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18/7/10

Fantasmas


La aldea en que nací no es mi aldea. Ya no queda allí casi nada de lo que una vez significó algo para uno. Si los lugares son espacios cargados de tiempo, allí sólo me quedan los nombres. Mi aldea es un rosario de topónimos. La mina (de agua) de la Veigalonga, el puente del San Martiño, la cuesta del Pino Manso, el camino de As Maravillas, el molino de A Mañisca, la fuente del Bacelo en el camino del río… Una letanía para invocar lo perdido. El poyo en el que se sentaba mi abuelo las tardes de los domingos a contar los coches que pasaban, el cerezo en el que me encaramaba tantas horas en días como éstos, el descampado de los partidos de fútbol interminables, la piedra desde la que mi padre se tiraba de cabeza al río, el frutal de las claudias, la poza donde se lavaban las tripas del cerdo el día de la matanza, el manzano de San Juan bajo el que mi madre cosía en verano, la pila de piedra donde mi abuela preparaba el sulfato para las viñas y donde me partí el labio superior imitando una escena de una película de Joselito. Mi aldea solo existe cuando la recuerdo. Es un lugar de la memoria, un eco en el pozo del tiempo, un zurcido de significados. Una película que sólo se proyecta en mi intimidad. Una red invisible que sostiene lo que queda de mi infancia. La única patria que cuenta. A la hora de la verdad. Por eso necesitamos la filosofía. Tenía razón Novalis: La filosofía, en realidad, no es más que añoranza; es la necesidad de sentirnos en casa en todas partes.

John Berger

Tal vez en el principio
el tiempo y lo visible,
inseparables hacedores de la distancia,
llegaron juntos
borrachos
golpeando la puerta
justo antes de amanecer.

Con las primeras luces pasó su embriaguez,
y tras contemplar el día,
hablaron
de la lejanía, del pasado, de lo invisible.
Hablaron de los horizontes
que rodean todo
lo que todavía no ha desaparecido.

Escribió John Berger en Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos.


Cesare Zavattini en Luzzara

Cuando en las calles vacías de Luzzara, después de comer, se oye el paso de las chancletas de una mujer que va a tomar un helado, hasta los oídos más distraídos se aguzan y los ojos ven a través de las paredes las hermosas piernas salidas de un baño casero en tinaja. Me siento en un sillón de mimbres frente a casa y hago las verificaciones de la vejez: ¿no sería mejor dejar que los ojos lo hagan todo? Tal vez sí, porque hay alguien, al que seguimos siempre como criados, que dispone las cosas de modo que a los cincuenta años tengan un perfil y a los sesenta otro.

Escribió Cesare Zavattini en su Diario de cine y vida el 25 de agosto de 1956 evocando la felicidad –así titula la entrada- de los días 5, 6 y 7 de julio que había pasado en su pueblo, en Luzzara. Un Diario que se abre en 1940 con esta entrada:

Una película que quisiera hacer: “Mi pueblo”. Un operador, un electricista, un obrero, el ayudante de dirección y yo. Vivimos allí cuatro o cinco meses. Se gasta poco, sólo en película. ¿Y la trama, el espectáculo? No tengo, todo me parece polvo ante esos cuatro o cinco meses en mi tierra, rodeado de una cincuentena de niños a los que puedo decir en dialecto: “Ver la boca da peu” (abre más la boca).

Más de una vez en estos últimos diez años me he preguntado qué película haría yo con “Mi aldea”. Y más de una vez me he respondido que de fantasmas.

5/2/09

Cicatrices

Aún llevo una en forma de “y” encima del labio superior, justo en la mitad, aunque ahora casi no se nota, por culpa de Joselito. El pequeño ruiseñor. El de la voz de oro, que decía Kiko Veneno. Éste:



De niño me habían llevado a ver varias películas suyas. Recordé siempre escenas sueltas: aquélla en que un rebaño de toros le pasan por encima a Joselito y, sobre todo aquélla en que Joselito, una noche, coge una barca de pescadores para irse a América en busca de su padre, se pierde en el mar y pide auxilio a un barco que pasa a lo lejos moviendo un candil en alto de izquierda a derecha.

Esa escena no se me iba de la cabeza y la representaba una y otra vez en mis juegos. Me subía al pilón del sulfato, junto al árbol de los fatones y contiguo al regato que atravesaba la finca, y pedía auxilio a gritos mientras movía una lata de aceite a modo de candil. Un día puse tanto ímpetu en la escena que resbalé y caí amorrado contra el borde del pilón. Me llevaron enseguida al médico, a Casal Aboy, en Tui, para que me pusiera la inyección contra el tétanos, ¡tétanos!, sonaba terrorífico.


Durante mucho tiempo no supe a qué película pertenecía hasta que hace unos años, una noche, aquí en Aguiño, mientras escribía, pasaban en Cine español Aventuras de Joselito en América (1959 o 1960 según fuentes) de Antonio del Amo y René Cardona Jr. Aquí va una sinopsis:

Joselito vive con su abuela en un pueblo de pescadores. Su padre marchó hace tiempo a América para hacer fortuna. Un día el muchacho decide viajar allí para reunirse con él. Se embarca en una frágil barquita y milagrosamente es salvado en alta mar por un buque que le conduce a México. Aquí conoce a Pulgarcito, un pequeño vendedor de periódicos con el que vive muchas peripecias. Y al final, Joselito encontrará a su padre.



En fin, ahí estaba Joselito en la barca, perdido en medio del mar y de la noche, pidiendo auxilio a gritos y moviendo un candil para llamar la atención de un barco que pasaba a lo lejos. La película que me dejó, mira por donde, una cicatriz.

Hubo otras inyecciones contra el tétanos. La siguiente fue poco después (quizá un año más tarde) fruto de mi pasión por las representaciones de Semana Santa –el Santo Encuentro, el viernes santo por la mañana en la plaza de la catedral, pero sobre todo El Desenclavo, por la tarde, en la iglesia de Santo Domingo- y una mañana calurosa de abril estaba jugando delante de casa, desfilando como los romanos que escoltaban la urna de cristal donde llevaban a Cristo en la procesión del Santo Entierro y con una gancha a modo de lanza. Desde la ventana, mi madre me tendió una gorra, no por el aquel del sol, sino para que cumpliera las funciones de casco (de romano). Total que al bajar la mano me atravesé la muñeca con la gancha. Otra vez a Tui, a Casal Aboy, la inyección contra el tétanos. El teatro sacro no me dejó cicatrices pero me llegó a los adentros. Cómo no va a dejarlas ese delirio de cuerpos en carne viva, retorcidos por el dolor, que heredamos del barroco y preñó las formas de una religiosidad que, contemplada con cierta distancia irónica, cobra visos surreales, terroríficamente surreales.

Mis padres también me llevaron a un par de películas religiosas, una sobre Fray Martín de Porres y otra, esta dejó una huella más honda –sobre todo por el miedo que pasé- Marcelino pan y vino, por cierto, imagino que sería un reestreno, porque se trata de un film que se estrenó el año que nací... Marcelino pan y vino invadió los sueños de mi infancia con terrores perdurables . Sabía lo que se hacía Ladislao Vajda.

Memoria de fotogramas como cicatrices, cuchillos en la mirada.