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5/6/16

¿Un réquiem por el CGAI?


Cada año esta escuela ha evocado el CGAI, la Filmoteca de Galicia, en distintas entradas. Las más, rememorando episodios luminosos. horas encantadas, proyecciones -también coloquios o un seminario sobre Godard- inolvidables. Durante los noventa, el CGAI (dirigido por Pepe Coira) fue nuestra casa; raro, el día de la semana que no nos pasábamos por allí, y fueron numerosas las actividades conjuntas de la EIS y el CGAI, como los cursos de verano bajo un epígrafe que cifraba humor y cinefilia, Cero en conducta. Sobra decirlo, nos sentimos orgullosos del CGAI, o por decirlo de otra manera, el CGAI es (o debería ser) un orgullo para los cinéfilos de este país. Pero las noticias sobre la precariedad de la Filmoteca de Galicia resultan cada vez más alarmantes. Si uno fuera nacionalista, diría que defender el CGAI es una causa nacional, y bien está que el BNG haya levantado la voz contra los recortes que amenazan una institución dedicada también a la recuperación, custodia y preservación del patrimonio cinematográfico de Galicia. Suena a incuria que en defensa del CGAI no se haya levantado un clamor unánime. Y si no nacional, desde luego es una cuestión personal, así que suscribimos palabra por palabra las que enhebraron Xurxo Chirro y Martin Pawley desde Acto de Primavera. Y también las de nuestro hijo desde su página de fb; aquí quedan (traducidas del gallego):
(1 de junio) El CGAI es uno de esos raros lugares en que el servicio público y el bien común son una misma cosa. Su defensa nos compromete a tod@s. Por amor al cine, en solidaridad con l@s trabajador@s y contra la infinita barbarie de los imbéciles que nos gobiernan.
(3 de junio) Antes de saber lo que era una Filmoteca yo pasaba ya un montón horas en el CGAI, donde vi, con once o doce años, maravillas como Moonfleet (Lang), los cortos de animación de Tex Avery y Bill Plympton, y filmes tan poco adecuados para mi edad -gracias, mamá y papá- como Videodrome (Cronenberg), Angustia (Luna) o Teniente corrupto (Ferrara). No, entonces no sabía que una Filmoteca es una institución esencial para recuperar y conservar la memoria audiovisual de un país, pero sabía bien que el CGAI era el mejor refugio para un niño que amaba el cine. De estas cosas -amor, cine y memoria- no tienen ni idea los responsables de la política (?) cultural (??) de Galicia (???), desde el Conselleiro, Román Rodríguez, hasta el Director de la AGADIC, Jacobo Sutil, pasando por el Secretario de Cultura, Anxo Lorenzo. Hace un par de días, con escaso aprecio por mi futuro en el audiovisual gallego, les llamé bárbaros e imbéciles, pero hasta eso me parece concederles un mérito excesivo.
La agonía del CGAI, la sola posibilidad (por momentos cada vez más probable) de su acabamiento por inanición, empaña unos días (y hasta semanas) con sobrados motivos de celebración cinéfila, pongamos por caso los estrenos en los multicines Norte de Vigo y en la sala Numax de Santiago de los últimos filmes de Hong Sang-soo (Right Now Wrong Then) y Jia Zhang-ke (Mountains May Depart); La venganza de una mujer, de Rita Azevedo Gomes, y As mil e uma noites de Miguel Gomes. O la llegada a las librerías de un libro espléndido: A propósito de Godard. Conversaciones entre Harun Farocki y Kaja Silverman, editado por Caja Negra.


El pasado febrero, la Filmoteca de Galicia cumplió 25 años. ¿Habrá que cantar un réquiem por el CGAI? Habrá que indignarse.

28/7/11

El poso del pasado

Pasamos unos días en Matosinhos. Por ninguna razón. O justamente por no haberla. El domingo paseábamos por la playa a la hora del crepúsculo y descubrimos un tenderete con un cartel que rezaba Festa do Livro, no feira sino festa, quizá porque suena mejor en estos tiempos apretados por la crisis o porque consistía en un único puesto de venta con unos cientos de libros expuestos por iniciativa de la Cámara Municipal. De Matosinhos, sobra decir. Y allí nos encaminamos. Aquí está la cosecha:


Así que dejamos de lado las provisiones de lectura que llevábamos y probamos el acopio reciente. Ángeles eligió la novela de Lawrence Block, Na linha da frente -de la serie de Mattew Scudder-


y uno fue alternando el Kafka de Pietro Citati con el libro de Antonio Rodrigues en homenaje a Bénard da Costa, demorando el placer que me aguarda con la autobiografía de Preston Sturges. A la vista de los libros dio uno en pensar en algunos oficios felices. Como el de editor.


Debe ser muy feliz quien edita un libro de Citati -editorial Cotovia-, con buen papel y márgenes amplios, haciendo feliz a quien, habiendo leído a Kafka, lo relee ahora a través de los ojos de uno de sus mejores -y más felices- lectores.


Como feliz debió ser quien concibió y diseñó la colección Gato preto -también de Cotovia- que cobija las novelas de Lawrence Block. Como feliz debe sentirse un librero al sugerir o poner en las manos del lector propicio cualquiera de estos libros. Hubo un tiempo en que no podía imaginar ocupación más feliz -y aun asequible- que la de librero, pero según me cuenta Rosa Suárez, la librera de Trama (en Lugo), en estos tiempos una librería exige una latosa faena logística y administrativa, y no resulta fácil vivir de ella en una ciudad pequeña, por milenaria que sea, si se renuncia, como es el caso, a la venta de libros de texto. Allá por los setenta acaricié la idea de montar una librería. Claro que era una idea peregrina, si tenemos en cuenta el modelo que tenía en la cabeza -la librería Galimatías de Santiago-, apenas duró unos años, tres o cuatro -entre 1977 y 1980- si no recuerdo mal, pero cuánta felicidad repartió. El profesor Villegas iba conociendo tus gustos y lecturas a medida que frecuentabas la librería, te proponía nuevos autores, nuevas novelas, te las recomendaba con pasión, abriendo pasajes inesperados con otros libros o autores, presintiendo la lectura más propicia a tu estado de ánimo. Recuerdo unos días del verano del 78 en que andaba perdido -y presa del desasosiego e insomne, y... en fin- y Ángeles me cuidó a base de libros que me traía de Galimatías con la prescripción del profesor Villegas: Philip K. Dick, David Goodis, Horace McCoy... y las Crónicas marcianas de Ray Bradbury. No era un librero, era un sanador de almas. Luego encontré la Michelena y, aunque no la montara, fue durante treinta años mi librería. Y ya no tengo una que pueda decir mía, como no vivo en Lugo, ni cerca... Pues eso, huerfanito -de librería- que se ha quedado uno.


Pero a día de hoy, si tuviera que decidirme por uno de esos oficios, o dejémoslo en ocupaciones, felices, elegiría la de programador. De cine, claro. De hecho, sin ejercerlo profesionalmente, he disfrutado del aquel de programador amateur, o sea, de amador, de quien ama dar a ver películas, dar a amar filmes; pongamos por caso a finales de los setenta y principios de los ochenta formando parte de la directiva del cine-club de Tui, o durante los noventa en la Escola de Imaxe e Son de A Coruña preparando ciclos de películas fundamentales que los alumnos no deberían dejar de ver. Bénard da Costa, como nos recuerda Antonio Rodrigues, uno de sus camaradas en la Cinemateca Portuguesa, y puede comprobarse en sus textos sobre las películas de su vida -os meus filmes da vida / os filmes da minha vida, decía (escribía)-, sentía predilección por el adjetivo fundamental, pero también por portentoso, y por el mejor de todos, inadjetivable. Algún día uno debería programar un ciclo de filmes llamado así, los inadjetivables, en homenaje a Bénard da Costa, y a cuantos aman, amaron o amarán el cine. Durante esos años noventa disfrutamos de los primeros tiempos del CGAI, cuando Pepe Coira era el director, ya he recordado aquí algunos de aquellos ciclos gloriosos -el de Tarkovski o Kurosawa, por ejemplo-, recuerdo ahora también el de Norman McLaren y el de Tex Avery ;


en aquellos años, hablamos más de una vez Pepe Coira y yo de programar ciclos temáticos, que permiten, por así decir, jugar con el cine -con las películas y con el espectador- y dar rienda suelta a la imaginación a la hora de enhebrar con un hilo secreto filmes que a primera vista no tienen nada que ver o abrir pasajes entre autores cuyas poéticas se juzgarían en las antípodas. Llegué a hacer listas de películas -programar consiste en gran medida en hacer listas de películas- sobre la frontera -físicas y mentales, geográficas y metafóricas, lingüísticas y temporales ...- desde Río abajo de Borau hasta Terciopelo azul de David Lynch, pasando por Persona de Bergman, El pequeño salvaje de Truffaut o No man´s land de Alain Tanner. Y, por supuesto, hice aún más listas, cada una con un orden de proyección distinto, porque ahí está otra de las claves de los ciclos temáticos, qué película le proyectamos primero al espectador y cuál después, y así sucesivamente, para crear una lectura virtual para un espectador ideal.

Bénard da Costa en la Cinemateca Portuguesa

Para compartir el placer de ver, de volver a ver, el goce del cine. Para mantener incandescente la pasión por el cine. He ahí el oficio que ejerció durante cuarenta años el recordado Bénard da Costa.


En una de las noches de Matosinhos pasaban en un canal francés Las horas del verano (2008) de Olivier Assayas, que tanto nos había gustado y de la que tanto le hablé al maestro, y se me ocurrió que podría formar parte de un ciclo temático sobre el verano, cae de cajón, pero también sobre la memoria, o sobre la herencia, o sobre el tiempo perdido, o sobre el arte, y ya puestos, también, mira por dónde, sobre la frontera... entre la civilización y la barbarie. Y quizá ése es uno de los síntomas de un buen filme, que puede enhebrarse con otros a través de muchos hilos secretos, abrir pasajes de ida o de vuelta o de ida y vuelta con las películas más diversas y aun -aparentemente- alejadas. Y síntoma, asimismo, de un buen ciclo temático, que nunca cesa atraer nuevos filmes a sus polos magnéticos, porque el programador de cine nunca deja de imaginar otras películas para atraparlas en la red significante del tema, porque, como nos recuerda Antonio Rodrigues a propósito de Bénard da Costa, no se puede ser un buen programador sin imaginación.

A la izda., Olivier Assayas en el rodaje 
de Las horas del verano

El pasado no ha muerto, ni siquiera ha pasado, decía Faulkner. La globalización -y la deslocalización que lleva aparejada- reclama la erradicación prescriptiva de la memoria. Así, el pasado –el relato fundador de la identidad- se convierte en una mercancía sospechosa, y aun en un lastre del que desprenderse presto, un estorbo del que deshacerse y una herencia que malbaratar. En esas coordenadas sitúa Olivier Assayas el relato que desarrolla en Las horas del verano.


La muerte de la madre reúne otra vez a los hermanos que trabajan en las cuatro esquinas del mundo. Deben decidir qué hacer con la casa y todo lo que en ella ha encontrado su lugar en el curso de los años, un mundo a punto de desvanecerse, arrasado por la urgencias de los calendarios, del designio irrefutable de los relojes. Una herencia como espejo de la identidad, que no es otra cosa, en definitiva, que el reconocimiento de la erosión del tiempo. La melancolía envuelve ese universo que tiene en la casa familiar su centro neurálgico. El mundo de la infancia. Las horas del verano perdidas. El pasado que uno podría rastrear en la memoria de algunos filmes de Renoir, cierta joie de vivre imposible de recuperar.


El filme de Assayas deviene casi una pieza de cámara atravesada por una larga conversación. Una obra mayor de un cineasta que domina con elocuencia el fluir de un relato que nos trabaja muy hondo en los adentros. Las imágenes de Eric Gautier y la música conjugadas con una puesta en escena chejoviana desprenden un inconfundible perfume proustiano. Los cuadros, los muebles, los objetos que acompañaron las vidas, vivos ellos mismos y vividos. Assayas filma con primor estos fantasmas de un tiempo olvidado, huellas de una civilización que se percibe como un peso muerto, como una experiencia desechable, en la era de la globalización.

A la dcha., Olivier Assayas en el rodaje 
de Las horas del verano

Pero quizá aún no está todo perdido si los nietos son capaces de intuir lo que están perdiendo con la venta de la casa familiar y el traslado a un museo de los objetos, de los cuadros, es decir, cuando el pasado se borra o se momifica. En un breve rasgo de lucidez late aún el pulso de la esperanza.


En las lágrimas de Sylvie. Comprendemos entonces que lo esencial –inmaterial e invisible- se ha transmitido y sobrevivirá. Un momento de revelación donde el filme condensa y cifra el poso del pasado.

16/2/09

La memoria de una herida


No siento debilidad por los filmes de animación. Salvo excepciones. Aquel ya lejano ciclo dedicado a Tex Avery en los primeros tiempos del CGAI, por ejemplo. Una brillante Caperucita con plastilina que me puso hace años Carlos Amil de un director ruso (¿o polaco?) que no recuerdo. Dumbo me parece un guión perfecto. Alguna de Pixar. A veces me quedo con la sensación de que los filmes recientes –me refiero a los de estos últimos diez años- se encorsetan en fórmulas retóricas y no extraen la potencia expresiva que late en las formas que manejan. ¿Será porque la mayoría de los filmes se orientan hacia un público infantil –niños acompañados de sus papás-? No descarto que cierta manía mía condicione estas consideraciones. Tampoco es imposible que en años venideros llegue a disfrutar el género con mayor amplitud de miras. De hecho, mi yo refractario a los musicales se ha domesticado en los últimos veinte años y, bueno, los que conocéis mis reparos atávicos tendríais que verme disfrutar de Sombrero de copa. En fin…



Ayer me decidí y vimos, por recomendación de Adela y Dani, Persépolis (2007) de Marjane Satrapi y Vincent Paronnaud, una adaptación del comic del mismo título de la primera. En buena medida, ambas obras, el comic y la película, se nutren de la experiencia personal de la autora y directora. Autobiografía, diario, memorias representan retóricas que pespuntan el tejido narrativo de la obra gráfica y del filme. Escritura del yo, en definitiva. Digámoslo ya: Persépolis, hablamos del filme, se articula en torno al tema de la identidad, así el yo –de la protagonista- deviene una construcción donde se vertebran fisiología, desarrollo emocional, la relación con los otros, la memoria y la historia.



Con esas líneas de fuerza, Persépolis cuenta la historia de una niña iraní que vive un infancia en medio de la convulsión que representó la caída del Sha, la llegada del ayatolá Jomeini, la guerra de Irán con Irak y la institucionalización de una sociedad islámica; que se hace mayor en Viena, que vuelve a Irán donde se casa y acaba en París. Traslaciones geográficas que llevan aparejadas conmociones anímicas. Persépolis cartografía la deriva de los trastornos de la identidad, de las heridas de la memoria y el precio de la libertad.



Necesariamente, el filme aborda la reinvención del pasado que no es otra cosa que jirones de recuerdos arrancados al pozo negro del olvido. El mundo adquiere trazas de laberinto donde le resulta muy fácil perderse a una criatura sometida al trasiego trágico de los acontecimientos. Hagamos un poco de memoria. Si por algo se caracteriza el final del siglo XX, es por haberse recreado en la suerte de la historia como moridero universal. La guerra Irán-Irak de la que nos llegan en el presente ecos tan vivos y reflujos sangrientos supuso un millón de muertos, así, como quien no quiere la cosa. Y no hablamos de Bosnia, de Ruanda, del Congo, de… Uno gritaría aquéllo de "Socialismo o barbarie" si no fuera porque uno ya es incapaz de consolarse con el recetario clásico, demasiadas dudas, demasiadas incertezas, demasiadas... Demasiadas tinieblas para tan pocas iluminaciones.



Persépolis
, y con ella su protagonista, atraviesa el atormentado fin de siglo en un relato amojonado por momentos de fulgor. Más allá del didactismo, diario íntimo desbordado, apenas contenido por las costuras de la identidad, cosido a base de cicatrices del yo. A la Marjane niña le revienta la sociedad islámica en la que vive, su tío comunista ha sido fusilado, suspira por otro mundo. A la Marjane adolescente que vive en Viena, los trastornos íntimos la hacen perder pie, suspendida en el vacío, sin amarraderos afectivos con el entorno. A la Marjane mujer joven que busca su camino en Irán, apenas si le sirve ya el hilo de Ariadna al que podía agarrase de niña para salir del laberinto, la relación con su abuela, una trasunto de hada madrina sobrada de ironía, sentido común e independencia.



El dibujo (animado) se convierte en trazo frágil para dar cuenta de tantas pérdidas con las que la protagonista devala en el torbellino de la historia. Entonces, el humor y el juego se alían para tramar la reinvención visual y dotar de ligereza al dolor que producen los cataclismos de la identidad. Así, cuanto más desgarradoras son las pérdidas, el vuelo humorístico permite al relato remontar el fango sentimental. El filme nunca se permite el regodeo sensiblero, ni siquiera en la tierna y emocionante despedida cuando la niña acude a la cárcel para darle el último abrazo a su tío comunista.



Un dibujo que recuerda a Tardi o Comès y que se revela como una herramienta poética de gran rendimiento para desvelar los entresijos del tiempo histórico, sin perder la condición de diario íntimo. La mutación visual de los fotogramas mediante el arabesco del dibujo permite la transfiguración de los estados anímicos de la protagonista, el temblor de una mirada que aspira a desentrañar el mundo.



Persépolis
extrae de la labilidad del negro más profundo y del blanco más luminoso del dibujo los retazos de la memoria inscrita en la historia de una familia atravesada por la Historia del Irán del siglo XX. Persépolis nos interpela desde las arenas movedizas del tiempo con una mirada reveladora que se abre sobre la memoria candente de una herida.