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13/4/11

Los adentros

Entre la docena de obras maestras que uno conoce de John Ford no figura Río Grande. He vuelto a verla, aprovechando que por fin se ha editado una copia decente que hace justicia a la magnífica fotografía de Bert Glennon y Archie Stout. Y sigo sin hacerle un hueco entre esas obras maestras -una buena parte han impartido su magisterio en esta escuelaQué verde era mi valle, Las uvas de la ira, Escrito bajo el sol, Pasión de los fuertes, El hombre tranquilo, Wagon Master, El hombre que mató a Liberty Valance-, pero hay algunos momentos en Río Grande que están entre lo mejor de Ford y, tratándose de quien se trata, no se puede decir más: está dicho todo.

Fotograma de Río Grande

Río Grande (1950) es la última de las películas de la llamada "Trilogía de la Caballería" de Ford junto con Fort Apache (1948) y  She Wore a Yellow Ribbon (1949) -o sea, Llevaba una cinta amarilla-, que aquí se tituló La legión invencible (podría escribirse un ensayo -pequeño pero jugoso- a propósito del desajuste entre el título original y el español de tantos filmes). Probablemente son tres de las películas "peor vistas", o mal interpretadas -y malinterpretadas- de Ford, objeto de una "lectura miope" que ilustra precisamente esa legión invencible por oposición a la melancolía de la cinta amarilla.

Sentado, en el centro, Ford con una cámara 
en Midway

No existe ninguna glorificación del 7º de Caballería en la trilogía; Ford había participado en la 2ª guerra mundial, aun reciente, había visto suficiente y el poso era demasiado amargo como para celebrar la épica militar; más bien encontramos en cada uno de los filmes la puesta en escena brechtiana de su mitología: el mito se ha preñado de sombras y la memoria de melancolía, como vieron con lucidez Danièle Huillet y Jean-Marie Straub, porque Ford pone ante nuestros ojos el documento y el mito, la realidad y la leyenda, la Historia y la historia, y no subraya ni comenta, sólo muestra. Para que veamos. Si vemos.


Como Río Grande, también She Wore a Yellow Ribbon, fotografiada por el gran Winton C. Hoch, atesora algunas escenas memorables, como aquella -una de la cumbres del cine de Ford- en que el capitán Nathan Brittles (John Wayne), a punto de retirarse, riega las rosas que plantó junto a las tumbas de las mujeres de su familia, la mujer e hijas muertas prematuramente, y le cuenta las incidencias del día al fantasma de su mujer, a la hora del crepúsculo;

Fotograma de She Whore a Yellow Ribbon

por no hablar de las cabalgadas del sargento Tyree (Ben Johnson) que devienen trazos pictóricos que dejan tras de sí manchas de polvo en el lienzo de la pantalla.

Fotograma de She Whore a Yellow Ribbon

A menudo se ha utilizado el adjetivo crepuscular para calificar los westerns de Peckinpah, pongamos por caso Duelo en la alta sierra o Grupo salvaje, pero el fin de un mundo y el héroe cansado ya aparecen pintados con formas acabadas en She Wore a Yellow Ribbon, hasta el punto de convertir el crepúsculo en el motivo visual dominante y la ceremonia del adiós en el motivo central de la película.

Fotograma de Río Grande

Como las películas anteriores de la trilogía, John Wayne protagoniza también Río Grande, encarnando al teniente coronel Kirby Yorke. Pero a diferencia de las anteriores aquí lo acompaña Maureen O'Hara, la actriz fordiana por excelencia, interpretando a Kathleen, su mujer. Aunque se trata de una película de frontera que cuenta uno de los capítulos de la guerra contra los indios, el motivo central de Río Grande es un conflicto matrimonial y la peripecia militar deviene, si no pretexto o excusa, sí mero combustible para alimentar aquel motor dramático, el que real e íntimamente interesa al cineasta: Kirby y Kathleen están casados y tienen un hijo pero llevan quince años sin verse, forman un matrimonio estragado por la guerra. Añadamos que Kirby no pudo ejercer de padre con Jeff, el hijo que se ha alistado en el ejército y que ahora tiene bajo su mando. Por eso llega Kathleen a la frontera, quiere convencer a su hijo para que abandone el ejército, esa vida militar que echó a perder su matrimonio.

 Fotogramas de las escenas inicial y final 
de Centauros del desierto


Si tuviéramos que señalar los motivos primordiales de la obra de Ford no dudaríamos en apuntar las llegadas y las partidas que amojonan algunas de sus obras mayores, como The Searchers -pocas veces el título que aquí se le dio está a la altura del original, Centauros del desierto-, que se abre con el regreso de Ethan Edwars (John Wayne) y se cierra con su retorno a la vida errante. Llegadas y partidas abren y cierran los movimientos de la corriente de Río Grande y cobran la forma de un ritual que deviene el único sentido posible para tantas pérdidas. Y como sólo se canta lo perdido, las canciones afloran en la textura del filme con visos elegíacos, poniendo letra a lo indecible y música a los silencios del corazón, transfigurando Río Grande en el musical que John Ford -un cineasta que no podía prescindir de las canciones ni en los rodajes ni en las películas- nunca rodó.


Y si el cine de Ford es un tapiz tejido por miradas que cuajan el peso del pasado, pocas veces John Wayne y Maureen O'Hara han mirado y se han mirado tanto y tan hondo como en Río Grande. Son esos momentos los que convierten el filme en una película inolvidable, una película que Ford no quería hacer pero que rodó porque era el precio que tenía que pagar para que Herbert J.Yates, el patrón de la Republic, produjera la película que anhelaba rodar desde hacía tantos años, El hombre tranquilo. Pero Ford destiló, aun en una pelicula que hizo sin querer, sentimientos que nacían de una herida íntima, como la que separaba a Kirby y Kathleen; una película decantada con 665 planos esenciales en apenas 646 posiciones de cámara. Cuánto cuenta Ford mostrando tan poco y qué refinada resulta tal economía de expresión.


Como en esa escena en la que John Wayne contempla a su hijo -sin ser visto lo ve como padre- a través de la ventana de la enfermería y vemos fluir en su mirada la ternura por lo que tiene ante sus ojos conjugada con la tristeza por haberse perdido la infancia de ese muchacho.


Como en la escena en la que Kathleen descubre en el baúl de su marido la vieja caja de música en la que suena la canción I'll Take You Home Again Kathleen y en su mirada advertimos el desgarro y la melancolía por los lejanos días felices -que riman con la mirada de su marido-, entonces el primer plano de Maureen O'Hara se desenfoca levemente, como si la imagen se contagiara con la emoción que empaña los ojos de la mujer, y pareciera que estamos ante las puertas de un flashback, pero nada de eso,


Ford corta a un plano de Kirby y un contraplano de Kathleen después de la cena, perdidos en sus pensamientos, en la memoria de lo perdido. Diríase que la mirada de los personajes nace prendida del pasado, que cuanto encuentran en el presente son ecos de lo irrecuperable, las pruebas evidentes de que la herida abierta jamás cicatrizará.


Ford no filma el pasado sino las huellas del tiempo en las miradas de sus personajes, los rastros de lo invisible. Por eso Kirby y Kathleen, en realidad, no miran lo que tienen ante los ojos, sino lo que ya no está ahí. Ven lo que sólo ellos pueden ver. Cada uno a solas con su dolor. Allí donde se encuentran con nuestros ojos. De este lado de la pantalla.


Por eso en Río Grande John Wayne y Maureen O´Hara no miran sino los adentros.

20/12/10

En la carretera

Alicia, la niña de Alicia en las ciudades de Wim Wenders ve una polaroid del ala de un avión con nubes en el cielo y exclama: "¡Qué bonita, tan vacía!" Y esas palabras podrían referirse a la película entera que enhebra planos vacíos y tiempos muertos en el tejido de una road movie. A mí también me gustan las fotos vacías. Y los planos vacíos. Y los tiempos muertos. Planos donde la mirada se aventura. Tiempos donde la mirada se abisma. Si vemos bien, toda aventura requiere, encierra y representa lecciones de abismo, como bien nos enseña el profesor Lidenbrock en Viaje al centro de la tierra de  Julio Verne, lecciones que el otro Julio, Cortázar, convierte en pórtico de su ensayo sobre Paradiso de Lezama Lima (autor del que ayer se cumplió el centenario), un viaje a través del lenguaje en busca de una imagen de lo invisible y cuyo medio de transporte -también en el sentido de transporte místico- son las palabras, una road movie, digamos, de palabras que saben -de saber y de sabor-. Ya conté aquí más de una vez cuánto me gustan las road movies, más que películas de carretera, en la carretera. Si hay alguna película que podríamos definir como la road movie esencial, la más poética, la más abstracta de las road movies, donde los planos vacíos y los tiempos muertos se conjugan en un viaje a ninguna parte, una road movie tan desnuda que transfigura el género mismo de las road movie-, esa película es Two-Lane Blacktop (1971), titulada aquí Carretera asfaltada en dos direcciones, quizá la obra maestra de Monte Hellman.


Dos tipos en un Chevrolet del 55 modificado. No sabemos sus nombres, sólo su función: el Conductor y el Mecánico. Y una autoestopista: la Chica. Tres personajes encarnados por no-actores: el cantante country James Taylor, el batería de los Beach Boys Dennis Wilson y la fotógrafa y modelo neoyorquina Laurie Bird. Ninguno hizo carrera en el cine: ellos siguieron su carrera musical -Dennis Wilson murió ahogado en el mar- y  ella hizo otras dos películas y se suicidó a los 26 años en el ático de Manhattan que compartía con Art Garfunkel. Y tratándose de una película de Monte Hellman no podía faltar su actor fetiche, el gran Warren Oates encarnado a GTO, o sea, como el modelo del Pontiac que conduce, y que apuesta con los del Chevy en una carrera de oeste a este hasta Washington DC, aunque la apuesta y el objetivo son meros pretextos, porque Carretera asfaltada en dos direcciones opera desdramatizando el viaje y reduciéndolo a sus términos elementales: la carretera como geografía y destino, como única motivación existencial.  


Carretera asfaltada en dos direcciones fue la única película de Monte Hellman producida por un gran estudio -la Universal- gracias a una decisión personal de Ned Tannen. Es de esas películas "imposibles" que amojonan el mejor cine americano de los 70. Monte Hellman trabajó a partir de un guión de Rudy Wurlitzer, autor también del guión de Pat Garret y Billy the Kid de Sam Peckinpah y decidió que los actores y el equipo debían vivir el viaje que contaban, realizando el mismo trayecto de los personajes, hasta el punto en que el rodaje se convirtió en el documento de una experiencia, llegando incluso a rodar algunas escenas con cámara oculta. Un método que, por otra parte, ayudaba al trabajo de los no-actores y creaba una comunidad nómada que se correspondía con los errantes que vagan por la película. Monte Hellman creaba así una estimulante y productiva contigüidad entre los mundos delante y detrás de la cámara.

Rodaje de Carretera asfaltada en dos direcciones


Quizá en ninguna otra road movie se palpa la carretera, la sensación física del viaje, la variaciones meteorológicas, las mutaciones en la tonalidad de la luz, la iconografía -los coches, los bares de carretera, los juke-box, las gasolineras...-, las texturas sonoras... Y todo ello despojado del aura romántica o mítica que pudiera remitir, pongamos por caso, a En el camino de Kerouac, y de la fascinación visual por la belleza de las imágenes. La belleza de Carretera asfaltada  fotografiada por Jack Deerson y Gregory Sandor, y montada por el propio Monte Hellman, aflora en el curso de la película, en la articulación de los planos, no en la belleza de sus imágenes.

Arriba, Monte Hellman (con el visor) 
prepara un plano; abajo, a la dcha. (con el guión) 
ensaya una escena con James Taylor y Laurie Bird


A menudo se ha hablado de la filiación bressoniana  a propósito de la estilización en las interpretaciones, así como de la austeridad y aun de la sequedad, en fin, de la depuración formal de Carretera asfaltada. Pero, más allá de la sobriedad en la concepción de la película y del laconismo de los protagonistas -un hieratismo que acentúa la pulsión fabuladora de GTO-, no hay ningún rasgo estilístico que recuerde al director de Au hasard Balthazar. Monte Hellman practica, por así decir, una poética de la sustracción y es ahí donde su cine se emparenta con el de Bresson, no en las formas en que se materializa. Despoja la película de nutrientes dramáticos, desertiza la trama y deja el cuerpo del relato en puro hueso, y en esa superficie desnuda una pincelada basta para provocar una conmoción.

Carretera asfaltada enseña al ojo a viajar en el vacío y a encontrar el compás en los tiempos muertos. Y le basta muy poca cosa para revelar el alma de los personajes y su derrota, como cuando el Conductor enseña a conducir a la Chica: es su forma de decirle cuánto la ama. Con tan poca cosa es mucho lo que aflora, porque el viaje a ninguna parte nos habla -y de forma elocuente- del punto muerto existencial en el que viven los personajes y de la necesidad de amor que el desplazamiento físico, el desencanto íntimo y la desorientación vital les impide experimentar. Entonces descubrimos que Carretera asfaltada trata de un viaje interior cuando ya no hay ningún sitio adónde ir y el final de la película sólo puede materializarse en la pura incandescencia. Un plano arde y se vacía: el tiempo muerto perfecto.


En realidad, si hay que buscar alguna filiación en Carretera asfaltada en dos direcciones podríamos encontrarla en Beckett. El Beckett que Monte Hellman montó con su compañía de teatro en los cincuenta -Esperando a Godot, claro-, antes de entrar en el mundo del cine a través de la factoría Corman. Un Beckett on the road.

28/3/10

Perdidos en el tiempo

A media tarde nos dimos una caminata hasta el Cabo Falcoeiro para emerger, al ritmo de los pasos, de la beatitud postprandial inducida por unos gnocchi deliciosos que cocinó Ángeles, acompañados por una ensalada de bresaola, pecorino y rucola, que fue volver a Roma por unas horas. Por el camino nos cruzamos con tres jovencitas cogidas del brazo y detrás tres chicos a una distancia de respeto. Y fue como si por unos segundos nos extraviáramos, esta vez en el tiempo, y volviéramos a los años cincuenta o sesenta. Quizá todo fuera un efecto de lo que nos daba vueltas en la cabeza; a Ángeles los rosales de Alejandría que tanto le gustan como aquél que descubrió en el atrio de la iglesia de una aldea abandonada desde hace cuarenta años en el Courel, y a mí la película que volví a ver esta madrugada.


La noche pasada me quedé viendo Por amor a las películas, un documental -es un decir- sobre la crítica de cine americana: Andrew Sarris, Pauline Kael, Vincent Canby... Pero apenas alguna mención a Jonas Mekas, James Agee o Manny Farber. El programa -no encuentro una forma mejor de definir aquella hora y media- daba cuenta del crepúsculo de la crítica o más bien del fin del aura del crítico, y se nutría de declaraciones de unos y otros sobre otros y unos. Apenas se nos presentaba una muestra de los textos que convirtieron a Sarris, Kael o Canby en una referencia crítica. Porque eso es lo que hacían, escribir de cine. Como decía Sarris, descubría lo que una película había significado para él mientras escribía la crítica. No es extraño, al fin y al cabo escribir es descubrir. Pero se ve que los tiempos no están siquiera para que escuchemos un texto y apreciar cómo nos da a ver una película; dicho de otra forma, son malos tiempos para descubrir aquellos textos de Agee, Farber o Mekas como el ejercicio de un arte de amar el cine, y eso que el asunto se titulaba Por amor a las películas. Pensando en estas cosas inútiles me serví un café y dejé puesto el canal.


Entonces empezó Grupo salvaje (1969) de Sam Peckinpah, una de las películas de las que se había hablado en el programa anterior, se ve que la cosa estaba estudiada. Y me quedé a verla mientras Ángeles actualizaba su fichero de rosas. Hacía muchos años que no veía Grupo salvaje. Pero comprobé que la recordaba casi escena por escena. Esa película se me quedó grabada desde la primera vez y, al acabar de verla, caí en la cuenta de que Sam Peckinpah no había venido por esta escuela y eso que fue un cineasta muy importante para mí durante los 70 y hasta mediados de los 80. Justamente desde Grupo salvaje.

Sam Peckinpah

Debía tener unos quince años cuando vi Grupo salvaje y me impresionó, bueno, impresionar quizá sea decir poco, salí del cine conmocionado y no encontré palabras para hablar con uno mismo -hablaba mucho solo- de lo que había visto hasta un par de horas después, sólo conseguía deambular mientras volvía una y otra vez a aquellas imágenes brutales y hermosas, violentas y tristes, líricas y trágicas. No me fue difícil ponerla en relación con Los profesionales (1966) de Richard Brooks o con Bonny and Clyde (1967) de Arthur Penn que había visto uno o dos años antes; por aquel tiempo las películas llegaban a provincias con retraso. Pero Grupo salvaje me llegó más hondo. Aprendí lecciones inolvidables con ella. Y no sólo de cine. De cuando en vez me veo a mí mismo repitiendo una de las réplicas memorables de Ernest Borgnine -No importa que hayas dado tu palabra, lo que importa es a quien se la das- para explicarme o para explicarle a alguien por qué debe romper un compromiso. Y además Peckinpah me caía bien, esa mezcla de ternura y pasión obsesiva, y ese resurgir de las cenizas después de cada fracaso. Y mejor me cayó cuando leí esto en una entrevista que tiene mucho que ver con la réplica de Borgnine: Para mí sólo hay una regla moral en la vida: ¡Ser fiel a la palabra dada! Excepto al productor. Frente al productor mi moral se convierte en saber mentir, engañar y robar. A esos productores que cortaron veinte minutos de Grupo salvaje -tardé veinte años en ver una versión más o menos fiel al montaje original de Peckinpah, como el de esta madrugada- y masacraron Mayor Dundee (1964). Con el tiempo entendí que los westerns de Peckinpah nacían de Centauros del desierto (1956) de John Ford y eran precursores de Sin perdón (1992) de Clint Eastwood.

Sam Peckinpah en el rodaje de Grupo salvaje

Pero los personajes de Peckinpah tienen una cualidad especial: viven extraviados en un tiempo que no es el suyo, saben que las reglas del juego han cambiado y que tienen los días contados. Y por eso sólo tienen un lugar seguro al que volver, entre otras cosas porque ese lugar ya no existe, ya lo han perdido: quieren volver a la infancia (como le cuenta don José a Pike en Aguasverdes). Porque es el único lugar que conservan en la memoria. Pero a ese hogar que germina en los posos de la melancolía sólo pueden volver con la cabeza alta, deben ganarse a pulso la redención, por tantos crímenes, por tantas traiciones, por tanta violencia. Por eso Grupo salvaje transita por una topografía moral y sus personajes deambulan hasta que encuentran una bella razón para inmolarse. Porque, más que perdedores, los Pike, Dutch y compañía son hombres perdidos en el tiempo y sólo pueden encontrarse en la memoria de una infancia más perdida aún. Por eso hay tantos niños en Grupo salvaje, testigos del extravío de los héroes, de la violencia, aprendices de la crueldad, porque no hay lugar para la inocencia en este mundo. Peckinpah filma sus westerns en plena guerra de Vietnam. Hay una correspondencia entre la violencia real y la violencia hecha cine de sus filmes. Pero sobre todo hay un discurso sobre la violencia en la mirada del cineasta que la caligrafía mediante travellings, zooms y cámara lenta.

Sam Peckinpah

A mediados de los sesenta, Peckinpah tenía problemas para encontrar trabajo y conoció a Kenneth Hyman, el jefe de Seven Arts, en el festival de Cannes de 1965, donde éste había presentado La colina de Sidney Lumet. Al año siguiente, Seven Arts se fusionó con la Warner mientras Hyman dejaba la compañía para producir Los doce del patíbulo de Robert Aldrich, pero vuelve en 1967 y lo nombran vicepresidente a cargo de la producción. Una feliz coincidencia. Hyman contrata a Peckinpah para reescribir un guión con el compromiso de que, si lo aceptan, le permitirían dirigir la película. Pero Peckinpah, llegado el momento, le envió a Hyman, además, un guión titulado Grupo salvaje para que le echara un vistazo. Ese guión se basaba en una historia de Roy Sickner, un especialista y viejo amigo del cineasta. A partir de ella había escrito un guión Walon Green y Peckinpah lo reescribió para enviárselo a Hyman. El estudio eligió producir Grupo salvaje en lugar del proyecto que le habían encargado a Peckinpah. Otra feliz coincidencia.


Peckinpah con William Holden
en
Grupo salvaje


Cualquier guión que esté ya escrito [o sea, en su 'versión definitiva'], sostiene Peckinpah, cambia al menos un treinta por ciento desde que empieza la preproducción: un diez por ciento para ajustarlo a las localizaciones que encuentras, un diez por ciento por las ideas que tienes cuando ensayas con los actores y otro diez por ciento durante el montaje final. Puede cambiar más que eso, pero rara vez cambia menos. A finales de marzo de 1968, Peckinpah marchó a Méjico para escoger el resto del reparto y para supervisar los últimos detalles de la producción. Un día, en Coyoacán, en la casa de su amigo el cineasta Emilio (el Indio) Fernández, que había conocido durante el rodaje de Mayor Dundee y que iba a interpretar al general Mapache en Grupo salvaje, hablando del guión, le comentó que cuando leyó la primera escena -la llegada del grupo a la ciudad de Starbuck- le recordó cuando era niño y cogían un escorpión y lo tirában en un hormiguero. Y Peckinpah no lo pensó dos veces, llamó al productor para que consiguiera hormigas y escorpiones, e incluyó la escena en el guión 'definitivo'.

Peckinpah dirige a Warren Oates
en
Grupo salvaje


Vista hace cuarenta años, o la madrugada pasada, en Grupo salvaje impresiona el majestuoso reparto: William Holden, Warren Oates, Ben Johnson, Robert Ryan, Ernest Borgnine... Parece ser que la primera elección de Peckinpah para Pike era Lee Marvin y también hubiera estado glorioso, no hay duda, pero Holden está magnífico. Con esos rostros, qué otro western iba a rodar Peckinpah sino uno crepuscular. Además eran los westerns que sabía (y quería) hacer, como Duelo en la alta sierra (1962), su primer largometraje, los que transmitían su propia experiencia vital, películas de tipos derrotados de antemano, es decir, trágicos, profesionales de la muerte, el desamparo y el destiempo, y que no tienen nada que perder. Si no se parte de la experiencia, la escritura es una mierda, decía Peckinpah. Pues eso.

Un momento del rodaje de Grupo salvaje

Cómo olvidar a William Holden, Ernest Borgnine, Warren Oates y Ben Johnson caminando hacia la muerte, al comienzo de la escena del clímax, de una lucidez tan trágica que sobrecoge, asumiendo el destino de quienes no tienen lugar en el mundo, perdidos en el tiempo, sabedores de que sólo esa inmolación podrá redimirlos. Es uno de los grandes momentos del cine de los últimos cincuenta años. Recordaba muy bien la relación amorosa entre Ernest Borgnine y William Holden que tanto me había turbado a mis quince años y que culmina en el final de la escena de clímax con sus cuerpos ensangrentados yaciendo juntos. No recordaba, sin embargo, un quiebro genial que Peckinpah introdujo durante el rodaje de esa escena: cuando Pike mata a Mapache después de que éste degüelle a Ángel, de pronto toda la acción queda suspendida, la tensión se comprime en el silencio contenido, antes de que estalle y se expanda en todo su paroxismo.


Pero mi escena favorita es la de la despedida en el pueblo de Aguasverdes mientras suena La golondrina. Toda la melancolía que desprende Grupo salvaje cuaja en esos acordes de la música enhebrando travellings de retroceso y travellings subjetivos que destilan un sentimiento de pérdida con visos de elegía. Como si se tratara de un cortejo de fantasmas. Almas errantes en las frontera del mundo de los vivos y de los muertos.