Mostrando entradas con la etiqueta Richard Holmes. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Richard Holmes. Mostrar todas las entradas

24/7/13

Fantasmas de luz


Me pierdo algunas horas estos días (como por estas mismas fechas el año pasado) entre las páginas de La edad de los prodigios.Terror y belleza en la ciencia del Romanticismo de Richard Holmes, donde se hilvanan preciosas historias de luces y letras, como en los capítulos que le dedica a Herschel y el retoñar de la astronomía.


William Herschel fabricaba en casa un telescopio y, mientras pulía los espejos horas y horas, su hermana Caroline -William la llamaba Lina- leía de viva voz, el Quijote, el Tristram Shandy o Las mil y una noches. Por aliviarle la tarea. Sólo se negaba a recitar el Paraíso perdido de Milton, que tanto le gustaba a su hermano y tanto detestaba ella. Eran músicos consagrados a la astronomía. Y con ese telescopio, a mediados de marzo de 1781, van a descubrir Urano. El primer planeta encontrado en el Sistema Solar desde los griegos. Causó admiración, despertó vocaciones y animó el imaginario romántico por décadas. William avizoraba los espacios siderales y Caroline tomaba notas precisas y tenaces de las observaciones que le iba dictando su hermano, y llevaba la contabilidad de los astros. A esos desvelos se refería Lina como cuidar los cielos.

Caroline y William Herschel 
en el aquel de cuidar los cielos.

Una noche de octubre de 1816, Keats lee por primera vez la Ilíada traducida en verso por el poeta isabelino Chapman, gracias a una edición en folio de 1616 que acaba de comprar su amigo y mentor Charles Cowden Clarke. Se pasan la noche leyendo -ora uno ora otro- pasajes de la Ilíada


Keats tenía veinte años y, por lo visto, al palabrear algunos versos, tanto le gustaban que los voceaba, como al hermanar Homero los fulgores del casco de Diomedes y del planeta Júpiter suspendido sobre el  mar, la dorada lámpara de Otoño... alegre se refresca en las olas altaneras de Océano y se ciñe los cielos. 


A la mañana siguiente Keats escribe el soneto Al leer por primera vez el Homero de Chapman, donde hermana a Homero, el descubrimiento de un planeta (con el hallazgo de Urano en la memoria) y el primer encuentro con el Océano Pacífico, aunque prefiriendo las razones de la rima a las de la historia se lo atribuye a Cortés, olvidando a Núñez de Balboa (a sabiendas). Razones de poeta.  

On First Looking into Chapman’s Homer

Much have I travell'd in the realms of gold,
    And many goodly states and kingdoms seen;
    Round many western islands have I been
Which bards in fealty to Apollo hold.
Oft of one wide expanse had I been told
    That deep-brow'd Homer ruled as his demesne;
    Yet did I never breathe its pure serene
Till I heard Chapman speak out loud and bold:
Then felt I like some watcher of the skies
    When a new planet swims into his ken;
Or like stout Cortez when with eagle eyes
    He star'd at the Pacific--and all his men
Look'd at each other with a wild surmise--
    Silent, upon a peak in Darien.

Esta -de Alejandro Valero- es la única traducción que tengo a mano: Mucho tiempo he viajado por los mundos del oro, /  y he visto muchos reinos e imperios admirables, / y he estado en torno a muchas occidentales islas / que los bardos protegen como feudos de Apolo. / He oído hablar a veces de un vasto territorio / que rigió en propiedad el taciturno Homero, / mas nunca he respirado su aire sereno y puro / hasta que he oído a Chapman hablar con vehemencia: / entonces me he sentido como el que observa el cielo / y ve un nuevo planeta surgir ante su vista, / o como el gran Cortés cuando con ojos de águila / contemplara el Pacífico – mientras todos sus hombres / se miraban atónitos y con incertidumbre – / silencioso, en la cumbre de un monte de Darién.


Keats enhebra el resplandor de las epifanías, iluminando, por así decir, lo que ya no está allí, rescatando con la mirada en la noche de los adentros lo que ya no se ve. Como la mirada de Herschel velando los rastros de lo invisible en el cielo negro. Al contar lo que veía en el cosmos explicaba que muchas estrellas distantes habían dejado de existir millones de años antes. Ese paisaje estelar ya no está allí. El cielo -decía Herschel- rebosa fantasmas: la luz viaja una vez que el cuerpo se ha ido. Fantasmas de luz. Como si hablara del cine.

22/7/12

Por un puñado de clavos



Richard Holmes dedica el primer capítulo de La edad de los prodigiosTerror y belleza en la ciencia del Romanticismo a la vuelta al mundo del botánico Joseph Banks, enrolado en la expedición del Endeavour al mando de James Cook, un viaje de tres años con parada y fonda en el paraíso por una larga temporada .


El paraíso se llamaba Otaheite o Tahití, adonde arribaron el 13 de abril de 1769.


Aquella expedición científica se organizó en torno a cuatro objetivos: observar el tránsito de Venus por el disco solar (de ahí la recalada en Tahití, como emplazamiento idóneo de observación), explorar y cartografiar las islas de la Polinesia al oeste del Cabo de Hornos, explorar las masas terrestres entre los paralelos 30 y 40, y recopilar especímenes botánicos y zoológicos del hemisferio sur. Como ya se sabe, el aquel científico de ésta y tantas expediciones representa apenas un prólogo de la colonización, y aquel paraíso de los mares del sur -con sus sombras- devino en poco tiempo paraíso perdido, como comprobarán Gauguin y Stevenson, Flaherty y Murnau, pero ésa es otra historia.

Fotograma de Sombras blancas en los mares del sur (1928) 
de Robert Flaherty

Fotograma de Tabú (1931) de Murnau

De momento, levantaron el Fuerte Venus, bautizado con la misión que les traía a Tahití, claro. Pero enseguida merecería ese nombre por otros -y no menos apremiantes- motivos, cuando las pulsiones -venéreas- de los marineros se vieron urgidas ante la disponibilidad de las mujeres en aquel paraíso. Además, la nave Endeavour, con tantos objetos metálicos, se figuraba a los ojos de los nativos como una verdadera cueva del tesoro, y muy pronto una cacerola o un martillo resultaron moneda corriente en el tráfico sexual entre los marineros y las tahitianas. En un primer momento, la tarifa quedó fijada en un clavo por polvo. No tardó en sospecharse que el carpintero había montado un negocio y que los clavos salían del barco a puñados. Y dos meses después de la llegada a la isla se produjo una crisis (económica, ¿de qué si no?) cuando unos marineros robaron un saco de clavos de cincuenta kilos y se disparó la inflación.

Cook no veía con buenos ojos semejante trasiego y trató de regularlo, pero ni siquiera sus oficiales estuvieron dispuestos a racionar el apetito venéreo. Contaba con cierto humor, y quizá también a modo de advertencia, cómo el Dolphin, el barco del capitán Wallis que había navegado por aquellos mares del sur dos años antes, perdió tantos clavos, arrancados de tapadillo al maderamen, que al abandonar las aguas de la Polinesia a punto estuvo de desencuadernarse con la primera tormenta que se encontró en el Pacífico.

Qué risible debía parecerles el riesgo de un naufragio a quienes vivían en un estado de erótica bienaventuranza. Quién podría culpar a aquellos marineros -y aun hacerles sentir culpables- por gozar de las mieles del (único) edén que les iba a ser dado catar en este mundo. Cómo iban a temer el infierno quienes habían sido bendecidos con el paraíso. Y sólo por un puñado de clavos.