienzo de la pantalla funcionan como trazos, como pinceladas puras capaces de condensar, en un gesto caligráfico, el movimiento y el cambio en estado puro, y recordándonos el descenso del mensajero desde lo alto del castillo en Kagemusha, una excitación "pintada" o "escrita" sobre el celuloide mediante el uso del teleobjetivo, como herramienta que le permite reconciliar el presente del cine con una tradición del sumi, la pintura a tinta que exacerba el trazo caligráfico prescindiendo de la profundidad de campo. Añadiremos que Los siete samuráis es un ejemplo canónico del uso del paisaje como mancha a través de travellings y panorámicas frenéticas, conjugando la vegetación en primer término con el movimiento enérgico, incluso arrebatado en el caso de Mifune. Y el uso de los cuatro elementos -agua, fuego, tierra y aire- como materia prima de brochazos de fango, caligrafía de lluvia, remolino de viento o escritura de relámpagos. Aspectos formales que no empañan en ningún momento la claridad de una película que mima la orientación del espectador en el territorio de la acción (ese mapa de la aldea cuando los samurais preparan la defensa contra los bandidos) y el seguimiento de la batalla (ese balance de bajas de los cuarenta ladrones como metrónomo de la crudeza y de la progresión del combate), que nos permite familiarizarnos con cada unos de los samuráis (el callado, el humorista, el leñador, el aprendiz...) y de los campesinos gracias a la finura con que han sido definidos, que registra y que retrata cada instante con un sentido casi documental de la veracidad fílmica. Encuadres de un rigor extremo (probad a detener la película con el botón de pausa y comprobaréis que cada fotograma resistiría el más exigente de los análisis compositivos, como si no se pudiera colocar la cámara en otro lugar ni enmarcar la acción de otra manera), una planificación de una precisión escrupulosa en la que conviven en milagrosa contigüidad la contención y la filigrana, la solidez de las formas y su abstracción. Porque Kurosawa no sólo cuenta una historia, al fin y al cabo quienes sólo hacen una película para contar una historia, en realidad no cuentan nada de nada. Kurosawa cuenta una historia, claro que sí, y las grietas por donde se abisman las evidencias, las certezas, las seguridades, ese fuera de campo prendido de cada plano, como si lo visible llevara inscrita la marca de lo que la cámara no puede alcanzar, de tal forma que lo que vemos pende siempre del hilo de lo que no podemos ver.


Fotograma de Los siete samurais

Y en lo que vemos nos sentimos concernidos por la riqueza de los detalles en la composición del plano y su disposición (y reutilización) en el curso del relato. En un principio, Kambei -qué gran composición de Takasi Shimura, qué contraste con el Watanabe de Vivir (1952)- se afeita la cabeza para hacerse pasar por monje y rescatar a una niña secuestrada, pero, en adelante -y en un prodigio de continuidad- el crecimiento del pelo servirá para marcar el paso del tiempo -pautado también por cortinillas y fundidos a negro-, cada vez que Kambei se pasa la mano por la cabeza estará señalando el reloj de la trama. El personaje de Kambei mantiene viva la esperanza en el trancurso de la película pero tambien la mantiene a salvo de las ilusiones, es decir, mantiene la óptica que la historia exige para ver más atentamente, para ver más allá de las imágenes mísmas. Como Kurosawa, también Kambei, el maestro samurái, ha aprendido a mirar muy atentamente.

Fotograma de Los siete samurais

Claro que no podemos sino rendirnos al asombro que produce una composición tan arriesgada como la de Kikuchiyo, el falso samurai que muere como el más verdadero de los samurais, encarnado por el inmenso Toshiro Mifune, cuya relación con Kambei tanto se parece a la que mantenía el actor con Kurosawa. Kikuchiyo es un campesino, un desertor del arado, pero por eso mismo entiende también a los que contratan a los samuráis, por eso sabe qué hacer para ponerles delante el espejo cuando llegan a la aldea y la encuentran desierta, y por eso también puede componer el retrato verdadero de los campesinos que corrija la visión idealizada (ilusionada) que tienen de ellos los samurais en una escena memorable en la que un Mifune, arrebatado y disfrazado de samurai -un disfraz que subraya su condición de impostor y, paradójicamente, la verdad de unas palabras preñadas de telúrica sabiduría- pronuncia un discurso cuyo corazón, unas décadas después, reconoceremos en las páginas que John Berger dedica a la cultura campesina en el ensayo que cierra su volumen de cuentos Puerca tierra. En resumidas cuentas, les dice Kikuchiyo, los campesinos no pueden ser más que supervivientes, pero llevan siglos aprendiendo a sobrevivir, son artistas de la supervivencia como los samuráis lo son del arte de la guerra. Por eso, al final, Kambei evocará sin mencionarlo a Kikuchiyo cuando, contemplando a los campesinos, tras la batalla, afanados en la cosecha del arroz: han vuelto a ganar una vez más. Los siete samuráis contiene algunas imágenes de una fuerza icónica imperecedera -el maestro Kambei disparando el arco bajo la lluvia, pongamos por caso-, desde luego una de ellas es la de Mifune con el niño en brazos en medio del río con el molino en llamas a sus espaldas, reconociendo en la criatura el niño desvalido que él fue, mientras el agua los envuelve con un cerco salvador. Kikuchiyo empieza como un personaje cómico y deviene una figura trágica -un solitario al desnudo-, un hombre que encuentra sentido a su existencia inmolándose en una aldea que no era la suya -pero sí su única patria-, un personaje que, como el propio Mifune anhelaba ser aceptado y pertenecer a una comunidad. Al final, Kikuchiyo, el hijo de campesinos, vuelve a sus raíces, pero no muere como campesino sino como samurái, eso sí en el mismo mundo en que se había criado, un hijo de la puerca tierra. Los siete años de experiencia actoral, el estudio de las artes marciales -el kendo y el iai-, y la práctica de la equitación contribuyeron a la creación de Toshiro Mifune en Los siete samuráis de un héroe al que amaban los niños.


Kurosawa y Tarkovski

El arte fílmico de Kurosawa puede resumirse en la conjugación de la calma y el estallido, de la quietud y el relámpago, del agua y el fuego. A veces en el mismo plano, a veces evidencia la conmoción con el temblor de una flor. A Tarkovski, cuando le preguntaban en que consistía el arte del cine, le gustaba poner un ejemplo de Los siete samuráis: ese momento en que el joven samurai echado entre la flores, yace inmóvil al advertir la presencia de los bandidos, pero las flores tiemblan delatando la convulsión que lo embarga. Basta una pequeña mancha de tinta en un lienzo blanco para crear un paisaje (del alma).



Los siete samuráis es una obra madura que nos coloca en el corazón de la historia con una inmediatez y autenticidad dignas de Ford. Constituye en sí misma una elocuente metáfora de la producción de una película, de la batalla que representa la creación de la belleza. Leve y honda, Los siete samuráis probablemente sea la primera obra maestra del sensei y una obra mayor de la historia del cine. Belleza memorable, porque como decía Chris Marker -que admiraba tanto el cine de Kurosawa-, filmar es hacer memoria.

Cartel de Los siete samuráis