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16/10/16

Tan poquita cosa, un corazón


Si tuviera que elegir la obra maestra de este verano, tendría pocas dudas. En realidad, ninguna. Me quedo con Man's Castle (1933), de Frank Borzage. Una de las historias de amor más bellas que haya visto nunca. Así de claro.


Man's Castle no sólo se rodó en plena Depresión, sino que sus personajes la viven y padecen. En esa encrucijada de desesperación aflora una historia de amor pespuntada con humor, preñada de gracia y lirismo, y en su milagrosa levedad desprende una honda y perdurable emoción. El propio título, basado en el dicho de que el hogar de cada hombre es su castillo, cobra visos irónicos cuando comprobamos que ese hogar es un cuchitril en un poblado de chabolas junto al río, en Nueva York, donde Bill ha encontrado un refugio como tantos sin techo que tiene por vecinos.


El filme de Borzage, iluminado por Joseph H. August (uno de los directores de fotografía preferidos por John Ford), captura el idilio de Trina y Bill (y, de paso, también el de Loretta Young y Spencer Tracy, que los encarnan), acogiéndolo con una luz que ampara a los amantes, como si los transportara fuera del mundo, aunque sólo una fina piel -una película (una pielecita, que decía Azorín)- los separa de la cruda realidad de unos tiempos duros.


Al principio de la película, encontramos juntos a Trina y a Bill en un banco de Central Park. Bill le echa de comer a las palomas y Trina murmura: Sería estupendo ser paloma. Siempre hay alguien que te echa unas migas. Hay gotas de vitriolo en la imagen de ese Bill ricachón, que alimenta a las palomas y se extraña de que haya gente hambrienta en el mundo (una imagen engañosa la del ricachón, un simple disfraz, como descubriremos muy pronto, uno de esos trabajos temporales que desempeña Bill cuando necesita dinero o lo necesitan sus amigos, esta vez de un hombre-anuncio). Trina le ha confesado que lleva dos días sin comer porque no tiene dinero y Bill comenta con desdén: Las palomas tampoco y a pesar de eso comen (una réplica que hoy suena tan familiar, forma parte del decálogo del consenso neoliberal).


Ese vector amargo (de la Depresión y la crisis social) sigue ahí, pespuntando la película, pero Man's Castle deriva hacia una dimensión subjetiva que envuelve y resguarda la luminosa intimidad de la pareja. En palabras de Hervé Dumont (en su libro consagrado a Borzage), que sólo cabe celebrar citándolas:
desde un punto de vista estilístico, la película extrae su hechizo lírico de (...) [la] yuxtaposición de la sordidez con el idilio, del filo duro de los diálogos y la delicadeza de la iluminación [ya lo dijimos, de Joseph H. August].
Trina y Bill (todos los personajes de Borzage) tienen, en el fondo, un gran corazón, y de esa nobleza emana la fuerza que los defiende de las fuerzas aniquiladoras, ya provengan del viento inclemente de la historia o del impulso aniquilador de la desesperación. Y se merecen que el amor escriba un cuento de hadas en una chabola, como un ángel de la guarda que los custodia en un tiempo despiadado.


Visualmente, por obra y gracia de la luz, Borzage no nos permite olvidar que la historia del mundo y la historia de amor de estos dos pequeños seres coexisten en diferentes planos de la realidad. Trina y Bill son marginados, desde luego, pero ni víctimas ni humillados, y, como verdaderos héroes borzaguianos, no renuncian a ningún sueño, mejor dicho, sólo renuncian al sueño americano del que se marginan con deliciosa tozudez: ¡No quiero dinero, te quiero a ti!, declara Tina hacia el final de la película con una desarmante, conmovedora y soberana fe en el amor.


Justo antes de bañarse juntos (y desnudos), de noche, en el muelle (se han conocido unas pocas horas antes), Trina envidia la placidez de los veleros. Bill comenta que se están pudriendo, es lo que le pasa a los veleros que llevan años anclados. Una alusión que anticipa la idea de un nómada irredento sobre el hogar (como ancla) que Trina porfiará por fundar, aunque sea en una chabola.


En el curso de esa porfía, Borzage hilvana tres momentos gloriosos, en realidad un único motivo pespuntado en tres tiempos, un hilván sublime con esa figura que atrapa la mirada del espectador con el mirar (y mirarse) en la pantalla, el plano/contraplano, una experiencia a la que ya nos referimos como un mirar mirar mirar. Tres momentos hilvanados que cifran el sentido de la historia de amor desplegada en los apenas 75' de Man's Castle. Bill no tarda en advertir señales de alarma para sus afanes vagabundos (y ánimo independiente, o mejor, autosuficiente) en la chabola que comparte con Trina.


Fundido a negro. Secuencias después la situación se ha complicado, El nudo se ha enredado. En un momento de "debilidad" Bill, que enmascara su bondad con ademanes ásperos y displicencia, le ha regalado una cocina a Trina y la chabola, a ojos de un culo de mal asiento incorregible, empieza a parecerse peligrosamente a un hogar (el ancla de la escena del baño nocturno). Bastan tres miradas (tan mudas como elocuentes) para que Borzage nos revele la lucha que se libra en el corazón de Bill, y la mirada de Trina al mirar de Bill (acercándose a él) y a la ventana para mostrarnos que comprende el conflicto que anida en su interior.


La puesta en escena de Borzage conjuga lo que anuda y separa a los amantes, los sentimientos en conflicto, ese cielo (enmarcado por el ventanuco) como sed de horizontes y apetito de trashumancia (para Bill); espejo de lejanía y porvenir de abandono (para Trina), por más que... Tienes un trozo de cielo en la mirada, le dice Bill a Trina... Poco después los vemos abrazados en el camastro. Trina le cuenta que está embarazada, pero no tiene miedo, está enamorada. Al final de la escena, con los amantes en primer plano, Bill se aparta de Trina. Encadenado. Lo vemos subir a un tren de mercancías en marcha. Pero una vez encaramado, mira hacia atrás.


Trina, aún en el camastro, llora mirando a través del ventanuco abierto al cielo, o sea hacia arriba, como si su mirada viajara en busca de Bill, y el cine obra el milagro (contra las leyes de su propia sintaxis, no hay raccord: él mira atrás, ella arriba, sus miradas no pueden encontrarse), y la mirada de Trina lo alcanza y le toca, y lo trae de vuelta, porque Bill se baja del tren... No es que se vean, es que el amor gobierna las miradas como quiere y miran lo que no se ve. Ahora, con toda la potencia incubada por el uso -canónico- del raccord en los dos momentos anteriores, estalla el poder de la mirada en todo su esplendor. Y en nombre del amor, Borzage se permite transgredir las leyes del raccord. El amor tiene su propia sintaxis.


Y qué decir del ultimo plano de la película, con Trina y Bill tiernamente abrazados en el vagón de un tren de mercancías, liberados por ensalmo de las amenazas del mundo gracias a un movimiento de grúa con una cámara que embelesa a los amantes y los ampara de las ruinas del tiempo y la historia, una imagen que cristaliza la apoteosis de la pasión amorosa. A propósito de ese plano sublime escribe Hervé Dumont:
Como un relámpago, esta última imagen demuestra la evidencia: Borzage pertenece a la estirpe de los que sueñan despiertos, los Marc Chagall, los Jean Vigo. ¿Cómo no recordar a Bella, la esposa de los aires [en La Bella y la Bestia, de Cocteau, sobra decir], o a la insólita novia encaramada en la gabarra de L'Atalante?
Ningún otro cineasta transmitió de forma tan sincera su fe en el amor como una fuerza inquebrantable que confiere a los amantes el poder de lo inimaginable (o un poder inimaginable).


Man's Castle fue de esas películas que estrenaron (por así decir) el Código de Producción, que iba a velar por la moral (y la moralina) de las películas producidas en Hollywood: el régimen de censura aceptado por los estudios que iba a sentenciar -ya desde el guión- qué temas, personajes, escenas, diálogos, vestuario... eran moralmente aceptables. Y el filme de Borzage pagó su precio en cortes, y alteraciones en el montaje para su reposición en 1938. Como apunta Dumont, Man's Castle transgrede todos los preceptos del Código de Producción: concubinato, escenas de desnudo, hijo ilegítimo, intento de violación, alusiones a la prostitución, al suicidio e incluso al aborto, alcoholismo, atraco impune, homicidio "justificado", diálogos indecentes, referencias blasfemas a la religión...


La Oficina Hays, encargada de velar por el cumplimiento efectivo del Código de Producción, tacha 23 pasajes del guión de Jo Swerling (a partir de Hunk O'Blue, una obra de Lawrence S. Hazard). Pero no quedará ahí la escabechina, la película acabada habrá de experimentar otros 30 cortes antes de su estreno, y cuando se reponga en 1938, aprovechando que Spencer Tracy encadena dos Óscares consecutivos por Capitanes intrépidos (1937), de Víctor Fleming, y por Boys Town (1938) -aquí, Forja de hombres-, de Norman Taurog, la Oficina Hays, en pleno apogeo, además de recortar algunos diálogos, impondrá una última -y más significativa- modificación: adelantar la boda de Trina y Bill desde la séptima bobina a la primera, para así evitar el concubinato. Una edición en dvd (con el título de Fueros humanos) que no le hace justicia, permite ver Man's Castel con los 75' que sobrevivieron a la censura, y (nos consuela) con la boda en su sitio.


Pocas historias de amor han alcanzado la temperatura emocional de Man's Castle, y si hacemos memoria, las primeras que recordamos, pongamos por caso, El séptimo cielo (1927) o Lucky Star (1929), también son obra de Borzage. La delicadeza y la calidez de las imágenes que cuidan del amor de Trina y Bill destilan un exquisito romanticismo sin asomo de sensiblería. Man's Castle es de esas películas (contadas) que parecen tener como divisa aquellos versos de John Donne:
El corazón es tan poquita cosa
cuando cae en manos del amor...
Tan poquita cosa, un corazón. (Por grande que sea.)

8/8/13

Memorias de un mascarón de proa



Se estrenó hace setenta años. No es que sea una película de otro tiempo, que también, es que es cine de otro mundo. Quizá la película más bella producida por Val Lewton. Era la preferida de su director, Jacques Tourneur (sin olvidar la otra niña de sus ojos, Stars in My Crown). Y de Mark Robson, su montador. La preferida de Ruth Knapp, la mujer de Lewton, su chica desde el instituto.

Val Lewton con Ruth

Una película bellísima. De las que se gloría el sentido de la vista. Yo anduve con un zombie llegó a los cines el 30 de abril de 1943.


Fue la segunda película de la pequeña unidad del terror, creada en 1942 por el ejecutivo de la la RKO, Charles Koerner, con vistas a producir películas de terror de serie B -debían costar menos de 150.000 dólares- para nutrir programas dobles -debían durar un máximo de 75 minutos (Yo anduve con un zombie roda los 70')- y competir con las producciones de la Universal, los amos del terror a la sazón (acababan de estrenar El hombre lobo de George Waggner con guión de Curt Siodmak). El propio Koerner -experto en la gestión de salas de cine- decidiría los títulos a producir. Por lo demás, Val Lewton, como productor al mando de la unidad, podía hacer las películas como quisiera. Gracias a los dioses lares del cine, la primera película fue un cañonazo: La mujer pantera (1942) de Jacques Tourneur le permitió a Lewton defender su visión del cine de terror amparándose en el éxito de público en su estreno como productor. Una visión que no podía ser más distinta de la óptica de sus jefes -en particular los sucesivos jefes de la serie B (por debajo de Koerner, por encima de Lewton)-, a los que no les gustaba nada La mujer pantera, lo poco que salía el felino; en fin, repudiaban las sutilezas de Lewton y Tourneur. Total, que el público se portó -desde el decisivo pase de prueba-, si no quién sabe si llegaríamos a ver, como vemos, Yo anduve con un zombie.


Todo empezó con el título. Koerner -no hablaba por hablar- le encargó a Val Lewton (antes del rodaje de La mujer pantera) una película que se iba a titular Yo anduve con un zombie; se le había ocurrido leyendo I met a zombie  -"Conocí a un zombie"-, un artículo de Inez Wallace aparecido en la revista American Weekly sobre los rituales del vudú en Haití; en realidad, un refrito de materiales procedentes de La isla mágica. Un viaje al corazón del vudú, un libro de William Seabrook publicado en 1930 que causo tanta sensación como para convertirse en la semilla de los zombis fílmicos por venir. Lewton superó la aversión que le producía el título a través de la óptica de una adaptación de Jane Eyre: una Jane Eyre en las Antillas, fue el concepto que Lewton le vendió a la gente de su unidad. La historia de dos hermanos, la mujer que aman -esposa de uno, amante del otro- y la enfermera que la cuida. Pero, por encima de todo, la ambición de Lewton se cifraba en filmar una película hermosa (más hermosa aun que La mujer pantera). Por lo visto, hacía años que JacquesTourneur y él abrigaban la idea de adaptar, de alguna forma, la novela de Charlotte Brontë.

Jacques Tourneur

Lewton y Tourneur se habían conocido en 1934. Los había presentado Selznick durante la producción de Historia de dos ciudades y los puso al mando de la segunda unidad -Tourneur, como director, y Lewton, como productor y guionista (y lo que hiciera falta, era ayudante, investigador, editor de guiones con Selznick)- con el encargo de rodar el episodio de la toma de la Bastilla. Enseguida congeniaron. Investigaron durante dos meses en torno a la Revolución Francesa y escribieron un guión de quince páginas. Y rodaron la secuencia. Fue el primer trabajo importante de Tourneur, como director, en Hollywood. Y el comienzo de una gran amistad.

Fotogramas del episodio de la toma de la Bastilla 
rodados por Tourneur y Lewton 
para Historia de dos ciudades (1935) de Jack Conway. 

En 1941, poco antes de que Koerner lo contratara para dirigir la pequeña unidad del terror de la RKO, Lewton había trabajado por encargo de Selznick en el desarrollo de una adaptación de Jane Eyre. Precisamente cuando se encontraba inmerso en la documentación de la película, conoció a DeWitt Bodeen -el guionista de La mujer pantera, La séptima víctima o La maldición de la mujer pantera-; Lewton recordó que Bodeen (a la sazón trabajaba como lector en el departamento de historias de la RKO) había escrito un libro sobre las hermanas Brontë y Selznick lo contrató como documentalista -bajo la supervisión de Lewton- para ayudar a Aldous Huxley, que se afanaba con el guión de Jane Eyre. (En 1942, ya al frente de la pequeña unidad del terror de la RKO, Lewton pensó enseguida en Bodeen, lo reclutó como guionista y le hizo ver las películas de terror de la Universal, para que tuviera claro qué tipo de cine no iban a hacer; en principio, Koerner compartía el propósito de Lewton. Selznick acabó vendiéndole el proyecto de Jane Eyre a la Fox, que lo llevó a la pantalla; Robert Stevenson dirigió la película que se estrenó en 1943 -aquí se tituló Alma rebelde- y el guión lo firmaron Huxley y John Houseman, un amigo de Lewton, que producirá Cautivos del mal, la película de Minnelli donde se le rinde tributo a nuestro hombre.)

Fotograma de Jane Eyre de Robert Stevenson,
iluminada por George Barnes.

Koerner debía tener un interés especial en el proyecto porque contrató, para trabajar con Lewton, a Curt Siodmak -el guionista de El hombre lobo (de la Universal)-, que escribió la primera versión de Yo anduve con un zombie. Y Lewton le dijo que estupendo, que un placer trabajar juntos... y adiós. Y se puso manos a la obra en una nueva versión con Ardel Wray, una guionista de su unidad. En realidad, lo que no le gustaba del guión de Siodmak era su falta de ambigüedad; por así decir, todo quedaba claro, se ataban todos los cabos (o por lo menos, todo quedaba más claro, se ataban más cabos); pongamos por caso, en la versión de Siodmak resultaba meridiano que Paul, el marido, había convertido a su mujer en un zombi para impedir que se fugara con Wesley, su hermanastro, y tenerla en su poder para siempre. Pero la ambigüedad  es una condición esencial de las películas de Lewton, ahí anida justamente su poética, la poesía de su cine. (Sobra decir que Yo anduve con un zombie es de esas películas que producen sarpullidos a quienes sólo buscan en las películas un guión de hierro, estructurado con una lógica causal y un tercer acto con todos los cabos bien atados.)


Ahora vienen a cuento dos o tres cosa que sabemos de nuestro productor-autor. En sus años RKO, Lewton tuvo que pelear cada una de sus películas, y eso que trabajar para un tipo como Koerner fue lo mejor que le pasó como productor; desde luego le acabó con la salud, pero pudo materializar su cine, y qué demonios, la vida siempre nos acaba matando. Lewton era un tipo obsesivo, convencido de que las pequeñas películas (hechas con cuatro duros y en tres semanas para las sesiones continuas en los tiempos oscuros de la 2ª guerra mundial) también podían ser hermosas, que nunca serían demasiado buenas para los buenos espectadores que sabrían apreciarlas. Por eso preparaba con fervor cada una de sus películas sin descuidar los mínimos detalles, desde el guión hasta el atrezo, como le había contagiado Selznick; además, presa de miedos y fobias, padecía de insomnio y se pasaba las noches trabajando en sus producciones. Y menos mal que padecía insomnio porque, si no, a ver cómo iba a hacer películas tan hermosas con plazos tan apremiantes; basta cotejar unas fechas para hacerse una idea del ritmo febril y fabril de la pequeña unidad del terror de la RKO: rueda La mujer pantera entre el 28 de julio y el 21 de agosto de 1942, y dos meses más tarde, entre el 26 de octubre y el 19 de noviembre de 1942, ya está rodando Yo anduve con un zombie, y dos meses después El hombre leopardo, y dos meses más tarde La séptima víctima... Y así sucesivamente.

Crédito de Val Lewton en La isla de los muertos (1945), 
una de sus últimas películas en 
la pequeña unidad del terror de la RKO.

Lewton era un hombre culto; tenía la casa llena de libros (podía leer una novela de 200 páginas en 45 minutos) y una memoria formidable le permitía recordar pasajes enteros de cualquier libro que hubiera leído. Amaba la literatura y pespuntar unos versos de John Donne aquí o allá, en esta o aquella película, como al final de La mujer pantera, los versos del quinto de sus sonetos sagrados: 

But black sin hath betrayed to endless night 
My world, both parts, and both parts must die.

Pero el negro pecado hunde en la noche eterna
de  mi mundo ambas partes, y ambas deben morir.
(Traducción de Carlos Pujol.)


O en La séptima víctima, otros dos versos, del primero de los sonetos sagrados:

I run from death, and death meets me as fast, 
And all my pleasures are like yesterday.

Voy corriendo a la muerte y ella corre hacia mí,
mis placeres son ya como el día de ayer.
(Traducción de Carlos Pujol.)


Claro que si hablamos de citas no podemos dejar de mencionar las pictóricas que amojonan el cine de Lewton, pongamos por caso el Manolito Osorio de Goya  en La mujer pantera (como elemento del decorado: lo tiene Irena encima de la chimenea y nunca se subraya su presencia) y en La maldición de la mujer pantera (como un ingrediente de la trama: habla del pasado de Oliver, de su relación con Irena).

Arriba, fotograma de La mujer pantera (podemos ver 
tras Irena, la parte inferior de la pintura de Goya). 
Abajo, fotograma de La maldición de la mujer pantera 
con el retrato de Manolito Osorio. 


Volvería a inspirarse en Goya, esta vez en Los desastres de la guerra, para el campo de batalla al comienzo de La isla de los muertos. Y encontramos ecos de la obra de Hogarth -a través de efectos cuadro- en Bedlam.Y, desde luego, mención especial merece La isla de los muertos de Böcklin.

Versión de 1880.

Una versión de 1883.

Una condesa le había encargado a Böcklin un cuadro para soñar. En un principio, el pintor lo tituló Lugar tranquilo. Pintó varias versiones con variantes de formato, luz, tamaño y disposición de los elementos en esta revisión (del mito) de la barca de Caronte. Era el cuadro preferido de Lewton, verdadera imagen-encrucijada, y aun matriz temática y figurativa de su cine: el tránsito entre los vivos y los muertos -Yo anduve con un zombie-, la isla -Yo anduve con un zombie y La isla de los muertos-, el cementerio -El hombre leopardo y Los ladrones de cadáveres-, el barco -El barco fantasma-, un lugar de clausura, de encierro -Bedlam-, un escenario habitado por historias olvidadas y voces remotas -La mujer pantera y La maldición de la mujer pantera-. Cabe imaginar el ciclo de terror de Lewton en la RKO como un único filme, donde todas las películas se comunicarían a través de pasajes espectrales, con el cuadro de Böcklin como mapa. Cómo no imaginar el lugar de trabajo de Lewton presidido por una reproducción de La isla de los muertos, como un programa fílmico. Y no puede sorprendernos que haya citado la pintura, no ya en una película con el mismo título -donde el cuadro se transfigura en decorado-, sino también en Yo anduve con un zombie, donde La isla de los muertos de Böcklin aparece como tal cuadro, colgado en la habitación de Jessica, la paciente que cuida Betsy, la enfermera.


Si cada película representaba una batalla para Lewton se debía, en buena medida, a que se veía en la necesidad de defender su visión del cine de terror (inseparable de su visión del cine y de la alta consideración que le tenía al espectador). Y ahí radica uno de los problemas, en el término terror, que define un género. En esa palabrita se cifra una de las motivaciones de este aparte en el rumbo de Yo anduve con un zombie, pero no tan aparte porque esta película representa una prueba del nueve del cine -de terror- de Lewton (otra sería La séptima víctima, tan olvidada). Unos meses después de su estreno, apareció en las librerías de Estados Unidos una antología de relatos de terror y misterio prologado por Boris Karloff, el actor que había encarnado al monstruo de Frankenstein (su más excelsa encarnación, diríamos), pero también un hombre muy culto, un estudioso de la literatura fantástica, los cuentos de hadas y la obra de Conrad. El actor sugería la pertinencia de diferenciar el horror y el terror. En el territorio del horror ubicaba todas aquellas figuras o asuntos de carácter más o menos repulsivo, en una palabra, el gore. En los dominios del terror residen la creación del miedo, sí, pero un miedo generado a través de lo sugerido, un sentimiento que se entraña en lo más profundo del espectador mediante el despliegue de los poderes de la elipsis (de lo que no vemos pero presentimos, de lo que queda fuera de campo), esos poderes del cine de Lewton y Tourneur a los que rendía tributo, en Cautivos del mal, la escena de La maldición de los hombres pantera. Dicho de otra forma, Karloff y Lewton hablaban el mismo idioma del miedo. Cómo va a extrañarnos que el primero acabara de protagonista en las tres últimas películas del segundo en la RKO: La isla de los muertos, Los ladrones de cadáveres y Bedlam.

Boris Karloff y Val Lewton durante el rodaje de Bedlam

Contemos, como quien dice entre paréntesis, que Boris Karloff  fue contratado por Jack Gross, un ejecutivo procedente de la Universal y jefe de la serie B en la RKO a la sazón, y asignado a la unidad de Lewton. A nuestro hombre le sentó como un tiro. No sólo se trataba de una injerencia en sus dominios, sino que Karloff era un emblema de la escuela de terror de la Universal, un estilo que Jack Groos pretendía trasplantar a la RKO, justo lo que Lewton rehuía: era un anti-Universal militante. Como Tourneur. Ya durante la preparación de La mujer pantera, Lewton mandó proyectar para el guionista DeWitt Bodeen y el resto del equipo las películas de terror de la Universal para dejarles claro que no iba a producir ese tipo de cine. Lewton no quería películas que asustaran, sino que inquietaran; su cine -sobre todo en las películas que hizo con Tourneur- se hilvana con una sintaxis de sombras y destila una poética del desasosiego. (Hasta qué punto podía llegar el absurdo en aquellas fábricas de películas que la RKO publicitaba a Val Lewton como "sultán del escalofrío" y otras lindezas similares. Otra prueba: los carteles que diseñaba el estudio para sus películas; basta ponerle los ojos encima a los de Yo anduve con un zombie: salta a la vista que traicionan el estilo Lewton al prometer lo que nunca se va a ver, los sustos que los espectadores nunca van a experimentar. Que la película fuera un éxito de público dice mucho de aquellos espectadores, y no digamos de los de ahora.)


Claro que, si contemplamos las películas de la Universal -que detestaban Lewton y Tourneur- desde el presente y a la luz de la deriva del cine -y más concretamente del cine de terror-, entonces ese rechazo de los cineastas deviene exagerado y aun injusto, aunque también es cierto que si se comparan la escuela Lewton y la escuela Universal es imposible no apreciar las diferencias. En todo caso, el frente del rechazo radical de Lewton y Tourneur también resulta explicable, no sólo por el aquel de articular una mirada -una estética- propia, que también, sino por el contexto de la militancia anti-Universal: no tienen nada que ver el cine que representaban Frankenstein de James Whale o La momia de Karl Freund, verdaderas joyas del estudio a principios de los 30, con El fantasma de Frankenstein o La tumba de la momia, de principios de los 40, justo cuando se fraguó la pequeña unidad del terror de la RKO. Y no menos explicable resulta, entonces, el rechazo que le inspiraba a Lewton la figura de Boris Karloff, pero pronto se entendieron de maravilla; un hombre culto como Karloff disfrutaba con el gusto refinado de Lewton y llegó a confesar que el productor lo rescató: a esas alturas era un muerto viviente y con Lewton recuperó su alma. Cerremos, pues, el paréntesis.


El propio Lewton explicó, de forma llana, su visión del cine de terror tras el estreno de La mujer pantera en una entrevista publicada en Los Angeles Times (aunque no fuera, sobra decirlo, tan sencilla; todo lo contrario, era sofisticada pero discreta, elegante pero no elitista; y desde luego no era una fórmula):

Nuestra fórmula es simple. Una historia de amor, tres escenas de terror sugerido y una de violencia. (...) Eliminamos la fórmula del horror desde el principio. No queríamos ningún argumento espeluznante. Ninguna máscara inhumana, con dientes rechinantes y peluda. Ninguna manifestación física chirriante. Ningún terror excesivo. No se puede sostener un terror demasiado tiempo. Llega a ser hilarante. Pero toma una dulce historia de amor, o una historia de antagonismos sexuales, sobre personas como nosotros, no "freaks", y sustituye el horror aquí y allá por la sugestión, y habrás conseguido algo. O, por lo menos, pensamos que lo tienes. Esa es la línea que tratamos de seguir.


No me voy a enredar en  una discusión teórica acerca del terror, un género de fronteras movedizas, contiguo a menudo -en el cine de Lewton- con el fantastique (La maldición de la mujer pantera), a veces, o con el noir (La séptima víctima). En todo caso cabe apuntar que el cine -de terror- de Lewton explora las fuerzas oscuras (los dominios de lo oculto que escapa a nuestro control y asedia nuestras vidas), los hechizos remotos, los mitos olvidados (el vudú en Yo anduve con un zombie), las reminiscencias del pasado, trastornando a los personajes de sus filmes que acaban transitando un territorio (más mental que geográfico) donde se borran las fronteras entre el pasado y el presente, donde -como decía Faulkner- el pasado no ha pasado aún (no otro es el hilo que pespunta un motivo temático primordial en el tejido de Yo anduve con un zombie: la esclavitud, con un tratamiento insólito a la altura de 1943), y los deseos reprimidos como fuerza motriz de lo monstruoso, lo otro que saja la piel de las apariencias, lo siniestro que perturba lo civilizado (otro hilo cardinal de Yo anduve con un zombie: la ¿locura? de Jessica se relaciona con una transgresión, amar al hermanastro de su marido; Betsy quiere represar su deseo por Paul, al que cree enamorado aún de su mujer, y concibe la idea de salvar a Jessica para él, se sacrifica por amor, y como último recurso confía en el vudú; aunque, como veremos, nunca podremos disfrutar de una certeza absoluta a propósito del sacrificio de Betsy, la película sólo propicia las conjeturas, y disfrutar, lo que se dice disfrutar, sólo de la ambigüedad).


Lo remoto se enseñorea del presente. Lo oculto sienta sus reales en lo doméstico. Lo insólito subvierte lo cotidiano. Lewton, geógrafo de las tinieblas, se ha dedicado a borrar las fronteras entre lo visible y lo invisible, entre lo real y lo imaginario, entre el pasado y el presente, en el aquel de destilar una insondable memoria de lo oculto. Y lo esencial: Lewton sabe que si lo extraño -lo desconocido, lo otro- fuera un enigma, podría plantearse su resolución, pero se trata de un misterio, y los misterios no se resuelven, son elusivos per se; se perciben, se vive con ellos, si se puede, pero sin dejar de ser misterios. De ahí la incertidumbre sustancial de un universo fílmico donde conviven lo real y lo sobrenatural, este mundo y el trasmundo; donde se disponen lugares y figuras para iluminar lo que no puede verse, dicho de otra forma, para alumbrar una ausencia, para dar forma a lo presentido; un universo, en fin, tan inaprehensible como las sombras. Una trama, un tejido, una  telaraña de sombras deviene así Yo anduve con un zombie, iluminada por J. Roy Hunt.


Por eso los filmes de Lewton se construyen alrededor de una elipsis primordial, sobre lo no dicho, sobre lo radicalmente otro. De ahí que sólo puedan respirar en una atmósfera de ambigüedad. El misterio sólo sobrevive al amparo de las sombras. Tenía razón Robin Wood: nos conformamos con la noción cine de terror a propósito de filmes como Yo anduve con un zombie porque no encontramos otro término más apropiado.


Lewton era un productor que propiciaba la inspiración compartida. Quería que todos sus colaboradores estuvieran al tanto del desarrollo de cada proyecto en cada uno de los departamentos, y contribuía a crear una atmósfera que favoreciera las aportaciones de cada cual en cualquier esfera de la producción de una película. Verna De Mots, la secretaria de Lewton, evocando el ambiente de trabajo, señalaba que la pequeña unidad del terror y la unidad de comedia se hallaban separadas por un vestíbulo, pero éramos nosotros los que más nos reíamos. La oficina siempre estaba llena de escritores y directores bromeando y hablando de Rusia [de donde era originario Lewton] mientras tomaban té y galletas. Con lo bien que lo pasábamos era casi imposible creer que fuésemos capaces de hacer once películas en esos tres años y bastante buenas. Val era una persona maravillosa, cariñosa, sensible y dulce.

Val Lewton con su hermana Lucy 
y su secretaria Verna De Mots. 

Ardel Wray, que escribió la segunda versión del guión de Yo anduve con un zombie, evocó sus jornadas de trabajo con Lewton, cómo la sumergió en una marea de libros sobre el vudú haitiano, todos cuantos consiguió encontrar el productor, un investigador adicto y adictivo; cómo la mandó a comprar la muñeca que se utiliza en el ritual (como una forma de prolongar su inmersión más allá de las páginas del guión); cómo la hizo vivir el tránsito espectral de Betsy con Jessica a través de la plantación en un paseo a medianoche por un baldío mientras trabajaban en el guión.


Lewton procuraba el compromiso emocional de sus colaboradores con la película contándosela oralmente, con una puesta en escena que figuraba los efectos de iluminación que imaginaba en la pantalla, bajando la voz y apagando las luces en tal o cual momento de la historia, dirigiendo la luz de un flexo contra una pared para producir sombras movedizas con las manos o con todo el cuerpo... tal como vemos hacer a  Jonathan Shields en Cautivos del mal, dando vida con las sombras a La maldición de los hombres pantera (como seguramente le contó John Houseman al guionista  Charles Schnee y a Vincente Minnelli que hacía Lewton).

La oscuridad tiene vida propia...

Aunque trabajaba mano a mano con los guionistas, Lewton casi nunca firmaba los guiones de sus películas (salvo en Los ladrones de cadáveres y Bedlam, bajo el seudónimo de Carlos Keith), ni siquiera aparece acreditado en el de una película con una historia tan suya como La maldición de la mujer pantera o en el de La isla de los muertos, que concibió a partir de su cuadro de cabecera; eso sí, siempre escribía la versión definitiva del guión de todas y cada una de sus películas.


Y describe cada escena con un grado de detalle inusual en los guiones de Hollywood, como puede comprobarse en estas líneas a propósito del mascarón de proa en el jardín de los Holland:

En el jardín junto al torreón hay una fuente. El detalle más sorprendente de este manantial o fuente, que brota de una grieta en las piedras de la torre, es que, en lugar de caer directamente en la cisterna, vierte primero en los hombros de un enorme mascarón de madera de teca de San Sebastián. De los hombros del santo caen dos arroyuelos que se deslizan sobre su pecho. El pecho de madera de la estatua está perforado con seis largas flechas de hierro. El rostro aparece gastado y negro. Sólo unos pocos trazos de pintura blanca persisten todavía en un halo sobre su cabeza.


El agua llueve sobre el mascarón de proa (del barco negrero que trajo a los esclavos a la isla antillana), al que los negros llaman T-Misery; una figura que parece llorar todas las lágrimas derramadas desde África por los padres y madres, abuelos y abuelas, de los negros de la isla que, como le cuenta Paul a Betsy, han vivido la existencia durante generaciones como una condena, por eso lloran en los alumbramientos y bailan en los entierros. El mascarón de proa deviene un motivo poético a modo de encrucijada del pasado y el presente, de los tránsitos sonámbulos de unos personajes atrapados en una atmósfera donde se desdibujan las fronteras entre el día y la noche, donde lo visible sólo destila sombras, y en un mundo de sombras nada es lo que parece. Como le explica Paul a Betsy en el barco durante la travesía nocturna hacia la isla, la belleza que la enfermera admira en el mar es pura ilusión, esa fosforescencia  se debe a una miríada de criaturas muertas en estado de descomposición, una mirada que sirve de llave para ver la película.


Ninguna película como Yo anduve con un zombie desvela esa poética de las sombras que profesaban Val Lewton y Jacques Tourneur. Nunca como en Yo anduve con un zombie se vio tan arraigada esa ambigüedad que caracterizaba la visión del cine de terror que compartían; una ambigüedad que se transfigura en una matriz de dudas: ¿Quién es el responsable de la condición zombie en que deambula Jessica? ¿Paul, su marido, que destruye cualquier sombra de belleza, todo sentimiento de vida? ¿Wesley, el hermanastro de Paul, enamorado de Jéssica? ¿La madre de ambos, que se siente culpable por haber ahogado el amor de Jessica por Wesley? (Ese turbio pasado familiar que aflora en los versos de ese romance en la voz de ese cantante de calipso llamado Sir Lancelot.) ¿Por qué Paul se deja convencer por Betsy para aplicarle un shock de insulina a Jessica, si el tratamiento puede matarla? ¿Transige porque suspira por recuperarla o por librarse de ella?


O al revés, ¿por qué Betsy quiere convencerlo, porque hay una posibilidad de devolverle a Jessica o precisamente porque está enamorada de Paul y Jessica puede morir? Cuando el tratamiento fracasa, a Paul y Betsy se les ve decepcionados ¿por qué no curaron a Jessica o porque no murió?  Sospechamos... entonces aparece Wesley y los acusa de querer matar a Jessica. (Primero la película genera dudas y luego irrumpe un personaje convencido de la hipótesis que había germinado en nosotros.) ¿Y por qué Betsy lleva a Jessica a la ceremonia vudú? Como apuntaba Robin Wood en uno de los mejores textos que se hayan escrito sobre la película, palabrear Yo anduve con un zombie, un prodigio de incertidumbre, tiene mucho que ver con desgranar el rosario de ambigüedades que la amojonan.

Yo anduve con un zombie. Parece extraño... 
escuchamos en la voz de Betsy al principio de la película.

Diríase que una cámara sonámbula ha filmado Yo anduve con un zombie y no podemos estar seguros de qué se cuenta y mucho menos de quién cuenta, quizá el brujo de un ritual vudú. Importan mucho más esas imágenes que nos atraviesan el mirar y despiertan ecos oscuros en los adentros, una memoria de lo oscuro, por así decir, más que lo que esas mismas imágenes cuentan; unas imágenes que se hilvanan con una lógica poética (no irracional, pero sí no-racional) alrededor de un centro que deviene pura elipsis. Porque lo verdaderamente extraño no puede explicarse, sólo aludirse. Porque en un mundo de sombras, no queda otra que andar a tientas.


En una última secuencia bellísima afluyen las corrientes subterráneas que resonaban  en el curso de la película, cuando Wesley, llevado por un arrebato mata a Jessica con una flecha que arranca del pecho del mascarón.


La libera en un movimiento dominado por el vudú y se pierde con ella en el mar, ese cementerio marino del que hablaba Paul en una de las primeras secuencias.


Los pescadores encuentran a Jessica (con ecos de la iconografía de una Ofelia) y Carre-Four, el negro guardíán de las encrucijadas, devuelve el cadáver a la mansión de los Holland.


Y la película termina con un travelling hacia T-Misery.


Quizá el único que cuenta, el único que podría contarlo todo. Hemos visto Yo anduve con un zombie como si llovieran en nuestra mirada las memorias de un mascarón de proa.