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17/7/16

Cita en la Ciudad de la Luna


Louis Skorecki arranca su memorable texto, Raoul Walsh y yo, con esta declaración (de principios):
Somos muchos los que pensamos que Colorado Territory es el más bello western de Walsh, tal vez incluso su más bello filme sin más.

Cada vez que vuelvo a ver Colorado Territory -aquí, Juntos hasta la muerte- más me convence. Claro que el propio Skorecki -como arrepentido por olvidar otros filmes maravillosos- prosigue la retahíla de los más bellos walshes con High Sierra -aquí El último refugio (del que Colorado Territory viene siendo un remake)-, Silver River, Objetivo Birmania, White Heat... Uno añadiría Murieron con las botas puestas, The Tall Men, Pursued, o The Man I Love (quizá el más bello papel de Ida Lupino con Walsh). Y unos cuantos párrafos después leemos:
High Sierra es una obra maestra (...), con todo veremos cómo siete u ocho años más tarde Colorado Territory aun será más bella.

Y tanto. Por apuntar sólo un rasgo -aunque no menor- que contribuye a esa belleza superior del remake, basta fijarse en el personaje femenino principal: Marie Garson (Ida Lupino), en High Sierra, y Colorado Carson (Virginia Mayo), en Colorado Territory. Nadie puede dudar que la gran Ida Lupino (también fue una buena directora) es mucho mejor actriz que Virginia Mayo, pero Colorado es un personaje mucho más jugoso -más entero, más fuerte, más valiente, más activo y más expuesto (y desnudo)- que Marie, y por decirlo pronto, una mujer mucho más walshiana.


Como si Walsh aprovechara el remake para profundizar en el potencial que anidaba en el material de partida, la novela de W. R. Burnett, del mismo título que el filme original. De todas formas le soy fiel al encanto con que El último refugio (con guión del propio Burnett y John Huston) me cautivó la primera vez, hecho que no empaña el que prefiera Juntos hasta la muerte (con guión de John Twist y Edmond H. North).


Le sienta bien al material de Burnett la forma del western; High Sierra era ya -como apunta el título- cine negro con montañas, un noir rural. Colorado Territory comparte la atmósfera sombría  que desprende la encrucijada del noir y el western, o mejor, del western contaminado por el noir; una fértil infección en el cine americano tras la 2ª guerra mundial: Pursued (1947), del propio Walsh; Ramrod (1947), de André de Toth, Sangre en la luna (1948), de Robert Wise, Cielo amarillo (1948), de William A. Wellman... Westerns preñados de noche y sombras.


Colorado Territory (1949) es de esos filmes que cuenta cómo -al fin- el protagonista cae de la burra y se enamora de la mujer que realmente lo ama (más allá del bien y del mal) y que daría la vida por él, claro que casi no les queda tiempo para recrearse en el amor.


Qué poco dura la felicidad de Wes McQueen/Joel McCrea y Colorado Carson, apenas un suspiro, el que va de la iglesia de Todos los Santos hasta los caballos, justo antes de que adviertan el peligro que les acecha tras el primer beso y penúltimo abrazo, cuando empezaban a soñar. Wes comprende lo que significan aquellas señales en las montañas:
Somos un par de imbéciles soñando en una ciudad muerta con algo que nunca ocurrirá. 

No hay sueño más fugaz. Pero el reconocimiento de vivir ese amor resulta tan fulminante que deviene eterno, pues se consuma con la muerte de los amantes en una última comunión, al pie de la Ciudad de la Luna, donde la ciclópea geología se transfigura en un panteón digno del arrebato romántico que corona la historia de amor.


Matheus Cartaxo señala muy bien -en un texto publicado en la esplendida web portuguesa de cine À pala de Walsh (o sea, "El parche de Walsh)"- que el arco de Colorado Territory se tensa en ese hiato en que al protagonista se le revela -en una verdadera epifanía- el amor verdadero.


Wes McQueen sabía que más pronto que tarde moriría -a tiros, desde luego-, pero ya no podía creer -hasta hace nada- que aún era posible morir cogido de la mano de una mujer que lo ama, como lo ama Colorado. Una nueva realidad que -tan trágica (Colorado, queriendo ayudarlo a huir, acaba por condenarlo y condenarse, eso sí, juntos)- se le presenta inesperadamente como un destino inevitable. (¿Aludirá a esa comunión última de los amantes aquel Golpe de misericordia, el título de la película en Portugal?)


El magnífico final de Colorado Territory se ha comparado con el de Duelo al sol, de King Vidor (o quizá sería mejor decir de Selznick), una película estrenada un par de años antes. Comulgo palabra por palabra con la apreciación de Patrice Rollet (en un artículo que puede leerse en el libro dedicado al director de Colorado Territory por la Cinemateca Portuguesa: En un espejo, oscuramente) cuando considera que Walsh...
...da muestras de un mayor y más amargo lirismo al tiempo que contenido, en la sequedad irremediablemente abrupta de su depuración, y aun más cósmico en la forma inolvidable de anunciar el fin de los amantes a través de una simple veladura nocturna de los cielos sobre las ruinas de la Ciudad de la Luna o de repercutirlo a través del eco, ralentizado hasta el infinito, del último grito de Colorado disparando los revólveres.

En su autobiografía, Walsh despacha Colorado Territory en página y media.
Era un western de grandes cabalgadas...

Pero no pierde la ocasión de encomiar el trabajo de dos de sus colaboradores más fieles, el director de fotografía Sid Hickox (el mejor y más rápido de los operadores, a quien debemos el bellísimo blanco y negro que captura el esplendor mineral del paisaje, refugio último de los amantes) y su ayudante de dirección Russ Saunders (era un mago preparando un plan de rodaje, haciendo posible que avanzáramos de cinco a diez páginas de guión por día), que Hawks reclutará para ¡Hatari!


Colorado Territory (sobra decir que también El último refugio) bien podría añadirse a la lista de las películas que me enseñaron hasta que punto pueden equivocarse los personajes (los y las protagonistas) con el amor de su vida, la primera lección primordial que aprendí muy pronto en el cine -la escuela de los domingos- con Ivanhoe, de Richard Thorpe, El hombre que mató a Liberty Valance, de FordScaramouche, de George Sidney, y más tarde con Some Came Runing -aquí Como un torrente-, de Minnelli, o The Strawberry Blonde, del mismo Walsh; una lección que destila también el Cuento de verano, de Rohmer.


Me gustó mucho cuando al final de Tres recuerdos de mi juventud (2015), la última película de Desplechin, el protagonista ya adulto, Paul Dedalus (Mathieu Amalric), le reprocha a su amigo (al que no ha visto en años y con quien aún está resentido) que sea tan hipócrita: no ha entendido nada de todos los westerns vistos en la infancia, si no sería imposible que se comportara de forma tan ruin. Qué triste quien nada aprende (o quien olvida todo lo aprendido) en la escuela de los domingos.


Como olvidar una cita en la Ciudad de la Luna.

18/1/15

Fulgores fugaces



Las películas regresan. Vete a saber por qué. Por qué una y no otra. Hay que ver cómo vuelven. Cómo el recuerdo va cobrando forma, tomando cuerpo. Y te enreda con el hilo de la memoria. Como relámpagos en el cine de la noche. O destellos en el río del olvido. O mojones de un camino devorado por el bosque. Huellas en la nieve. Un gesto radiante. Unas manos adivinando lo invisible. El rostro de Ida Lupino. Manchas de luz. Fulgores fugaces. On Dangerous Ground . En terreno peligroso. El cine de Nicholas Ray. Aquí la titularon La casa en la sombra (y se cita a menudo como "La casa de las sombras"). Un cine hecho de retales apenas hilvanados, tan frágiles como sus protagonistas, momentos a punto de desprenderse del cuerpo de la película, estremecimientos, incandescencias ...


On dangerous ground fue una proyecto querido por Nicholas Ray, una película que se empeñó en hacer. En julio de 1949, mientras trabajaba en la preparación de En un lugar solitario, leyó Mad With Much Heart, una novela de Gerald Butler y llamó a su amigo John Houseman -quien lo había apadrinado como director y había producido su opera prima, la maravillosa They Live by Night- para contarle cuánto le había gustado la historia (un policía que combate la violencia pero es incapaz de represar la furia que lleva dentro y se enamora de una ciega, la hermana del asesino que debe detener): veía ahí una película  y lo quería como productor. A Houseman la novela no le pareció gran cosa y consultó con Chandler, quien la encontró pesada, una novela pobre, huérfana de humor: El policía es ridículo... y la cieguita completamente estúpida. No hay un diálogo aprovechable. Un informe interno de la RKO apuntaba que la novela tenía fuerza pero resultaba desagradable, quizá podría servir de vehículo para una película "artística". Daba igual, para Ray aquella historia era ya un asunto personal. Su película. Había motivos, claro.


Empezando por Jim Wilson, el protagonista, un policía cuya misión es erradicar la violencia de las calles, pero que lleva dentro el demonio de la violencia. Una violencia que cobra visos de máscara de su propia vulnerabilidad. Un personaje con un íntimo parentesco con el guionista Dixon Steele, el protagonista de En un lugar solitario. En otras palabras, un personaje muy rayano. O muy Ray. Quienes lo conocían en el curso de la ruptura con Gloria Grahame -durante la película mencionada- cuentan que desconfiaba de cualquiera sin motivo y se veía atenazado entre un impulso de autodestrucción y un sentimiento de culpa. No puede extrañarnos entonces que Bénard da Costa apreciara en esa continuidad un raccord casi perfecto entre el final de En un lugar solitario y On Dangerous Ground, con ese Robert Ryan encarnando aquí al hombre roído por una herida emocional en que acabó convertido Bogart en aquélla. La implicación emocional de Ray -su íntima conexión con la historia- se palpa en cada fotograma de On Dangerous Ground, con la urgencia que impulsa cada secuencia, en la sensibilidad a flor de piel que late en cada plano,


Houseman contrató a A. I. Bezzerides para que trabajara en el guión con Ray. Hicieron buenas migas. Según el productor, los dos eran parlanchines y conjugaban una sensibilidad casi femenina -son sus palabras- con una vena macho que les empujaba noche tras noche a los coches patrulla de la policía de Los Ángeles para estudiar la psicopatología de la violencia. La verdad es que Ray se documentó durante la preproducción de la película y pasó algunas semanas en coches patrulla por los barrios más duros de Boston y, al parecer, se inspiró en un policía de origen irlandés para caracterizar a su protagonista Jim Wilson. Robert Ryan, a quien había interesado la novela, también apoyó a Ray en la RKO para que pudiera rodar la película, motivado por el deseo encarnar al protagonista. Al final, claro, resultó determinante quien tenía la última palabra, Howard Hughes, mandamàs del estudio a la sazón y amigo del cineasta.

Bezzerides tiene un papelito en On Dangerous Ground,
en una escena con Robert Ryan.

Bezzerides y Ray armaron el guión con una estructura circular (y fatal): ciudad-campo-ciudad. De la negra noche a la noche negra pasando por la nieve siberiana (el protagonista se refiere al lugar perdido en las montañas, adonde lo destinan, como Siberia). Una estructura que, como veremos, acabará un tanto desbaratada en el montaje definitivo. El tono realista con que se documenta el trabajo policial durante la primera media hora se debe al trabajo de Ray y Bezzerides, un material que no existe en la novela.


El primer borrador del guión data del 9 de marzo de 1950. Por entonces se manejaba como título de trabajo Dark Highway, carretera sombría (ruta oscura). La censura (regida por el llamado código Hays) consideró que se habían pasado de la raya en algunas escenas de la primera parte, sobre todo en cuanto a la brutalidad de la violencia ejercida por el protagonista, un policía para más inri, y aun en las escenas siberianas, donde Jim Wilson desea que el padre de la niña asesinada (encarnado por un fordiano Ward Bond) se tome la justicia por su mano. Según Bezzerides el protagonista se había concebido como un policía que actuaba con virulencia contra los criminales porque no podía racionalizarlo. Para él los criminales eran criminales, no eran personas.


Los censores informaron también de su disgusto con una escena de Myrna (Cleo Moore), la novia de uno de los criminales, cuya conducta la asemeja peligrosamente a una prostituta ofreciendo sus servicios al protagonista.


Para resolver estas cuestiones de tan espinosa moralidad, Houseman y Ray se reunieron con los censores: Ray los convenció de que más que mostrar la violencia la sugeriría (es lo que Ray ya había hecho en su opera prima) y por otra parte los compañeros de Jim Wilson mostrarían disgusto por su salvajismo (de hecho hay dos o tres réplicas tan explícitas -o sea, tan poco Bezzerides y Ray- en la primera parte que suenan a contentar a la censura en ese extremo); en cuanto a la escena de Myrna quizá la suavizaron pero sigue desprendiendo la carga sexual con que la habían preñado en el guión.


Houseman confesó que nunca sintió el entusiasmo creador ni la profunda implicación personal que había iluminado la producción de They Live by Night. Aun así le pusieron mucho amor. Contaron con el mismo director de fotografía, Georges E. Diskant, y Houseman consiguió a Bernard Herrmann (con un espléndido score, que resonará en sus trabajos con Hitchcock, véase -escúchese- si no Con la muerte en los talones o Psicosis), un músico que debió sentirse muy motivado porque le encantaba el trabajo del director con la película.


Y desde luego contaron con Ida Lupino -como Mary Malden-, una actriz por la que siento una especial debilidad (desde que la vi hace mucho tiempo en High Sierra, de Raoul Walsh, que aquí titularon El último refugio, en un ciclo Bogart en TVE a principios de los setenta) y una directora -de una sensibilidad afín a la de Ray- que para esas fechas (el rodaje comienza a finales de marzo de 1950) ya había dirigido Never Fear y Outrage, dos filmes solventes que costaron -cada uno- la mitad del presupuesto de On Dangerous Ground, algo menos de 800.000 dólares, dentro de los márgenes de la serie B de la RKO. 

Nicholas Ray con Ida Lupino y Robert Ryan
 en el rodaje de On Dangerous Ground.

Para el productor, todo lo que hay de perdurable en On Dangerous Ground se debe a la dirección de Ray. Trece años después Ray declaró:
Fue un fracaso total, pero continúo muy ligado a este filme.

On Dangerous Ground produce el efecto de una película inacabada, imperfecta, como si el impulso acuciante de materializar una descarga íntima vedase otra forma que el esbozo, el trazo inquieto, la escritura urgente; el arrebato lírico antes que la construcción dramática, el relámpago antes que el relato, la fidelidad a la experiencia -el frenesí- vital antes que la claridad de la narrativa clásica. En resumidas cuentas, un filme que se inscribe en la derrota del cine moderno; como apuntó Erice en Tiempo de crisis, un artículo primordial sobre la obra de Ray, próximo a la deriva de Rossellini en sus películas-Bergman, contemporáneo de Europa 51 (como ya lo eran, significativamente, filmes como Stromboli y They Live by Night), 


On Dangerous Ground se articula finalmente -esa estructura desbaratada a la que nos referíamos más arriba- en torno a una cesura -un corte- alrededor de la media hora, como si se tratara de dos películas: la de la ciudad -los primeros treinta minutos- y la de la montaña -los cincuenta restantes-, como si el desequilibrio, la herida íntima del protagonista cobrara forma en el propio cuerpo de la película. Una fisura también entre dos cegueras: la de quien no puede ver y la de quien no puede verse. On Dangerous Ground desprende así una belleza convulsa que nos atrapa en un frágil pespunte de fulgores fugaces (destellos a menudo ausentes de esos filmes considerados redondos, perfectos, bien acabados).


Y no hay que esperar por esas centellas de cine con una apertura espléndida: las manos de una mujer recogiendo un arma con su funda y correaje encima de la cama para ajustársela al cuerpo a su marido (uno de los policías de la unidad del protagonista), mientras se abraza contra su espalda, como si no quisiera dejarlo marchar a su ronda nocturna. (Casi, o sin casi, la película entera se cifra en ese plano.) Luego vemos a otro de los compañeros de Jim Wilson, viendo una película de vaqueros en la televisión con sus seis o siete hijos, al que le duele el hombro de andar plantando rosas en el jardín y al que también su mujer, con el arma en las manos, le ayuda a prepararse. Y finalmente se nos muestra Jim Wilson, quien todo se lo tiene que hacer solo, el que sólo piensa en el trabajo, el que no tiene con quien distanciarse del trabajo, atrapado en un bucle de violencia propenso a estallar y desbordarse.


Un personaje herido, frágil, vulnerable (la violencia figura una máscara de la vulnerabilidad), sobre el que Ray no aporta ninguna información sobre su pasado que explique la rabia que anida en él, la matriz de su soledad (un pasado que sí se explicitaba en el guión, aportando motivaciones al comportamiento brutal del personaje). Tampoco debe ser casual que, pensando en títulos para esta entrada al hilo de un personaje tan rayano, se me vinieran a la cabeza títulos de películas de Philippe Garrel: Las altas soledades, La cicatriz interior, El nacimiento del amor, Salvaje inocencia. La epifanía de la inocencia que experimenta el padre de la niña asesinada a contemplar al asesino que yace muerto a sus pies, casi un niño, y al que lleva en brazos como si se tratara de su propia hija, de su propio hijo: enorme Ward Bond. Una escena que se transfigura en una verdadera y definitiva iluminación para ese policía con una herida interior que, quizá, empieza a cicatrizar.


Después de verla media docena de veces (desde el pase por TVE a finales de los ochenta) pienso en On Dangerous Ground como un filme de manos: las manos de esas mujeres con el arma de sus maridos; la mano de Jim Wilson agarrando el brazo de Myrna y luego, en primer término, fuera de foco, y al fondo el cómplice de los asesinos de policías, enfocado; esa mano que Mary, la ciega, tomará entre las suyas; la mano que detiene la mano de Ward Bond cuando va a abofetear a Mary; la mano que tapa la boca de Mary; esa mano que se moverá hacia la de Mary en el reencuentro final.


A la RKO no le gustaban ninguno de los finales. Tampoco a los actores principales. (De hecho el estudio impuso un nuevo final y cortó diez minutos del metraje.) No recuerdo dónde leí que Ray no rodó el final que vemos en la película -impuesto por el estudio- y que fue Ida Lupino quien se encargó de dirigir la escena (de hecho figura como directora no acreditada en la más consultada base de datos de películas en la red).  Pero según Bernard Eisenschitz -autor del libro más relevante sobre la obra de Ray- sólo es una leyenda: ni los partes de rodaje, ni los testimonios del equipo técnico ni los actores han corroborado esa versión.

Ray con Ida Lupino en el rodaje 
de On Dangerous Ground.

Y es cierto que, en clave realista, ese final resulta inverosímil. Pero es que, en clave realista, lo que resulta inverosímil es la película, o -dicho con más precisión- los cincuenta últimos minutos (a Jim Wilson le bastan un par de días -con visos de noche- para redimirse), o sea la película con Ida Lupino (que aparece en el minuto 38 más o menos, a mitad de metraje), esa historia de amor, la más griffithiana de las historias de amor, en palabras de Bénard da Costa.



Por otro lado, On Dangerous Ground como La mujer en la playa de Renoir (también con Robert Ryan) y buena parte del noir -desde Laura a Kiss Me Deadly, pasando por Retorno al pasado o La dama de Shanghai- abre pasajes entre lo real y lo soñado, o mejor, para decirlo con un título de Schnitzler, cualquier noir destila un relato soñado (deriva onírica, delirio, pesadilla).


Para Ray -como para Rossellini- lo importante no era representar una realidad, sino dar a ver algo verdadero. Decía Ray:
La cámara es el microscopio que permite detectar la melodía de una mirada.

La belleza perdurable de On Dangerous Ground  alienta por la mirada romántica y dolorida de Ray, en el aquel de atrapar el fulgor fugitivo en la zozobra de dos almas perdidas.

1/2/09

El western de todos los westerns


La vida de un hombre. Así titularon la edición de la autobiografía de Raoul Walsh en 1982. Han vuelto a editarla en 1998 con un título que parafrasea el de una de sus obras maestras: El cine en sus manos. Ambos títulos definen a Walsh: un hombre con el cine en sus manos. Un artesano y un artista. Un maestro. El autor de algunas de las películas más memorables con el que uno se ha deleitado en la escuela de los domingos. De esas películas que son mejores cada vez que les pones los ojos encima. Lecciones del oficio de filmar. De dirigir. Walsh -se pone de relieve pocas veces- es un gran director de actores que cuando filma a alguien nos lo muestra de forma reveladora, nos lo presenta de una manera tan inequívoca que podemos adivinar y comprender sus razones. Hizo películas durante cincuenta años. Walsh es una escuela de cine. De todos los días. Inagotable.


Jean Renoir

Me quedo con La vida de un hombre. Lo leí con frución -y devoción- en un momento decisivo, cuando, quién sabe si atrapado por el destino, olvidé la advertencia de Renoir: "¡Dichosos aquéllos que se conforman con ver películas y no caen en la tentación de hacerlas!". A esas alturas ya conocía La pasión ciega (1940), cuyos protagonistas eran camioneros, como había sido mi padre -aprendí a escribir para mandarle cartas mientras hacía "la ruta" en los últimos años 50-, El último refugio (1941), que convirtió a Ida Lupino -también una (muy) buena directora de cine- en una de mis actrices favoritas, Murieron con las botas puestas (1941),


quizá la primera obra maestra de Walsh -una obra mayor del cine de todos los tiempos- que pude contemplar, Gentleman Jim (1942) -hubo un tiempo que me bastaba con que apareciera Errol Flynn en una película para que fuera motivo suficiente para verla, un actor que convertía los movimientos en danza-, Objetivo Birmania (1945), cine bélico canónico -qué importa que la flora no corresponda con el escenario de la ficción-, Juntos hasta la muerte (1948) que me gustó más con los años y cada vez más cuanto más la veo, El hidalgo de los mares (1951), Tambores lejanos (1951),



El mundo en sus manos
(1952), la primera película en la que me encantó Gregory Peck pero qué lástima que la protagonista sea Ann Blyth -lástima no poder contar con Yvonne de Carlo, por ejemplo, qué lástima-, El pirata Barbanegra (1952), Los gavilanes del estrecho (1953), Un rey para cuatro reinas (1956) y Una trompeta lejana (1964). Algunas en el cine -en el Teatro Principal, en el cine Yut-, otras en los ciclos de TVE -oeste, policiaco, aventuras...- presentados por Alfonso Sánchez,

Alfonso Sánchez

aquel crítico de inolvidable voz rota, el primero que conocí -y escuché-, en aquella casa junto al río que fue mi cinemateca doméstica en los años de mi adolescencia.

La película menos buena de Walsh resulta una lección de pulso y concisión, y las mejores te mejoran.

Después llegaron otras, como esa joya del mudo, El ladrón de Bagdad (1924), pero me quedaban un par de obras maestras de Walsh por descubrir. Y se hicieron esperar. Las dos eran westerns:



uno, en blanco en negro, Pursued (1947) -un filme sobre las heridas de la memoria y la búsqueda de la identidad perdida, de aliento shakespereano y belleza mineral-; el otro, The tall men (1955), titulado aquí, vete a saber por qué, Los implacables.
Y qué bien que sean westerns. Me gustaron siempre, pero durante los setenta, ochenta y noventa, el cine negro fue mi género favorito. Ahora, no hay nada mejor que una docena de westerns. Entre ellos, por lo menos dos de Walsh, pero cada vez me cuesta más elegir cuáles y los candidatos varían con el tiempo o el estado de ánimo.

Ángel Fernández-Santos

Traigo aquí un párrafo de Más allá del oeste de Ángel Fernández-Santos, -¡cuánto lo echamos de menos en estos tiempos de comentaristas (que no críticos) pusilánimes!- para dar cuenta cabal de lo que representa este género fundacional:



El western, género cinematográfico que se alimentó, durante un periodo de incubación y formación, de mitologías folclóricas ingenuas, derivó en su madurez y, sobre todo, en su malhumorada vejez, hacia enrevesadas representaciones de las situaciones mayores de la existencia del hombre contemporáneo, llegando incluso a convertirse en una -y tal vez única- supervivencia en nuestro tiempo de la extinguida ceremonia de la tragedia, que encontró en este aparentemente inofensivo conjunto de películas una inesperada resurrección.


The Tall Men parte de un guión de Sidney Boehm -el de Los sobornados (1953) de Fritz Lang, por ejemplo- y Frank Nugent -el de El hombre tranquilo (1952) o Centauros del desierto (1956) de Ford, pongamos por caso- que da forma dramática al itinerario físico y emocional que experimenta Ben Allison (Clark Gable) tras la guerra civil americana. Es un sudista, un perdedor, al que encontramos allá por 1896, con su hermano Clint (Cameron Mitchell), en medio de la nieve, en las montañas inhóspitas del estado de Montana camino de Mineral City. Descubren en lontananza a un hombre que cuelga ahorcado de un árbol. "Al fin nos acercamos a la civilización", sentencia Ben. Una réplica que pinta un mundo, retrata un tiempo y desprende un estado de ánimo.

Cuando llegan al pueblo de buscadores de oro, buscan un establo y, para pagarlo, Ben tiene que vender las reliquias de la guerra -un reloj, unos prismáticos, un sable de un general yanqui-. En el saloon, los hermanos se encuentran con el barman filósofo, uno de esos personajes de los mejores westerns que convierten una breve aparición en inolvidable, les basta una línea: "En una ciudad como ésta nada se hace viejo, amigo". Ben y Clint le siguen los pasos a Nathan Stark (Robert Ryan), un ganadero forrado de pasta que se dirige a comprar una manada en Texas para traerla a Montana -1500 milas de viaje-. Lo asaltan en el establo. La puesta en escena de Walsh constituye una lección de elocuencia que, montando planos medios de Ben y Nathan, con planos de tres más amplios y que incluyen a Clint, nos revelan quiénes son estos tres tipos, de los que apenas sabemos nada, mediante ángulos de cámara elocuentes que convierten las miradas en una herramienta de revelación. La situación que se abre a partir de este detonante no tardará en quebrarse, lo que empezó siendo un robo se transforma en un encargo: Nathan les ofrece a Ben y Clint encargarse de conducir la manada, sacarán bastante más dinero, y mediante un trabajo honrado. El dinero circula a lo largo de toda la película, enhebrando sueños y nutriendo razones -y reacciones-.

Una ventisca les obliga a refugiarse en un campamento de buscadores de oro donde se produce el encuentro con un personaje central, Nella Turner (Jane Russell). Ella y Ben sintonizan enseguida. La meteorología se alía con ambos: una tormenta de nieve los mantendrá aislados en una cabaña. Nella se abriga con una preciosa manta que la acompañará durante todos el viaje. En el refugio, cuaja la atracción erótica y la intimidad amorosa, pero sus sueños les separan. Ben está de vuelta de todo, a lo único que aspira es retirarse a un pequeño rancho con el dinero que espera ganar. Es un hombre de sueños pequeños. Nella ha conocido la pobreza y el trabajo extenuante, y no se conforma con poco. Es una mujer de sueños ambiciosos. El duelo de sueños es una muestra de la maestría de Walsh que pone en escena sucesivos acercamientos y alejamientos recíprocos, siguiéndolos con la cámara, hasta que él la besa una vez más -"Quería saber si eras la misma chica a la que estaba besando. Ya veo que no"-. Ben comprende que los sueños de ambos son irreconciliables: el dinero -o su falta- sigue haciendo de las suyas. Se separa de ella y sacude despechado la manta. Entonces Walsh introduce un corte para quedarnos con Nella que, abatida, se dirige a su rincón -un combate amoroso en el que ambos han perdido- y sacude su manta. Un travelling breve combinado con una panorámica nos muestra la distancia que los separa, el abismo mental que se ha abierto entre ellos. La manta de Nella, mediante rimas y correspondencias, les recordará a ambos -y también a nosotros- la felicidad que estuvieron a punto de alcanzar y que se les escapó cuando ya la acariciaban. Una memoria de las horas íntimas al abrigo de la tormenta de nieve, que aflorará también en diálogos alusivos en el curso de la película: la cabaña deviene un centro mágnético que los electriza a la mínima oportunidad.

Lo que Nella desea, puede -y quiere- ofrecérselo Nathan. El triángulo amoroso preñará de tensión sexual la conducción de la manada de San Antonio a Mineral City. Walsh demuestra en la sucesión de episodios -bandidos, cruce del río, indios, desfiladero, el ataque de los sioux de Nube Roja...-, que amojonan dramáticamente el viaje, un sentido del paisaje admirable -combinado con el uso ejemplar del cinemascope-, manejando la composición visual, el cromatismo y la armonía de formas, entre la grandeza, el reposo y la intensidad emocional. El cruce del río por la manada constituye una secuencia donde los planos generales y las panorámicas combinadas con lentos travellings dotan a las imágenes del poso de una mirada donde late la experiencia vital del director que alienta su oficio de cineasta.



En The Tall Men escuchamos diálogos que hablan tanto al oído como a los ojos del espectador, o sea, a la imaginación. Las réplicas -su fraseo- revelan marcas lacerantes, utópicas y/o sórdidas de la biografía sumergida de los personajes, del magma del que emergen. Sobra decir que constituye un crimen no escucharlos en versión original, donde los personajes salpican los diálogos con frases en español en su relación con los mejicanos, en especial con el personaje de Luis Estrella (Juan García), y que denota la condición fronteriza del protagonista o el contagio del habla que lleva aparejado el viaje.

La escena de Ben y Nella que precede al ataque de Nube Roja, en la que evocan aquello sueños que los separaron en la cabaña, resulta modélica a propósito del arte de dirigir de Walsh. Nella acaricia las crines del caballo que monta Ben, quizá todos los sueños, los grandes y pequeños, acaben allí muy pronto. Sólo les quedará el recuerdo feliz de aquellos fugaces jornadas de felicidad. Gestos, actitudes y miradas estan cargadas de sentido. Ningún detalle es irrelevante, cada uno tiene el peso preciso para evitar el subrayado y la dimensión justa para evitar anularse.

Cuando el viaje ha concluido, Nathan comenta a propósito de Ben: "Es lo que todo el mundo sueña con ser cuando crezca, y lo que todo viejo siente no haber sido". No está muy lejos de lo que uno pudo pensar hace un cuarto de siglo cuando leyó La vida de un hombre, de un cineasta llamado Raoul Walsh, que en este filme, de tonalidad crepuscular y romántica, contiene en su justa medida todos los westerns.


Raoul Walsh, también actor, con Gloria Swanson,
en Sadie Thompson (1928)