La aldea en que nací no es mi aldea. Ya no queda allí casi nada de lo que una vez significó algo para uno. Si los lugares son espacios cargados de tiempo, allí sólo me quedan los nombres. Mi aldea es un rosario de topónimos. La mina (de agua) de la Veigalonga, el puente del San Martiño, la cuesta del Pino Manso, el camino de As Maravillas, el molino de A Mañisca, la fuente del Bacelo en el camino del río… Una letanía para invocar lo perdido. El poyo en el que se sentaba mi abuelo las tardes de los domingos a contar los coches que pasaban, el cerezo en el que me encaramaba tantas horas en días como éstos, el descampado de los partidos de fútbol interminables, la piedra desde la que mi padre se tiraba de cabeza al río, el frutal de las claudias, la poza donde se lavaban las tripas del cerdo el día de la matanza, el manzano de San Juan bajo el que mi madre cosía en verano, la pila de piedra donde mi abuela preparaba el sulfato para las viñas y donde me partí el labio superior imitando una escena de una película de Joselito. Mi aldea solo existe cuando la recuerdo. Es un lugar de la memoria, un eco en el pozo del tiempo, un zurcido de significados. Una película que sólo se proyecta en mi intimidad. Una red invisible que sostiene lo que queda de mi infancia. La única patria que cuenta. A la hora de la verdad. Por eso necesitamos la filosofía. Tenía razón Novalis: La filosofía, en realidad, no es más que añoranza; es la necesidad de sentirnos en casa en todas partes.
Tal vez en el principio
el tiempo y lo visible,
inseparables hacedores de la distancia,
llegaron juntos
borrachos
golpeando la puerta
justo antes de amanecer.
Con las primeras luces pasó su embriaguez,
y tras contemplar el día,
hablaron
de la lejanía, del pasado, de lo invisible.
Hablaron de los horizontes
que rodean todo
lo que todavía no ha desaparecido.
Escribió John Berger en Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos.
Cuando en las calles vacías de Luzzara, después de comer, se oye el paso de las chancletas de una mujer que va a tomar un helado, hasta los oídos más distraídos se aguzan y los ojos ven a través de las paredes las hermosas piernas salidas de un baño casero en tinaja. Me siento en un sillón de mimbres frente a casa y hago las verificaciones de la vejez: ¿no sería mejor dejar que los ojos lo hagan todo? Tal vez sí, porque hay alguien, al que seguimos siempre como criados, que dispone las cosas de modo que a los cincuenta años tengan un perfil y a los sesenta otro.
Escribió Cesare Zavattini en su Diario de cine y vida el 25 de agosto de 1956 evocando la felicidad –así titula la entrada- de los días 5, 6 y 7 de julio que había pasado en su pueblo, en Luzzara. Un Diario que se abre en 1940 con esta entrada:
Una película que quisiera hacer: “Mi pueblo”. Un operador, un electricista, un obrero, el ayudante de dirección y yo. Vivimos allí cuatro o cinco meses. Se gasta poco, sólo en película. ¿Y la trama, el espectáculo? No tengo, todo me parece polvo ante esos cuatro o cinco meses en mi tierra, rodeado de una cincuentena de niños a los que puedo decir en dialecto: “Ver la boca da peu” (abre más la boca).
Más de una vez en estos últimos diez años me he preguntado qué película haría yo con “Mi aldea”. Y más de una vez me he respondido que de fantasmas.