Lo llamé así porque lo compré durante un viaje por Portugal en un colmado de Necessidades, un día de julio con una luz inclemente que borraba los contornos y deshilachaba las formas de la freguesía.
Mientras hojeaba el cuaderno, llegó el velero y recordé aquello de Baudelaire, que podemos renunciar a vivir pero navegar es una necesidad. Una cita imprecisa porque en algún cuaderno la habré apuntado pero no en éste, adonde fueron a parar otras, pongamos por caso unas cuantas:
Igual que no se puede amar a una mujer perfecta, tampoco se puede hacer una película perfecta. (Monte Hellman, en la presentación de Carretera asfaltada en dos direcciones en Cannes)
Estoy más orgulloso de haber participado en la guerra civil española que de cualquier otra cosa que haya hecho en mis ochenta años. (Alvah Bessie, guionista, brigadista de la Lincoln, uno de los diez de Hollywood durante la caza de brujas)
Odio los talleres de escritura. Aprender a escribir debe ser como un 'solo' de música, algo largo y doloroso. (Jim Harrison, escritor americano)
El arte del cine -algo en cierta forma muy sencillo- es no matar lo que se filma. (Eric Rohmer)
Cada día que no te veo es un crimen, una masacre. (Jean-Pierre Léaud a Isabelle Weingarten en La maman et la putain de Jean Eustache)
Cuenta la historia como si sólo fuera de interés para el pequeño círculo de tus personajes, pensando en que podrías ser uno de ellos. (Julio Cortázar)
En 1964 decidí que, de todos mis oficios terrestres, el violento oficio de escritor era el que más me convenía. (Rodolfo Walsh, escritor, desaparecido por la dictadura argentina)
El problema de las parejas es que las mujeres se casan pensando que ellos van a cambiar y los hombres se casan pensando que ellas no van a cambiar. (Arthur, un cómico francés; y también una réplica de la serie Luther -de la BBC- escrita por Neil Cross)
Nuestro interés se centra en el límite peligroso de las cosas./ El ladrón honesto, el asesino tierno, el ateo supersticioso. (Robert Browning)
El libro es la vida secreta de su autor, el mellizo oscuro de un hombre; no se los puede reconciliar. (Uno de los personajes de Mosquitos de William Faulkner)
Si nos observamos desde una gran altura, es espantoso darnos cuenta de lo poco que sabemos sobre nuestra especie, nuestro propósito y nuestro fin. (W.G. Sebald, Los anillos de Saturno)
No vine aquí para escribir, vine aquí para estar loco. (Robert Walser a un visitante en el manicomio de Herisau)
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14/10/10
Cuaderno de Necessidades
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27/5/10
Celebración
No se me ocurre mejor manera de celebrar este día que vi amanecer, mientras daba un largo paseo por el libro de arena del Vilar, que traer aquí un texto breve -y maravilloso- de Robert Walser, mi paseante favorito. Lo primero que leí al despertarme, como aquel que dice para bendecir las primeras luces del día, el primer texto, la primera página de Vida de poeta, esa gavilla de prosas breves que tanto le gustaban a Kafka -y tanto le gustan a Cheché Carmona-; una pieza que leí por primera vez en Lisboa, junto al Tajo -que allí dicen Tejo- en compañía de Ángeles, y que, tras escucharlo, ella tituló "un racimo de adjetivos que ríen". Se titula De un poeta:
Un poeta se inclina sobre sus poemas: ha hecho veinte. Pasa una página tras otra y descubre que cada poema despierta en él un sentimiento muy particular. Se devana penosamente los sesos tratando de averiguar qué es lo que planea por encima o en torno a sus poesías. Presiona, mas no sale nada, golpea, mas no logra sacar nada, tira, pero todo sigue tal cual, es decir, oscuro. Se apoya sobre el libro abierto entre sus brazos cruzados y rompe a llorar. Yo, en cambio, el pícaro autor, me inclino ahora sobre su obra y descubro con infinita indeliberación en qué consiste el problema. Se trata simple y llanamente de veinte poemas, uno de los cuales es sencillo, otro pomposo, otro mágico, otro aburrido, otro conmovedor, otro delicioso, otro infantil, otro muy malo, otro bestial, otro inhibido, otro ilícito, otro incomprensible, otro repugnante, otro encantador, otro comedido, otro extraordinario, otro esmerado, otro abyecto, otro pobre, otro inefable y otro que ya no puede ser nada más, porque sólo son veinte poemas distintos que en mi boca han encontrado una valoración, si no precisamente justa, al menos rápida, lo que para mí supone siempre el mínimo esfuerzo. Una cosa es, sin embargo, segura: el poeta que los escribió aún sigue llorando, inclinado sobre el libro; el sol brilla encima de él; y mi risa es el viento que corre impetuoso y frío entre sus cabellos.
Alguien dijo que Walser era el más solitario de los escritores solitarios. El paseante solitario se titula el texto que escribió W. G. Sebald -otro de mis fronterizos de cabecera- en recuerdo de Robert Walser. He aquí un fragmento:
"No tuvo casa jamás, ni una vivienda duradera, ni un solo mueble y, en su guardarropa, en el mejor de los casos, un traje bueno y otro menos bueno. De lo que necesita un escritor para ejercer su oficio no tenía casi nada que pudiera llamar propio. Libros no poseía, según creo; ni siquiera los que él mismo había escrito. Los que leía eran casi siempre prestados. Hasta el papel de escribir del que se servía era de segunda mano. Y al igual que toda su vida vivió sin posesiones materiales, también permaneció apartado de los hombres".

Si no fuera por Carl Seelig, su recuerdo habría desaparecido como desaparecieron sus últimas huellas bajo la nieve cerca del manicomio de Herisau aquella navidad de 1956.

Los rastros de su vida -más allá de lo evocado por Seelig en sus Paseos con Robert Walser- son tan fragmentarios y lejanos que -en palabras de Sebald- realmente no se puede hablar de una historia o de una biografía, sino de una leyenda. Alguien lo recuerda leyendo de pie, en un rincón de Herisau una novela de Julio Verne.

Cercado por las sombras, escribe con letra microscópica prosas como relámpagos o lluvia de mayo. En los despeñaderos de la desesperación esculpió los más puros cristales del humor. Y cuando ya no pudo escribir, Walser se alegró con la risa de los niños, el escorzo de una muchacha o una cerveza en una taberna a la vera del camino. Había mucho que ver y razones sobradas para la celebración.
16/10/09
El pabellón de las geishas
A Kafka le gustaba el cine. Era hipersensible al ruido, vegetariano y buen nadador. Le gustaba remar por el Moldava y caminar, y frecuentaba los burdeles. No le hacía ascos a montar en moto, a caballo y a jugar al tenis. Introdujo mejoras en los dispositivos de seguridad de las máquinas cepilladoras empleadas en la industria maderera (y consiguió evitar innumerables accidentes -y amputaciones-). Nunca está lo bastante solo cuando escribe y nunca hay suficiente silencio a su alrededor, ni de noche es lo bastante de noche. Y se quejaba amargamente en sus cartas a Felice. Una manera sutil de advertirle de lo que le esperaba si llegaba a casarse con él. Era consciente de lo que suponía entregarse a escribir con dedicación exclusiva: ...el mundo formidable que tengo en la cabeza, pero cómo liberarme y liberarlo sin hacerme añicos, escribió en su Diario. Reconocía que perdía mucho tiempo, pero la libertad absoluta y su capacidad para pasar el día mirando la página en blanco podría haberle resultado insufrible. Así que disponer de la aseguradora en la que trabajaba para echarle la culpa acababa por resultarle un alivio y, de paso, salvaba un mínimo imprescindible de autoestima. A propósito de Picasso, recuerda Gustav Janouch escucharle que el arte es un espejo que adelanta como un reloj... a veces. Su idea de la literatura dibuja un territorio en los confines del lenguaje, un paisaje mental frecuentado por tipos como Hölderlin, Robert Walser o Simone Weil. El 27 de enero de 1904 le escribió a su amigo Oskar Pollak: Si el libro que estamos leyendo, no nos espabila de un mazazo en la cabeza, ¿para qué lo leemos? (...) Necesitamos que los libros nos afecten igual que una catástrofe, que nos duelan en lo más hondo, como la muerte de alguien a quien queremos más que a nuestra propia vida, como ser desterrados a un bosque alejados de todos, como un suicidio. Un libro debe ser un hacha para el mar helado de nuestro interior. Kafka tenía 21 años. Y escribió desde los confines de la razón una obra a medida de una idea de la literatura (humorística) que conjugaba lo inusitado y lo doméstico.
Quizá el gran invento de Kafka haya sido escribir a propósito de lo improbable o de lo imposible como la si fuera la cosa más natural del mundo. En la prosa de Kafka lo increíble no resulta sorprendente. Creo que él y Emily Dickinson se hubieran entendido a la perfección. Por carta, claro. En el mundo de Kafka la sorpresa no está ni se le espera. Su escritura es un atestado de lo inexorable. Por eso la familia Samsa reacciona con horror y disgusto ante el escarabajo en que se ha convertido Gregor, pero ni asomo de sorpresa, ni pizca de asombro. Ante una prosa tan pulida, tan serena, tan impasible, nos sentimos apremiados a sospechar, ¿qué me quiere contar? ¿qué me está contando? ¿de verdad me está contando esto? Miramos a un lado y a otro, nos atrevemos a desentrañar las claves secretas del texto, a desvelar sutiles efectos simbólicos, a descifrar el código de una escritura invisible. Y cuando nos queremos dar cuenta, ya estamos psicolanalizando el discurso y, abandonando nuestra condición de lectores, nos vemos arrastrados en afanes detectivescos en torno al sentido secreto de la obra. En fin, devenimos personajes de Kafka, piezas de un engranaje institucional (de la institución literaria, en este caso), o mejor, piezas del engranaje por excelencia, el texto, el lenguaje; o sea, sujetos de una experiencia que nos aboca a una epifanía terminal, ésa que nos devuelve una imagen en que la vergüenza hubiera de sobrevivirnos. La escritura cristalina deviene espejo para encontrarnos cara a cara con la culpa que nos embarga, que nace de un crimen innombrable y tiende hacia un castigo sin redención posible. Y todo en un mundo impasible e indiferente, un mundo que funciona como un mecanismo, como una representación donde nos asignan irremediablemente el papel de culpable condenado a una vergüenza de origen secreto, o mejor, ininteligible, opaco; en definitiva, actores de pacotilla en una obra con visos de pesadilla ante la mirada de Kafka. Y donde la huida ni se plantea.
El lector acaba pareciéndose a ese personaje de Un amigo de Kafka de Isaac Bashevis Singer: "He leído El castillo de tu amigo Kafka. Interesante, muy interesante, pero ¿adónde quiere ir a parar?" Quizá por eso releer es la única manera de leer a Kafka (y a Rosalía de Castro, Robert Walser, Juan Rulfo, Antonio Machado...) y rendirse a una escritura que logra su forma (y su goce) cuando alcanza el horizonte del olvido, allí donde sobran todas las explicaciones, allí donde resuenan los significados como golpes en las puertas de la memoria, allí donde nos vemos completamente solos. En las fronteras de la conciencia. Desde donde nos ve (y nos muestra) la mirada de Kafka. ¿Y qué ve? Derrota, desde luego. Pero también nostalgia. Nos ve en nuestra cándida desnudez existencial, como somos, como habitamos este mundo inexcrutable.

Pero a Kafka, ya no sé si os acordáis, le gustaba el cine. Todavía tendremos que ir juntos durante mucho tiempo al cine, al pabellón de máquinas y a ver a las geishas antes de comprender lo que significará este asunto no sólo para nosotros sino también para el mundo, le escribía a su amigo y futuro albacea -y primer biógrafo- Max Brod el 22 de agosto de 1908. Y en el otoño de 1912 le escribe a Felice: tiemblo todo yo, igual que la luz hacía temblar la pantalla en los primeros días de la cinematografía, si lo recuerda usted... No había semana en que Kafka no consultara las carteleras de los cinematógrafos hasta aprendérselas de memoria y cuando no podía ir al cine, apremiaba a su hermana Ottla para que le contara la película que acababa de ver, La rompecorazones, pongamos por caso, una película de los Pathé Frères interpretada por Leontine Massard. Y al revés, si Ottla se pierde alguna película, Kafka se la cuenta con todo detalle e incluso le representa escenas para que se pueda hacer una idea cabal de los gags, si se trata de una película cómica. Cuando visita a Felice en Berlín en marzo de 1913, acude a ver La reina del cine de Jean Gilbert con Delia Gill y le manda a Ottla una postal de la actriz. La común afición al cine estrechará aún más los vínculos afectivos entre los hermanos y tejerá un código donde, a menudo, bastan las imágenes para intercambiar confidencias.
Mi necesidad de entretenimiento se sacia con los carteles publicitarios; mi habitual e intimísimo malestar, ese sentimiento de lo eternamente provisional remite al ver los anuncios; siempre que regresaba a la ciudad de mis vacaciones de verano (...) sentía una avidez por ver los carteles de las películas y desde el tranvía en que me dirigía a casa iba leyendo al vuelo, fragmentariamente y con mucho esfuerzo, las carteleras junto a las que pasábamos, le escribe a Felice del 13 al 14 de marzo de 1913: ¿no os imáginais un maravilloso travelling lateral desde ese tranvía guiados por la mirada de Kafka? ¿existe algo más hermoso que un travelling lateral? ¿cabe imaginar un medio mejor para mostrar la mirada arrebatada? En los carteles de las películas sacia su sed de imágenes cuando no puede colmarlas en la sala oscura y emergen en la noche, en esa duermevela en la que cobra vida el mundo formidable de Kafka.
Hanns Zischler ha rastreado en Kafka va al cine la memoria eidética del autor de El proceso, una memoria poblada de carteles y escenas de películas -El otro (1913) de Max Mack con la estrella del cine mudo alemán Hanni Weisse, por ejemplo- que se transmuta en una prosa habitada por lo fantasmal, una memoria que se transparenta como una marca de agua, sin delatar el germen de la visión. Zischler -crítico de cine y actor (con Godard, Wenders o Spielberg, Munich, por ejemplo)- nos entrega lo más parecido a un libro de imágenes de Kafka.

Pero a Kafka no sólo le gustaba el cine, también lloraba en el cine. En septiembre de 1913 le escribe a Felice: He dejado los diarios por completo, no sabría por qué tendría que anotar nada allí, no se me ocurre nada que me conmueva en lo más íntimo. Esto es así aunque ayer llorara en un cinematógrafo de Verona. Me ha sido dado gozar de las relaciones humanas pero no vivirlas. Quizá uno de los párrafos más reveladores de la sensibilidad de Kafka que conformaba su poética. "Aún sigo viendo a Kafka [en el cine] con el rostro vuelto para que ninguno de nosotros se diera cuenta de que se enjugaba las lágrimas con el dorso de la mano", recuerda su amigo Willy Haas.

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14/9/09
Una bella causa
No sé a vosotros, pero hasta este verano a mí el nombre de William Charles Macready no me decía nada. Ángeles y yo leíamos en el Con de Agosto aguardando que subiera la marea lo suficiente como para evitar el riesgo de lastimarnos con los arrecifes que allí cortan como cuchillas. Yo leía un cuento de Robert Walser, ése que empieza: Tenía Simón veinte años cuando, una tarde, se le ocurrió que, así como en aquel momento estaba tumbado sobre el blando y verde musgo a la orilla del camino, podría irse a otro lugar y hacerse paje.
La prosa de Walser pasa, siempre, tres pruebas: la del agua, o sea la del ritmo de las mareas lentas, ésas que en palabras de Melville, como me recordó Cheché Carmona el viernes pasado, suenan como si tres hombres que durmieran en la misma cama se dieran la vuelta al mismo tiempo (y añadió: quién sino un enorme escritor hubiera escrito algo así, en Moby Dick, por cierto); la de la tierra, o sea la de la caminata, que es el ritmo de las palabras y del pensamiento, como bien dijo Geoff Nicholson que estudió el arte de caminar; la del fuego, o sea la de la combustión de un cigarrillo (ah, tiempos aquellos) mientras uno paladea el fraseo perfecto de Walser. Total, que la marea subía a su aire, yo leía Vida de poeta y Ángeles... Entonces ella dijo: "Esto te va a gustar".
Y vaya si me gustó. William Charles Macready era el gran trágico de la generación de Charles Dickens. Heredó el manto de Kean y muchos de los que los conocieron a ambos llegaron a pensar que fue más allá del antiguo gigante del teatro de Shakespeare. No se paraba de hablar de su Macbecth, de su Lear. La Lady Macbeth por excelencia del XVIII había sido la gran trágica Sara Siddon (ésta sí me decía algo, porque da nombre al premio que recibe Anne Baxter en presencia de la despechada Bette Davies al comienzo de Eva al desnudo de Joseph L. Mankiewicz, mira por dónde). Cuando Dickens era un joven novelista que disfrutaba de su primer éxito, Los papeles póstumos del Club Pickwick, Macready ya era una estrella, y se convirtieron en amigos íntimos, un círculo que también reunía a Milton. En aquellos esbozos de la vida londinense que Dickens firmaba como Boz, podemos leer hasta qué punto le había entusismado la producción de Lear por Macready:
El corazón, el alma y el cerebro de este fragmento de naturaleza arruinada, en todos los estaduos de su ruina, se colocaron ante nosotros... La ternura, la rabia, la locura, el remordimiento, la pena, todos vinieron uno tras otro, y estaban ligados entre sí en una sola cadena.
En 1849, Macready hizo una gira por Estados Unidos donde ya había actuado con gran éxito. Pero esta vez muchos aficionados a Shakespeare de Boston y Nueva York acribillaron al trágico con huevos podridos, sillas, gatos muertos y cosas aún más asquerosas. Sin embargo, otros muchos aficionados intentaron defender al gran Macready. Estaba en juego la hegemonía en lo relativo a Shakespeare: Macready frente al americano Edwin Forrest que no había sido bien recibido en su gira por Inglaterra. En fin, el 10 de mayo se organizó uno de los tumultos más sangrientos de la historia de la ciudad de Nueva York. Quince mil personas se habían transformado en una turba pro o contra Macready junto al teatro Astor Palace. El alcalde y el gobernador, presas del pánico, llamaron a la Guardia Nacional, dispararon a la multitud y quedaron tres decenas de ciudadanos muertos en la calle. Mientras la violencia se desataba, Dickens enviaba telégramas de ánimo y felicitación a Macready, como si del segundo de un púgil en el rincón se tratara.
Podéis leer esto y muchas otras cosas -son casi novecientas páginas- en La soledad de Charles Dickens de Dan Simmons, pero sólo es recomendable, si sois, como Ángeles, devotos del autor de Nuestro común amigo.
Macready era un actor de origen irlandés, como Kean (ah, los irlandeses), hijo de un actor ambulante. Se educó en un colegio e iba para abogado, pero a los 16 años el teatro que su padre dirigía en Manchester fue a la ruina y acabó en las tablas. En 1937 alcanzó la dirección del Covent Garden, desde la que impuso un mayor rigor en la confección del vestuario y una mayor limpieza en la atmósfera teatral, combatió el divismo y puso énfasis en los ensayos. Y lo más importante, volvió a los textos originales de Shakespeare como fuente de la puesta en escena. Se le considera, en tanto que intérprete, el creador del realismo en Inglaterra: exigía que cada actor viviese su papel, era un minucioso observador de la realidad y practicaba una preparación racional en el estudio del personaje. Se retiró de las tablas en 1851.
Cómo no me iba a gustar que, mientras subía la marea, Ángeles me leyese a propósito de un tumulto provocado por una cuestión de interpretación de Shakespeare, a propósito de esos tiempos en que se armaba la marimorena por una cuestión de Macbet o Hamlet, a propósito de una dicción o de una inflexión. Hubo un tiempo en que interpretar a Shakespeare podía convertirse en un casus belli. Cómo no me iba a gustar que Ángeles me recordara, con su lectura, que hubo un tiempo en que un casus belli podía ser también una bella causa.
La prosa de Walser pasa, siempre, tres pruebas: la del agua, o sea la del ritmo de las mareas lentas, ésas que en palabras de Melville, como me recordó Cheché Carmona el viernes pasado, suenan como si tres hombres que durmieran en la misma cama se dieran la vuelta al mismo tiempo (y añadió: quién sino un enorme escritor hubiera escrito algo así, en Moby Dick, por cierto); la de la tierra, o sea la de la caminata, que es el ritmo de las palabras y del pensamiento, como bien dijo Geoff Nicholson que estudió el arte de caminar; la del fuego, o sea la de la combustión de un cigarrillo (ah, tiempos aquellos) mientras uno paladea el fraseo perfecto de Walser. Total, que la marea subía a su aire, yo leía Vida de poeta y Ángeles... Entonces ella dijo: "Esto te va a gustar".
Y vaya si me gustó. William Charles Macready era el gran trágico de la generación de Charles Dickens. Heredó el manto de Kean y muchos de los que los conocieron a ambos llegaron a pensar que fue más allá del antiguo gigante del teatro de Shakespeare. No se paraba de hablar de su Macbecth, de su Lear. La Lady Macbeth por excelencia del XVIII había sido la gran trágica Sara Siddon (ésta sí me decía algo, porque da nombre al premio que recibe Anne Baxter en presencia de la despechada Bette Davies al comienzo de Eva al desnudo de Joseph L. Mankiewicz, mira por dónde). Cuando Dickens era un joven novelista que disfrutaba de su primer éxito, Los papeles póstumos del Club Pickwick, Macready ya era una estrella, y se convirtieron en amigos íntimos, un círculo que también reunía a Milton. En aquellos esbozos de la vida londinense que Dickens firmaba como Boz, podemos leer hasta qué punto le había entusismado la producción de Lear por Macready:
El corazón, el alma y el cerebro de este fragmento de naturaleza arruinada, en todos los estaduos de su ruina, se colocaron ante nosotros... La ternura, la rabia, la locura, el remordimiento, la pena, todos vinieron uno tras otro, y estaban ligados entre sí en una sola cadena.
En 1849, Macready hizo una gira por Estados Unidos donde ya había actuado con gran éxito. Pero esta vez muchos aficionados a Shakespeare de Boston y Nueva York acribillaron al trágico con huevos podridos, sillas, gatos muertos y cosas aún más asquerosas. Sin embargo, otros muchos aficionados intentaron defender al gran Macready. Estaba en juego la hegemonía en lo relativo a Shakespeare: Macready frente al americano Edwin Forrest que no había sido bien recibido en su gira por Inglaterra. En fin, el 10 de mayo se organizó uno de los tumultos más sangrientos de la historia de la ciudad de Nueva York. Quince mil personas se habían transformado en una turba pro o contra Macready junto al teatro Astor Palace. El alcalde y el gobernador, presas del pánico, llamaron a la Guardia Nacional, dispararon a la multitud y quedaron tres decenas de ciudadanos muertos en la calle. Mientras la violencia se desataba, Dickens enviaba telégramas de ánimo y felicitación a Macready, como si del segundo de un púgil en el rincón se tratara.
Podéis leer esto y muchas otras cosas -son casi novecientas páginas- en La soledad de Charles Dickens de Dan Simmons, pero sólo es recomendable, si sois, como Ángeles, devotos del autor de Nuestro común amigo.
Macready era un actor de origen irlandés, como Kean (ah, los irlandeses), hijo de un actor ambulante. Se educó en un colegio e iba para abogado, pero a los 16 años el teatro que su padre dirigía en Manchester fue a la ruina y acabó en las tablas. En 1937 alcanzó la dirección del Covent Garden, desde la que impuso un mayor rigor en la confección del vestuario y una mayor limpieza en la atmósfera teatral, combatió el divismo y puso énfasis en los ensayos. Y lo más importante, volvió a los textos originales de Shakespeare como fuente de la puesta en escena. Se le considera, en tanto que intérprete, el creador del realismo en Inglaterra: exigía que cada actor viviese su papel, era un minucioso observador de la realidad y practicaba una preparación racional en el estudio del personaje. Se retiró de las tablas en 1851.
Cómo no me iba a gustar que, mientras subía la marea, Ángeles me leyese a propósito de un tumulto provocado por una cuestión de interpretación de Shakespeare, a propósito de esos tiempos en que se armaba la marimorena por una cuestión de Macbet o Hamlet, a propósito de una dicción o de una inflexión. Hubo un tiempo en que interpretar a Shakespeare podía convertirse en un casus belli. Cómo no me iba a gustar que Ángeles me recordara, con su lectura, que hubo un tiempo en que un casus belli podía ser también una bella causa.
3/4/09
Ya es mucho lo que se ve

Ese hombre que yace muerto en la nieve el día de Navidad de 1956 es Robert Walser, un escritor admirado, entre otros, por Franz Kafka, Robert Musil y Walter Benjamin. Había pasado casi treinta años internado en manicomios, los veintitrés últimos en el de Herisau y murió cerca de allí mientras daba uno de sus innumerables paseos. Unos niños encontraron su cuerpo.
blanco por la nieve el mundo me conmueve.
Y así, la nostalgia, antes pequeña y ahora grande,
se apodera de mí y se vuelve lágrima.
Robert Walser había nacido en Biel (Suiza) en 1878. Era el séptimo hijo de una familia de ocho hermanos. A los 14 años abandonó los estudios y ejerció los más diversos oficios: actor, librero, empleado de banca, secretario, archivero, incluso sirvió como criado en un castillo de Silesia. Vivió siempre sin domicilio fijo y con graves problemas económicos. Despreciaba la prosperidad, aborrecía el éxito y era incapaz de someterse a cualquier tipo de rutina o de atadura. Robert Walser se convirtió en un errante que cultivó el arte de desaparecer, en resumidas cuentas, de borrarse:
Si alguna vez una mano, una oportunidad, una ola, me levantase, y me llevase hacia lo alto, allí donde impera el poder y el prestigio, haría pedazos a las circunstancias que me hubieran llevado hasta allí y me arrojaría yo mismo hacia abajo, hacia las ínfimas e insignificantes tinieblas. Sólo en las regiones inferiores consigo respirar.
En 1907 publica Los hermanos Tanner, una novela que comienza así: Una mañana, un joven de aspecto adolescente entró en una librería y pidió que le presentaran al dueño. Hicieron lo que deseaba. El librero clavó su penetrante mirada en el personaje algo tímido que tenía delante y lo invitó a que hablase. Quiero ser librero -dijo el juvenil principiante-, es un deseo muy intenso y no sé qué podría impedirme llevar a cabo mi propósito. Kafka solía leer algunos fragmentos en la oficina y le recomendó a su jefe que leyera a Walser. En 1909 publica Jacob von Gunten, la más querida por su autor.
En 1925 empezarían sus trastornos nerviosos y alucinaciones auditivas con periodos agresivos. Su hermana Lisa, el único apoyo constante del escritor, le recomienda que ingrese en un manicomio. Ingresó, seguramente con alivio, en el manicomio de Walden en 1929, y cuatro años después sería transferido al de Herisau.

Entre 1924 y 1932 Robert Walser continuó escribiendo en cualquier papel que encontraba a mano -facturas, envoltorios, recetas- y a lápiz con una letra microscópica, textos que fueron descifrados a lo largo de quince años por Bernhard Echte y Werner Morlang, son los Microgramas que ha publicado en tres volúmenes, bajo el título de Escrito a lápiz, la editorial Siruela. Por lo general, antes de ponerme a escribir, me enfundo primero una bata de prosas breves, así comienza una de ellas. Prosas magistrales que conviene dejar en la mesilla de noche y leer día sí día no, aunque sólo sea para colmar el día con la bendición de la mejor literatura.

En 26 de julio de 1936 el editor Carl Seelig visita a Robert Walser en el manicomio de Herisau y dan el primer paseo juntos. Y pasearon mucho juntos a lo largo de diez años: El silencio de las calles tiene algo de amable y misterioso. ¡Para qué buscar otras aventuras! Walser disfrutaba de los cigarrillos, de las cervezas y de las largas caminatas -por algo en 1917 había publicado El paseo-. Y hablaban. Paseos con Robert Walser de Carl Seelig es uno de los libros que uno no descubre impunemente. Deja huella y si acaso te abre las puertas de la obra de un escritor que renunció a ser alguien en el mundo literario: Que un escritor se convierta en 'alguien' no hace sino degradarlo a la condición de limpiabotas.

En uno de los paseos, Robert Walser le habló a Carl Seelig a propósito de Hölderlin: Estoy convencido de que en su largo periodo final, no fue tan desdichado como se complacen en pintárnoslo los profesores de literatura. Poder dedicarse tranquilamente a soñar por los rincones, sin tener que estar haciendo los deberes todo el rato, no es ningún martirio. ¡Sólo la gente hace que lo sea!
A Kafka le gustaba leer en voz alta a su amigo Max Brod algunas prosas breves de Walser reunidas en su Vida de poeta. Como ésta, tan iluminadora:
Me crucé con unos cuantos carruajes, nada más, y en el camino comarcal vi algunos niños. No hace falta ver nada extraordinario. Ya es mucho lo que se ve.

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