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16/8/11

La última de las películas de nuestra vida


Ver Make Way for Tomorrow no fue un descubrimiento -ya sabíamos quién era Leo McCarey- sino la verificación de que Miguel Marías, Tavernier y Coursodon, Bénard da Costa (que programó una retrospectiva integral del cineasta en la Cinemateca Portuguesa hace veinte años), Robin Wood, Bogdanovich... no exageraban al encomiarla. Llevaba tanto tiempo queriendo verla que llegué a olvidar -es lo que pasa con el tiempo- que la había incluido en una lista de clásicos pendientes, quién sabe si también imprescindibles. No la editaron aquí en dvd -que yo sepa (hay una edición cuidada en Criterion)- y sólo la pasaron alguna vez -que nos perdimos- por televisión. Al fin pudimos verla y llevo varios días en que, a menudo, me descubro rememorándola, y de vez en cuando nos aguarda en un recodo de las conversaciones con el aquel de "¿te acuerdas cuando..?"

Leo McCarey en el rodaje de Make Way for Tomorrow

Bogdanovich consiguió entrevistar al director de Make Way for Tomorrow gracias a la mediación de Irene Dunne, la encantadora protagonista de La pícara puritana y la mejor amiga de Leo McCarey, y esa conversación se ha convertido en un testimonio primordial del cineasta clásico menos biografiado y estudiado. La entrevista se desarrolló a lo largo de once sesiones entre noviembre de 1968 y mayo de 1969; el cineasta padecía un enfisema pulmonar, respiraba a duras penas y necesitaba sedación constante y frecuente suministro de oxígeno. Bogdanovich vio cómo se iba apagando mientras lo ayudaba a recordar sus películas y cómo las había hecho. Estaba muriéndose pero no perdía el humor, en la primera de las sesiones aun fumaba puritos sin parar y en las últimas, cuando Bogdanovich le proyectó algunas de sus películas en 16 mm para avivarle la memoria, se rio con ganas. Era el cineasta que inventó a Laurel y Hardy, o sea, el autor del gordo y el flaco; quien dirigió Sopa de ganso, quizá la mejor película de los Marx; y durante los treinta y los cuarenta fue uno de los directores mejor pagados y de más éxito de Hollywood. Hay quien piensa que también inventó a Cary Grant, en La pícara puritana; digamos, como señala -con mucha intención- Bogdanovich, que fue la primera película en la que Cary Grant fue Cary Grant.


En la introducción a la entrevista con Leo McCarey, editada aquí en el segundo volumen de conversaciones con directores, Bogdanovich se refiere a Make Way for Tomorrow como una devastadora y preciosa película sobre la vejez que no conoce casi nadie, y más adelante como la película más desoladora que ha dado el cine americano sobre la vejez. Era también la película preferida de su director. Y su más doloroso fracaso de público, un desastre comercial. En 1937, Leo McCarey hizo dos películas: Make Way for Tomorrow -aquí, Dejad paso al mañana- y La pícara puritana. Cuando agradeció el óscar al mejor director por La pícara puritana no se resistió a señalar que se lo habían concedido por la película equivocada. Y McCarey tenía toda la razón, aun siendo ésta una comedia screwball deliciosa, Make Way for Tomorrow no es que sea una gran película, es mucho más que eso: una obra esencial de la historia del cine, una película de reclinatorio,  una obra de arte. Les encantaba a Renoir, Capra o Welles, y era una de las películas favoritas de John Ford.


Make Way for Tomorrow no pudo germinar de forma más azarosa. McCarey acababa de perder a su padre -lo admiraba mucho y éramos muy amigos- y se fue a pasar unos días con su mujer a Palm Springs hasta que se encontrara mejor. En un garito de las afueras donde tomaba una/s copa/s se encontró con una chica muy atractiva e intentó pegar la hebra pero ella no le hizo ni caso. Su mujer le había recomendado que leyera un artículo estupendo que había aparecido en Cosmopolitan: era una reseña sobre The Years Are So Long, una novela de Josephine Lawrence. Como a su mujer, a McCarey no le interesó la novela sino el artículo, el tono con que escribía sobre los viejos; lo firmaba una tal Viña Delmar. El director llamó a la Paramount y les pidió que concertaran una cita con ella. Me llamaron y me dijeron que estaba en Palm Springs. Mira que bien, él también estaba en Palm Springs. Otra ronda de llamadas y me dijeron que estaría en mi hotel a tal hora. (...) Imagínese cuál fue mi sorpresa, y la suya, cuando descubrí que era la chica con la que yo había intentado hablar en el garito. La química entre ambos funcionó de inmediato y se entendieron a la perfección: los dos teníamos cerebro de narradores, estábamos en la misma longitud de onda. Y escribieron juntos Make Way for Tomorrow y La pícara puritana, aquellas dos joyas de 1937.

Detrás, Leo McCarey y Viña Delmar; 
delante, Victor Moore y Beulah Bondi

Los adjetivos -devastadora y desoladora- con los que Bogdanovich describe el tono de Make Way for Tomorrow explican hasta cierto punto el fracaso comercial de la película. Pero se entiende mejor si añadimos que se trata de una película sobre la familia, o mejor, sobre padres e hijos, y aun más precisamente sobre unos padres que se convierten en una carga para sus hijos. Y la visión que desprende McCarey sobre la familia y sobre las relaciones entre padres e hijos no puede ser más sombría. Ni tampoco más humana, demasiado humana diríamos, porque, como dice el personaje que interpreta el propio Renoir en su película La regla del juego, todos tienen sus razones. Los padres, ya viejos, pierden la casa donde vivieron toda la vida por no poder amortizar la hipoteca -un coletazo de la depresión del 29- y ahora sus tres hijas -a Addie, que vive en California, no la vemos en toda la película- y sus dos hijos deben hacerse cargo de ellos. Cuando arranca la película, los viejos Cooper -Barkley (Victor Moore) y Lucy (Beulah Bondi)- no saben que esas noches serán la últimas que van a dormir juntos.



Los hijos no tienen sitio para los dos, así que han de separarse: el padre dormirá en un sofá de la casa de su hija Cora (Elisabeth Risdon) que vive en pueblo a unos cientos de kilómetros de Nueva York donde la madre vivirá en casa de su hijo George (Thomas Mitchell), compartiendo la habitación de su nieta Rhoda (Barbara Read). Cuando acaba la película, después de reunirse antes de que el padre se vaya a California con Addie, no saben -aunque ella lo teme (y está casi segura) y él no quiere ni pensarlo (y sueña con que se sea una separación transitoria)- que esas horas que acaban de vivir -durante el tercer acto- serán la últimas que habrán disfrutado juntos.


Leo McCarey maneja un material que puede destilarse en clave de comedia o de tragedia, pero la carga melodramática de la situación empuja hacia el desbordamiento emotivo y los riesgos de la sensiblería acechan por las cuatro esquinas. Dicho de otra forma, resulta muy difícil no deslizarse -o precipitarse- por la pendiente del melodrama y naufragar en un mar de lágrimas fáciles y buenos sentimientos. Pero Make Way for Tomorrow deviene un prodigio de contención, sutileza, elegancia y sensibilidad, y, muy importante, finamente enhebradas con humor, tal como lo hizo notar en el momento de su estreno Frank Nugent, a la sazón crítico de cine del New York Times, pero un humor que, como señalan muy acertadamente Tavernier y Coursodon, no atenúa la intensidad dramática de la situación ni enmascara su aflicción, sino, por el contrario, las refuerza y las revela con mayor autenticidad, es decir, con una verdad más delicada y conmovedora, justamente porque mezcla la comedia y el drama en proporciones variables en el curso de la película, al tiempo que embrida las tendencias melodramáticas propensas a desbocarse. Así, la emoción que genera la película es proporcional al represado del caudal de sentimientos que podrían desbordarse. En ese sentido, Make Way for Tomorrow debe verse -sólo puede verse- como un milagro del cine, y sólo conozco una película comparable: Tokyo monogatari de Ozu.


Cuando la película ha terminado y nos vamos paseando hasta el Con de agosto, esta o aquella escena regresan a nosotros con el apremio de ser revividas: nos acordamos cuando Barkley ha perdido las gafas y le pide al tendero con el que ha hecho amistad que le lea una carta de Lucy, pero cuando llega a la parte final, se la devuelve con pudor, ya leerá esas líneas cuando encuentre las gafas, un gesto revelador -por omisión- de la intimidad que todavía conservan los dos viejos;



o cuando Lucy tiene que hablar por teléfono con Barkley en el curso de una de la clases de bridge que imparte Anita (Fay Bainter) en casa para obtener un dinero extra, y todos se sienten embargados por la tristeza que desprenden las palabras de la vieja y por la incomodidad de estar privándola de la intimidad que anhela;


o cuando Lucy, que sabe de la intención de George y Anita de internarla en una residencia de ancianos, le pide a su hijo, como si de un favor se tratara que la dejen irse allí, sacándole así a George un peso de encima, pero Barkley, que se marcha a California para pasar ahora una temporada con Addie -la hija a la que no conocemos-, deberá seguir creyendo que Lucy vive con George, porque está chapado a la antigua y no lo entendería.




A medida que las imágenes de Make Way for Tomorrow se despliegan en la pantalla experimentamos una combinación de malestar y melancolía, congoja y ternura, emoción e ironía; nos apena el desamparo de los viejos, nos duele el egoísmo y la ruindad de los hijos, al tiempo que comprendemos que no lo tienen fácil y que los padres esperaron un milagro que les salvara de la hipoteca sin contarles nada, y al final el único consuelo que nos queda es el mismo que llueve sobre Lucy y Barkley, que cada uno de los pedacitos de tiempo que han vivido juntos esos cincuenta años ha valido la pena, ésa es la sensación que destilan las escenas del último acto que alguien definió como la despedida más larga de la historia del cine, y uno añadiría que una de las más bellas.


Al contemplar el adiós de Barkley y Lucy en el andén de la estación, cómo no íbamos a recordar la despedida de Murieron con las botas puestas, cómo no imaginar -y suponer-, entonces, que Lenore Coffee y Raoul Walsh se inspiraron en la escena final de McCarey. La belleza de esa larga y emocionante despedida aflora en el sentimiento de fragilidad que emana de la propia remembranza: en esas últimas horas que pasan juntos, Barkley y Lucy reviven su luna de miel en Nueva York, pero ese pasado empieza a desvanecerse cuando la memoria ya no es capaz de conservar todos los preciosos momentos que vivieron juntos, quizá lo único que a esas alturas  merece ser conservado, pero incluso su historia de amor va ser derrotada por el tiempo, condenada a la fugacidad de las cosas de este mundo.  


Y ese último acto de Make Way for Tomorrow nos depara alguna de los mejores momentos que nos haya sido dado ver en una pantalla, como ése en el que Barkley finge que quiere comprar algo en una tienda y le pide a su mujer que lo espere fuera, entonces Lucy descubre en el escaparate un cartel ofreciendo un puesto de dependiente y comprende que su marido intenta desesperadamente encontrar un empleo para poder vivir juntos otra vez -puro, elocuente cine mudo-; o aquella escena en el restaurante del hotel donde pasaron la luna de miel y están a punto de besarse -la cámara, tras ellos, nos los muestra en plano medio-, entonces Lucy se vuelve hacia nosotros y nos mira, es decir, mira a cámara, interpelándonos, como si nos dijera: "sabemos que estáis ahí".


Una fractura de la transparencia clásica firmada por un cineasta tan clásico, tan transparente. Doce años antes de They Live by Night de Nicholas Ray, dieciséis años antes que Un verano con Mónica de Ingmar Bergman. Una fractura que no produce la mínima quiebra ni el más leve rasguño en nuestra empatía, en nuestra conmoción, en nuestro goce como espectadores. Y sólo a punto de separarse para siempre Lucy y Barkley se permiten el último beso, quizá el primero que se hayan dado nunca en público, cuando ya las lágrimas nos velan la mirada.


Make Way for Tomorrow es de esas películas de las que nunca olvidaremos el día que la vimos por primera vez. La última de las películas de nuestra vida.

10/8/11

A la negra sombra de John Ford bajo la luz de agosto


John Ford por Richard Avedon, 1972

Consulto la lista de etiquetas y compruebo que he traído 58 veces a John Ford -con ésta 59- a esta escuela y he comentado ocho de sus más de cien películas conservadas, la última hace cuatro meses. En algún momento Stemboat Round the Bend (Barco a la deriva -vete a saber por qué- 1935), They Were Expandable (1945), The Sun Shines Bright (El sol siempre brilla en Kentucky, 1953), The Long Gray Line (Cuna de héroes -que falsea la idea del título original-, 1955), Dos cabalgan juntos (1961) o Siete mujeres (1966) pudieron venir y quizá vengan algún día a impartir su varia lección, por no hablar del episodio de la guerra civil americana que Ford rodó para How the West Was Won (La conquista del oeste, 1962), una obra maestra de 20', los únicos memorables de las dos horas y media que dura aquella película producida para mayor -y efímera- gloria del Cinerama. Claro que, para que vengan -y continuando con la cadencia de una película de Ford cada tres meses más o menos-, esta escuela deberá permanecer abierta un par de años más y, la verdad, produce vértigo. Veremos.

John Ford, en primer término, durante el rodaje 
de Pasión de los fuertes

Hace casi medio siglo que uno descubrió a John Ford en una sesión infantil del Teatro Principal de Tui sin saber que era de Ford ni quién era Ford, se trataba de Pasión de los fuertes, el título original como todo el mundo sabe es My Darling Clementine (1956),



pero a mí Pasión de los fuertes me sigue sonando de maravilla, y desde entonces las películas de Ford me han acompañado toda la vida. Pero hay una, no diré la mejor ni siquiera la que prefiero, podría barajar una docena y disponerlas en un orden distinto cada cinco o diez años, sólo diré que se trata de una de las más bellas películas -de cualquier cineasta y de cualquier cinematografía-, con la más bella escena de apertura -nunca mejor dicho- que se haya filmado nunca. Me refiero, lo habréis adivinado, a Centauros del desierto, una de esas ocasiones en que me gusta más el título español inventado que la traducción del original, The Searchers (1956), o sea, "Los buscadores" o "Los perseguidores",


y que cualquiera de las otras versiones: La prisonnière du désert -en francés-, 
Cartel belga de The Searchers


A desaparecida -en portugués-, Sentieri selvaggi -en italiano-


Más corazón que odio -en Argentina, Méjico y creo que en toda Hispanoamérica-. ¿Qué dirá el título en japonés?


En el título Centauros del desierto late un aquel mítológico -homérico, diríamos- que se corresponde con el corazón de la película.


La he visto unas cuantas veces en los últimos diez años, la última la semana pasada, y, como siempre, se convierte en un cedazo para la memoria de todas las películas de Ford que uno haya visto, o mejor, ese cedazo no es otra cosa que la red capilar que teje Centauros del desierto con los filmes anteriores y posteriores del cineasta, hasta el punto que desborda cualquier tentativa de escribir sobre ella sin fagocitar todo Ford. Todo cuanto Ford ha significado para uno. Todo cuanto uno ha visto en Ford, o lo que es lo mismo, todo cuanto Ford nos ha visto. Toda la vida. Más o menos -y en síntesis- fue lo que le conté a Ángeles cuando se extrañó de que aún no le hubiera dedicado una entrada a Centauros del desierto, una de sus películas preferidas.

A la izda., John Ford en su silla de director, 
en el rodaje de una escena de Centauros del desierto 

Pero me tiró de la lengua y me tuvo hablando de la película mientras paseábamos por el camino de las dunas, un escenario propicio para cribar Centauros del desierto -y también para Tres padrinos (1948), dicho sea de paso, la primera película de Ford con el director de fotografía Winton C. Hoch (qué iluminará, además de aquélla, filmes tan bellos como She Wore a Yellow River (La legión invencible, 1948) y The Quiet Man (El hombre tranquilo, 1953)-, y ya de vuelta en casa me sugirió que podía escribir lo que había decantado esa tarde, que, sin hablar de todo Ford, todo Ford está en la mirada que cuaja en Centauros del desierto y que basta con desgranar esos primeros doce minutos, que tanto me gustan, y tirar de los hilos de esas imágenes para, en el aquel de tejerlos, atrapar el corazón de una película donde late el alma del cineasta. Y uno obedece. Qué remedio.


Se han escrito muchas páginas sobre Centauros del desierto y, sobra decirlo, leí parte de esa literatura. Lo que sigue es también deudor de algunos de esos textos -de Peter Bogdanovich, Joseph McBride, Michael Wilmington, Tag Gallagher, Miguel Marías, Bénard da Costa, Santos Zunzunegui, Jean-Louis Leutrat, Brian Henderson, Fabio Troncarelli...- y de las conversaciones con el maestro que iluminaron y prolongaron la fruición de la película.



Si mucho se ha escrito sobre Centauros del desierto no se debe tanto a la capilaridad con el resto de la  filmografía de Ford a la que me referí más arriba, sino en buena medida a la -supuesta- singularidad de una película sombría, amarga y torturada en la obra del cineasta, una percepción sólo explicable desde el desconocimiento o una mirada poco atenta de los filmes anteriores -y aun muy anteriores- y, claro, posteriores de Ford.


Como señaló Bénard da Costa, hay que estar muy distraído para no ver esa singular negra sombra o amargura en películas como, sin ir más lejos, Qué verde era mi valle. Bien es verdad que se trata de una de las películas más oscuras -no por su opacidad, sino por la oscuridad emocional sobre la que se abisma- y que su protagonista, Ethan Edwards -encarnado por John Wayne-,


es uno de los personajes más complejos y tenebrosos de la obra de Ford, y, de paso, uno de los grandes personajes de la historia del cine -y de la historia americana-, y también es cierto que el pesimismo y el desasosiego se exacerban en las películas posteriores a la 2ª guerra mundial, que cobran tintes crepusculares bajo una mirada melancólica.  


Cabe añadir una circunstancia que multiplicó la literatura crítica -y hermenéutica- a propósito de la película: Centauros del desierto se convirtió en la película de culto por antonomasia del llamado nuevo Hollywood y Ford en un director para directores. Los cineastas -Scorsese, Schrader o Cimino-, que cambiaron la industria americana del cine en los 70, profesaron su admiración por The Searchers y confesaron cuánto les inspiró, y hasta qué punto películas -de búsqueda y rescate y negra sombra- como Taxi driver o El cazador son deudoras del filme de Ford; y aun más, la mirada de Cimino sobre el paisaje del oeste americano -véase Las puertas del cielo- se nutre de la emoción con la que el director de Centauros del desierto contempló aquellas tierras.

 
Pero esos motivos, sin ser desdeñables, no explican tantas páginas sobre Centauros del desierto. Creo que la razón primordial tiene que ver con la forma de la película cuya puesta en escena abre puertas a lo oscuro -lo no mostrado, lo invisible, lo oculto- para que la mirada del espectador -que debe imaginar toda la violencia, todo el horror, ya que sólo contempla los efectos- precipite el sentido de lo elidido, de lo sólo sugerido -miradas, gestos, objetos, muebles-, de lo que late en el corazón delator de unas imágenes tan bellas como hondas, que conservan su misterio intacto después de verlas una y otra vez.


Tampoco es ajena a la complejidad de Centauros del desierto la pregnancia del mito que articula. Como Levi-Strauss nos enseñó, la potencia del mito opera siempre en relación con el momento en que se cuenta no en relación al tiempo en que el relato acontece. Así, la fuerza del mito de Centauros del desierto tiene que ver con 1956 y no con 1868-1873. Merian C. Cooper, el productor y socio de John Ford en la Argosy Pictures -de la que Centauros puede verse como un epílogo- compró los derechos de la novela de Alan Le May, The Searchers, cuando fue publicada por Harper en 1954 y el guión de Frank Nugent quedó perfilado en los primeros meses de 1955.


Además del principio y del final, el guionista -es obvio que a sugerencia de Ford- introdujo tres cambios muy significativos en relación a la novela que viene muy a cuento reseñar: Martin Pawley (Jeffrey Hunter), por un lado, vuelve para casarse con Laurie (Vera Miles) -en la novela, ella se casaba con Charlie- tras un periplo de cinco años en el que acompaña a Ethan Edwards en busca de Debbie, y, por otro, tiene sangre india, un octavo de sangre cherokee, especifica en una de las primeras escenas de la película -en la novela era un blanco-;



y Debbie (Natalie Wood), la niña secuestrada por los comanches, acaba siendo una de las esposas del jefe indio Scar, una relación amorosa que no existía en la novela.


Frank Nugent escribió el guión en medio del clamor generado por la resolución del Tribunal Supremo de los EEUU en 1954 sobre el caso Brown que, en síntesis, declaraba ilegal la segregación racial en las escuelas públicas. Para algunos, fue la sentencia más importante de ese Tribunal en toda su historia. La resistencia a acatarla y acabar con la segregación escolar fue más feroz y se prolongó más tiempo que cualquier otra forma de segregación, porque arraigaba en un miedo visceral al matrimonio entre blancos y negros, a la mezcla de las sangres, al mestizaje.


Ahí radica la potencia del mito que narra Centauros del desierto, les hablaba a los americanos de un problema candente, no del pasado contiguo a la guerra civil americana, sino a esa otra guerra civil larvada -la segregación de los negros- del presente en que se estrenó la película el 26 de mayo de 1956: Ethan Edwards quiere, en un principio, rescatar a Debbie, pero cuando descubre que es una de las esposas de Scar quiere matarla, porque ya no es una blanca sino una comanche. Entonces la cámara se acerca a su rostro con un travelling en ligero contrapicado. Y jamás hemos visto una mirada así en John Wayne.


Como ha señalado Tag Gallagher, en el cine de Ford, el mal siempre es el fruto de las mejores intenciones y las ideologías que ayudan a consolidar una comunidad acaban envenenándola. Para el cineasta, la tragedia de los indios no sólo se cifra en que fueron prácticamente exterminados sino en que se ha perdido su historia y no forma parte de la herencia común: por eso el mestizo Martin Pawley se integra en la comunidad de adopción pero ha debido pagar la deuda con los blancos que lo acogen -acompaña a Ethan Edwards en la búsqueda y rescate de Debbie y mata al jefe comanche Scar- y también el precio del olvido de su historia, de su lengua cherokee. Lo mismo puede decirse hoy mismo a propósito de los negros, no han sido exterminados -en su momento fueron esclavizados y segregados-, pero su historia tampoco forma parte del patrimonio estadounidense.


Por eso, Centauros del desierto no es una visión políticamente correcta del problema racial, sino la obra radical y desgarrada de un artista contradictorio que muestra las fracturas de la identidad y nos aboca al pozo negro donde se revuelven los posos de las mitologías y las pulsiones de lo indecible con las que se amasan nuestras vidas, donde se abisman los límites de la comprensión humana, por eso casi nunca resultan visibles ni palpables. Lo que anida en la mirada de Ethan Edwards cuando sólo ve a Debbie como una comanche a la que debe matar, lo que germinó en aquella mirada suya mientras almohazaba su caballo años antes,


la mirada a un contracampo que sólo podemos vislumbrar: presiente lo que está a punto de acontecer, no podría pasar nada peor, pero no puede hacer nada para evitarlo porque sucederá a sesenta millas. En el único hogar al que aún podría regresar.


Ha llegado entonces el momento de abordar la apertura de Centauros del desierto, donde todo comienza, tras los créditos durante los que escuchamos la canción con el mismo título de la película -The Searchers- que se pregunta por qué un hombre se convierte en un errante y abandona el hogar y su vida deviene un eterno cabalgar: What makes a man to wander? / What makes a man to roam? / What makes a man leave bed and board? / and turn his back on home? / Ride away... ride away... ride away... La pantalla se va a negro y apararece un lugar y una fecha: Texas 1868. La frontera, tres años después del final de la guerra civil americana. Y un filo de luz en el tercio izquierdo de la pantalla taja la oscuridad: una puerta se abre en violento contraluz y nos deja a ver a una mujer de espaldas, poco después sabremos que se llama Martha. Martha Edwards.


Mientras, suenan los compases de Lorena, una canción de amor que para Ford destilaba una visión lírica del hogar y que volverá a emplear en The  Horse Soldiers (Misión de audaces, 1958).


La forma en que está filmado este plano nos trasmite la idea de que algo íntimo ha movido a la mujer a abrir la puerta, como si acudiera a una llamada de los adentros. Luego, antes de que ella dé los primeros pasos hacia el exterior, ya la cámara se mueve en travelling anticipándose por un instante al movimiento de Martha, como si la empujara al encuentro de la historia, y sentimos ya lo que aún no podemos saber, que es ella el hilo cardinal que enhebra el tejido de Centauros del desierto. Pero hay más, ese motivo de la mirada desde dentro de un refugio -casa o cueva- pespuntará el curso del relato, tan expuestos están los personajes a la intemperie de una tierra inhóspita y de pulsiones que los arrastran.






Martha cruza el umbral, empujada primero y acompañada después por la cámara, y se detiene junto a la columna del porche. El territorio desértico de Monument Valley se despliega ante nosotros, un paisaje que en el curso de la película cobrará visos de monumento funerario. Apenas alcanzamos a distinguir un jinete que se acerca en lontananza.


El contracampo, nos muestra por primera vez el rostro de Martha (Dorothy Jordan), con la mirada prendida en el horizonte y con un gesto de la mano izquierda tan querido por Ford, tanto como el viento que sopla durante la escena; tanto le gusta que no lo registra, como hacía Joris Ivens, sino que lo dispone para contar el presente fugitivo como si ya fuera parte del pasado. Porque, como veremos muy pronto, Ford está contando una gran historia de amor -imposible-, una de esas historias que sólo pueden evocarse, recordarse, y ¿qué despierta la memoria sino el viento que sopla sobre las cenizas del pasado?


Un plano y un gesto que tendrán sus ecos en Misión de audaces, esta vez con Constance Towers.


El jinete, pronto sabremos que se trata de Ethan Edwards, se acerca. En primer término, sobre la baranda para atar los caballos -figura liminar del hogar frente a un mundo hostil-, vemos una manta tejida por los navajos, mecida por el viento.


Y los miembros de la familia Edwards se acercan al porche hasta formar una composición que lleva la inimitable firma de Ford.


Cuenta Joseph McBride que vio la película en compañía de Winton C. Hoch y el director de fotografía le hizo notar la disposición de los personajes en este plano de grupo: Ahí tiene el genio de Ford, ahí mismo. Una imagen simétrica con su correspondiente de la última secuencia, esta vez con los Jorgensen en el porche y el viejo Moses disfrutando de su anhelada mecedora.


Aunque uno está de acuerdo con Winton C. Hoch -los planos de grupo en el porche figuran entre lo más hermoso de la obra de Ford-, Centauros del desierto nos brinda otras muestras soberbias del genio de Ford -y de su director de fotografía- para la composición:





Ya dijimos que Frank Nugent -de acuerdo con Ford- había cambiado en el guión el principio y el final de la novela de Alan LeMay, en la que Ethan se llamaba Amos y no era un errante sino que vivía con la familia Edwards, aunque se encuentra fuera cuando se produce el ataque de los indios con que comienza la novela; respecto a la clausura de la historia, en la obra de LeMay, Amos -o sea, Ethan- moría a manos de un comanche y era Martin quien volvía con Debbie a casa. Pero conviene señalar que ni el principio ni el final de la película se corresponden con las respectivas escenas del guión. Ford introdujo en el rodaje variantes significativas. En el guión, era Ethan el primero en aparecer acercándose a la casa de los Edwards y era Debbie quien descubría al jinete desde el porche, luego se le unían Aaron -el hermano de Ethan-, Lucy -la hermana mayor de Debbie- y finalmente Martha, Ben -el hermano de Debbie- y aun Martin. Al reestructurar a fondo la escena, subraya la idea fundadora del relato: es Martha quien sale al exterior arrastrada -o empujada- por fuerzas que desbordan cualquier cualquier explicación racional -las razones del corazón que la razón no entiende, que decía Pascal- y establece el vínculo con Ethan -anudado de miradas y silencios- del que emana la corriente subterránea que nutre las imágenes de Centauros del desierto desde el instante en que presiente -justo antes de que la película comience, un instante germinal, elidido como otros cruciales de la película- que el errante vuelve a casa.

    
Es un hombre que viene de muy lejos, del otro lado de la frontera, y aun más lejos, tan lejos como las profundidades de su corazón, donde silencia el amor por Martha, la mujer de su hermano. Por esa razón, sólo en el instante en que Ethan descabalga y se acerca a besarla, y sólo entonces, Ford nos muestra un plano del hogar:



Sí, Ethan ha vuelto a casa, es decir, a Martha. En la escena siguiente, Aaron le confesará a su hermano que si fuera por él ya se hubieran ido hace tiempo, pero Martha por nada del mundo abandonaría esa casa en los confines de la civilización. Martha no quiere irse, lo comprendemos enseguida, porque sabe que es a esa casa adonde volverá su amor errante. No me resisto a mostrar ese beso, a falta de una imagen mejor -no será la última-, fotografiado directamente de la pantalla:


Martha cierra los ojos, y cuando se separan nos es dado contemplar uno de los más bellos planos nunca filmados por Ford, uno de los más bellos de Centauros del desierto, toda ella tan hermosa. Martha no puede apartar la mirada de los ojos de Ethan y entonces -en un movimiento nada natural, y menos aún naturalista- echa a andar de espaldas, retrocediendo a medida que Ethan avanza hacia el umbral. Es la imagen de un exceso, es decir, la puesta en escena del único desbordamiento posible, el de la mirada.


Es el mismo movimiento de Huw, el niño de Qué verde era mi valle, al quedar prendado de Bronwyn (Anna Lee) nada más conocerla: va retrocediendo a medida que ella entra en la casa de los Morgan.


Es la puesta en escena fordiana del amor que nunca podrá consumarse. Claro que, en una película como Centauros del desierto, que nos obliga a imaginar a partir de gestos y miradas, podemos llegar a conjeturar que, en realidad, Debbie es la hija de Martha y Ethan, lo que vuelve todavía más dolorosa y terrible si cabe la peripecia de la película. Miradas, gestos, cargados de tiempo suspendido, de tiempo perdido.



Hasta el capote de Ethan se carga de sentido, y Martha, no pudiendo abrazar y acariciar como quisiera el cuerpo amado, abraza y acaricia su sinécdoque. Lo indecible cuaja en imágenes donde el pensamiento arde.




Y lo acaricia -no sabe que por última vez- antes de la partida de Ethan, uno de mis momentos preferidos de Centauros del desierto.


Y llega el momento de la despedida, en presencia del reverendo Clayton (Ward Bond) que se ha dado cuenta como nosotros de lo que siente Martha por Ethan.


Entonces, cuando Ethan se dirige hacia el umbral, Martha lo sigue con las manos en la misma posición en que acogió los brazos de aquél, como si quisiera conservar en ellas la forma de cuerpo amado, como si presintiera que no volverán a verse.



Pero el fantasma de Martha seguirá vagando en los intersticios de las imágenes de Centauros del desierto. La puesta en escena construirá espejos de su historia de amor con Ethan. Qué es la historia de amor de Martin Pawley y Laurie Jorgensen sino la historia posible que pudieron vivir ambos si Ethan hubiera desertado de la errancia por el hogar donde Martha lo esperaba. Resulta revelador que la segunda vez que Ethan y Martin vuelven a casa de los Jorgensen llegan en el momento en que Laurie, harta de esperar, iba a casarse con Charlie. Algo parecido debió suceder para que Martha se casase con Aaron, quizá se convenció de que Ethan era un errante incorregible.


Martin llega a tiempo de interrumpir la boda, pero cuando vuelve a marcharse al saber que Scar y su tribu están cerca -debe impedir a toda costa que Ethan mate a Debbie-, Laurie se lo reprocha y le espeta que si Martha viviera ella misma le pediría a Ethan que la matase.


Y aun otro espejo más relevante. Qué es Scar -Cicatriz- sino un doble de Ethan. Odia a los blancos porque mataron a sus hijos. Es el Otro que violó y mató a Martha, y a Lucy, que convirtió a Debbie en su esposa, en Otra definitivamente. Objetos ambos de venganza y exterminio. Pero cuando Ethan tiene a su merced a Debbie,


es incapaz de matarla, no porque se arrepienta de su racismo, sino porque, en el curso de una panorámica breve y elocuente,


comprendemos con él que no tiene en los brazos a la comanche en que se ha convertido, sino a la niña que levantó en sus brazos cuando volvió a casa, al principio de la película.


Y en el desenlace, la película se cierra sobre si misma. Hemos asistido a una ilíada -los comanches no hacen más que dar vueltas, como Ethan y Martin que los asedian y persiguen- entre dos odiseas, la de Ethan al principio y la de Martin al final. Ethan no tiene sitio en el hogar al que ha devuelto a Debbie. Los centauros del desierto vagan como fantasmas insomnes en torno a una fortaleza movediza, no cesan de dar vueltas en torno al pozo de los deseos inconfesables, van y vienen, retornan a un hogar donde ya no hay lugar para ellos, expulsados del jardín y condenados a la errancia por el desierto salvaje, donde purgar sin remisión la culpa de haber sido los guerreros sanguinarios de la tribu, los que han causado tantas muertes para que la civilización prevaleciera. Y Ethan se aleja hacia el desierto, donde el viento lo lleve a reunirse con el fantasma de Martha.




A través de una historia de amor imposible, Ford se interroga sobre el racismo y Centauros del desierto es una respuesta nada complaciente, que no resuelve ninguna contradicción, porque, como decía Faulkner a propósito de la escritura, apenas representa una frágil candela que tan sólo señala la negra sombra que la rodea, más oscura y espesa de lo que imaginábamos. Es lo que hace un artista. O un poeta. El autor de algunas de las más bellas elegías del siglo XX.