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23/3/14

El ángel del silencio



...separado de los lugares que atravesaba por toda una vida diferente, 
no había entre ellos y yo ninguna contigüidad en la que nace, 
incluso antes de darnos cuenta, 
la inmediata, deliciosa y total deflagración del recuerdo
(Proust, El tiempo recobrado.)


Lo confieso: soy el librero de mi mujer. Desde hace cuarenta años o así. (Y su programador -de cine-, y cuánto me hubiera gustado ser su proyeccionista.) Apenas puedo imaginar ocupaciones más felices. (Verla disfrutar unas semanas atrás con Relámpagos, Correr o 14 de Jean Echenoz, por ejemplo, un autor que no habíamos leído.) El caso es que un día de estos descuidé mis obligaciones -de librero- y sólo se me ocurría darle algo que releer. (Los cuentos de Alice Munro o Katherine Mansfield, que tanto le gustan y casi se sabe de memoria.) Entonces ella, con un aquel de severa amonestación -que sólo era leve reproche-, me reconvino muy seria: Tanto hablarme de Proust y nunca me pusiste en la manos el Tiempo perdido. En realidad, lo de tanto hablarle de Proust venía de que entonces andaba uno encandilado por las memorias de Céleste Albaret, el ama de llaves -aunque sería más justo hablar de mujer para (casi) todo: criada, cocinera, asistente, enfermera, secretaria, recadera, confidente, cómplice...- del escritor y, a menudo, le leía párrafos enteros, hasta una vez con lágrimas en los ojos -tengo mi día confesional (debe ser este catarro del que no consigo librarme)-, pongamos por caso cuando Céleste evoca el antojo de Proust por las patatas fritas alguna que otra madrugada...

Ahora creo que aquellos antojos repentinos de monsieur Proust correspondían a unos momentos en que corría tras un tiempo que había perdido, pero perdido en el sentido en que se pierde un paraíso.

Mi querida Céleste...

Céleste Albaret empezó a trabajar para Proust cuando él acababa de publicar Por la parte de Swann el primer volumen de En busca del tiempo perdido, lo acompañó mientras escribía los seis restantes y, como quien dice, le cerró los ojos.

Diez años no es mucho tiempo. Pero se trataba de monsieur Proust, y estos diez años en su casa, a su lado, constituyen toda una vida para mí, y agradezco al destino que me la concediera, porque no hubiera podido soñar una vida más hermosa.

Y esperó cincuenta años para destilar los trabajos y los días de aquel Tiempo perdido. (Como le gusta citar a Godard, la memoria es el único paraíso del que no podemos ser expulsados.)

Ahora comprendo que toda la búsqueda de monsieur Proust, el gran sacrificio que hizo por su obra, consistió en situarse fuera del tiempo para poder reencontrarlo. Cuando ya no hay tiempo impera el silencio. Y él necesitaba ese silencio para oír sólo las voces que quería oír, las que están en sus libros. En aquel entonces yo no era consciente de ello. Pero ahora, algunas noches, cuando estoy sola y no puedo dormir y reflexiono, creo verle tal como era seguramente, en su habitación, cuando yo me había retirado: solo también pero en su propia noche, mientras en el exterior ya reina desde hace mucho el día, monsieur Proust trabaja en sus cuadernos. E imagino que yo estoy allí, sin sospechar hasta el final, o casi, que él buscó esa soledad y ese silencio aun sabiendo que acabarían con su vida...


Una maravilla, Monsieur Proust de Céleste Albaret. El caso es que Ángeles ya tiene en las manos Por la parte de Swann y, a veces, nada más despertarse me cuenta de las páginas que leyó de madrugada, y rememora para mí las flores de un tiempo perdido que ahora también es el suyo. El nuestro. A la sombra de un ángel del silencio.


(La fotografía del umbral se debe a Jeanloup Sieff.)

14/11/10

Una línea de puntos a la luz de la lluvia


Ángeles ha terminado esta mañana El final del desfile de Ford Madox Ford. Un final espléndido, dice, pero no piensa contármelo, para empujarme a leer la novela. Se le transparenta la alegría de haber leído un libro que ha disfrutado tanto. Y la pena de que se haya acabado, pero se le va aliviando a medida que me hace uno de esos comentarios (de textos) suyos que, sin contarme nada, señala el centro de gravedad del relato, la historia de un hombre fuera de su tiempo, uno de esos personajes que, como decía Verlaine, han nacido demasiado pronto o demasiado tarde. A ella le encantan esos personajes, por eso entiende tan bien -y cobija- a esas alumnas adolescentes con cabeza de niña y cuerpo de mujer que, a menudo, malinterpretan tantos profesores. En fin, que me ha puesto deberes.

Leemos el periódico -nos lo repartimos- a la luz de la lluvia. Hablan de Berlanga como de un cronista feroz. Pase lo de cronista, pero adjetivarlo de feroz le hace sospechar a uno que quien así lo califica no ha visto sus películas. Ni corrosivo ni demoníaco. Hasta la mala hostia de Azcona perdía vitriolo por obra del humor y la mirada del cineasta. Si algo cifra lo mejor del cine de Berlanga es la compasión, porque sus personajes han sido amasados con la misma pasta que nosotros, porque, como los de Renoir, tienen sus razones y sus sinrazones, tan tiernos, crueles, grotescos, absurdos y desgraciados en la pantalla como los espectadores que los contemplamos. Cuando nos apiadamos de ellos, nos apiadamos de nosotros. Basta recordar la escena que termina con este fotograma en El verdugo:


Al fin, José Luis ha transigido y va a ejercer de verdugo en Palma de Mallorca. Amadeo, el suegro, se lamenta: a él cuando era verdugo siempre le tocó ejercer en sitios tristes. Y Carmen, que no disfrutó de una luna de miel como es debido con José Luis, ahora que lo va a acompañar a Mallorca, mira tú qué traje de baño, es que cómo se va a presentar en la isla con esta pinta... He ahí el mundo de Berlanga y Azcona. Nada feroz. Humano, demasiado humano.

 Berlanga dirige una escena de Plácido

Y tampoco tiene razón la señora González-Sinde cuando dice que Berlanga trabajó con presupuestos escasos, pocas semanas de rodaje y materiales precarios; y hago hincapié en el texto publicado por la ministra porque, sobre todo si habla del cine español, le corresponde ser rigurosa. Seamos serios, Plácido fue una película que costó siete millones y medio de pesetas, de 1961, cuando una película costaba uno o dos millones de media, y la propia planificación, característica de Berlanga, no necesariamente en planos-secuencia  pero sí planos largos y toda una humanidad en campo exigía meticulosos ensayos. Eso sí, estamos de acuerdo en que hizo belleza, pero con los medios -a veces más y a veces un poco menos- del cine de la época. Dejemos aquí el tema. Pero démosle remate con una mirada de Berlanga sobre el cine como algo vivo: El deterioro físico de la película lo jode todo. Ya dijo Scott Fitzgerald que la vida es un proceso de destrucción, ¿no? Pues con las películas es igual. Al tercer día empiezan a cortarse trozos, le salen rayas. Empiezan a morir, vamos. Y un retrato del director a cargo de Alfredo Landa: Berlanga es un hijoputa con ventanas a la calle.


Han publicado en inglés las cartas de Saul Bellow. En una reseña, encuentro fragmentos de algunas y ésta de 1959 me alegra el día:

Querido Pat:
Anoche cené con Marilyn Monroe y sus amigos en el Sondeadero y hoy los periodistas del corazón no han parado de sondearme, Marilyn pareció alegrarse genuinamente al ver un rostro familiar. La verdad es que estoy por ver algo en Marilyn que no sea genuino. En medio de una nube de mirones se comporta como un filósofo.

Da la casualidad que el viernes por la noche vimos media hora de El príncipe y la corista. Simplemente estaba recorriendo los canales y la encontré empezada. Y nos quedamos embelesados como tantas veces con Marilyn. Y como tantas veces comentamos lo que nos encanta de ella. Y la palabra justa es la de Bellow: genuina. Así es Marilyn.


La lluvia ha dejado el aire fresco y limpio, de una rara transparencia y, ahora que ha caído la noche, la luces del sur de la ría dibujan una nítida línea de puntos. Algo así como la escritura de Willa Cather. La descubrí gracias a Raúl Dans que me animó a leerla. Como siempre, fue Ángeles quien acabó leyendo todo lo suyo. Y yo sólo algunas obras: Pioneros (1913), Mi Antonia (1918) y, quizá la novela que prefiero, Una dama extraviada (1923). Willa Cather se crió en los últimos tiempos de la frontera, en Nebraska, y conoció el jardín salvaje del Oeste, fue testigo de su desaparición y vivió su transformación irremediable. Lo diré pronto: algunos escriben tan bien como Willa Cather, mejor es imposible. Si queréis comprobarlo, basta que leáis un cuento de treinta páginas, El caso de Paul, lo traduce Aurora Echevarría y lo acaba de editar Nórdica en un pequeño librito, pero también podéis encontrarlo en la Antología del cuento norteamericano preparada por Richard Ford. ¿Hace falta decirlo? Ángeles me lo puso en las manos y fue como volver a mi adolescencia, cuando uno presiente  o sueña que la vida está en otra parte, que debe estar en otra parte, que tiene que estar en otra parte, porque si no la vida es una puta estafa. Y si hay películas que nos ven, El caso de Paul, por más que ni los escenarios ni los incidentes fueran los que yo viví, la experiencia que destilaba era la mía: el cuento de Willa Cather veía mis trece, catorce o quince años. Dibujaba la experiencia con la nitidez de una línea de puntos que sólo había que seguir, leyendo.

 

Pero hay otro libro de Willa Cather que me parece una delicia. Se titula Para mayores de cuarenta, se publicó en 1936 reúne media docena de ensayos. Uno de ellos puede leerse como la poética de Willa Cather, una poética que materializa en La dama extraviada, quizá como en ninguna otra de sus novelas. Se titula La novela 'démeublée', o sea, la novela sin muebles. Se refiere al exceso de decoración de las novelas, a la profusión de detalles, al material de inventario que acaba apagando la imaginación del lector, si no forma parte, previa selección del escritor, de la penumbra emocional de los personajes mismos, como en Tolstoi. Apunta Willa Cather: Los procesos más elevados del arte son en su totalidad procesos de simplificación. Y el párrafo definitivo:

Todo aquello que la página nos hace sentir sin haber sido explícitamente nombrado es lo que, podría decirse, ha sido creado. Es la inexplicable presencia del objeto no nombrado, la insinuación adivinada por el oído pero no oída por él, el espíritu verbal, el aura emocional del hecho o del objeto o de la acción, lo que da gran calidad a la novela o al drama, así como a la poesía.

Y uno añadiría que al cine. Una poética de silencios y ambigüedades, de atrapar al lector -espectador- en el aquel de rellenar los espacios en blanco. Una poética, por así decir, de una línea de puntos. Una poética que Willa Cather va pespuntando en los textos reunidos en Para mayores de cuarenta y que acaba encarnando en Katherine Mansfield a la que dedica el último ensayo. Me hizo recordar su Diario 1910-1922. Cuando lo hojeé de nuevo, encontré subrayados aquellos fragmentos en que Katherine Mansfield registraba la experiencia de sus lecturas de Chéjov:

¡Ah, Chéjov! ¿Por qué habrás muerto? ¿Por qué no te puedo hablar en una habitación grande, medio a oscuras, al atardecer, cuando los árboles que se mueven allí fuera tiñen la luz de verde? Me gustaría escribir una serie de 'Mis paraísos'; éste sería uno de ellos.   

Chéjov se equivocó al pensar que si hubiera tenido más tiempo habría escrito de un modo más completo, que habría descrito mejor la lluvia y al doctor mientras toma el té con la comadrona. la verdad es que en una novela sólo se puede poner un cierto número de cosas; siempre hay que sacrificar los demás. Uno tiene que callar lo que sabe y que desea tanto utilizar. ¿Por qué? No lo sé, pero así es. Resulta siempre como una especie de carrera para decir tanto cuanto uno puede antes de que desaparezca.   

J. [su marido, John Middleton Murry] me ha leído a Chéjov en voz alta. Yo ya había leído una de estas narraciones y me había parecido que no tenía ningún significado, mientras que leída en voz alta se ha vuelto una obra de arte. ¿Cómo puede ser esto?



La misma poética de la línea de puntos, ¿no? Willa Cather subraya que Katherine Mansfield comunica muchísimo más de lo que escribe. Si volvemos atrás y hojeamos el relato en busca del párrafo en que se nos dicen ciertas cosas [sobre determinados personajes], y el texto aparece -aunque de todas formas estaba ahí-, el párrafo está ahí, aunque ningún impresor podrá dar jamás con él. Es esta insinuación -demasiado refinada para los mecanismos de impresión, que en realidad no necesita- la que nos permite reconocer en esta escritora uno de los más raros dones en la literatura, y sin duda el más precioso.  

Willa Cather, entre otros relatos de Katherine Mansfield, se refiere a La casa de muñecas. Os lo dejo enlazado en una traducción de Amalia Castro y Alberto Manguel por si queréis leerlo. Esta vez fui yo -al fin- quien se lo puso en las manos a Ángeles, porque el cuento, en apenas siete páginas, cifraba una de sus experiencias infantiles más sentidas, una de esas historias que ella me contó y que me dieron ganas de matar a quien se la había hecho padecer, incluso tantos años después. Porque los ecos de aquel dolor resuenan hoy mismo. Katherine Mansfield anotó el 27 de octubre de 1921 los cuentos para el próximo libro. Del que acabaría titulándose La casa de muñecas sólo escribió: El quinqué diminuto. Lo he visto. Y luego se quedan calladas. Si leéis el cuento, comprobaréis por qué. Una línea de puntos a la luz de la lluvia (de la memoria).  

(La fotografía que encabeza la entrada es obra de Abbas Kiarostami.)