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16/6/19

Voces en el callejón


De chaval, digamos de los diez a los quince años, entre el 65 y el 70, raras veces conseguí que me dejaran entrar a una película para mayores. 

Ay, aquéllas con calificación religiosa -uno las comprobaba religiosamente en el tablero de la entrada en la iglesia de San Francisco- que rezaban 4. Gravemente peligrosa.


Como El nadador, de Frank Perry, con guión de Eleanor Perry a partir del magnífico relato de John Cheever. Era verano, un agosto candente, con la Corredera tan desierta como el cine Yut aquel día. Por eso me dejaron entrar. No sabía entonces quién era John Cheever, ni siquiera que aparecía en una escena de la película. Una de esas raras veces que me franquearon la puerta del cine prohibido.

Llegué a detestar mi delatora cara de crío.

En Tui (entonces Tuy) no teníamos un cine con una ventana trasera fácil de abrir y por donde entrar con la película recién empezada, y asomarnos a una pantalla iluminada con el rostro bellísimo de Poppy Smith/Gene Tierney en El embrujo de Shanghái, como cuenta Víctor Erice en Umbral del sueño, el texto que abre la edición de La promesa de Shanghái, el espléndido guión de su malhadada adaptación de El embrujo de Shanghái, de Juan Marsé.

El cine Yut tenía dos puertas en un cul-de-sac, un callejón lateral sin salida; una, la más alejada de la pantalla, por donde salían los espectadores después de las sesiones de los domingos (por la semana se salía por la entrada principal) y otra, donde confinaba el callejón, que daba acceso a detrás de la pantalla (usada mayormente, de pascuas en flores, por las compañías cuando había función de teatro).

Y ahí, adosado a esa puerta, la más próxima a la pantalla, me veo de chaval, a la intemperie, tratando de imaginar la película prohibida a través de la música, los efectos de sonido y los diálogos (había líneas que no conseguía entender, claro, tan apagadas me llegaban, y no digamos cuando llovía), con las únicas pistas del cartel y la media docena de fotocromos -cuadros, para nosotros- demorada y devotamente contemplados en el vestíbulo.

(Poder seguir, mal que bien, aquellos diálogos -prohibidos- es lo único que, ahora, le agradezco al doblaje.)

Cuántas películas me habré montado fantaseando imágenes que cobijaran las voces en el callejón del cine Yut.


Desde entonces anoto líneas de diálogo; como éstas, espigadas de las que apunté estos últimos dos años:

Ya nunca me llevas al cine. (Alice/Karen Steele en The Rise and Fall of Legs Diamond, de Budd Boetticher; guión de Josep Landon.)

Bosque y agua. Hacen música. (Jim/Henry Fonda en Spaw of the North, de Henry Hathaway; guión de Jules Furthman a partir de una historia de Barrett Willoughby.)

Lo que va río abajo no es de nadie. (Bryant/David Carradine, al principio de Río abajo, de José Luís Borau; al final de la película, lo escuchamos en la voz de Engracia/Victoria Abril.)

Trabajo cuando no llueve, cuando no tengo sueño, cuando me aburro de pasear. (Conchita Pérez/Conchita Montenegro en La femme et le pantin, de Jacques de Baroncelli, a partir de la novela de Pierre Louÿs.)

Mátale. ¿No le hiciste nacer? Piénsalo, busca una solución. ¿No eres novelista? (Ivón/Emma Penella en Los peces rojos, de José Antonio Nieves Conde; guión de Carlos Blanco.)

No se imagina lo agobiante que puede ser una familia. (Lucía/Joan Bennett en The Reckless Moment, de Max Ophüls; guión de Henry Garson, Robert Soderberg, Mel Dinelli, Robert E. Kent... a partir de la novela de Elisabeth Sanxay Holding La pared vacía.)

Los viejos deberíamos detener las guerras. (Nathan Brittles/John Wayne en She Wore a Yellow River, de John Ford; guión de Frank S. Nugent, a partir de una historia de James Warner Bellah.)

Lástima que la vida es lo que hacemos, no lo que sentimos. (Helen Colton/Julie London en The Wonderful Country, de Robert Parrish; guión de Robert Ardrey, a partir de una novela de Tom Lea.)

Cuando se es joven, uno se sube al tren que representa lo que cree y sigue a cualquier estrella que pueda poner en marcha ese tren. Cuando estudiaba, el tren era la justicia social y la estrella era Karl Marx. (Samuel Fennan/Robert Flemyng en The Deadly Affair, de Sidney Lumet; guión de Paul Dehn, a partir de la novela de John Le Carré.)

Queríamos cambiar el mundo y el mundo nos ha cambiado a nosotros. (Gianni/Vittorio Gassman en C'eravamo tanto amati, de Ettore Scola; guión de Age, Scarpelli y Scola.)

Para que las cosas cambien hay que volver a mirarlo todo muy despacio. (Claire/Isabelle Huppert en La caméra de Claire, de Hong Sang-soo.)

Cuando uno espera mucho, puede suceder lo que sólo sucede muy raramente. (A portuguesa/Clara Riedenstein en A Portuguesa, de Rita Azevedo Gomes;, con diálogos de Agustina Bessa-Luís a partir de un relato de Ronert Musil.)

Hay que tener la dignidad de reírnos de nuestra infelicidad. (Mita/Shûji Sano en , de Heinosuke Gosho; guión de Gosho, Toshio Yasumi y Takitarô Minakami, autor de la novela de partida.)

Al borde del abismo sólo la risa nos impide saltar. (Joseph/Jean-Pierre Darrousin en La villa, de Robert Guédiguian; guión de Guédiguian y Serge Valletti.)

Soy un anacronismo ambulante. (Peggy Sue/Kathleen Turner en Peggy Sue Got Married, de Francis Coppola; guión de Jerry Leichtling y Arlene Sarner.)

Es una noche perfecta para historias de terror. El aire está lleno de monstruos. (Mary Shelley/Elsa Lanchester en Bride of Frankenstein, de James Whale; guión de William Hurlbut y John L. Balderston, y sin acreditar: Josef Berne, Lawrence G. Blochman, Robert Florey, Philip MacDonald, Tom Reed, R.C. Sherriff, Edmund Pearson y Morton Covan, a partir de la novela de Mary Shelley.)

Donde no hay sombras los monstruos no existen. (Off de Mary Shelley/Lizzi McInnerny en Remando al viento, de Gonzalo Suárez.)

Es curioso. Tú quieres olvidar quién eres y yo quiero descubrir quién soy. (Maizie/Mary Nolan en West of Zanzibar, de Tod Browning; guión de Waldemar Young, Elliott J. Clawson, Chester De Vonde, Kilbourn Gordon y Joseph Farnham.)

¡Follar a mediodía! Hay gente para todo. (Mickey/Machiko Kyô en Akasen chitai -literalmente, El barrio chino; aquí se tituló La calle de la vergüenza- de Kenji Mizoguchi; guión de Masashige Narusawa. a partir de la novela de Yoshiko Shibaki.)

Riega el geranio. (Kitty/Suzanne Pleshette en A Distant Trumpet, de Raoul Walsh; guión de John Twist, Richard Fielder y Albert Beich, a partir de la novela de Paul Horgan.)

Odio admitirlo, pero no entiendo nada de lo que pasa. (Gordon Cole/David Lynch en Twin Peaks, de David Lynch; creada por Lynch y Mark Frost.)

Fotograma de Baby Face, de Alfred E. Green; 
guión de Gene Markey y Kathryn Scola,
a partir de una historia de Darryl F. Zanuck
(acreditado como Mark Canfield). 


(La imagen de las entradas del cine Yut provienen del blog ferruxadas.)

20/10/09

La vergüenza


Debía tener unos catorce años cuando vi El nadador (1968) de Frank Perry un mes de agosto en el cine Yut (de Tui, claro). En la calificación moral que colgaban en la iglesia de San Francisco la señalaban como "gravemente peligrosa". Como casi nadie iba al cine en esas fechas y ejercía de portero un vecino de la parroquia, pude entrar a pesar de que era para mayores de 18. Fue toda una experiencia. Era una película diferente por lo que contaba y por el modo de contarla, en fin, contaba algo completamente distinto a las películas que yo había visto. Fue una experiencia perturbadora, pero no por las razones que yo imaginaba antes de entrar en el cine.

Janet Landgard (Julie Ann) y
Burt Lancaster (Ned Merryl) en
El nadador


Yo esperaba sexo y lo que me encontré fue una de las odiseas mas desoladoras que se hayan contado nunca en el cine. Aquella travesía de Burt Lancaster de piscina en piscina representaba un purgatorio de los sueños, un despeñadero de la inocencia y un viaje al corazón de las tinieblas. Una jornada que cifraba la epifanía de toda una vida. Nunca olvidaré el cuerpo aterido ¡de Burt Lancaster! bajo la lluvia, junto las puertas de su hogar abandonado tras haber remontado el río (de piscinas) para alcanzar las ruinas de la inocencia.


Un viaje casi alucinatorio hasta las nacientes de la condición humana. La derrota de una demolición. Pasé días candentes de aquel agosto dándole vueltas a lo que había visto y me vi cuarenta años después, o sea, ahora, en la piel de Burt Lancaster, temblando entre sueños rotos, solo, abandonado por todos. A la intemperie.


Y por primera vez sentí miedo del futuro. Yo, que tanto deseaba ser mayor, me asusté de lo que me esperaba si... En ese si se encerraban tantas preguntas y tantas posibilidades que empecé a sudar... frío, en pleno agosto. Y escribí y escribí en una libreta para conjurar las tinieblas, para iluminar la oscuridad, para detener la máquina del tiempo. Esa libreta desapareció. Y sólo hace unos años, aquí, durante un paseo con Ángeles le confesé el desasosiego con que El nadador me había colmado aquel verano.

John Cheever en El nadador de Frank Perry

Cuando leí El nadador de John Cheever, el relato -apenas 17 páginas. traducido por José Luis López Muñoz y editado por Magisterio Español en 1967- del que se nutre la película y que adaptó Eleanor Perry -la mujer del director-, tenía dieciocho años, no sabía quién era John Cheever y había comprado el libro por el título (porque era el de aquella película imborrable), y la experiencia de la película se multiplicó, se expandió y se enriqueció. El relato hacía vibrar otras cuerdas, encontraba otras resonancias, asomaban por las rendijas otras visiones que perdían la cualidad alucinatoria de la película, pero cobraban una dimensión fronteriza con la desesperación y Ned Merryl la orfandad de un niño desvalido que ya nunca podrá regresar a casa. Y sobre todo, Cheever me descubría una manera de escribir que yo no había conocido hasta ese momento. Cheever no se parecía a nada de lo que hubiera leído. Sólo se parecía al desasosiego que yo había vivido aquel agosto de 1970. Había publicado El nadador el 18 de julio (vaya fecha) de 1964 en The New Yorker, justo cuando aquí se celebraban los infaustos 25 años de paz (un eufemismo de cunetas, paredones, exilio, miedo y silencio, o sea, de dictadura).

John Cheever

Durante muchos años, El nadador se quedó ahí, en algún rincón íntimo y recóndito. Nunca volví a hablar de la película. Nunca volví a verla. Un día, creo que fue Cheché Carmona, cuando trabajábamos juntos escribiendo una serie, quien me dijo que le había gustado El nadador. Entonces me atreví a verla otra vez. Y ahí estaba Burt Lancaster encarnando a Ned Merryl, atrapado en un delirio de pureza, encastillado en algún confín perdido de su memoria, bajando la colina de piscina en piscina bajo las cuales corre un río subterráneo de alcohol y fracaso; y Janice Rule -a la que Merryl arruinó la vida- que le pone delante el espejo donde cobran vida los fantasmas de los que no sabía que huía, cuando llega el crepúsculo y se enturbian las aguas del pasado. Casi resulta irónico a la luz de El nadador que Janice Rule acabe estudiando psicoanálisis y abra consulta en Nueva York. ¿Cómo no recordar aquello que había dicho Orson Welles a propósito de la izquierda de Hollywood que había traicionado sus ideales durante la caza de brujas por conservar las piscinas? ¿O aquello de Scott Fitgerald: no hay segundos actos en las vidas americanas? ¿Y cómo no ver ese río de piscinas como una ciénaga moral? Una película que, aun con ciertos lastres simbólicos y oníricos sesenteros, se mantiene viva gracias a la creación de Burt Lancaster encarnando al nadador y al poderío germinal de la historia (y de la metáfora) de Cheever sobre la expulsión del paraíso y el exilio irremediable.

Burt Lancaster y Janice Rule (Shirley)
en El nadador

¿Por qué le hablé a Ángeles de la experiencia que había vivido con El nadador? Porque ese día, 29 de mayo de 2004, un sábado, había leído en el Babelia un texto de Ray Loriga del que apunté este fragmento en una libreta que hoy, rebuscando entre cuadernos de notas, he vuelto a leer:

John Cheever se levantaba todas las mañanas muy temprano, se ponía un traje de tres piezas, cogía un maletín y llevaba a sus hijos a la parada del autobús en el Upper West Side de Manhattan. Después de despedir a los críos con la mano, volvía a entrar en su edificio, pero en lugar de subir a su piso, bajaba hasta un pequeño cuarto junto a las calderas en el que había puesto una mesita y, sobre ésta, su máquina de escribir. Una vez allí, se quitaba el traje y escribía en calzoncillos, el calor de las calderas así lo exigía, hasta que los niños volvían del colegio. Entonces se vestía de nuevo, agarraba su maletín vacío e iba a la parada del autobús a recogerlos. Día tras día, Cheever fingía tener un empleo y una oficina y una posición que no tenía. Le avergonzaba confesarles a sus hijos que en realidad no era más que un escritor.

Me conmovió. En sus Diarios -otra experiencia abrasiva, ese agujero negro de rara hermosura, según Rodrigo Fresán-, Cheever da cuenta de la génesis de El nadador, pero en otro lugar explicó que había empleado 150 páginas de apuntes para 15 páginas de cuento y tardó dos meses en ponerle punto y final. Representó una experiencia terrible y tardó mucho tiempo en volver a escribir otro cuento. Eso también me conmovió. Cheever estaba convencido de que en el momento exacto de la muerte, uno se cuenta a sí mismo un cuento y no una novela. Un cuento como El nadador, por ejemplo.

John Cheever

Unos meses antes de morir, en 1982, John Cheever recibió la National Medal for Literature en el Carnegie Hall de Nueva York. Estaba muy enfermo y calvo por el tratamiento contra el cáncer, y se apoyaba en un bastón. Y habló, aún con voz clara y fuerte:

Una página de buena prosa es aquella donde uno puede oír la lluvia. Una página de buena prosa es aquella donde escuchamos el rugido de una batalla. Una página de buena prosa tiene el poder de hacernos reír. Una página de buena prosa me parece a mí el diálogo más serio que pueden llegar a tener las personas bien informadas e inteligentes a la hora de mantener ardiendo pacíficamente los fuegos de este planeta.

Y acabó con la definición de literatura que un día había formulado Jean Cocteau: La literatura es una forma de la memoria que no recordamos.

Siempre me pregunté si alguna vez, después de todo, John Cheever habría conocido la redención de la vergüenza. O si fue más fuerte que él. La vergüenza.

30/5/09

El país del cine

Una idea nueva es como un niño recién nacido, no se lo puede exponer de inmediato a la luz del sol. (Jonas Mekas. Ningún lugar adonde ir, p 124)


Jonas Mekas


Uno de los primeros libros de cine que me cautivaron se titulaba Diario de cine y se subtitulaba El nacimiento del nuevo cine americano. Lo editaba Fundamentos en 1975, traducido por Victoria Fernández-Muro. Se trataba de una gavilla de notas de Jonas Mekas escritas entre 1959 y 1970 para el Village Voice donde conviven textos sobre el cine underground y sobre las películas que más le gustaban: el cine de Ophüls, Dreyer, Rossellini, Kurosawa, Vigo, Ozu, Bresson... A esas alturas yo no sabía quién era Jonas Mekas, era la primera vez que leía textos sobre el underground y no había visto casi nada de los cineastas que tanto le gustaban. En realidad había comprado el libro por el título, yo también había llevado un diario de cine en mi adolescencia, apenas unos años antes, donde anotaba impresiones sobre las películas que iba viendo y que, valga la oportuna redundancia, me impresionaban -y se impresionaban en mi "negativo" emocional que se acabaría convirtiendo en mi "escuela de los domingos"-, pongamos por caso, El nadador (1969) de Frank Perry, Las dos inglesas y el amor (1971) de François Truffaut o la última película que vi con mi padre y que tanto me turbó -la ropa interior verde sobre la piel blanca de Shirley Maclaine-, Irma la dulce (1963) de Billy Wilder. Hace unos años intenté recuperar ese cuaderno, me hubiera gustado releer aquellos textos fundacionales de mi cinefilia entre mis doce y quince años. Cuando mi hermana rehabilitó -aunque mejor sería decir reconstruyó- la casa donde nací, encontró una docena de cuadernos escolares de mis tiempos de bachillerato, pero no mi "diario de cine", ni las revistas donde publiqué mis primeros textos. Tampoco conservo el Diario de cine de Jonas Mekas, lo habré prestado o lo habré perdido en algún traslado, quién sabe. Así que me llevé una alegría cuando la semana pasada encontré en una librería Ningún lugar adonde ir, los diarios de Jonas Mekas, editados en Buenos Aires por Caja Negra en 2008, en los que documenta la odisea que lo lleva desde Semeniskiai, su pueblo natal en Lituania, en julio de 1944, con 22 años, hasta Nueva York en octubre de 1949, las primeras filmaciones y su adhesión a la comunidad del cine de vanguardia. Las últimas entradas del diario de Mekas, mucho más esporádicas, datan de 1955, el año en que nací. En realidad, había cambiado la herramienta de expresión: ya no escribía sus diarios, los filmaba. El 20 de agosto de 1955, la última entrada fechada de su diario, escribe:

Sé muy bien que todo el dinero que consigamos vamos a tener que invertirlo en nuestras películas, en Film Culture, lo que sea. Caminar con el estómago vacío. Ésa es nuestra naturaleza. O nuestro destino. No somos hombres de negocios, somos poetas.

Habla en plural porque incluye a su hermano menor Adolfas que comparte sus pasiones -la literatura, el cine, la pintura, la música- su destierro y su odisea. Porque de una odisea se trata el viaje que incluye un campo nazi de prisioneros, una fábrica nazi donde son obligados a trabajar como esclavos hasta que llega el final de la 2ª guerra mundial, campos de refugiados o de desplazados, y centros de acogida. Llevando de un lado a otro sus más preciadas posesiones, los libros, de las que el diario de Jonas Mekas recoge momentos elocuentes:

27 de julio, 1945

El campo [de refugiados] parecía tan lóbrego, tan deprimente, que decidía que debíamos salir de allí. El día es caluroso y abrasador. Estamos muertos de cansancio, hambrientos, con sueño. Cada dos minutos tenemos que detenernos para descansar. Las valijas y los atados se nos caen de las manos, las piernas se doblan. Dejamos unos libros pesados a la vera del camino, incluyendo las obras reunidas de Goethe. No sé cómo hicimos para llegar a la estación. Un tren estaba a punto de partir hacia Würzburg. Nos subimos a él.


19 de agosto, 1945

Al llegar a Wiesbaden nos detuvieron a la entrada del campo [de desplazados]. Se nos acercó un policía militar, nos revisó y pidió ayuda.
-Busquen bien -dijo-. Vean qué hay en las valijas y en los bolsos.

Abren un bolso: libros. Abren otro: libros... Abren las valijas: más libros.
Sacuden la cabeza. No entienden.
-¿Dónde están sus cosas? -pregunta uno.
-No tenemos cosas -decimos.
Señalamos los libros, les decimos que ésas son nuestras cosas.

Nos miran como se mira a los locos y vuelven a sacudir la cabeza.
-Está bien, que pasen -dice el policía militar.


21 de agosto, 1945

¡Por fin!
Por fin tenemos una habitación para nosotros, sólo para los dos. Y una cama, una mesa, dos sillas. Una verdadera habitación que conseguimos juntos en el altillo del edificio "N". Ahora (...) estamos sentados por primera vez desde que dejamos Lituania alrededor de una mesa cubierta de libros y papeles sabiendo que nadie nos mira raro al leer, nadie nos grita ni chilla. Los monstruos de El Bosco han desaparecido.


Una odisea, sólo que los hermanos Mekas no vuelven a casa. O Jonas aún no -regresará a Lituania y documentará ese retorno con un diario filmado, Reminiscences of a Journey to Lithuania (1972), pero volverá a Nueva York. Llegan adonde no pensaban ir. En principio, aunque no tenían ningún lugar adonde ir, su destino era Chicago pero...


29 de octubre, 1949

Ayer, cerca de las 10 PM, el "General Howze" entró en el río Hudson. Nos quedamos en la cubierta mirando. (...) No es posible describir la sensación ni la imagen a alguien que no lo haya atravesado. Toda la época de la guerra, las penurias de los refugiados en la posguerra, la desesperación y la desesperanza, y después, de pronto, enfrentar un sueño.
Hay que ver Nueva York de noche, así, desde el Hudson para percibir su increíble belleza. (...)
Sí, esto es América, y esto es el siglo veinte. (...) Las luces de la ciudad fundiéndose en un cielo que parecía hecho por el hombre.
En el norte había una nube gigante, después tronó, y un rayo atravesó la nube iluminándola un instante. Cayó después en la ciudad, incorporándose al sistema de alumbrado de Nueva York. Esta manifestación colosal de la naturaleza se convirtió en otro letrero de neón.
(...) El centro del mundo. ¡Sería una locura ir a Chicago si estamos en Nueva York! Fue una decisión rápida y definitiva.




Cuando lleva algunos años filmando con la Bolex 16 en las calles, bautizos y bodas de la comunidad lituana, para un proyecto que ya titula significativamente Lost, Lost, Lost -anota el 4 de junio de 1950: Aquí estamos en medio de Brooklyn, dos almas fuera de lugar-, cuando haya conocido a Robert Flaherty que le cuenta que no encuentra dinero para financiar sus proyectos, haya frecuentado el MoMa donde se enamora de la películas de Germaine Dulac y del cine de vanguardia, tras haber leído con devoción los textos de Pudovkin y Einsestein, y asistido a un taller con Hans Richter, después de haber trabajado en una fábrica de plásticos, en otra de calderería y en el estudio de fotografía de la calle 23 Graphic Studio, tras haber pateado las calles y contemplar cautivado la ciudad bajo la lluvia -No hay nada más hermoso que Nueva York cuando llueve, anota en 1951-, después de haber aliviado tantas veces la soledad con las pinturas de Van Gogh y Cézanne, y con los poemas de Rilke y el Walden de Thoreau -Walden será el título con que se conocerá unos de sus filmes más significativos que estrenará en 1969 con imágenes filmadas entre 1964 y 1969, y editadas entre 1968 y 1970-, en 1955 teme haber perdido la memoria del perfume de la hierba recién cortada, la certeza de los colores de los prados en flor y las tonalidades cambiantes de la luz en el curso de las estaciones en su pueblo natal, en Semeniskiai, once años después y once mil kilómetros más tarde.


Jonas Mekas en su estudio,
en Nueva York

El diario es un texto fundacional en la poética de Jonas Mekas, ahí está el germen de todo lo que hará, de su escritura como poeta y cineasta, una obra transida por la intimidad y la melancolía, por el paso del tiempo y el peso del pasado, por la irremediable herida de la nostalgia. En enero de 1948 escribe: Mientras se siente nostalgia, uno no está muerto. Uno sabe que aún hay algo que ama. El cine de Mekas se alimenta de la savia nutricia de la remembranza del que deambula por las calles, de quien pasa horas ensimismado ante una ventana porque esa ventana le trae los ecos de una palabra: La palabra "langas" (ventana) -anota en 1953- creció en mí lentamente, año tras año. Recorrió un camino desde la infancia, se volvió cada vez más rica en significados y recuerdos; todos vuleven a mí cuando escribo esa palabra en una oración, en lituano. Ahora, la palabra inglesa "window" está aún muy desnuda y vacía en mi mente. En 1955 publica en Nueva York su primer libro de poemas, Idylls of Seminiskiai, ¿de qué otra forma podría titularse? Ningún lugar adonde ir, el diario de Jonas Mekas que publicará en 1991, es el asidero de la sensibilidad cuando se han roto las amarras con los lugares primordiales, el crisol del estilo impresionista que el cineasta desplegará en sus películas -verdaderos diarios filmados, primero en 16 mm y después en vídeo-, una obra abismada en la aprehensión de lo fugaz. El 7 de junio de 1950 anota en su diario: Como dijo Dostoievski, estamos vivos en lo fugaz, unos segundos, cuando las almas realmente hablan, realmente se encuentran, realmente se ven. No hay mejor síntesis del cine de Jonas Mekas. Resulta revelador que uno de sus filmes hecho como todos los suyos de una selección de momentos, de una antología de instantes fugaces -todo mi trabajo es una larga película en marcha... No soy un director de cine, porque no dirijo nada, sólo soy alguien que filma. Y simplemente sigo filmando-, de esos "sucesos mínimos" a los que alude Trapiello y que nutren su novela en marcha, se titule As i was moving ahead occasionally i saw brief glimpses of beauty (2001), más o menos "En el camino, de cuando en cuando, vislumbré destellos de belleza". El título es largo, claro, pero debe tenerse en cuenta que la película también, dura 320 minutos. Sus diarios filmados devienen registros líricos a través de los textos que inserta a modo de intertítulos y de la propia voz que impregna la mirada de melancolía cuando el peso de la memoria cae sobre la aprehensión del instante como caen las hojas en otoño, porque Jonas Mekas estará allí para filmarlas.




En Nueva York encontró una comunidad posible, la de los cineasta de vanguardia, la de la cultura underground. Los diarios filmados de Jonas Mekas se convertirán también en el registro y preservación de la historia de las películas experimentales que surgieron al amparo de iniciativas en las que Jonas Mekas contribuyó a crear y en las que participó activamente: la revista Film Culture, la New York Filmmakers Cooperative y la Anthology Film Archives.




Albert Alcoz ha resumido con enviable capacidad de síntesis la obra crucial de Jonas Mekas subrayando su fe en la humildad de las home movies, la asumida soledad inicial en Nueva York y la voluntad de liberar al cine de la industria para elevar el estatus de las películas underground, independiente y vanguardista para otorgarle la libertad romántica con la que sólo un poeta puede soñar. Los artículos de Jonas Mekas en Film Culture y en el Village Voice proclamaron la revolución del cine americano independiente y de vanguardia en 1959 con películas como Shadows de John Cassavetes y Pull My Daisy de Robert Frank, pero también supo hablar de otra manera, cálida y cercana, de las películas más hermosas de la historia del cine, porque, como anotó en su diario, son el bien y la belleza quienes necesitan de nuestros cuidados, el mal se cuida solo.

Desde la pérdida del paraíso emerge el cine de Jonas Mekas, sus diarios filmados, sus humildes películas domésticas: era su manera de recuperarlo. Podéis daros una vuelta por su web, en la que colgó durante 2007 una película cada día.



Jonas Mekas perdió el hogar pero Nueva York lo salvó de la locura, porque allí encontró una patria, el país del cine.