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6/3/16

Un nido para la forma


Pedro Costa registra en Onde jaz o teu sorriso (2001) el trabajo de Jean-Marie Straub y su mujer Danièle Huillet en el curso del montaje de Sicilia! (1999), una adaptación de la novela de Elio Vittorini Conversación en Sicilia (todos los filmes de Huillet y Straub parten de textos preexistentes).


En un momento de Onde jaz o teu sorriso?, Jean-Marie Straub comenta con su aquel de viejo cascarrabias (bueno, cascarrabias ya lo era de joven):
Las cosas no existen hasta que encuentran un ritmo, una forma. La forma del cuerpo da luz al alma. Lo he dicho mil veces. Esto lo descubrió Tomás de Aquino. (...) Tienes que ver las cosas con claridad: primero está la idea. Después la materia, y después la forma. Y ya no hay nada que hacer. ¡Nadie puede cambiar eso! 
Jean-Marie Straub, Pedro Costa y Danièle Huillet 
durante el rodaje de Onde jaz o teu sorriso?
(Fotografía de Richard Dumas.)

La idea son muchas cosas, pero cuaja al fin en un encuentro con lo visible, en una mirada que se cifra en la visión de un encuadre, de un plano, que es la resultante de un conjunto de decisiones, entre ellas, la distancia, la óptica, el ángulo, la relación entre las figuras -y entre ellas y el entorno-, el movimiento -interno y/o externo (si lo hay o si los hay)- y la duración, y si queremos respetar el espacio, es decir, si queremos dar cuenta de sus líneas de fuerza, entonces, en palabras de Straub, hay que...
encontrar el único punto estratégico para la escena que vamos a filmar.
Danièle Huillet y Jean-Marie Straub, 
el amor por el trabajo y el trabajo por amor.

Meses antes Straub y Huillet han elegido las localizaciones visor en mano y el oído atento, porque -decía Danièle-...
si quieres hacer un filme con sonido directo, las localizaciones deberán ser escogidas no sólo en función de la imagen sino también del sonido.
Louis Hochet, el sonidista que trabajó con ellos desde Crónica de Anna Magdalena Bach (1968) hasta Sicilia! valora que sientan un verdadero respeto por su trabajo:
Los Straub destinan una importancia capital al registro; son terriblemente exigentes, pero se toman las cosas así: si hay cualquier cosa que no funcione en relación al sonido, si hay el menor ruido no deseado, hacen la toma de nuevo.
Fotograma de Trop tôt, trop tard (1982).

Y como todo tiene lugar en la toma, no sólo el sonido directo es un sine qua non de su cine, también el respeto por el bloque de tiempo -de imagen y sonido- capturado en cada plano. Es decir, Huillet y Straub nunca montan el sonido grabado en un plano con la imagen rodada en otro, nunca doblan una palabra, nunca añaden un sonido, un ambiente a lo grabado en el curso del rodaje del plano, jamás. El tiempo capturado en ese plano de imagen y sonido -como bloque- deviene la materia misma del cine, la unidad que debe ser preservada. Que todo tiene lugar en la toma significa que cada toma es el lugar del tiempo enhebrado de imagen y sonido, inseparables.


Por supuesto, la noche se rueda de noche aunque una localización en interior -y sin referencia del exterior- permitiera falsearla rodándola de día. Straub lo justifica con sorna:
No tengo bastante imaginación como para poder imaginar durante el día algo que tendrá lugar durante la noche.
Si, sin duda se puede hablar de una moral del registro del tiempo en el cine de Straub y Huillet. Y de una intransigencia implacable. Lo sabe bien Louis Hochet:
¡Hay que quererles para trabajar con ellos!
Y vaya si les quería; ya jubilado, no dudaba en coger el Nagra y los micros para rodar otra película con Huillet y Straub, pero sólo por ellos.

Fotograma de Trop tôt, trop tard
Una de esas gloriosas películas donde se filma el viento.
En palabras de Serge Daney,  
es como si la cámara y un frágil equipo 
tomaran el viento como una vela y el paisaje como un mar.

Caroline Champetier -directora de fotografía en uno de los segmentos de Trop tôt, trop tard- cuenta cómo el cuidado primordial de Straub a la hora de rodar...
consiste en respetar, de la forma más inteligente posible, el espacio existente, para dar cuenta de sus líneas de fuerza. Es preciso no falsear las líneas. 
Claro que todas esas decisiones dependen también de dos parámetros primordiales: la luz y el azar. Porque Straub y Huillet, por más minuciosos que sean y cuiden con rigor la preparación de cada película (a veces empiezan a localizar con dos o tres años de antelación, y vuelven dos o tres meses antes para verificar las condiciones de filmación), siempre esperan que algo les sorprenda, una veladura en la voz de un actor, una cualidad súbita en la luz...

Lubtchansky entre Straub y Huillet 
durante el rodaje de Trop tôt, trop tard.
(Fotografía de Caroline Champetier.)

En el rodaje en exteriores de Trop tôt, trop tard, Straub le dijo al director de fotografía William Lubtchansky (uno de los cómplices habituales en el cine de la pareja, como lo era en el de Rivette): 
Ahora, la luz no la creas tú, la dejamos existir. 
Lo que también significa: esperamos a que la luz (que necesitamos) se haga. Y dejamos una puerta abierta a los pequeños milagros, haciéndoles sitio, disponiendo las condiciones propicias al acaso. Para que las cosas encuentren un ritmo, Un nido para la forma. Una forma de existir. Una forma de cine.

30/10/15

La piel del cine


Azorín no se avenía a referirse a las obras del cine con el vocablo película, al fin y al cabo, decía, película es como pielecita, un diminutivo demasiado humilde para obras grandes. El caso es que me encanta imaginar la película como una pielecita tatuada con las formas de lo visible. El cine como piel (tacto) del mundo.

Fotograma de Hélas pour moi (1993), de Godard.

La película como pielecita del cineasta. Hasta la infección. Como el lacerante mal de la piel de Cocteau mientras filma La Bella y la Bestia (1946), anotado con pormenor en el diario de rodaje. Pongamos por caso el lunes 29 de octubre de 1945:
Nunca he sido tan feliz como desde que estoy enfermo. El dolor no cuenta. Estoy donde estoy a merced de la amabilidad, la gracia y el calor que me da la gente de mi entorno. Estoy recibiendo la recompensa por haberla elegido. La obligación que, a cada segundo, sentía de dar ejemplo y de mantenerme en pie casi me exaltaba. Esta cruz que llevo ha sido mi contribución a la película, y estoy seguro de que no ha sido en vano.  (...) Además, ¿no es justo que mi rostro se desfigure, se hinche, se desgarre, se cubra de heridas y pelos, cuando yo mismo estoy cubriendo el rostro de Marais con un caparazón tan doloroso que, al desmaquillarlo, sufre el mismo suplicio que yo cuando me quitan las vendas? 

Cuenta la directora de fotografía Caroline Champetier que después de rodar Holy Motors (2012) con Leos Carax, el director le regaló un ejemplar de la edición original del diario de rodaje de La Bella y la Bestia con estas palabras: La Bestia a veces soy yo, a veces lo eres tú, a veces los dos. Caroline Champetier leyó el libro después de la presentación de Holy Motors en Cannes y le asombró el contagio entre la película y la piel de Cocteau:
Un eccema le devora el cuerpo, sufre y va al hospital cada día, es como si ese sufrimiento reforzara la emoción de hacer la película. [Cocteau] Habla por igual de las dos cosas, pero termina entendiendo que la película, que el celuloide, es su piel. Y algo así pasa con Leos [Carax], con Godard [del que iluminó Hélas pour moi, por ejemplo]. Y no hay muchos cineastas de los que puedas decir que el celuloide es su piel. 
Fotograma de Mala sangre (1986), de Leos Carax.
Abajo, fotograma de Histoire(s) du cinéma (1988-1998)
Capítulo 2a. Sólo el cine (1997), de Godard.

En sus 120 historias del cine, Kluge transcribe una entrevista con Godard, a quien considera su ideal de realizador cinematográfico. Hablando de los sentidos, le pregunta si tiene la piel vulnerable:
Sí, sensible. Cuando comienzo un film, a menudo tengo problemas de piel, supongo que eso sucede porque la superficie del film es una superficie sensible, porque todavía al celuloide se le dice la pellicule (=piel). Supongo que la piel es una superficie tan sensible como la película. La excitación se expresa en mi piel, se reproduce en mi piel.
Fotograma de La Bella y la Bestia, de Cocteau.
Abajo, Histoire(s) du cinéma, de Godard.

No olvidemos cuánto significó el cine de Cocteau -y su diario de rodaje de La Bella y la Bestia- para Godard, que lo transfigura en una suerte de artista (poeta) tutelar en sus Histoire(s) du cinéma. En una entrevista a principios de los ochenta, Godard hablaba de usar la pantalla como...
...el velo de la Verónica, el sudario que preserva la huella, el amor de lo vivido, del mundo.
Y unas líneas más adelante profesaba...
 ...no puede haber cine sin amor.
Fotograma de Histoire(s) du cinéma
Capítulo 2b. Fatale beauté
donde Godard (por un efecto de sobreimpresión)  
hace que la mano del niño de Persona, de Bergman, 
toque el rostro de Louise Brooks, como Lulú, 
en La caja de Pandora, de Pabst. 

Entonces la pantalla deviene fervoroso vestigio del encuentro (de la mirada con la vida) hecho luz, memoria, sueño. Donde ver (donde mirarnos) es ya una cuestión de tacto. De acariciar la película (de que nos toque). De acariciar(nos) la piel del cine.

13/9/11

Filmar una historia de amor

Continuemos. Las historias de amor filmadas por Truffaut tejen una red capilar de pasajes, correspondencias y ecos, y pueden verse como sucesivas modulaciones de un gran relato que destila el arte de amar del cineasta. En la portada del guión de Las dos inglesas y el amor (1971) que usa en el rodaje, anota las frases que escuchamos en la voz de Jeanne Moreau al comienzo de Jules et Jim (1962): Me dijiste: te amo. / Te respondí: espera. / Iba a decirte: tómame. / Me dijiste: vete. La falta de sincronía en el amor, esa trágica perturbación que trastorna a la protagonista de La mujer de al lado (1981), donde encontraremos también  huellas de El hombre que amaba a las mujeres (1977). En 1984, unos meses antes de su muerte, cuando ya sabía que no le quedaba mucho y había empezado a despedirse, Truffaut monta la versión íntegra de Las dos inglesas..., que bien puede considerarse su última película. De todas las historias de amor que rodó Truffaut, las cuatro citadas son las que prefiero, pero creo que nunca abordó la pasión amorosa -y fatal- con visos tan desgarrados en su violencia y desbordamiento como en La mujer de al lado, donde un cineasta tan pudoroso cuaja una película, tan arriesgada como desnuda, que desprende la belleza del vértigo.  


Durante el invierno de 1979, Truffaut descubre a Fanny Ardant, la protagonista de Les dames de la côte, una serie dirigida por Nina Companeez que emite Antenne 2. Vio el primer capítulo en compañía de su hija Laura, que recordó a su padre fascinado, verdaderamente embobado con Fanny Ardant aquel día.


Truffaut le escribe a la actriz confesándole su flechazo televisivo y le propone una cita en Les Films du Carrosse, la productora del cineasta. Se encuentra con Fanny Ardant cuando está a punto de empezar a rodar El último metro (1980) con Catherine Deneuve y Gérard Depardieu, y le promete que la próxima película será para ella. La mujer de al lado es una de esas películas-relámpago de Truffaut, desde el primer borrador hasta su estreno transcurren apenas diez meses. La rapidez en la ejecución y aun la urgencia con que trabaja en La mujer de al lado denotan la intimidad del cineasta con la materia que moldeaba. Por un lado, el germen de la película, como en la mayoría de las suyas, se había incubado años atrás; por otro, el guión de La mujer de al lado se inspira en su relación amorosa con Catherine Deneuve, nada nuevo en Truffaut que filma historias de amor en las que laten las heridas de las historias de amor que vivió; sólo que en este caso el trasunto del cineasta no era Gérard Depardieu sino Fanny Ardant. A propósito de la protagonista de El último metro, el cineasta declaró: Podría pagarle derechos de autor a Catherine Deneuve. ¿Qué más se puede añadir?

Truffaut con Fanny Ardant 
en el rodaje de La mujer de al lado

En los primeros días de diciembre de 1980 escribe con Jean Aurel y Suzanne Schiffman el primer esbozo a partir de unas pocas páginas y algunas notas de un proyecto concebido, despues de Las dos inglesas..., para una película con Jeanne Moreau y Charles Denner, el protagonista de El hombre que amaba a las mujeres, un filme del que tomará algunos ingredientes temáticos como la destrucción por el amor o el agujero negro del desamor. El primer esbozo del 4 de diciembre conjuga ya los cuatro personajes principales -el matrimonio de Mathilde (Fanny Ardant) y el de Bernard (Gérard Depardieu)- con las principales escenas en el movimiento de la trama  impulsada por el reencuentro de Bernard y Mathilde -que fueron amantes (y se lo ocultan a sus cónyuges)- diez años después. La mujer de al lado desarrolla, por así decir, el tercer acto de su historia. También tenían claro cómo debía terminar la película pero el final aún no estaba definido, es decir, sabían que acabaría con la muerte de los amantes pero no cómo se produciría. Jean Aurel contaba que Truffaut le había comentado tímidamente: ¿y si mueren mientras hacen el amor? Como dice una antigua canción francesa, El mal de amor es una enfermedad. / Los médicos no pueden curarla: he ahí la idea que alienta en el guión de una de la películas más diáfanas y trágicas de Truffaut.


A partir de esa sinopsis, Truffaut trabaja unos días con Jean Aurel, que se ocupa de la construcción, dando forma a las veinte escenas apuntadas en el primer esbozo; y otros con Suzanne Schiffman, que se centra en el hilo conductor de la película, profundizando en los personajes. En su círculo más próximo, Truffaut cuenta con la fidelidad cómplice de tres mujeres: la script Christine Pellé -desde El pequeño salvaje (1970)-, la montadora Martine Barraqué -desde Una chica tan decente como yo (1972)- y, sobre todo -y todas- Suzanne Schiffman, desde... Desde siempre. Truffaut conoció a Suzanne Schiffman en la Cinemateca y quiso contar con ella desde Los cuatrocientos golpes (1959), pero carecía de cédula profesional y no pudo contratarla hasta la siguiente película, Disparen sobre el pianista (1960). Fue la script de Truffaut hasta El pequeño salvaje donde la relevó Christine Pellé -a la que había formado- y se convirtió en su ayudante de dirección hasta el final. En La noche americana (1973), figura acreditada por primera vez como guionista y, en adelante, colabora a menudo en la escritura de los guiones, como en El hombre que amaba a las mujeres o en El último metro. Más allá de todas esas funciones, Suzanne Schiffman puede considerarse la más íntima colaboradora de Truffaut, lo más parecido a su mano derecha.

Godard visita a Truffaut en el rodaje de Farenheit 451
En el centro, Suzanne Schiffman 

En La mujer de al lado, fue Suzanne Schiffman quien desarrolló el personaje de la señora Jouve (Véronique Silver), testigo y espejo de la pasión ineluctable de los amantes. Como le cuenta a Bernard, en el pasado Odile Jouve vivió un mal amor, se tiró por una ventana,  una cristalera amortiguó la caída, y quedó lisiada; una historia muy parecida a la que vive el personaje encarnado por Simone Simon en la última historia de Le plaisir de Max Ophüls. También será Suzanne Schiffman quien le sugiere a Truffaut rodar un prólogo con la señora Jouve cuando, tras el primer montaje de la película, el cineasta siente que le falta algo, como quién cuenta la historia; así, Odile se dirige a la cámara, en un momento preciso deja ver que está lisiada -llama la atención sobre la muleta y la prótesis-, y nos introduce en la historia: Este asunto empezó hace seis meses. Se podría decir que empezó hace diez años, pero no, lo cierto es que empezó hace seis meses. Y al final, sobre un plano aéreo, su voz cierra el relato de Mathilde y Bernard traspasados por la fatalidad: Ni contigo ni sin ti.


A finales de febrero de 1981, Truffaut dispone del guión de La mujer de al lado, o más bien de un tratamiento con las escenas desarrolladas con mayor o menor detalle. El cineasta, no sólo acostumbraba, sino que necesitaba darle el acabado al guión sobre el terreno, en el set, al hilo de las vibraciones de los actores -y sobre todo de las actrices- y de las sugerencias que le inspiraban las localizaciones en el curso del rodaje; y si el guión era un tocho de más de quinientas páginas como el de Las dos inglesas..., cortaba, pulía, sintetizaba. Pero, además, Truffaut necesitaba rodar cuanto antes, sentía La mujer de al lado en carne viva y no quería perder la temperatura emocional que había alcanzado mientras trabajaba febril en su escritura con los guionistas. Por eso casi se alegrará cuando no le quede más remedio que darse prisa y poner en marcha el rodaje a partir del 1 de abril hasta el 15 de mayo, las únicas seis semanas de las que disponía Gérard Depardieu a causa de otros compromisos profesionales. Esa urgencia alentaba también en el impulso avasallador que poseía a Mathilde y Bernard, y se lleva por delante el compromiso entre el deseo y su represión con que los amantes trataban de embridar el desbordamiento de la corriente amorosa.


Como el cineasta lo guardaba todo -borradores, guiones, libros subrayados y anotados, cartas, agendas...- Carole Le Berre -Truffaut en acción (ed. Akal)- pudo reconstruir la cocina de los filmes, el work in progress de los guiones, y gracias a su investigación sabemos que Truffaut reescribe cada día el guión de La mujer de al lado durante las seis semanas del rodaje, anotando en los márgenes precisiones de puesta en escena, acotando la disposición de los personajes en el plano, subrayando un elemento de atrezo, indicando la dirección de una mirada, añadiendo detalles reveladores, señalando un gesto o indicando el movimiento de un personaje, y reescribiendo los diálogos en la página izquierda, como esa réplica de Mathilde durante el primer encuentro con Bernard en el hotel: Cuando nos conocimos pensé: "si me pide que hagamos el amor, le diré que sí". La película cobra vida a través de una escritura candente, por así decir, a pie de obra.


Ninguna escena de La mujer de al lado fue escrita con tanto detalle en la fase de guión como la del jardín donde se produce el estallido de Bernard contra Mathilde, que acaba desvanecida, pero sólo cobra forma en la localización cuando Truffaut descubre el gran ventanal -con visos de una pantalla- sobre el jardín. Entonces concibe un plano secuencia en movimiento y escribe, no sólo los diálogos, sino un esquema muy detallado que distribuye en hojas sueltas al equipo -magnífico trabajo de fotografía de William Lubtchansky y Caroline Champetier- antes del rodaje, donde precisa cada inflexión de la escena, cada ingrediente movilizado en el plano, como esos dos tipos que actúan como mirones -vicarios de los espectadores mismos- para filmar el final de la secuencia a través del ventanal: ...los retomamos [a Mathilde y Bernard] en la parte baja de la escalera. Bernard continúa su acoso. Methilde se cae cerca del ventanal. Bernard la levanta, pero ella huye por la puerta. Aglomeración en la salida. Todo el mundo mira la escena con espanto. Dos personajes nos conducen hasta el ventanal a través del que vemos cuanto sucede a continuación. Bernard, como si no se diera cuenta de lo que pasa a su alrededor, persigue a Mathilde hasta la sombrilla donde se deja caer. A continuación pasamos a Philippe [el marido de Mathilde] estupefacto y terminamos con la señora Jouve. Sobra decir que la escena, tal como la vemos en la película, experimentó modificaciones respecto a las notas de Truffaut, derivadas del trabajo para coreografiar los movimientos de los actores con los de la cámara.


Se trata de una escena donde se anudan los hilos de la trama y donde la puesta en escena permite aflorar el súbito desbordamiento amoroso como una forma de visibilidad: lo oculto pasa a ser de dominio público. Una visibilidad que en el fondo Mathilde ansiaba. En los primeros compases de la escena de la fiesta en el jardín, el vestido de Mathilde se engancha y se desgarra, y ella queda en ropa interior -la película está sembrada de pequeños incidentes como éste que desencadenan vuelcos y quiebros en la historia de los amantes (como esa escena en que los teléfonos de ambos comunican porque se están llamando a la vez)-; Mathilde va a su cuarto a ponerse otro vestido y ya dentro de casa, subiendo las escaleras y entrando en su habitación, se pone el vestido roto a modo de falda y comenta con la amiga que la acompaña: Cómo no se me ocurrió cubrirme con él ahí afuera. Pero no podía ocurrírsele -o no quería que se le ocurriera-, porque ella, como apuntó Serge Daney, quiere "desnudarse" delante de todos y él quiere que "se desnude", suspiran por que lo invisible se haga visible.



Fragmentos de fotogramas del final del plano secuencia 
a través del ventanal (fotografías de la pantalla)

Sin embargo, cuando el estallido de Bernard desvela el secreto, es justo  ahí cuando Truffaut usa el ventanal como una pantalla que nos distancia de la explosión vivida por los amantes, donde la pasión escapa a todo control y queda a la vista  de todos, y nos devuelve a la condición de meros espectadores; habíamos vivido la secreta intimidad de los amantes como cómplices y confidentes, pero cuando revienta públicamente la vemos como un arrebato de formas casi abstractas, se nos muestra como una proyección de la violencia de la pasión, ésa que late como un corazón ardiente en la obra de Truffaut, se nos re-enmarca la mirada con otra pantalla -el ventanal- para que veamos más -mejor y más hondo- no la psicología de los personajes, sino el desbordamiento mismo de la marea amorosa.


El trabajo de reescritura en contigüidad con la filmación le permite a Truffaut trabajar las rimas, correspondencias y ecos entre escenas, motivos visuales o elementos de atrezo, como esa sombrilla junto a la que cae Mathilde, que fue puesta en pie por Bernard en una escena anterior. Así, cobran una importrancia primordial las ventanas como marcos de la mirada con que se buscan y acechan de una casa a otra Mathilde y Bernand; o las puertas tras las que ocultan su amor, como esa puerta de la casa de Mathilde, ya vacía, que "llama" por Bernard al final de la película.


Y los vínculos visuales entre una casa y otra son utilizados por Truffaut para poner en escena el renacer de la pasión; al principio, une una casa con otra mediante panorámicas que acompañan a Bernard hacia la casa vecina y viceversa, pero cuando lo prohibido se instala en la película, pasa de una casa a otra por corte, y la ocultación del trayecto multiplica la urgencia del deseo.


Si hemos de definir el movimiento de Mathilde -y de Truffaut, no lo olvidemos- en el curso de La mujer de al lado, no encontraríamos mejor término que el deliquio amoroso, el desfallecimiento, la caída, atrapada en el vértigo del deseo. Por así decir, Mathilde, la mujer del aviador, como se refieren a ella en algunos momentos de la película -homenaje de Truffaut a la película de Rohmer de idéntico título-, paradójicamente no puede sino yacer en el suelo, bajo la losa de una pasión, incapaz de pasar la página de una historia que se remonta diez años atrás. A Truffaut no le interesaba el amor físico, sino lo físico del amor.


La mujer de al lado se amojona con los desvanecimientos de Mathilde, a modo de inflexiones que modulan su historia de amor. Y desde la primera vez que la vi en un cine de Vigo que ya no existe cuando se estrenó aquí hace casi treinta años, la escena en el aparcamiento del supermercado ha cobrado visos de un cristal que, en el curso del tiempo, concentrara toda la luz y la negra sombra de la película; hasta el punto de que durante unos años llegué a pensar que esa secuencia no la recordaba sino que la imaginaba, la memoria había fermentado aquella escena y la imaginaba como propia.  


Como las escenas primordiales de La mujer de al lado, se preparó en el guión pero se perfiló durante el rodaje. Mathilde se encuentra con Bernard mientras compra en el supermercado; en el aparcamiento. él la ayuda a guardar la compra del carrito en el coche, se despiden con un beso; Bernard le abre la puerta del coche y Mathilde, antes de entrar le pide que pronuncie su nombre -él no lo ha hecho en lo que llevamos de película (uno de los cambios introducidos por Truffaut durante el rodaje)-, antes sabía que sentía hostilidad hacia ella cuando se pasaba días sin llamarla Mathilde; los dos están muy juntos en plano medio, pero los separa la puerta del coche, entonces Bernard se mete en el hueco con ella, ahora en primer plano, dice su nombre, la acaricia, ella le besa la palma de la mano, se besan, se abrazan;


entonces Mathilde se desmaya, se cae, se escurre de los brazos a Bernard, y desaparece por el bode inferior del encuadre -justo ahí entra la música de Georges Delerue-; la cámara traza una panorámica vertical para acompañar el movimiento de Bernard que se agacha y se inclina sobre ella -un motivo visual que se repetirá en la escena del clímax de la película-,

Fragmento de un fotograma de la escena del aparcamiento 
(fotografía de la pantalla)
Fotograma de la escena del clímax de La mujer de al lado

la coge y la ayuda a levantarse, la cámara sigue el movimiento con que se incorporan, y con un travelling a la izquierda vemos cómo Mathilde aún conmocionada se mete en el coche; una panorámica sigue a Bernard que se agacha junto a la ventanilla y le pregunta si puede conducir, pero ella arranca sin contestarle -ni siquiera lo mira- y sale de campo. El plano lleva inscrita la forma del destino que les aguarda a Mathilde y Bernard, y cristaliza, por así decir, el código genético de la película.

Truffaut prepara un plano de la escena 
del clímax de La mujer de al lado

La mujer de al lado, una película bajo el signo de una imposible sincronía de los amantes, cierra el círculo que se abría con Jules et Jim, una película que parecía cifrar -No merece la pena que los dos suframos al mismo tiempo: cuando tú dejes de hacerlo, empezaré yo- la deriva de la obra de Truffaut, un cineasta cautivo del arrebato en el aquel de filmar una historia de amor.

27/1/11

Hombres y dioses


Hace casi quince días vimos De dioses y hombres (2010) de Xavier Beauvois, el título aquí invierte los términos del original, Des hommes et des dieux. O sea, "Hombres y dioses". Curioso. Y vete a saber por qué.  Desde luego no por eufonía. ¿Por qué no, ya puestos, "De hombres y dioses"?  El caso es que esa inversión en el orden de los elementos del título original resulta significativa porque traiciona el sentido -o si se quiere, las prioridades- de una película que trata de hombres más que de religión, de hombres que creen más que de dioses; de lo humano antes que de lo divino. ¿Habrán seguido la pauta del título en inglés elegido para la película? ¿Y por qué también en inglés? Tampoco por eufonía. ¿Por una mayor familiaridad en la expresión? En fin, ¿por qué no respetarán los títulos -salvo por razones bien fundadas- si es casi siempre lo primero que nos cuenta algo -significativo- de una película?


Como no había visto ninguna de las cuatro películas anteriores de Xavier Beauvois y cada vez -será la edad- encuentro más razones disuasorias de ir al cine -cartelera descorazonadora casi siempre, doblaje, mala educación (móviles, revuelto y rumiado de palomitas, magreo de bolsas de plástico...) de los ocupantes de las butacas (me niego a llamarlos espectadores), ambientadores irritantes y salas cutres-, lo único que me empuja a perseverar es un puro gesto de resistencia (no sé de qué otra forma llamarlo, ah sí, tozudez). En esta ocasión, cabezonería aparte, sólo me animó a ver De dioses y hombres el gran premio del jurado del pasado Festival de Cannes, pero sobre todo porque Víctor Erice formaba parte de ese jurado y sé -de buena tinta- que el juicio del cineasta sobre las películas fue determinante a la hora de adjudicar las principales palmas del festival, y, seamos claros, también tenía toda la pinta de alejar a ocupantes de butacas rumiadores. Además, qué demonios, ir al cine con Ángeles y conducir de vuelta a casa hablando durante una hora de la película que acabamos de ver -aun poniéndola de vuelta y media, y no digamos si nos gusta- es un placer que -esta vez con todas las razones del mundo- me resisto a perder, y que tantas veces se prolonga aquí. Y lo diré ya: nos gustó mucho, es una buena película, y aun muy buena. Lo diré de otra forma: bastaron media docena de planos para apreciar que, además de ver una película, veíamos cine, una experiencia que resulta cada vez más difícil cuando uno va, mira tú, al cine. Si esperé a escribir sobre De dioses y hombres fue porque quería verla otra vez, no hubo ocasión, pero tampoco hubo día que no la rememorara, y hablar con Pepe Coira de ella el lunes avivó el deseo de decir algo sobre De dioses y hombres. Y no sólo porque me guste mucho la película, sino también -y más que nada- porque el cine que lleva dentro es (el tipo de) cine que más me gusta.


Trazaré las coordenadas de los hechos desplegados en De dioses y hombres: 1996, Argelia, una pequeña abadía en Tibhirine, ocho monjes cistercienses en las montañas del Magreb, corrupción del poder del FLN, terrorismo islamista del GIA... Supongo que os suena, quizá lo recordéis. Atrapados entre el ejército argelino y los islamistas armados, los monjes se plantean qué hacer, ¿irse o quedarse?


Con esas coordenadas De dioses y hombres podría derivar hacia una película en forma de crónica -pongamos por caso, Bloody Sunday (2002) de Paul Greengrass- , pero -y creo que ahí reside su grandeza-, respetando los hechos, deviene un acercamiento a la vida monacal que, en el curso del tiempo narrado, alcanza un grado de intimidad y capacidad de abstracción poco frecuentes cuando el cine pretende dar cuenta de la historia -la vida y el drama- de los pequeños seres sometidos al vendaval de la Historia, a menudo sucede que la Historia arrasa la historia.


No es este el caso. Beauvois logra en De dioses y hombres un (milagroso) equilibrio en el fluir de la vida de unos hombres (buenos) en una encrucijada convulsa. Cuando recibió el guión de Étienne Comar, le gustó pero quiso reescribirlo con el guionista para retrasar la irrupción de la violencia y mostrar a los monjes en su rutina cotidiana, antes de que se vea alterada y poder comprender entonces las convulsiones anímicas que experimentan. Beauvois se toma su tiempo para mostrar quiénes son y cómo viven esos monjes, qué significa vivir en comunidad y qué vínculos los unen a la naturaleza y a las gentes de Tibhirine. Como en Stromboli (1949) y, claro, en Francesco, giullare di Dio de Rossellini  la ficción es también un documento.


Beauvois podría suscribir estas palabras de Rossellini: No soy un cineasta religioso, me gusta filmar a la gente que cree. Y filma a sus monjes con sencillez para mostrar -no significar, sino mostrar, o, por lo menos, como decía Rohmer, no significar sin antes mostrar- su bondad. Las horas de oración, los cánticos, el trabajo, el estudio, el silencio, la comunidad y la convivencia con gentes que tienen otro dios, en definitiva, los rituales de la vida afloran como la medida -el compás- de la puesta en escena, hasta el punto que en De dioses y hombres la puesta en escena no es otra cosa que el ritual de los monjes.


Una puesta en escena austera, decantada con planos fijos en el interior de la abadía, iluminados por Caroline Champetier, imágenes justas antes que imágenes bellas -o bellas gracias a que son justas (y justas porque son justamente imágenes construidas con un primoroso cuidado de lo que muestran y del tiempo que cobijan)-, una puesta en escena que se corresponde con la humildad -y la firmeza- con que viven los monjes. Humilde es el abrazo del abad con un árbol, el cultivo de la tierra, la elaboración de mermeladas, la atención a los aldeanos en el dispensario de la abadía, la dicha de escuchar juntos El lago de los cines que suena en una casete -una escena que revela con honda y callada elocuencia el sentido y el compromiso de la comunión de los monjes-... Y de la humildad de su registro fílmico brota la emoción. Por así decir, Beauvois filma con el rigor técnico acorde con la moral (cinematográfica) que inspira la aprehensión fílmica de la vida de la abadía.

Caroline Champetier en el rodaje de De dioses y hombres
Abajo rueda una escena con una cámara Aaton Penélope


Y sólo cuando llega el desgarro con la irrupción de la violencia y el abad sube a la montaña en busca de iluminación, Caroline Champetier lo acompaña con panorámicas amplias de su cámara (una ligera Aaton Penélope) para inscribir el trance íntimo en la gloria de la naturaleza, en el cosmos. En De dioses y hombres, lo religioso emerge de una experiencia humana, demasiado humana, por eso nunca se subraya el heroísmo del martirio; en el sacrificio de los monjes no hay lugar para los gestos grandilocuentes ni el tono épico, sencillamente son hombres que han comprometido su vida -un compromiso que los religa a la comunidad, a las gentes, al lugar- y lo asumirán si llega el caso.


Beauvois ha contado que, antes que pasarse unas cuantas semanas comentando el guión con los actores alrededor de una mesa, prefirió que se encerraran en un monasterio para que aprendieran a vivir juntos, a cantar juntos, y cuando llegaron al rodaje habían trenzado fuertes lazos entre ellos. El cineasta filmó esos lazos. Y los movimientos, los ritmos y los gestos. Y los trabajos y los días. Y el silencio. Y los rostros, ese maravilloso monje anciano, ese magnífico Hermano Luc encarnado por Michael Lonsdale en el gran papel de su vida... Como si la forma fílmica fuera apenas la piel de la materia filmada en el aquel de atrapar lo fugitivo, la efímera vibración que germina en lo más íntimo, la conmoción que asoma en una mirada, el temblor que anida bajo la calma aparente, el latido secreto... que sólo la cámara puede capturar y sólo nuestra mirada puede encontrar en la pantalla, gracias al trabajo de iluminación y fotografía, tan delicado y sutil, desplegado por Caroline Champetier (quebrantado a menudo por una proyección deficiente en las salas).


Una forma fílmica que remite en algunas escenas a Mantegna o a Zurbarán, porque, como dice Beauvais, si quieres mostrar algo y ya Mantegna lo encuadró de la forma más bella para qué romperte la cabeza y hacerlo peor.  Quizá por ese respeto a la materia que se narra y por ese cuidado de la forma,  Beauvois y su equipo de fieles (además de Champetier, los sonidistas Jean-Jacques Ferran y Eric Bonnard) fueron merecedores del milagro de la nieve que empezó a caer en el momento justo del rodaje, e iluminó al cineasta cuando barajaba otro final para la película. Los elementos conspiraron para que De dioses y hombres encontrara la clausura que necesitaba. Y la nieve caía como una bendición sobre hombres y dioses.    


Si me gusta tanto el cine que representa De dioses y hombres es porque Beauvois se concede tiempo para mostrar, es decir, me lo concede a mí para mirar; porque ese tiempo que despliega es una experiencia digna de ser contemplada; porque no quiere atrapar mi atención a toda costa, sino que me deja espacio para que yo entre en el juego de distancias que los planos proponen, para que me acerque a los monjes; porque me invita pero no me impone una intimidad con los personajes, una intimidad que es una resultante, no una premisa; porque renuncia a entretenerme (a mi edad uno sabe cómo entretenerse sin necesidad de ir al cine) y  no trafica con golosinas audiovisuales; porque no me vende un producto de consumo digerible; porque sólo quiere compartir una mirada sobre otros hombres digna de ser recordada. Y el cine -no basta una película- es la condición de la memoria.

Xavier Beauvais (agachado, el primero por la dcha.) 
con sus monjes de De dioses y hombres

9/2/09

La intimidad

Lo único que de verdad importa es lo que pasa entre dos personas que están en la misma habitación. (Francis Bacon)



Todos los filmes, que merecen ser llamados filmes, son todos filmes peligrosos para todos los implicados en su realización. Quizá no hay un gran filme sin el sentimiento de que podría haber sido una catástrofe, que incluso debería haberlo sido sin esa especie de milagro que lo salvó. Estas palabras de Jacques Rivette podrían haber sido escritas a propósito de algunos filmes de Nobuhiro Suwa (Hiroshima, 1960). En especial de Un couple parfait (Una pareja perfecta, 2005).

La filmografía de Suwa puede contemplarse como una conversación inacabada –quién sabe si inacabable- con la modernidad cinematográfica europea. Una modernidad que Rivette, entonces crítico de Cahiers, auscultó y proclamó a partir de Viaggio in Italia (1953) de Rossellini, precisamente el filme con el que Suwa dialoga en Un couple parfait y con el que establece un productivo juego de espejos: tan semejantes, tan distintos. Desde Viaggio in Italia, cualquier filme cuenta la historia de cómo se hizo, una huella de la modernidad que hoy podríamos rastrear en una película capital –de cabecera- como La regla del juego (1939) de Jean Renoir. En ese sentido, no resulta exagerado afirmar que las películas de Suwa llevan su making of incorporado.


Rodar supone, entonces, encarar con alegría lo imprevisible, hasta el punto en que distinguir entre ficción y documental deviene superfluo –otra huella de la modernidad-. Tengo siempre la impresión de que todos mis filmes son documentales sobre “mis” actores y sobre la manera de hacer cine”, asegura Suwa. Así, Un couple parfait puede verse como un documental sobre la actriz Valeria Bruni-Tedeschi que interpreta a Marie, su protagonista. De igual forma que Viaggio in Italia era, y continúa siendo, un fascinante documental sobre Ingrid Bergman, más aún, sobre su relación con Roberto Rossellini; en la misma medida que la primera película que hicieron juntos, Stromboli (1949), puede –incluso debe- contemplarse como el documental sobre una actriz –o mejor, una estrella- arrancada del cine de Hollywood que acaba en una isla perdida del cine europeo.


Roberto Rossellini, Ingrid Bergman y George Sanders
en un momento del rodaje de Viaggio in Italia

Desde 2/Duo (1997), pasando por M/Other (1999), Nobuhiro Suwa elimina la fase de escritura del guión y, a partir de una situación argumental definida, involucra al equipo –actores, director de fotografía y sonidista- en el proceso de creación del filme. En Un couple parfait, el rodaje más corto del cineasta de Hiroshima –once días-, parten de un esbozo de argumento de seis páginas, o más bien de un diseño tonal –una partitura-, sobre la idea del colapso de un matrimonio. Y, claro está, la referencia de Viaggio in Italia. De ahí en adelante Un couple parfait se transforma en un filme a corazón abierto: malestar, sorpresa, desamparo… se convierten en materiales que la cámara de Caroline Champetier, responsable de la dirección artística y de fotografía-, registra con delicadeza. Quién sabe si esos materiales son hijos de lo real o de la ficción, pero llevan la marca del método de Suwa que filma sin la red del guión.


Valeria Bruni-Tedeschi en el rodaje
de Un couple parfait

Si en el cine clásico la cámara permanece a las puertas de la intimidad –recordemos el “toque Lubitsch”, por ejemplo-, el cine moderno la transfigura en savia nutricia. La intimidad deviene tema central. La pareja, el matrimonio, se convierte en figura dominante de los filmes más representativos de la modernidad: el ya citado Viaggio in Italia, los de Cassavettes –con Gena Rowland-, los de Ingmar Bergman –con Harriet Andersen, Ingrid Thulin, Liv Ullman-, los de Godard –con Anna Karina-, los de Eustache, los de Garrel…


Nobuhiro Suwa en el rodaje
de Un couple parfait

En los filmes de Suwa, la intimidad resulta una idea nuclear. La pareja es su tema. Idea y tema que en Un couple parfait se encarnan en un matrimonio –Marie y Nicolas- en proceso de disolución, que acude a París para asistir a la boda de unos amigos. La cámara se planta, por así decir, ante una pareja que se rompe. Entonces asistimos a un delicado tratamiento del espacio –piedra angular de la puesta en escena de Suwa-: el cineasta tiene que resolver en la planificación la misma cuestión que Marie y Nicolas: ¿dónde dormimos?/¿dónde pongo la cámara? Un problema íntimo convertido en un problema de puesta en escena. Un couple parfait se transforma desde ese momento en una experiencia cinematográfica que añade vacilaciones, azares, emociones que brotan… encuadrados con rigor por Suwa.


Fotograma de Un couple parfait

Marie/Valeria Bruni-Tedeschi visita el museo Rodin –escena en la que resuena la visita al museo de Nápoles de Ingrid Bergman en Viaggio…- y, mientras contempla a los amantes –abrazados, fundidos- esculpidos por el artista, una guía cita a Rilke: el cielo próximo aún no alcanzado/ el infierno vecino aún no olvidado. El filme de Suwa abraza el aquí y el ahora de la pareja, y su cámara se convierte en un fonendoscopio del vértigo al que se ve abocada, por eso contemplarla en su cruda belleza nos resulta conmovedor.

En el cuarto del hotel, Marie y Nicolas duermen en espacios improvisadamente separados pero suficientemente próximos. En términos de Suwa, no están en el mismo plano, viven en campo/contracampo. Cuando Valeria Bruni-Tedeschi susurra “duerme bien, mi amor”, algo que Nicolas no puede escuchar, asistimos a un momento estremecedor de la intimidad emocional que sólo nosotros, espectadores privilegiados, podemos compartir, pero, lástima de reglas de juego del cine, no aliviar.

Fotograma de Un couple parfait

Y nada hay más emocionalmente violento que cuando Marie solicita la ayuda de su marido para elegir el vestido que va a llevar a la boda y le pide que la mire: ese “mírame” representa una forma de forzarlo a compartir el mismo plano, a convivir en el mismo espacio, pero también, como ha señalado Luís Miguel Oliveira, una invocación casi mágica a una intimidad que se esfuma ante nuestros ojos, plano a plano, y que no pasa por las palabras sino por algo misterioso e inefable.


Fotograma de Un couple parfait

Quizá por eso, Suwa, al final de la película, invoca, no ya el milagro, como Rossellini, sino los orígenes del propio cine. Quizá estamos ante un nuevo comienzo para todos, de volver a mirar a mujeres y hombres como si fuese la primera vez.