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30/3/14

Los zuecos de mis años


La noche del viernes, y gracias a la recomendación -enlace incluido- de Ramón Costafreda, vi una película de esas que te lava los ojos. Que te bendice la mirada. Le Sabotier du Val de Loire  (1956). O sea, O zoqueiro do val do Loira, que diríamos aquí. La primera película escrita y dirigida por Jacques Demy. La rodó en octubre de 1955. Una películita inmensa de apenas 26'. Ayer se la di a ver a Ángeles. (El viernes andaba malita.) Le encantó.


Demy -Jacquot de Nantes (como tituló Agnès Varda aquella película que le dedica al cineasta y donde evoca su infancia y adolescencia: una carta de amor al hombre de su vida)- filma al fabricante de zuecos y a su mujer, el matrimonio que lo acogió de niño en su casa, en el campo, cuando Nantes estaba ocupada por los alemanes y era bombardeada por los aliados.

Jacques Demy en el rodaje de Le Sabotier du Val de Loire

Un documental donde lo real cobra una cualidad táctil, con visos de una veracidad palpable. Sin duda. Pero hay algo más. Y ese algo es mucho más. El latido íntimo de esa voz en off, por ejemplo, que nos lleva hasta los adentros de esos dos viejos tan callados, con un tono cercano -casi se diría que elegíaco- al Berger de Puerca tierra o Una vez en Europa.


O esa escena con el zoqueiro sentado en el valado de la carretera, cuando recibe la noticia de la muerte de un amigo de su edad, consciente de que él o su mujer cualquier día... Y cuando ese día llegue el que quede tendrá los días contados... Entonces, como movido por un pálpito, mira a la izquierda, la cámara traza una panorámica siguiendo su mirada... Y descubrimos que al fondo, tras la curva de la carretera, aparece ella empujando la vieja carretilla de vuelta de lavar en el Loira. Esa mujer que se le -nos- aparece como el más preciado de los dones.

O al final, un domingo. Él pesca en el Loira. Ella, al lado, ganchilla. Y la cámara, retrocediendo por el curso del río, abandona a esos viejos, apurando las horas felices en silencio, mientras escuchamos el paso del tren. Los trabajos y los días. La vida. El tiempo, que se acaba siempre.

Dos movimientos que devienen transportes líricos preñados de melancolía. El del protagonista, primero. El del cineasta después. Hilvanando una despedida. La mirada tiene manos. La mirada del cineasta, las manos del zoqueiro. Y viceversa.


Cómo me gustaría compartir esta película con el maestro (cuántas veces habremos hablado de El árbol de los zuecos de Olmi, y despiertan tantas resonancias una en otra...). Espero que le pongáis los ojos encima, y veréis. Esos zuecos tienen mis años.

30/1/12

La belleza del mundo


Tanto como celebrar las películas de nuestra vida, rescatar del olvido aquellas que podrían serlo o despertar el deseo de ver el cine de tantos directores, reconforta traer a esta escuela una obra reciente -de un cineasta a seguir- que ha pasado por las salas -pocas- en voz baja y que merece -y recompensa- cuanta atención le prestemos, una  película tan austera, silenciosa y humilde como Le quattro volte (2010) de Michelangelo Frammartino.    


La idea de Le quattro volte germinó en un texto atribuido a Pitágoras y escrito durante la estancia del filósofo y matemático griego en Calabria, donde Frammartino, hijo de calabreses emigrados a Milán, pasó los veranos de su infancia y adonde volvió para rodar sus dos largometrajes; a sus 43 años, Le quattro volte es su última película.

Frammartino en el rodaje de Le quattro volte

El texto de Pitágoras da cuenta de las cuatro vidas del hombre: la mineral (las sales minerales de nuestros huesos), la vegetal (la sangre que, como la savia por las plantas, circula por nuestro cuerpo), la animal (el aparato sensorio-motriz) y la humana (el entendimiento y la voluntad). Dadas las cuatro vidas -que remiten a los cuatro elementos, pero también a las cuatro vidas (o formas) del alma-, continúa Pitágoras, para que el hombre pueda conocerse verdaderamente, debe transitar las cuatro vidas, debe vivir cuatro veces, de ahí le quattro volte del título del filme de Frammartino.  


Y en torno a esas cuatro vidas -esas cuatro veces (de la transmigración) del alma- se articula la materia de una película que, en cuanto relato, podría figurar entre los cuentos filosóficos (de todo el mundo) - El círculo de los mentirosos y El segundo círculo de los mentirosos- que va recopilando el guionista Jean-Claude Carrière. Un viejo pastor, un cabritillo, un árbol y un saco de carbón bastan para hilvanar una cosmogonía.

 



Cuatro veces, cuatro estaciones, cuatro movimientos (del alma). Le quattro volte desplaza al hombre del centro del mundo para restaurar el equilibrio del cosmos. Es la existencia -lo que existe- quien cobra protagonismo. La finitud y la contingencia parecen aguardar por el cine para revelarnos el alma de las cosas. Y Frammartino construye las imágenes como encrucijada de la mirada; no para ser descifradas, leídas o interpretadas, sino para que vayamos a su encuentro. Para ver -percibir- en la piel del mundo las cuatro formas del alma. Y  la belleza como un poso de las formas en la mirada. Y el sonido -verdadera caligrafía sonora- como peto de ánimas (de las cosas), como podríamos referirnos al alma de un instrumento musical.


Hay quien ha definido el filme de Frammartino como una película experimental -quizá porque no tiene diálogos ni voz en off y, sin aspavientos, aguarda por nosotros- y quien la ha calificado de documental -quizá porque todo parece verdadero, como sin preparar-. Cualquier espectador avisado -por su propia experiencia- se da cuenta de que Le quattro volte ha exigido una larga, sostenida y atenta preparación, pero basta ver el plano-secuencia de ocho minutos, siguiendo los movimientos inquietos de un perro que ladra sin tregua para llamar la atención  de unos cofrades, con su Cristo camino del Gólgota y sus legionarios romanos, y, como lo ignoran, procede a sacar con patas y hocico la piedra que hace de tope en la rueda trasera de una camioneta aparcada cuesta arriba, de tal forma que empieza a moverse marcha atrás y acaba destrozando el cierre de un redil donde el pastor guarda su rebaño, entonces las cabras ocupan el pueblo que la gente ha abandonado para asistir a la procesión de Semana Santa, basta contemplar, decía, la ligereza y armonía de las panorámicas desde un único -y feliz- emplazamiento de cámara con que Frammartino resuelve la escena en un solo plano para advertir que no estamos ante un documental. O podríamos convenir en que, si algo documenta Le quattro volte, es el alma. Que lo invisible aflore en lo visible cifra el milagro de la película. Y lo documenta con el humor que destila la mirada del cineasta enhebrando con júbilo vitalista las cuatro vidas, las cuatro veces.


Le quattro volte canta el milagro de la vida, es decir, el accidente que la hizo posible, su contigencia, y usa el cine como notario de su efímera condición, pero también como revelador de la belleza que alienta en lo fugitivo de las formas que la cámara aprehende. Cuánto nos ha recordado el cine de Flaherty, pero también Día de fiesta de Jacques Tati y El árbol de los zuecos de Ermanno Olmi. Y claro, Frammartino evoca en el ritual del árbol -que los vecinos del pueblo cortan, celebran y luego acaba convertido en carbón- la memoria de I Dimenticati, el corto que rodó en 1959 Vittorio de Seta -uno de los maestros italianos del documental- sobre la fiesta del árbol que se celebra desde tiempo inmemorial en Alessandria del Carretto, un pueblo de Calabria.


Empezamos la semana pasada despidiendo a Angelopoulos y la acabamos descubriendo a Frammartino. Parece un episodio de Le quattro volte. Las vidas -las almas- del cine. En las últimas líneas del texto de Santos Zunzunegui que me despertó el deseo de ver Le quattro volte, citaba el último verso de un soneto de Góngora en el aquel de cantar el destino de toda la belleza del mundo; al final todo acaba en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada. Por eso lo cantamos, con la poesía, con la música, con la pintura... Con el cine.

24/5/09

La distancia



El próximo miércoles 27 de mayo se estrena en una sala de los cines Princesa de Madrid Eloxio da distancia, una película de Julio Llamazares y Felipe Vega que abrió el pasado OUFF (Ourense Film Festival), en noviembre de 2008. Se trata de una película documental de 90 minutos sobre unas gentes que habitan un territorio situado en el NE de Galicia que confina con las tierras de Asturias y León, o sea, sobre un paisaje que según Otero Pedrayo invita a experimentar la distancia. Eloxio da distancia representa una invitación a compartir esa experiencia. La experiencia de una escucha. La experiencia de una mirada.

Cinematografías como la gallega o la española -o casi cualquier cinematografía con escasas excepciones (Hollywood, Bollywood, Francia... y poco más)-propician cada cierto tiempo la irrupción de filmes atípicos, flores raras del jardín secreto de un cine inusitado, pongamos por caso El cielo gira (2004) de Mercedes Álvarez, filmes que trascienden la taxonomía documental/ficción -tan poco esclarecedora cuando un filme merece tal nombre- y que reclaman desde su condición insólita un lugar de interlocución sin prejuicios con el espectador. Eloxio da distancia ha encontrado su lugar en la pantalla de una sala de Madrid. No fue fácil. Tampoco será fácil que se prolongue si no encuentra la respuesta de los espectadores. Es más, probablemente la película se la juega el primer día. Si el próximo miércoles 27 el público responde al humilde reclamo de la película, habrá conquistado otro día más. Y así sucesivamente. Es injusto. Pero, lamentablemente, es así.

El paisaje y el cine tienen en común la mirada. Sin la mirada el paisaje sólo sería territorio. Sin la mirada el cine sólo sería un invento óptico para registrar imágenes en movimiento. Una mirada con la que embalsamar el tiempo que pasa. Esperar por el tiempo sin apurarlo, decía Mercedes Álvarez. El respeto por el tiempo del otro, un tiempo que no se puede violentar, la espera como actitud moral, apuntaba José Luís Guerín a propósito de Nanook de Robert Flaherty. Echando mano de las palabras de Gonzalo de Lucas a propósito de Ermanno Olmi (El árbol de los zuecos), un cineasta es como un campesino que siembra las cosas que ama -rostros, paisajes, objetos- y las envuelve en la piel del filme que las mantiene vivas y las preserva de la desaparición, de la muerte. He ahí el cuidado que han puesto Julio Llamazares y Felipe Vega en Eloxio da distancia. Como ese viejo herrero que conjura el fuego en el prólogo de la película, una obra preñada por el suspense de las preguntas primordiales: ¿qué se trae ese herrero entre manos?

El goce en la espera, el deleite en el silencio, la melancolía de los caminos, del viento en los árboles, del fluir del agua, de la niebla y de la nieve. La mirada se remansa en el campesino que siega la hierba, en los pasos en el bosque, en los viajes del cartero y de la veterinaria, en el curso de las cuatro estaciones. Es imposible que no percibamos en la textura fílmica el aroma de una despedida, la sombra inevitable que acecha en los bordes de cada plano, como un fuera de campo lírico y telúrico con un aquel testamentario. Cada mirada -cada plano, cada corte- deletrea un adiós. Contemplamos presencias que resisten, pero de una u otra forma cada momento de la película remite a una lúcida anticipación de la derrota que aguarda en la última revuelta del camino. Por eso tantas veces a lo largo del filme resulta inevitable recordar aquellas palabras de John Berger: "Imaginar que miles de años de cultura campesina no dejan ninguna herencia para el futuro, simplemente porque nunca tomó la forma de objetos perdurables; seguir manteniendo, como se mantuvo durante siglos, que es algo marginal a la civilización; todo eso es negar el valor de demasiada historia y de demasiadas vidas. No se puede tachar una parte de la historia como quien traza una raya sobre una cuenta saldada".

Eloxio da distancia puede leerse -contemplarse- como una carta desde el futuro, pongamos que dentro de cincuenta o cien años, cuando las presencias con las que convivimos en el filme sean ya huellas de una ausencia, fantasmas o sombras de un mundo desaparecido. Así le gusta imaginarlo a Pepe Coira, uno de sus productores, o mejor, una de las almas del proyecto, que alentó y protegió la libertad de sus autores en todo momento. Cuando aquel futuro presentido llegue, Eloxio da distancia se leerá -y contemplará- en clave de elegía y los espectadores percibirán entonces la orfandad de un tiempo perdido.

Pero hoy podemos disfrutar de una hermosa película en la que late el paso del tiempo con un vívido sentido del lugar, a través de la elocuente caligrafía de luces y sombras, de caminos donde sopla el viento cuando quiere, de la intimidad de la mirada sobre un paisaje que conjuga las cuatro estaciones con los cuatro elementos, punteada con la música del birimbao. Eloxio da distancia: tiempo para pensar, dice uno de los personajes. La distancia.