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29/11/20

El último borrador

 

Debería hablaros de Ich war zuhause, aber (2019), de Angela Schanelec, o de First Cow (2019), de Kelly Reichardt, las dos películas recientes que más me gustaron (pero mucho mucho, dos joyitas), o de un western de serie B de hace más de setenta años en un bellísimo blanco y negro, Thunderhoof (1948), de Phil Karlson, iluminado por Henry Freulich y con una espléndida Mary Stuart, pero pasé cuatro mañanas de este mes impartiendo unas clases de guión a alumnos/as (más as que os, sobra decir) como cada año por estas fechas desde hace veinte, que se dice pronto, y no tengo la cabeza para otros asuntos más livianos. 

Fotograma de Ich war zuhause, aber.
Fotograma de First Cow.
Fotograma de 
Thunderhoof .

Me fui (anteayer) con una sensación agridulce: a los/as alumno/as más les hubiera valido leer La costurera y, en apenas quince minutos (como mucho), se habrían ahorrado las dieciséis horas que me soportaron (pero ni por asomo me atrevería a recomendarles una visita a esta escuela). Lo primero que les cuento (para abrir boca, como aquel que dice): para hacer una gran película no se necesita un guión. Como nos dijo Víctor Erice en unas (aquellas sí) mañanas memorables: se puede hacer una película sin un guión, pero no sin un plan. Basta ver El sol del membrillo. También les menciono a modo de ejemplo a Chaplin, Flaherty, Pedro Costa o Hong Sang-soo. Y, por supuesto, a mi admirada Rita Azevedo Gomes

Fotograma de Frágil como o mundo (2002), 
de Rita Azevedo Gomes.

Siempre acabo con la sensación de que no insistí lo suficiente en un hecho cardinal: no existe algo que se pueda calificar como un guión perfecto. Si hablamos de perfección a propósito de un guión cometemos un oxímoron. Eso sí, un oxímoron perfecto. Alfred Hitchcock le contó a Truffaut que soñaba con una maquina donde el guión entrara por un lado y la película saliera por el otro perfectamente acabada y lista para la proyección. Lo peor no es que sea una estupidez, es que era mentira: cómo iba don Alfredo a privarse de los placeres que le deparaba, pongamos por caso, elegir con las actrices el vestuario (ropa interior incluida si lo requería la película) de Ingrid Bergman, Vera Miles, Kim Novak, Janet Leigh o Tippi Hedren: el guión era el pretexto, ¿a que sí, don Alfredo? 

Fotograma de Psycho (1960).

Como dijo muy bien Orson Welles, un/a director/a es aquél/aquélla que gobierna los accidentes; o por decirlo a la manera de Akira Kurosawa, quien escribe con relámpagos: accidentes y relámpagos que nunca figuran en el guión. Welles lo dijo también -ahorrándose metáforas- con palabras que nadie debería olvidar: El guión no se acaba nunca. Nunca se termina de trabajar en el guión. (Ay, no recuerdo si las cité.) Dicho de otra forma, la única perfección que le cabe aspirar a un/a guionista: la de un último borrador (final draft, le dicen al otro lado del charco). Y encomendarse a los dioses lares del cine para que el/la director/a siga reescribiendo/editando a través de la puesta en escena y el montaje. 

Orson Welles lee el guión con el reparto 
en el rodaje de Campanadas a medianoche.

Rafael Azcona es uno de los grandes guionistas, no ya del cine español, del cine a secas. El guión de El verdugo es un manual inagotable para guionistas de antes, de ahora y de siempre. Pero hay que agradecerle a Berlanga que siguiera escribiendo/editando el guión durante el rodaje (no sé si mano a mano con Azcona en el set). 


A ver, supongo que tenéis en la memoria El verdugo (si no, la verdad, no sé qué estáis haciendo aquí leyendo esto). Rememorad la escena de la funeraria: Carmen/Emma Penella (la hija de Amadeo/Pepe Isbert, el viejo verdugo) acude con los resultados de la prueba del embarazo a hablar con José Luis/Nino Manfredi, que temiéndose el positivo trata torpe e inútilmente de escaquearse; como no le queda más remedio se acerca y ella le confirma el embarazo; él sale con la cantinela de irse a Alemania y hacerse mecánico..., claro que, si el niño sale con los instintos del abuelo, más vale que no naciera... A Carmen le duele (sabemos desde su primera escena en la película que no puede soportar escuchar el llanto de un niño). 

José Luis apura un gesto de consuelo al caer en la cuenta de que no debió decir algo así (hasta un analfabeto emocional como él lo comprende), pero Carmen se aleja, no mucho, hasta un rincón de la funeraria donde se apilan viejas coronas de flores. ¿Recordáis la escena? Pues bien, en el guión José Luis mientras demora la  respuesta que aguarda Carmen (aunque ya lo sabemos -pusilánime él- incapaz de decir no), arranca algunas flores secas de una corona vieja. Así acaba la escena 10. Podéis leerla en el guión de El verdugo editado por Plot, pero no figura en la versión que se puede consultar en la Berlanga Film Museum; en esa versión la escena 10 es la boda, o sea la que sigue a la escena de la funeraria en el guión editado por Plot y en la película. Como recordaréis, en la película, la escena de la funeraria se abrocha con un gesto tan leve como revelador: José Luis toma una flor de una corona fúnebre (no arranca algunas flores secas) y se la ofrenda a Carmen. 

Un gesto tierno, triste, luctuoso, revelador (del universo mental de José Luis), apocado, profético... Todo eso, y más. Azconiano, berlanguiano (un término recién incluido en el diccionario de la RAE: ¿de verdad es un término tan vivo en el habla?) No sé cómo cuajó ese pequeño pero significativo detalle de la ofrenda floral. Berlanga, Azcona, Nino Manfredi, Emma Penella... Muertitos, muertita. No hay guión perfecto. Como mucho cabe imaginar el último borrador de una película por venir. (Es verdad, podría haber apuntado la escena de un guión estragada por decisiones de puesta en escena o de montaje, pero hoy no dispongo de energía suficente para evocar disgustos.)


8/11/20

El final, un principio (o viceversa)

 

Berlanga contó en numerosas entrevistas que un abogado amigo suyo, testigo de oficio en la ejecución de Pilar Prades, la envenenadora de Valencia, le relató cómo el verdugo se vino abajo y tuvieron que arrastrarlo hasta el patio de la prisión, donde se ubicaban los trebejos para la aplicación del garrote vil con que ultimar a la condenada. Ese relato devino el germen de El verdugo. (Os recomiendo este cuaderno sobre la película.)

Cabe dudar del cuento. (Manuel Vicent lo discute en una columna de El País.) Pasada la media hora de Querídisimos verdugos (1977), de Basilio Martín Patino, el ídem Antonio López Sierra cuenta la ejecución de Pilar Prades el 19 de mayo de 1959. Según su versión, todo el mundo estaba muy nervioso, tanto la condenada como el director de la cárcel y los testigos, y la ejecución se retrasó tres horas por si llegaba el indulto. En unas líneas del guión de El verdugo, que la censura previa eliminó, se leía:

JOSÉ LUIS: ¿Cuándo va a llegar el indulto?

FUNCIONARIO: Casi nunca llega.

Por supuesto tampoco podemos creernos del todo el testimonio del verdugo. En El caso de las envenenadas de Valencia (1985), de Pedro Olea, el cuarto episodio de la serie La huella del crimen, nos cuentan el caso de Pilar Prades, encarnada por Terele Pávez (la hermana de Emma Penella, que da vida a Carmen, la mujer de José Luis/Nino Manfredi, en El verdugo). En un momento de la secuencia de la ejecución, le inyectan un sedante al verdugo, al borde de un ataque de nervios. Otras fuentes consideran un eufemismo lo del sedante: directamente lo emborracharon para que estuviera en condiciones de actuar. Verosímil desde luego. Sobre todo si vemos la escena (terrible) de la ejecución en Salvador (Puig Antich), de Manuel Huerga, estrenada en 2006, porque fue el mismo Antonio López Sierra el verdugo encargado de aplicarle el garrote vil al militante anarquista, una escena que muestra lo que la película de Berlanga deja fuera de campo. 

Cada vez me convence más que aquel relato -quizá similar, quizá distinto- del abogado amigo suyo fermentó en la imaginación del director para cuajar una idea germinal: esa figura del verdugo arrastrado hasta el garrote vil, como si de un condenado más se tratara. Como dice Antonio Lobo Antunesla imaginación no existe, es memoria fermentada. También contaba Berlanga que nunca visualizaba nada antes del rodaje; la imagen surgía en la localización, en el decorado, mano a mano con los actores, en el follón del rodaje. Salvo con El verdugo. Fue la única vez que vio una imagen a modo de premonición: 

Una gran sala blanca, enorme, con una puertecita muy pequeñita al fondo, exactamente como salió en la película, y dos grupos arrastrando a dos personas. (...) una, la que va a morir, y la otra, la que va a matar. Y entonces los dos arrastrados por esos dos grupos que para mí eran, pues eso, la sociedad obligando a morir al que va a morir y obligando a matar al que va a matar.

En alguna ocasión, Berlanga puntualizó que por una vez Rafael Azcona aceptó, a regañadientes, empezar una película por el final. (O, seamos precisos, por el clímax.) Al parecer, el guionista, tras escuchar el relato germinal que le cuenta el director, comentó: Bueno, sólo hay que añadirle hora y media más. Entonces procedieron a hablar el guión. Y eso suponía que Azcona y Berlanga iban a encontrarse durante semanas -y aun meses- en una cafetería lo más concurrida posible, normalmente desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde, y hablarían de lo divino y de lo humano hasta que el arco de la historia quedara trazado con precisión. Llegado ese momento, Azcona traía al café una escaleta (una lista de escenas, una cadena de situaciones, un hilo de nudos de acción) , y a partir de ahí comenzaba el trabajo de escritura. Hablar el guión era la forma de descubrir qué historia quería contar el director. Ése era el método de trabajo de Azcona:

Apenas entré en el cine, comprendí que a la pregunta: ¿Tú tienes una idea? el guionista debe responder negativamente, porque en el cine, las ideas, por muy vagas y vaporosas que sean, conviene que se le ocurran a los directores o, en alternativa, a los productores; es algo que les hace mucha ilusión.

Las películas son de los directores, mientras que el guión es como el encofrado de un edificio, que tiene que estar pero no se puede notar. 

Eso sí, cada guión, una cafetería. En el caso de El verdugo, el teatro de operaciones fue la cafetería California de la calle Goya en Madrid. En realidad, el método de Azcona es el único que cabe contemplar según Poe en su ensayo Filosofía de la composición (traducido por Julio Cortázar):

Resulta clarísimo que todo plan o argumento merecedor de ese nombre debe ser desarrollado hasta su desenlace antes de comenzar a escribir en detalle. Sólo con el desenlace a la vista podremos dar al argumento su indispensable atmósfera de consecuencia, de causalidad, haciendo que los incidentes y, sobre todo, el tono general tiendan a vigorizar la intención. 

O sea, el guión se escribe desde el final; con el final a la vista. Los reparos de Azcona tenían que ver con el sometimiento del proceso -hablar el guión- a un final decidido por anticipado, sin haber palabreado el argumento, el arco de la historia que afloraba entre otros mil asuntos -como de costumbre-, hasta encontrar el final propicio. De hecho, les llevó más tiempo armar la trama de El verdugo que la de cualquier otra película de Berlanga con Azcona. 

El ensayo de Poe (en torno a la composición de El cuervo) se centra en  la unidad de impresión, el efecto soberano que sólo podría conseguirse si una obra podía leerse de un golpe. Como también las películas se veían de una sola vez, Filosofía de la composición se convirtió en el texto cardinal que inspiró los primeros manuales de guión de la industria de Hollywood, redactados a requerimiento de los productores, para saber cuánto iban a costar las películas y planificar al detalle los rodajes. El guión, entonces, herramienta de la producción. Texto combustible de la maquinaria que fabrica la película. Caray, adónde vinimos a parar desde una escena germinal tan atroz. Claro que Poe no es mala compañía en semejante deriva. 

O Goya. Ricardo Muñoz Suay, ayudante de dirección en El verdugo, repartió entre la prensa folletos sobre la película, durante la presentación el 31 de agosto de 1963 en el Festival de Venecia, con una reproducción de un grabado de GoyaEl agarrotado. Vienen muy a cuento otras dos fechas: el 20 de abril fusilaron al comunista Julian Grimau (cinco días antes había empezado el rodaje de El verdugo) y el 17 de agosto agarrotaron a los anarquistas Francisco Granado y Joaquín Delgado (catorce días antes del estreno en Venecia). El revuelo de la presentación de El verdugo se aprovechó para un ajuste de cuentas entre las familias políticas de la dictadura franquista y los ecos de la mala imagen internacional de España que proyectaba la película llegó a un consejo de ministros donde Franco sentenció: Berlanga no es comunista; es algo peor: un mal español. ¿A que suena muy de ahora mismo? 

Berlanga en el rodaje de El verdugo.

El principio, un final.


21/6/15

Todo el coraje del mundo


Me cae bien Manuela Carmena -y me alegra que sea la alcaldesa de Madrid- pero no me gustó nada que se plegara a lo políticamente correcto en el caso Zapata, toda una muestra de debilidad (una mala señal: como si se fueran a conformar,,,). Y no digamos que el susodicho (creo que guionista) no defendiera el derecho al humor, que en su caso era la defensa misma de la libertad de expresión (a la que el humor somete a la prueba del nueve). Y que no recordara -en su defensa- ese monumento de humor negro titulado Ser o no ser, esculpido por un judío llamado Lubitsch. O El verdugo, sin ir más lejos.

Ya es el colmo que se la envainaran frente a quienes hablan de "las fosas de no sé quién" (lo más blanco que han proferido sobre el tema) y se apresuraron a ponerse tras la pancarta que rezaba "Yo soy Charlie Hebdo", y no se andan con chiquitas a la hora de denigrar a los trabajadores, a los parados, a los inmigrantes, a los pobres, a los insurrectos... (a la vista está su política). La verdad, me decepcionó Manuela Carmena, sobre todo después de escucharle a propósito de la ultramontana Aguirre que no la daba por perdida, porque creía mucho en la reinserción (o sea, tratándola de delincuente; eso sí, con humor).

Resulta estéril discutir sobre la zafiedad o la brillantez, lo cruel o lo sutil, la ferocidad o la gracia, del humor de uno u otros; tampoco de la oportunidad o del contexto: no se trata de una cuestión de crítica o de hermenéutica, ni de modales, se trata de política. Sobran razones de peso para que un cargo público dimita, pongamos por caso: corrupción, incompetencia... y cobardía. Que no me guste la reacción de Manuela Carmena, no tiene la menor importancia; lo que importa es que se haya tragado con el ataque a la libertad de expresión.

No es de extrañar que todo se confunda: así, quienes atacan la libertad de expresión tienen siempre a mano la consabida estupidez de "todas las opiniones son respetables", cuando lo único respetable es -justamente- la libertad de expresarlas. Se trata de eso, de política: pueden no gustarme los chistes de Zapata, tampoco me gustan algunos de Charlie Hebdo, pero aun con más razones, entonces, defiendo su publicación; porque si no molestaran u ofendieran nadie cuestionaría ese derecho: mataron a los humoristas franceses por blasfemos y cuelgan aquí a Zapata por similares (sin)razones. Y si hablamos de política -de democracia-, la libertad de expresión es la última trinchera.

Llegados al punto en que se pide perdón por el humor (¡en el país de un blasfemo como Buñuel!), entonces daremos en pensar que todo es más negro de lo que imaginamos. Porque hasta ahora uno -ni creo que nadie- nunca imaginó que Lubitsch tuviera que pedir perdón por el humor a cuento de los nazis y los campos de concentración; o Berlanga y Azcona, por el humor a cuento del garrote vil (¿y no puede alguien considerar ofensivos semejantes tratamientos?). O Sacha Guitry, por una película como La poison (1951); por escenas como estas:


¿Debería pedir perdón porque alguien "vea" en esta escena una exhortación a la violencia doméstica?


No me digáis que no es un poema la cara de Michel Simon. No me digáis que es un crimen. El humor. ¿Y qué me decís de la lección del maestro?


Welles quería mucho a Sacha Guitry y más de una vez habló sobre cuánto le debía a su experimentación con las relaciones entre la palabra y la imagen, y con el uso de la voz en off; hasta le copió -como él mismo confesaría- los célebres créditos finales de The Magnificent Ambersons (aquí, El cuarto mandamiento) recitados en off por Orson Welles, como los de Guitry en Le roman d'un tricheur, seis años antes; Godard usa el mismo recurso en los créditos iniciales de Le mépris, y Pasolini le gasta una broma a sus dos amigos con los créditos cantados de Pajarracos y pajaritos. Me acordé de Sacha Guitry -y La poison- cuando, al hojear estos días viejas libretas (en el vano intento de decidir si quemarlas), encontré esta fotografía suya (obra de Willy Rizzo) que me gusta mucho.


La fotografía data de 1956; unos meses antes de su muerte, Sacha Guitry, sentado en la cama (ya muy enfermo), se afana en la moviola montando Asesinos y ladrones, su penúltima película, No exageramos al decir que el cineasta trabaja en su lecho de muerte. En El placer de la mirada, figura este texto de Truffaut bajo esa fotografía de Guitry:
No, la Nouvelle Vague no era "una pandilla de jóvenes ambiciosos que se dedicaban a apuñalar a sus antepasados para ocupar su lugar", sino todo lo contrario. Los jóvenes redactores de los Cahiers han rehabilitado a Abel Gance, Jean Cocteau, Jean Renoir, Robert Bresson y Max Ophüls, denigrados por las críticas de la gran prensa. Lo más difícil fue lograr que se reconociera a Marcel Pagnol y a Sacha Guitry, como buenos directores, personalidades fuertes que se expresan mediante el cine. 
¡Sacha Guitry! Cada vez que me siento cansado, a punto de perder los ánimos, de volcarme en la melancolía, la acritud o la amargura, y la repugnante sombra de la renuncia viene a oscurecer lo que estoy haciendo, me basta con mirar la fotografía de Sacha Guitry hecha por Willy Rizzo para sentir que tengo alas, recuperar el buen humor y todo el coraje del mundo.
Alguien comentó que Truffaut tenía esa foto en su escritorio como si de un viático se tratara. Según Olivier Assayas, esa fotografía figuraba para Truffaut, más que un emblema del coraje, la imagen misma de un cineasta pespuntando su vida con su obra: una lección moral, una ética. Como no tengo la mínima duda sobre la ética de Manuela Carmena, espero que tenga a mano el viático del humor, pero va a necesitar además de todo el coraje del mundo. Van a por ella. Dicho de otra forma -ya lo avisó Brecht-, vienen a por nosotros.

28/6/13

Ven y mira (mac)



Hace un año inauguramos la serie de entregas mensuales consagradas a los carteles de cine. Y a modo de celebración vamos a dedicarle la número trece a  Macario Gómez, uno nuestros cartelistas históricos, que firmó por primera vez como mac en 1955, el año que nací.


En las fachadas o vestíbulos de los cines que frecuentábamos en los años decisivos (hasta que cumplimos los veinte, digamos), casi nunca pudimos ver la obra de nuestros cartelistas preferidos -Anselmo Ballester, René Péron, Saul Bass o Waldemar Swierzy-, quizá alguno de Zulueta fuera la excepción. Pero nos extasiábamos y soñábamos con los carteles de mac.



















Fueron obras de cartelistas como mac las que nos vieron crecer como espectadores. Carteles que despertaron nuestra cinefilia primeriza y nos ofrendaron promesas de asombro y felicidad.