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22/11/20

No se toca ni una coma

 

Escríbela, total ya me la has contado, dice Ángeles. Y añade: Yo velo por los intereses de quienes leen tu escuela. Pues aquí me tenéis. Escribiendo. Lo que le conté. De un guionista llamado Carlos Blanco. Todo empezó por unas líneas que publicó nuestro hijo el lunes pasado sobre una de sus películas favoritas del cine español, Los ojos dejan huellas (1952), de José Luis Sáenz de Heredia: fascinante noir de posguerra -son sus palabras-, escrito por el represaliado Carlos Blanco. Luego pintaba la película con tres trazos: amarga, poética y desabrida. Supone (bien) que pasó la censura porque Sáenz de Heredia era el cineasta oficial del Régimen (claro que a la censura franquista se le escapaban inexplicablemente algunas películas, fugas que sólo cabe calificar de milagrosas, como El verdugo).

Cartel de Peris Aragó.

Cabe valorar también como se merece el reconocimiento de Sáenz de Heredia hacia el guionista, proclamado con un crédito inusual en el umbral de la película, es lo primero que leemos nada más empezar:

La autoría del represaliado Carlos Blanco. En un libro -un tanto escuálido- publicado por la Seminci en 2001, le cuenta a Juan Cobos que se hizo guionista por pura necesidad, buscando un agujero donde estar. Había hecho la guerra civil combatiendo con el ejército de la República, primero en el frente de Málaga, después en el frente de Madrid, ya como oficial de Artillería tras pasar por la Escuela de Guerra, y más tarde en la 19ª División en el frente de Córdoba. Un par de días antes de acabar la guerra,  al mando de una batería anticarros, cae prisionero del Cuerpo de Ejército Marroquí donde iba mi hermano mayor. Luego, como es sabido y le dice a su hijo don Luis en la última escena de Las bicicletas no son para el verano, de Fernando Fernán-Gómez, no ha llegado la paz, Luisito: ha llegado la victoria, o sea, las ejecuciones, la cárcel, las represalias, las mil humillaciones... Campos de concentración, cárceles (lo menos una docena, turismo penitenciario, que decía nuestro querido Paco Comesaña), consejo de guerra, pura chiripa que no lo fusilaran... Tiene su guasa que después de una guerra lo obligaran a hacer la mili, de soldado raso, claro. Hasta que un día vio en el periódico un concurso de guiones convocado por el Sindicato Nacional del Espectáculo. Nunca había visto un guión, pero sí muchas películas. Se encomendó a Sherezade y encontró un agujero donde estar. (Un agujero por el que -todo sea dicho- a mediados de los años 50 se coló en Hollywood, trabajando para la Fox, la RKO y la Columbia durante un año.) Antes de comprar su Underwood, mecanografiaba sus guiones en la Hispano Olivetti de la Gran Vía madrileña:

Allí, rodeado de chicas y chicos que aporreaban como ametralladoras, me metía en mí mismo, inventando historias, tapándome la boca cuando escribía los diálogos, porque tengo la mala costumbre de interpretar.

Aunque lo que se dice inventar, inventaba en los cafés, allí es donde de verdad escribía, y en el café Gijón más que en ningún otro sitio, allí localizó el crimen de Los ojos dejan huellas

Desde que tuvo la Underwood, echó de menos escribir en el Gijón, donde tramó Los peces rojos, un espléndido artefacto narrativo, que hace cinco años editó Ocho y medio.


Quería producirla él mismo. Le contó la película a Ava Gardner. Bueno, no toda, lo suficiente para ponerla en ascuas. Cuando la actriz se fue a Roma a rodar La condesa descalza con Mankiewicz, le contagió el interés al director. Entonces Ava Gardner llamó a Carlos Blanco para que viajara a Roma con el guión que Mankiewicz ardía en deseos de leer. Y allá se fue Carlos Blanco. Actriz y director leyeron el guión. Y les encantó. Mankiewicz tenía compromisos ineludibles (dos películas pendientes) y le pidió a Carlos Blanco que aguardara un año. Pero nuestro guionista no podía esperar. Una noche, durante aquella estancia en Roma, también se interesó en el guión Robert Siodmak: era mi director favorito en los temas de intriga y lo habría hecho fantásticamente bien. Y no se acaban ahí los interesados en Los peces rojos, hay que incluir en la lista a Clouzot, Sáenz de Heredia y, no os lo perdáis, Cantinflas. El caso es que tanto Mankiewicz como Ava Gardner e incluso Deborah Kerr, que también llegó a saber del guión aunque no sé bien en qué momento ni dónde, le recomendaron a Jack Cardiff, el director de fotografía de La condesa descalza, Narciso negro (Michael Powell y Emeric Pressburger, 1947) o Pandora y el holandés errante (Albert Lewin, 1951), la película que le descubrió España a Ava Gardner. Les hizo caso y lo contrató. Jack Cardiff vino a Madrid y se quedó un tiempo. Trabajaron en el guión pero no veían igual Los peces rojos. Casi mejor que la asociación acabara como acabó: Después de casi cinco meses, me falló el capitalista. Llegado a ese punto, se comprometió con su amigo Ángel Martínez de Olcoz, dueño de Yago Films, y le vendió el guión. El productor también era amigo de Nieves Conde y lo propuso como director. Carlos Blanco aceptó, sólo puso una condición: aquel guión era la Biblia, no se podía tocar ni una coma. Cabe imaginar que el guionista se las tenía guardadas por una película anterior, Llegada de noche (1949), donde Nieves Conde había incluido a Torrente Ballester como dialoguista de escenas adicionales a espaldas de Carlos Blanco (quien, para más inri, había impulsado el proyecto y lo había propuesto como director). 

Crédito del guionista en Los peces rojos.

Quizá por eso, por tener que tragar con la estructura armada por el guionista (la película se compone de cinco segmentos: el 1º, 3º y 5º se desarrollan en el presente del relato; el 2º y el 4º son flashbacks), el director siempre repetía la cantinela de que la película funcionaba también contada de forma lineal, algo que no se sostiene (basta ver la película): el cómo es el qué, podría decir Carlos Blanco, y desde luego la fascinación que aún hoy desprende Los peces rojos aflora desde ese artefacto narrativo que despliega el guión. Una monserga sólo disculpable como pataleta si pensamos que, como el propio guionista admitió, Nieves Conde la dirigió muy bien. O sea, todas las decisiones de puesta en escena (como el uso de la profundidad de campo, pongamos por caso) contribuyen a la materialización fílmica admirable del magnífico guión de Carlos Blanco.

Cartel de Jano.

Vi Los peces rojos (1955) por primera vez cuando la programó el (añorado) canal Cineclassics hace unos veinte años. Con ese motivo emitieron también una entrevista con Carlos Blanco que me gustó mucho; me cayó muy bien el hombre. Contaba que durante su estancia en Hollywood después de Los peces rojos, lo invitó a comer Jean Simmons, le habían dado un guión de Ben Hecht adaptando el guión de Locura de amor (Juan de Orduña, 1948) obra de Carlos Blanco, y prefería que fuera el guionista español quien le contara la película. Y mientras ella cocinaba, nuestro hombre le contaba Locura de amor. De mil amores. Y quién no. 

Aurora Bautista, como Juana de Castilla, en Locura de amor.

Años antes, cuando la censura aún no se había cargado su guión Teresa de Jesús, el productor de Cifesa, Vicente Casanova, cabreado con Aurora Bautista (la actriz en quien pensaban como protagonista) por algún desacuerdo, mandó a Carlos Blanco a Italia para que se lo leyera a Ingrid Bergman, a la casa que tenía con Rossellini en Santa Marinella. Seguro que, más que leer, interpretaba. Y así se la contó a Ingrid Bergman que era cualquier cosa menos una diva. (Si la memoria no me engaña, también se lo contó a Anna Magnani y hablaron de Roma città aperta.)

Ingrid Bergman en Santa Marinella, 1952.
(Fotografía de David Seymour.)

Aurora Bautista estuvo a punto de hacer el papel de Ivón en Los peces rojos, pero en el último momento la actriz consideró que el personaje no le iba, y el papel acabó encarnándolo de maravilla Emma Penella, en su primer papel principal, quien ya había interpretado a Lola, un papel secundario de Los ojos dejan huellas.

Emma Penella, como Ivón, en Los peces rojos.
Abajo, como Lola, en Los ojos dejan huellas.

Sobra decir que ambas películas propician una estupenda sesión continua del noir español de los cincuenta, filmes de atmósfera tan sombría como el imaginario de unos personajes fracasados y obsesivos (trasuntos del guionista y/o director) que buscan una salida a través de la simulación, donde el crimen deviene pura puesta en escena. O dicho de otra forma: la puesta en escena como crimen.

Fotograma de Los ojos dejan huellas.
Abajo, fotograma de Los peces rojos.

Uno podría muy bien envidiar a Carlos Blanco los guiones de Los ojos dejan huellas y Los peces rojos, pero puestos a envidiar, mejor esos encuentros con Ava Gardner, Deborah Kerr, Jean Simmons, Anna Magnani o Ingrid Bergman. Mucho menos trabajo contar un guión que escribirlo. Ni comparación.

1/3/20

El vano negro


Estaba convencido de haber palabreado Criss Cross (1949), una obra maestra del cine negro titulada aquí El abrazo de la muerte. El título original remite a la(s) encrucijada(s) fatal(es) de la trama. El título elegido para su estreno en España alude a una imagen de la última escena de la película.


Pero, mira por dónde, compruebo que sólo la cité con algún fotograma y entre bellas negruras. Nada más. Y eso que recuerdo como si fuera ayer la impresión que me causó la primera vez, cuando la pasaron por televisión (¿en un ciclo de cine negro?). La vi una noche en casa de Félix, junto al río (house by the river, como en la película de Fritz Lang), tan primordial en mi educación cinéfila.


De vuelta a casa, casi (o sin casi) sonámbulo, con la mirada prendida aún en el abrazo de la muerte de Anna/Yvonne de Carlo y Steve/Burt Lancaster, esa pietà noir compuesta por Robert Siodmak e iluminada por Franz Planer, proyectándola una y otra vez en el cine de los adentros, con la luna rielando en el río, como rielaba en el mar junto a la casa de Palos Verdes, donde se consumaba el destino fatal de los protagonistas.


Por uno de esos blogs increíbles (que consulto de vez en cuando) me entero de la fecha de aquel pase por televisión: el 9 de septiembre de 1973. Aún no había cumplido los 18 años. A esas alturas ya había visto un par de películas de Siodmak: Una vida marcada (Cry of the City, 1948) y, en un ciclo dedicado a Ava Gardner, Forajidos, como se tituló aquí The Killers (1946).


No tardé mucho en ver A través del espejo (The Dark Mirror, 1946) con una soberbia Olivia de Havilland


Pero aún tendría que esperar unos quince años para ponerle los ojos encima a The file on Thelma Jordon (1949) con la gran Barbara Stanwyck... En fin, no tiene nada de extraño que Siodmak fuera uno de mis maestros del noir


A día de hoy se ve empañado el fulgor de algunas de sus películas que tanto me habían gustado, pero Criss Cross sigue centelleando como aquella noche por el camino del río.


El 21 de diciembre de 1947 murió Mark Hellinger. Tenía 44 años. Había producido títulos noir tan significativos como The Killers o sus dos últimos proyectos dirigidos por Jules Dassin, Brute Force (1947) y The Naked City (1947), de la que acababa de grabar el comentario off. En un cajón de su mesa deja un guión inacabado y un contrato para una película con Burt Lancaster y Robert Siodmak (actor y director de The Killers). Universal International asume el proyecto.


Hellinger adaptaba en ese guión una novela de Don Tracy, Criss Cross, publicada en 1934. El productor había investigado el asunto del transporte de dinero en furgones blindados, documentándose entre sus conocidos de los bajos fondos para resolver el atraco a un hipódromo, una idea que -sobra decir- nos trae a la memoria The Killing (1956), de Kubrick. A Hellinger no le debía gustar (o no le convencía) la escena del atraco en el patio de la fábrica (en la novela y en la película) adonde el furgón blindado lleva el dinero de las nóminas.


El caso es que una mañana de julio de 1948 William Goetz, jefe de producción de Universal International, llama a Robert Siodmak y le pone en las manos un montón de páginas mecanografiadas -la herencia de Hellinger-, otorgándole plenos poderes para hacer una película con Burt Lancaster, o sea, puede elegir a sus colaboradores; entre ellos, Franz Planer (el director de fotografía de Letter from an Unknown Woman, recién estrenada) y Miklós Rózsa (el músico de Moonfleet, sin ir más lejos).

Siodmak dirige una escena de Criss Cross
con Yvonne De Carlo y Burt Lancaster. 

Es probable que Hellinger pensara en Ava Gardner para repetir la pareja protagonista de The Killers. No sabemos por qué no acabó en Criss Cross; al parecer en algún momento pensaron en Shelley Winters con quien Siodmak había rodado hacía nada Cry of the City. Eligieron a Yvonne De Carlo, que figuraba también en el reparto de Brute Force con Burt Lancaster, aunque él como protagonista y ella con un papel tan pequeño que sólo la vemos en una escena (más pequeño aun que el muy secundario, pero tan convincente, de Shelley Winters en Cry of the City).


La actriz acababa de estrenar River Lady (1948), uno de esos westerns estimables (Tomahawk, Border River) que rodó con George Sherman, un cineasta poco menos que ninguneado pero con muy buen gusto, pongamos por caso, para los grandes planos generales.


Hervé Dumont en su libro sobre Siodmak dijo que la actriz conjuga (como Joan Bennett) la belleza sensual y un toque de vulgaridad, una aleación de lo más eficaz para deslumbrar a un personaje como el que encarna Lancaster, un tipo tan atlético como sentimental. (Criss Cross arranca la trilogía de los mejores papeles de Yvonne De Carlo, consumada en los años cincuenta con Passion, de Allan Dwan, y Band of Angels, de Raoul Walsh.)


Y desde luego hay que celebrar (también en River Lady) la presencia de Dan Duryea, espléndido siempre, como Slim Dundee, el tercer vértice del triángulo.


Tras unas semanas dándole vueltas a las páginas de Hellinger (un auténtico rompecabezas por lo visto), Siodmak reescribe el guión con Daniel Fuchs (según sus palabras, no llegó a leer el material de Hellinger, trabajó a partir de lo que le contó el director). Al parecer, también intervino en el guión William Bowers aunque sin acreditar (no sabemos en qué consistió su aportación).


El atraco (núcleo de la novela y motivo de desvelos para Hellinger) pierde relieve en beneficio de la trama de mentiras y traiciones en la que acaban entrampados Anna y Steve, a la que remiten títulos como el portugués, Dupla traição, o el italiano, Doppio gioco. Una de esas parejas tan noir bajo el paradigma "ni contigo ni sin ti".


La película empieza in media res, cerca del momento en que se pone en marcha el plan del atraco. Mientras Steve conduce el furgón blindado irrumpe la memoria y se despliega un flashback que cuenta cómo se vio enredado en esa trama. En ese sentido, Criss Cross representa una depuración estructural respecto al laberinto narrativo de The Killers con su puzzle de flashbacks. El viaje al pasado funciona como engranaje del destino que atrapa a Steve y Anna, como esa cámara que los captura en un aparcamiento, sorprendidos por las luces de un coche, al principio de la película.


Bien puede decirse que la porfía en el engaño deviene la savia que nutre las encrucijadas de (valga la redundancia) Criss Cross, generadas en el curso de la película por ese triángulo trazado por el deseo, el amor y los celos entre Steve, Anna y Slim con sus desvíos, tensiones y avatares, en una atmósfera de fatalidad destilada por la puesta en escena a partir de una estructura de viaje al pasado -a través del flashback central- de Steve, contagiando cada escena con la subjetividad de un mirar encantado por Anna que cobra visos oníricos y desemboca en una pesadilla.


Desde el primer momento, cuando la cámara aterriza en un aparcamiento de Los Ángeles y un travelling frontal descubre/caza a Steve y Anna, y los revela como amantes furtivos, se nos muestra la inestabilidad de la pareja, presagiando una deriva que va a transitar por los extravíos de la obsesión y el delirio.


En un montaje plano/contraplano asistimos al encuentro Anna y Steve. Durante unos segundos, mientras hablan del atraco inminente, presos del desasosiego, se conserva la simetría entre uno y otra. La cámara encuadra a Steve y a Anna con las angulaciones canónicas de 45º.


Pero después de citarse en Palos Verdes tras el atraco, los encuadres transparentan un desequilibrio. Anna, con angulación frontal, se nos muestra como un plano subjetivo de Steve (vemos a través de sus ojos la mirada cautivadora de Anna). Steve aparece encuadrado con un ángulo de 45º: lo vemos encandilado por Anna, lo miramos mirar.


La puesta en escena de nuestro encuentro con los amantes clandestinos remata por articular un plano/contraplano asimétrico (una figura estilística frecuente en el cine de Siodmak) que traduce el poderoso hechizo sensual de Anna que posee/subyuga a Steve con la mirada (un hombre que el destino se negó a bendecir con el don de la lucidez). Una asimetría que vela las promesas con una sombra de duda.


Cabe señalar que Anna se aparta del personaje de femme fatale perfilado por el noir de los 40. Carece del aura de Kitty/Ava Gardner (en The Killers), de Kathie/Jane Greer (en Out of the Past, de Tourneur) o de Elsa/Ritha Hayworth (en The Lady from Shanghai, de Welles). Es una femme fatale a su pesar. Hasta la pintan glotona y no le preocupa engordar. Tampoco es demasiado lista pero sabe ser práctica cuando las cosas se ponen feas.


En un raro rasgo de lucidez Steve atina a dibujar un retrato certero de Anna: Tú no sabes nunca lo que haces, pero sabes siempre lo que quieres.


En realidad, es una superviviente en un mundo donde los hombres dictan las reglas del juego, una condición que, por otra parte, subyace en cada femme fatale que el noir nos ha deparado.


La madre de Steve/Edna Holland apunta con sorna sobre Anna: De algunas cosas sabe más que Einstein. Y tiene razón. A una superviviente no le queda otra.


Steve pasó tres años recorriendo el país, de ciudad en ciudad, de trabajo en trabajo, en tren, en bus o a dedo, cualquier cosa le valía para irse lejos. Se trataba de olvidarla. Pero vuelve a Los Ángeles. Pensaba que la había olvidado. Pero ya se sabe, lo sabemos. Estaba escrito, dice su voz en off con los primeros compases de flashback. Vuelve porque no puede olvidar a Anna. La memoria insomne se alía con el aciago azar en una conspiración contra el olvido. (Ese olvido -fatalmente- imposible que Anna le promete en la primera escena.)


Y tiene tantas ganas de verla otra vez que ella, como si respondiera a la llamada de su deseo, se materializa ante su mirada cautiva bailando en el Round Up, el local donde tantos buenos ratos juntos vivieron en el pasado. Y ella se lo recuerda... Como si la memoria de Steve necesitara combustible.


Franz Planer y Siodmak utilizaron la luz natural de Los Ángeles para inundar los encuadres en exteriores y crear un contraste potente con el mundo subterráneo del Round Up, acentuando su vertiente de catacumba (clandestina) con la profundidad de campo -usando una lente de 30 mm- en los encuadres (casi) perpendiculares a la barra del bar, ese decorado que cobra visos de ratonera para Steve.


La puesta en escena aprisiona progresivamente a Steve en cada localización, desde la cabina del furgón blindado hasta la cama del hospital y la cabaña de Palos Verdes pasando por las habitaciones donde se encuentra con Anna, ya desde que los vemos confinados -de forma profética- entre los coches del aparcamiento en la primera escena de la película. 


Por no hablar de la encerrona con Slim y su banda. Slim los ha descubierto juntos y a Steve, para salir del paso, se le ocurre -maldito azar- proponerles la idea del robo del furgón blindado que conduce. Sois los únicos atracadores que conozco, les suelta a modo de justificación.


Aprisionados Steve y Anna en la magnífica secuencia donde se fragua el plan del atraco, pespuntada por los movimientos subterráneos de la doble traición y el doble juego de la sospecha. Anna y Steve han decidido traicionar a Slim y su banda, y Slim sospecha que Anna lo traiciona con Steve y que ambos se confabularon para quedarse con el botín del atraco, y trata de no perder a ninguno de vista. Pero no sólo eso, la planificación de Siodmak nos implica en los vericuetos del enredo y acabamos sospechando que Slim también trama algo. 


La secuencia deviene un tenso juego del escondite con Anna y Steve buscando un momento para verse a solas y, cuando al fin lo logran  (hasta cierto punto) en la cocina, vemos (por obra y gracia de la disposición de los personajes en relación al emplazamiento de la cámara) que él sólo tiene en la cabeza lo que han planeado para el futuro (cifrado en Palos Verdes) y ella sólo puede pensar en el pasado (fatal) que los arrastró hasta aquí. Steve sólo tiene ojos para la amenaza que figura al otro lado de esa puerta abierta, donde la banda ultima los detalles del atraco: ya no puede verla, no puede ver/escuchar lo que Anna trata de mostrar/decir. 


Para ellos el presente no existe. Lo viven como un apéndice agónico  (casi póstumo, dice Jacques Lourcelles) del pasado que los ahoga o como un ilusorio augurio de un futuro juntos. No hay escapatoria. En la última media hora, desde la nebulosa secuencia del atraco que el humo vuelve casi abstracta, la película entra en una deriva alucinada, donde la mirada de Steve, preñada de angustia, contagia cada plano. Primero en el hospital, otra vez una puerta como umbral de la amenaza (física), las sombras en el tragaluz, el pasillo más allá de la puerta que avizora en el espejo.  


Después, cuando consigue reunirse con Anna en la cabaña de Palos Verdes, la amenaza apunta a lo más íntimo. En su afán desesperado por llegar hasta allí la ha puesto en peligro (Slim lo ha usado de cebo para encontrarla) y ella quiere marcharse sola. Herido, Steve no está para muchos trotes. Anna (ya lo dijimos, una superviviente) echa mano de su sentido práctico, algo de lo que él nunca anduvo sobrado: Jamás supiste en qué mundo vives. Además ¿dónde está escrito que tengan que perderse juntos? Desde luego, el amor no es una razón:


En este último encuentro resuena la asimetría de la primera escena de la película (que fatalmente lo anunciaba). Anna en una toma frontal (un plano subjetivo de Steve) y él en una toma con angulación de 45º (lo vemos mirar a Anna),  pero con una diferencia significativa: aquí el hechizo se ha quebrado, incluso unos visillos enturbian la imagen de Anna en la mirada de Steve.


Anna se va. Contemplamos a Steve, abandonado a su suerte, al otro lado de la puerta (otra puerta, la tercera puerta).


Entonces llega la secuencia final preludiada (como la primera) por los faros de un coche que barren la puerta de la cabaña. Y Anna vuelve, huyendo, asustada, buscando un amparo que un desvalido Steve -lo sabe de sobra- ya no puede brindarle. Vuelve porque ya no hay fuga posible. 


No tienen salvación. Y esperan. Imantados por la bella negrura de ese vano negro. Esa negra noche que amenaza con devorar este noir, cualquier noir digno de tal nombre. Esperan.


El tercer vértice del triángulo (la figura motriz de la película).


Ante el fin inminente, Anna se echa en el regazo de Steve. No para hacerle de escudo, desde luego. Sólo para morir en sus brazos. Ahora ya sabe que estaba escrito.


Y quizá escucharle pronunciar su nombre por última vez.


Cada vez que vuelvo a Criss Cross y le pongo los ojos encima a esta pietâ noir, me veo por el camino del río aquella noche hace muchos años, encandilado por una imagen como Steve y Anna por el vano negro. Donde todo estaba escrito.