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26/6/16

De animales y hombres


Lo que distinguía al hombre de los animales era 
la capacidad humana para el pensamiento simbólico (...).
Sin embargo, los primeros símbolos fueron animales.
Lo que distinguía a los hombres de los animales
era el resultado de su relación con ellos.
(John Berger, ¿Por qué miramos a los animales?


Esto tenía que contarlo. De hecho llevo toda la semana contándolo de viva voz, y contarlo aquí era obligado. Se llama L. y tiene cuatro años recién cumplidos. Le pregunto cuál es su película favorita. No tiene ni que pensarlo. Me dice que la de John Wayne. (O sea, dice Llon Güein.) Escribo aquí John Wayne pero en realidad, en ese momento, me digo... imposible. No puede ser John Wayne. No puede referirse a John Wayne. Será algún personaje de una serie japonesa de dibujos animados, algo como Jo Wein, Cho Wein... Gloogleo algo así en el móvil y aparece un personaje de anime, pero L. dice que no, que ni por asomo. Caza animales, dice L., y yo, es imposible. Es inverosímil que se refiera a John Wayne. ¿Caza animales para los zoos? L. dice que sí con la cabeza muchas veces.


¿Y la película empieza intentando cazar a un rinoceronte? Ahí L. ya se desata y procede a representarme con detalle la secuencia inicial mientras lanza frases puntuadas con onomatopeyas de trastazos: cómo el rinoceronte embiste el jeep y la camioneta donde va montado John Wayne con la pértiga que acaba en un lazo, y acaba hiriendo al compañero del conductor del jeep... Entonces la película que te gusta es ¡Hatari!, le digo.


Gloogleo en busca de imágenes y en cuanto aparecen se ilumina la cara de la criatura con una gran sonrisa: ¡Hatari!  Y mima cómo entra el título en la pantalla, con una ráfaga desde la derecha acompañada por una ídem del score de Henry Mancini.


La verdad, tengo que disimular la emoción (y hasta represar una lagrimita), sentimental que es uno: ¡Hatari! (1962) también fue una de mis películas favoritas en la infancia; la primera película de Hawks que recuerdo haber visto, debió ser en el otoño del 68 o en el invierno del 69, tenía trece años y la proyectaron en el salón de actos del colegio de los Maristas de Tui en una copia de 16 mm. Aún hoy es de las películas que cifra esa experiencia del cine que Jean Eustache definía como pasarlo pipa.


Y ahí estaba L., a sus cuatro años, fascinado por ¡Hatari! (los padres me contaron que la ve una y otra vez). Uno tiene su corazoncito y cómo no va a conmoverse al sentir que, en 2016, Hawks y Wayne siguen haciendo felices a los chavales. Bueno, por lo menos a una criatura de estos finisterres. Y por un gozoso azar el mismo lunes (20 de junio), Juan de Pablos pinchó en Flor de Pasión de Radio 3 el Baby Elephnat Walkuno de los temas de Mancini para ¡Hatari!, en una versión de Los Relámpagos.


José Luis Guarner escribía en una reseña de hace cincuenta y tres años que ¡Hatari! no es un filme de aventuras, sino una aventura hecha filme. Y añadía:
A partir de una intriga mínima, el filme está construido sobre la emoción y la incertidumbre de una doble aventura, la de los actores, que han cazado realmente sin dobles, y la del realizador y su equipo, que han debido captar este esfuerzo cotidiano con una aproximación de milésimas de segundo. El ritmo del rodaje se superpone al de la propia cacería...

Robin Wood se refiere a las escenas de caza como las más bellas y jubilosas que se hayan filmado nunca. Hawks le contó a Joseph McBride (lo recoge en el estupendo libro-entrevista Hawks según Hawks) que persiguieron nueve rinocerontes y cazaron cuatro para rodar las secuencias correspondientes a ese episodio. Los paquidermos les destrozaron tres cámaras.

Hawks (a la dcha.) planifica con Wayne 
y los técnicos el rodaje de una escena 
de ¡Hatari!

El cineasta formó un equipo con un magnífico grupo de operadores, bajo la dirección de fotografía de Russell Harlan, y reclutó a un brillante estratega en la planificación del rodaje, el ayudante de dirección Russ Saunders, una figura clave también en el equipo de Raoul Walsh, quien -en su autobiografía- lo pone por las nubes en los párrafos dedicados a Colorado Territory. En resumidas cuentas, Hawks filma el trabajo o, usando una noción que le gustaba mucho a Rivette, filma la idea del trabajo, y aun el trabajo de filmar el trabajo.


Truffaut estrechó aún más esa correspondencia entre filmar y cazar, cuando apuntó que ¡Hatari! trata sobre el cine, donde la caza deviene una metáfora del propio rodaje.
Wayne es como el director de una película. Se reúnen por la noche y escriben en una pizarra lo que van a hacer al día siguiente, y él le dice al equipo cómo hacerlo, y por la mañana salen todos en un convoy de camiones, y se les ve interpretando esas escenas. Luego vuelven y por la noche van al bar y se relajan igual que un equipo de filmación durante el rodaje.
También podría haber añadido que Wayne consulta la escaleta de planos pendientes de filmar (o sea, la lista de animales que faltan por cazar).

Hawks con Elsa Martinelli y John Wayne 
en el rodaje de ¡Hatari!

Cuando Joseph McBride le comenta a Hawks las palabras de Truffaut, el director de ¡Hatari! admite con un punto socarrón:
 Probablemente tenía mucho que ver con eso, porque no había mucha historia.
Y unas líneas después...
...la historia no era en realidad tan buena como los episodios.

Episodios que, sobra decirlo, enhebran una antología de motivos hawksianos. Y desde luego Bénard da Costa ha señalado los pasajes que comunican ¡Hatari! con la memorable maravilla de Sólo los ángeles tienen alas: en la tensión entre John Wayne y Elsa Martinelli resuena la de Cary Grant y Jean Arthur; las dos mujeres llegan de turistas y se integran en el grupo a través del piano... Algo por otra parte muy frecuente en los filmes de Hawks, propenso siempre a repetir figuras, motivos y esquemas narrativos con ligeras variaciones.


Claro que si no había mucha historia o no era tan buena  no fue por culpa de la gran guionista Leigh Brackett, sino porque al cineasta no le interesaba demasiado embridar sus impulsos por filmar lo que le apetecía con una estructura ceñida a una línea argumental. Como recuerda la guionista:
Ese fue el año que Hawks no quería argumentos; sólo quería escenas. 

Quizá esa liberación del peso de la trama o la levedad del hilo narrativo, apenas un hilván de episodios de caza, un pespunte de comedia donde el humor nos hace olvidar la tragedia que puede sobrevenir en cualquier momento y las tragedias anudadas en el tejido de la memoria, fuera una de las razones para que le gustara tanto a Godard, que encabezó con ¡Hatari! su lista de los mejores filmes de 1962 publicada en Cahiers du cinéma, y rodó el cartel de la película (para ser más preciso: dos carteles) en una de las primeras escenas de Le mépris (1963), en compañía del de Vivre sa vie, filmada el mismo año que ¡Hatari!


Aludimos antes a los motivos hawksianos; pongamos por caso la relación entre animales y humanos (recordemos la encantadora Bringing Up Baby -aquí, La fiera de mi niña- o la espléndida Monkey Business -Me siento rejuvenecer-), que en ¡Hatari! deviene un motivo cardinal en la composición de la película. Pero si en los filmes anteriores la relación se cifraba en el conflicto entre lo racional y lo pulsional, en ¡Hatari! el motivo se declina en clave de armonía.


Como apunta Robin Wood, los cazadores viven en una fricción constante con los animales que desprende un sentido de intimidad relajada. La película rezuma la aceptación del parentesco de animales y hombres con toda naturalidad, y celebra la reconciliación del instinto animal y la conciencia humana.


Quizá sólo los niños experimentan ese vínculo ancestral que un día fundió la mirada recíproca y primordial de animales y hombres. Al fin y al cabo los zoos, en palabras de John Berger, no son otra cosa que un monumento a esa mirada perdida.

26/8/13

Una escalera para dos chicas de Little Rock


Me guardé las escaleras de Los caballeros las prefieren rubias para un día como hoy.


Para celebrar, pongamos por caso, los sesenta años de una película deliciosa que -me da la impresión- se ve como un hawks menor (quizá por algún tipo de ceguera, quien sabe si transitoria).


O para celebrar aquel tiempo en que las actrices aún sabían bajar -y subir- las escaleras. Como Jane Russell/ Dorothy Shaw y Marilyn Monroe/Lorelei Lee.


Salvo excepciones (como Molly Parker en Deadwood, esas escaleras también me las guardé para una ocasión propicia), las actrices de hoy deberían estudiarse las Instrucciones para subir una escalera de Cortázar (lástima, Julio, de otro manual para bajarlas: cuánta falta les hace), o habrá que ponérselo más fácil: ¡Renuncien de una vez a las escaleras en la entrega de los goya, por favor! ¡Qué penita dan!


Para celebrar también el tiempo en que la carne no había sido desterrada de la pantalla, donde uno podía gloriarse de los sempiternos quilitos de más de Marilyn Monroe; cuando aún había formas, por Dios. Donde la carnalidad de Jane Russell coexistía con los huesos de Audrey Hepburn. ¿Adónde se fueron los quilos de más de Kate Winslet, por mencionar uno de los casos más dolorosos? Por no hablar de las masacres -dietas, gimnasio y/o cirugía- que tantas actrices cometen con sus cuerpos (Maribel Verdú, sin ir más lejos) y/o con sus rostros (lo de Nicole Kidman es un crimen de lesa humanidad). ¿A qué espera la ONU para tomar cartas en este asunto capital? Y no hablemos de las arrugas... Dejémoslo aquí.


Los caballeros las prefieren rubias se estrenó en agosto de 1953. Soy de los que creen que se trata de una de las grandes películas de Hawks (y eso que sólo con ser un hawks menor ya sería mucho, y aun muchísimo). No lo cree así Robin Wood, uno de los más excelsos críticos hawkasianos (de quien tanto aprendimos), que la considera una obra fallida. Bénard da Costa la veía como una de las más fabulosas y subversivas comedias de Hawks, y Rohmer como un viejo asunto destilado en un cóctel de altura; Rosenbaum la ve como el Potemkin del capitalismo (por escaleras no va a ser).


Hawks rodó Los caballeros las prefieren rubias a partir de un guión de Charles Lederer que adaptaba la comedia musical de Anita Loos y Joseph Fields. El cineasta veía la película como un cuento de hadas con una actriz que no era de este mundo (Marilyn Monroe) y otra que no podía ser más real (Jane Russell). Si por Hawks fuera, Marilyn no hubiera rodado más que musicales y cuentos de hadas: sólo en la irrealidad cobraba visos de verdad. Podemos discrepar, pero admitamos que Hawks (nos) descubrió los poderes de Marilyn Monroe: bastaron Monkey Bussines (1953), que aquí se tituló Me siento rejuvenecer, y Los caballeros las prefieres rubias. Aquélla fue su primera película con Hawks (otra de las grandes comedias del maestro), pero en ésta Marilyn Monroe se topó con Lorelei Lee, su primer gran papel.


A Marilyn le debemos una de las mejores réplicas de la película, insistió en ponerla en boca de Lorelei Lee: Puedo ser muy inteligente cuando conviene, pero a los hombres no les gusta... Excepto a Gus. (Lo mira.) A él sólo le interesa mi cerebro.

A la izda., Gus, encarnado por Tommy Noonan, 
quizá el actor más asexuado que se hayamos visto en el cine.

Marilyn Monroe y Jane Russell se hicieron amigas durante el rodaje. Es imposible no sospechar que Hawks lo propició en la medida en que contribuía a la química entre los personajes: Lorelei Lee y Dorothy Shaw son amigas y se guardan una lealtad a toda prueba. ¿Cuál es la diferencia, además del físico? Pues que Lorelei quiere casarse por dinero y Dorothy por amor. Pero no olvidan que, en realidad -como cantan en el número de apertura de la película-, sólo somos dos chicas de Little Rock / que vivían en el lado equivocado de las vías.


Tiene su aquel que bordara el papel de una chica materialista una de las actrices menos materialistas de la historia del cine; una actriz generosa y desprendida como pocas. Pero los diamantes devienen una fantasía (fetichista) para Lorelei, porque si una chica está preocupada por el dinero cómo va a tener tiempo para el amor; y Marilyn Monroe sabía lo que no está escrito de fantasías, de las que abrigaba y de las que generaba. Si Marx escribiera en los años 50 El capital, lo amojonaría con ejemplos de Los caballeros las prefieren rubias.


Como apunta Bénard da Costa, no hay variación sobre el asunto de la atracción sexual que no sea conjugado ni pilar de la moral establecida -hoy habría que hablar de "lo políticamente correcto"- que no sea desbaratado. Todo podría resultar amoral y obsceno pero cada escena fluye con tal gracia que nos maravilla. (Y claro, ya se sabe, el cómo es el qué.)


Cuando un miembro del equipo olímpico de natación le pregunta a un compañero a cuál de la dos -Marilyn Monroe o Jane Russell- salvaría primero en caso de naufragio, éste no tiene la menor duda: Esas dos no se ahogarán jamás.


Más de una vez a uno le hubiera gustado estar presente en algunas de las entrevistas que ha leído desde hace más de cuarenta años. Ser testigo de aquélla que concertaron Rivette y Truffaut con Hawks (publicada en Cahiers du cinéma en febrero de 1956). Acudieron a la cita y se encontraron al cineasta en animada charla con Jacques Becker, eran muy amigos. El director de Casque d'or fue tan amable que se quedó durante la conversación, y se convirtió para los cahieristas en un intérprete cuando hizo falta, y sobre todo en un cómplice de lujo. Hawks les contó que Jane Russell y Marilyn Monroe estaban tan compenetradas que, cuando no sabía qué escena inventar, las hacía caminar de arriba para abajo, y la gente se divertía con eso, no se cansaban nunca de ver andar a aquellas dos chicas. Hice una escalera para que pudieran subir y bajar, y como están tan bien hechas... Este tipo de película permite dormir bien por la noche.


Una escalera para dos chicas de Little Rock, razón más que estimulante para rodar -y para ver- Los caballeros las prefieren rubias.

26/6/13

¿Tú Freud, yo Jane?


Tendría doce o trece años cuando vi Marnie. En televisión y en blanco y negro. En la casa del ríoMarnie, la ladrona (1964). Fue una da las películas más perturbadoras de la infancia (quizá sólo comparable a la impresión devastadora que me produjo El nadador y, en otro orden de emociones, Stromboli).


Si no recuerdo mal tardé diez años, quizá más, en verla en el cine y en color. Era casi como ver otra película. Y digo casi, porque el seísmo emocional se conservaba intacto en la memoria, y veía Marnie con una mirada... herida. Por así decir, no la vi yo, la vio otra vez aquel chaval de la casa del río. Volví a verla una vez cada diez años o así. Hasta aprender a verla en presente. La última, este San Xoán, y quizá por vez primera sin la intrusión de la memoria de la primera vez; o sea, donde la memoria ya sólo era memoria, como si la herida hubiera cicatrizado. Y verla con Ángeles y comentarla juntos fue casi como hacer las paces con Marnie. Y con Hitchcock. Y sí, Marnie no es tan maravillosa -o tan perfecta- como Encadenados o Vértigo, pero es una película muy bella, conmovedora y dolorida, y la última gran película del cineasta. Y quizá su más íntima confesión. Marnie -la película, no el personaje- soy yo, podría muy bien haber proclamado.


Hace cincuenta años por estas fechas Hitchcock empezó a trabajar en el guión de Marnie con Jay Presson Allen (entre sus créditos figurarán Cabaret o El príncipe de la ciudad). El proyecto venía de atrás. Hitchcock había elegido la novela de Winston Graham pensando en un personaje que pudiera encandilar a Grace Kelly, ya princesa de Mónaco. Y ella se sintió tentada por la historia. Y por volver al cine. Con el director de Atrapa a un ladrón.


Hitchcock le encargó el primer tratamiento a Joseph Stefano, el guionista de Psicosis. Pero el proyecto se retrasaba. No era fácil cuadrar las fechas de rodaje con una princesa. Y cuando parecía que podrían concretarse, Hitchcock ya estaba rodando Los pájaros y empezó a trabajar con su guionista Evan Hunter, mientras iban y venían de las localizaciones. Hitchcock le explicaba cómo veía Marnie, escena por escena. Con Grace Kelly en mente. Y el guionista se puso manos a la obra. Hasta que en junio de 1962, la princesa de Mónaco le escribió una carta muy sentida: con gran dolor de corazón tenía que abandonar la idea de volver al cine. Atrapa a un ladrón (1955) seguiría siendo la última película de Grace Kelly con Hitchcock.


Todas las chicas, todas sus rubias preferidas lo habían abandonado: Ingrid Bergman (el más grave de los despechos: lo había dejado por Rossellini, otro director) y Grace Kelly (no tan grave, sólo lo dejó por un príncipe). Y ya no podía contar con Cary Grant (retirado del cine) ni James Stewart (demasiado mayor), sus actores preferidos... Se sentía deprimido. Y sin Grace Kelly, Marnie ya no le interesaba. Menos mal que aquel mes de junio recibió otra carta que lo reconfortó: Truffaut le contaba lo que había significado -y significaba- su obra para él -primero como crítico y, ahora, también como cineasta- y le comentaba su proyecto:  hacerle una larga entrevista con vistas a un libro amojonado por la filmografía de Hitchcok, película por película, el primero que se iba a publicar sobre su obra integral. A Hitchcock se le saltaron las lágrimas. Y el lunes 13 agosto de 1962 empezó a grabarse aquella entrevista, quizá la más famosa -conocida y citada- entrevista de la historia del cine.


Con el tiempo, la herida de Grace Kelly fue cicatrizando y las conversaciones con Truffaut contribuyeron a recargarle las baterías, pero Hitchcock no quería volver al guión de Marnie mientras no hubiera decidido qué  actriz iba a encarnar a la protagonista. Necesitaba verla antes. Y hasta noviembre no vio a Tippi Hedren, su descubrimiento en Los pájaros, como aquella ladrona neurótica llamada Marnie.


Sólo entonces volvió al trabajo con Evan Hunter en las últimas semanas de 1962. Y volvió a contarle la película escena por escena, plano a plano. Una primera versión del guión estuvo lista el 1 de abril de 1963. Pero había un problema: la escena de la violación de Marnie durante la luna de miel con Mark (Sean Connery). Hitchcock la había visualizado con detalle para Evan Hunter. Al guionista le repateaba, estaba convencido de que, después de esa escena no habría forma de redimir a Mark. Total, en esa primera versión del guión escribió una escena alternativa (sin violación) y en unas páginas aparte (y de otro color) la escena tal como Hitchcock se la había contado. A los pocos días recibió una carta de la oficina del cineasta, en adelante ya no iban a necesitar de sus servicios.


Y es entonces cuando entra en escena Jay Presson Allen. El triángulo de dos tipos rivalizando por el amor de Marnie desaparece; ahora es Mark quien ama a Marnie y es amado por Lil (Diane Baker), la hermana de su primera mujer fallecida.


Tampoco hay un psiquiatra, al que Marnie visitaba porque Mark se lo había pedido, y aun suplicado; es el propio Mark quien hace las veces de psicoanalista -amateur-, quien lucha por curar a Marnie (quizá para darle al protagonista masculino un papel más relevante e interesar así a un actor más importante), una situación que propicia no pocas ironías por parte de la chica -como la memorable ¿Tú Freud, yo Jane?-, por eso la guionista convirtió a Mark en un zoólogo frustrado, un estudioso del comportamiento animal, y de ahí la figuración de Marnie como su presa, y un animal asustado en una de las primeras escenas de la luna de miel.


En Marnie se abren múltiples pasajes con la obra de Hitchcock (como en El hombre que mató a Liberty Valance respecto a la obra de Ford). Mark quiere transformar a Marnie, como Scottie a Judie en Vértigo, y como Hitchcock a sus actrices (como presa y sueño, objeto de deseo y materia fílmica), reescribiendo su vida, convirtiéndola en personaje de su película, usándola como Jeff a Lisa en La ventana indiscreta; y como fetichista (ese fetichista que lleva dentro un determinado tipo de cineasta que ama el cine de las cosas), a Mark le cautiva que sea una ladrona, como en Atrapa a un ladrón a Grace Kelly le atrae esa condición sospechada en Cary Grant; por no hablar de la tortuosa relación de Alicia y Devlin en Encadenados.


Y el personaje de la madre (Louise Latham) de Marnie, en la estela de esas madres castradoras y/o posesivas del cine de Hitchcok, como la madre de Alex Sebastian en Encadenados, la de Norman Bates en Psicosis, o la de Mitch en Los pájaros, una figura que cifra uno de los temas mayores de la obra del cineasta, el peso del pasado en el presente y aún el dominio del pasado sobre el presente: de ese pasado que Mark trata de liberar a Marnie. Y mientras, para mantener a raya ese pasado, los personajes tratan de protegerse con un precario mundo de convenciones -de normalidad-, la frágil piel de las apariencias que apenas vela ese caos en el que puede despeñarse nuestra existencia, no de otra cosa habla Con la muerte en los talones (y cualquiera de las películas mencionadas).


El suspense, como vio muy bien Jean Douchet, viene siendo la herramienta de Hitchcock para hacer ver -y volver casi táctil-, a través de la dilatación del tiempo, cómo la piel de las apariencias se tensa y qué endeble consistencia presenta la normalidad; que poco hace falta para que el caos se desencadene y adueñe de nuestro mundo. Al dilatar el tiempo, Hitchcock nos muestra -y nos hace sentir- el débil velo que nos cobija a punto de reventar; nos angustia ante la catástrofe venidera mientras experimentamos los peores temores.


En resumidas cuentas, el cineasta utiliza el suspense para transportarnos hasta el borde del abismo que se abre ante sus personajes, para dejarnos tan suspendidos como ellos. Y si Hitchcock, como señalaron Rohmer y Chabrol en un libro precursor sobre su obra, es uno de los grandes inventores de formas de la historia del cine, esas formas eran -en último término- la forma de mostrarnos el abismo que bordeamos por el simple hecho de vivir; no otra la condición humana, sino avecinada en el caos. Una forma visual, o sea, forma fílmica; es decir, puro cine.


En ese sentido casi sobra apuntar que lo psicoanalítico en Marnie es anécdota, no hilván primordial de la urdimbre de la película, pero tampoco se entiende que, ya de hacer tanto hincapié en ello tantos que ningunearon la película en su día, no cayeran en la cuenta de que ese barco ominoso del telón pintado -y tan ridiculizado- que cierra la calle donde se ubica la casa de la madre de Marnie -la casa de su traumática infancia- no era un mero decorado sino una proyección -expresionista- de la memoria herida de una niña, tan expresionista como otros síntomas, los relámpagos o el color rojo. En el fondo, lo que se le reprochaba a Hitchcock era que se sintiera tan libre como para usar semejantes procedimientos, y que jugara hasta ese punto con la credibilidad del espectador. Dicho de otra forma, en el mejor de los casos, se censuraba en Hitchcock su libertad como artista; en el peor, se le tachaba sin reparo de viejo chocho.


Pero el anhelo de lo inalcanzable deviene quizá el asunto cardinal que se ventila en Marnie, justo lo que se ventila en la memorable escena de la violación que se negaba a escribir Evan Hunter y que, desde la primera vez que Hitchcock le habló de ella, Jay Presson Allen supo que era la razón última de rodar Marnie.


Justo lo que cifra el asedio de Mark (como el de Hitchcock a Tippi Hedren); justo lo que dota a la película de una complejidad emocional -el amor como caza y cura, posesión y repulsión, muerte y liberación- que había perturbado tanto a aquel niño que la vio en la casa del río, una complejidad que iluminaron un Robin Wood o un -injustamente olvidado- José María Carreño, escritores de cine que entendían la crítica como un arte de amar (el cine).


En 2002, Robin Wood publicó la última edición revisada de su libro El cine de Hitchcock (la primera databa de 1965, aquí la leímos con fruición, traducida por José Luis González, en la edición mejicana de Era, de 1968). No leí esa última edición, sólo reseñas, y por ellas supe que incluye un nuevo capítulo sobre Marnie que lleva por título ¿Tú Freud, yo Jane?: "Marnie" revisitada, donde destila una devoción aún más ardiente por la película que fue de los pocos en saber mirar -y admirar- (y enseñarnos a mirar y llevarnos a admirar) en su momento. Y fue Marnie la película que inspiró una de las más bellas derivas críticas de quien en su día había reconfortado a Hitchcok cuando más lo necesitaba.


Hace treinta años Truffaut escribió uno de sus últimos textos: el capítulo 16 de la edición definitiva de El cine según Hitchcock. Estaba muy enfermo y la escritura le resultó penosa. En ese capítulo, se refiere a Marnie como un amargo fracaso, pero también como una obra apasionante... una de esas grandes películas enfermas. Y entonces abre un paréntesis -son sus palabras- para definir lo que él llama una gran película enferma:

No es otra cosa que una obra maestra abortada, una empresa ambiciosa que ha sufrido errores en su desarrollo: un buen guión imposible de rodar, un reparto inadecuado, un rodaje envenenado por el odio o cegado por el amor, una gran distancia entre la intención y la ejecución, un estancamiento solapado o una exaltación engañosa. Esta noción de una "gran película enferma" sólo puede aplicarse, evidentemente, a directores muy buenos, a los que han demostrado en otras circunstancias que podían rozar la perfección.

Ahora el paréntesis lo abre uno. Truffaut confiesa que la cinefilia propicia que prefiramos a veces, justamente, la gran película enferma de un director a su obra maestra indiscutible. No sólo eso, yo diría que es lo propio de la cinefilia preferir las películas heridas, por lo que sea, a las películas perfectas de los cineastas que amamos. Por eso amamos tanto a Nicholas Ray, un cineasta con tantas películas enfermitas, tan ardientes, trémulas y conmovedoras; como Amarga victoria, pongamos por caso. La cinefilia cuajó en el aquel de dar la batalla por esas grandes películas enfermas, una feliz y bella noción de Truffaut, que sigue:

Si se acepta la idea de que una ejecución perfecta conduce con mucha frecuencia a disimular las intenciones, se admitirá que las "grandes películas enfermas" muestran más crudamente su razón de ser. Observemos también que, si la obra maestra no siempre es de las que hacen vibrar, la “gran película enferma” a menudo sí lo es.

En efecto, y es esa cualidad convulsa la que aviva su defensa ferviente, la vindicación empedernida; en fin, el arrebato cinéfilo, que transfigura una película imperfecta -o fallida, si se quiere- en un filme de culto. Y Truffaut abrocha entonces su párrafo memorable:

“La gran película enferma” sufre habitualmente un exceso de sinceridad, lo que, paradójicamente, hace que se vuelva  más clara para los entendidos y más oscura para el público acostumbrado a tragarse mezclas cuya dosificación favorece más la astucia que la confesión directa.


Truffaut estaba convencido de que Hitchcock ya no fue el mismo después de Marnie, quizá un filme demasiado en carne viva (en un sentido artístico) y demasiado desnudo (en un sentido moral), por eso merece figurar con mayúsculas en esa extraña categoría -son palabras de Truffaut- de las grandes películas enfermas. Poco después de rodar Marnie, perdió a dos de sus más íntimos colaboradores: primero, Robert Burks, su director de fotografía desde Extraños en un tren, y luego George Tomasini, su montador desde La ventana indiscreta, murieron prematuramente. Hitchcock se iba quedando cada vez más solo.


En alguna entrevista hacia el final de su vida le escuché decir a Robin Wood que si no te gusta "Marnie", no creo que te guste el cine de Hitchcock; y diría más, si no amas una película como "Marnie", es que no amas el cine. Yo no diría tanto, pero sí que Marnie es puro Hitchcok, un cineasta tan fervorosa y fílmicamente enfermo como siempre, sólo que esta vez menos pudoroso; o sea, quizá por última vez, más Hitchcock que nunca. Aunque quién sabe si, de leer algo como esto a propósito de su Marnie, no nos diría, como ella a Mark, ¿Tú Freud, yo Jane?