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25/4/12

El 25 de abril de Miguel Torga



Descubrimos a Miguel Torga allá por 1988 gracias a un artículo de Ferrín en el Faro de Vigo -sección Segunda feira, en la página dos de los lunes- donde comentaba los Cuentos de la montaña que Alfaguara - en la época del diseño de Enric Satué- había editado en fecha reciente. Leímos los cuentos -los de la montaña y los de Piedras labradas- y nos convertimos en devotos de Torga. Y hasta peregrinamos a su aldea natal, la transmontana S. Martinho de Anta. Y en sucesivos viajes a Coimbra íbamos acarreando sus obras en portugués, sus cuentos, su diario; libros de impresión ascética que editaba el propio Torga en una gráfica de la ciudad. Y en un viaje por Tras-os-Montes creímos descubrir la aldea que bautizó como Fronteira y que da título a uno de sus Cuentos de la montaña, tan perfecta era la correspondencia entre la escritura y aquel fin del mundo al pie de una muralla granítica; una aldea que, como no llevábamos cámara de fotos, nuestro hijo dibujó en el cuaderno que llevaba conmigo; la aldea  donde acontece, por la gracia de Torga, una hermosa historia de amor entre un guardiña y una contrabandista.


Abro el volumen XII de su Diario y leo las entradas correspondientes a los días de aquel rojo abril del 74, en Coimbra:

25 de abril. Golpe militar en Portugal. ¡Quién pudiese creer en los militares! Ellos han sido los que, durante los últimos mortificantes cincuenta años, nos han detenido, nos han censurado, nos han encarcelado y han ayudado con sus bayonetas a mantener el poder de la tiranía. ¿Quién será capaz de olvidar todo esto? Pero, bien, de todos modos, ya es un paso. Ojalá no sea permanentemente un simple paso de desfile...


27 de abril. Las instalaciones de la P.I.D.E [la policía política] han sido ocupadas. Mientras en compañía de otros viejos veteranos de la oposición al régimen fascista presenciaba la furia de algunos exaltados que reclamaban la muerte de los agentes, acosados en su interior, y destrozaban sus automóviles, pensaba en el hecho curioso de que las verdaderas víctimas de la represión raras veces ejecutan la venganza. Tienen un pudor que les impide manchar su sufrimiento. Son los otros, los que no sufrieron, los que se exceden, como si no tuviesen la conciencia tranquila y quisieran alardear de una desesperación que nunca sintieron.


1 de mayo. Colosal cortejo por las calles de la ciudad. Una explosión de alegría gregaria, generalizada, que ha desfilado frente a las fuerzas de la represión confinadas en los cuarteles.


-Más bonito que la procesión de la Reina Santa... -decía una mujer.


Seguí este caudal humano, callado, oyendo los ¡viva! y los ¡muera!, bloqueado por una especie de inseguridad, sin poder vibrar con el entusiasmo que me rodeaba, con la recóndita y vana esperanza de poder contagiarme. Hay momentos que nos pertenecen a todos. ¿Por qué no había de ser éste mío también? Pero no. Dentro de mí resonaba únicamente una pregunta: ¿en qué océano de sentido común desembocaría todo este delirio? ¿Dónde estaría la oculta e inteligente abnegación que habría de guiar, en el camino de la Historia, la ceguera de esta confianza?


Es esto la vejez: o se llora sin motivo, o los ojos permanecen secos de lucidez.


6 de mayo. Continúa la revolución, y todos se apresuran a dar pruebas externas de pertenecer a sus filas.


-Y usted, ¿no dice nada? -me interpeló hace un rato, sin ningún pudor, uno de esos nuevos prosélitos.


Y la irresponsabilidad de semejante pregunta me dejó sin habla. Fue lo mismo que si me hubieran hecho tragar mis cincuenta años de protesta.


En el 25 de abril de Miguel Torga -censurado y encarcelado durante la dictadura salazarista- hay amargura. Y aun una amargura profética. La de una derrota presentida en las trincheras de un combate solitario. E intransigente. De quien ejerce la escritura. Tan desnuda como la impresión de sus libros.


(Traducción de los fragmentos del Diario de Torga de Eloísa Álvarez.)

22/6/11

Cuerpos abiertos

Hace veinte años de la publicación de Arraianos, quizá el mejor libro de cuentos del más grande de los escritores gallegos vivos, Xosé Luís Méndez Ferrín. El "quizá" se debe a que me resisto a relegar Amor de Artur (1982) a un altar menor. Sólo eso.

Geografía de Arraianos
(Ilustración de David Pinheiro)

Tengo conmigo el segundo ejemplar de Arraianos que compré, una edición revisada por el autor; salpicada de subrayados y notas al margen de nuestro hijo que, a mediados de los noventa, cursaba 3º de BUP en el Instituto de Elviña, y Pepa, la profesora de Gallego -con Otero, el de Filosofia, su profe favorita (para ella, él también era algo especial)-, les leyó y comentó en clase Lobosandaus, el primero de los cuentos de Arraianos. Los otros nueve cuentos del libro los leyó -y disfrutó- a su aire. Ayer comprobé en una librería que va por la 10ª edición.


Lobosandaus cuenta la historia de un maestro destinado, allá por la segunda década del siglo pasado, en la escuela unitaria de una aldea arraiana -de la Raia Seca de la frontera sureste entre Galicia y Portugal- cuyo topónimo da título al relato epistolar, amojonado por las catorce cartas que el joven docente le envía a su tío -Penitenciario da Catedral de Ourense- durante el primer trimestre del curso. A través de las cartas se desgrana una trama de posesión donde se conjugan lo telúrico y lo erótico, el mundo y el trasmundo, y donde el fulgor de lo fantástico anida en una cualidad atmosférica y se nutre de la fuerza desatada por el deseo. En los confines arraianos de Lobosandaus, la racionalidad pierde su asiento  y el maestro cae bajo el doble hechizo de los aires remotos y de la bella Dorinda, mientras el espíritu del capador -anarquista y agrario- Nicasio Ramuñán, que perdió la cabeza por ella en vida, peregrina de cuerpo abierto en cuerpo abierto para poseerla.


Un corpo aberto, se lee en el Diccionario dos seres míticos galegos, es el cuerpo de una persona en el que entra o puede llegar a entrar un espíritu extraño, debido a una especial predisposición. Ese espíritu es, a menudo, el alma de un difunto que elige el cuerpo abierto para hablar y manifestarse. En 1926, y en el nº 26 de la revista Nós, el doctor Urbano Losada publicó un artículo sobre la espiritada de Moeche, un caso que había estudiado el año anterior y sobre el que había impartido una conferencia en el Seminario de Estudios Gallegos. La espiritada de Moeche era Manuela Rodríguez Fraga, una campesina de veintiún años que amaneció un día de 1925 hablando con la voz de un cura de Ortigueira -con acento cubano- que había muerto años antes en La Habana y llegó a pronunciar un discurso desde el balcón de su casa en el que destilaba grandes conocimientos de dogmática y filosofía, que fue seguido por muchos de sus vecinos en medio de un silencio sobrecogedor. Lástima que el diccionario no cite Lobosandaus como un cuento magistral de cuerpos abiertos, con uno de esos finales que iluminan las páginas anteriores y afloran la trama sumergida, allí  donde el relato cuaja al tiempo que el maestro se abisma a lo irremediable, allí donde la miel sabe a hiel. Allí donde la cadena de sucesividades del relato se vuelve presente puro, ese imposible al que aspira el cuento perfecto, como apunta Ferrín en el Prólogo para no gallegos que abre Fría Hortensia y otros cuentos -en Alianza de bolsillo-, donde podéis encontrar Lobosandaus -y otros cuentos arraianos- traducidos por Luisa Castro.


Cada cuento contribuye a cartografiar el imaginario de la Raia Seca y abre pasajes narrativos para transitar la historia -y aun la etnografía- de un territorio que Ferrín transfigura en  una terra de ningures -tierra de nadie- por donde los geógrafos no se aventuran -dijo alguna vez el escritor-, es decir, un territorio fantástico, donde la realidad doente -enferma- de la frontera deviene un cuerpo aberto habitado -poseído- por la escritura de Ferrín, una escritura que cobra forma allá donde la realidad confina con la otredad. Así, Lobosandaus puede verse como una matriz de lectura de Arraianos, la forma que subyace en el despliegue de dispositivos, géneros y recursos narrativos que representa la exploración literaria -y lingüística- de Ferrín del habla, la historia y  la topografía -y toponimia- arraianas.

Xosé Luís Méndez Ferrín

Pero en algunos de los cuentos de Arraianos, como Botas de elástico o el mismo Lobosandaus, es fácil imaginar a Ferrín como un cuerpo abierto poseído -habitado, hablado- por la materia misma del relato. Bien pudiera conjeturarse, entonces, una poética de los cuerpos abiertos a la hora de dar cuenta de la experiencia artística, ya sea como hacedores o como lectores, espectadores, oidores... Ya sea, en tal o cual caso, como poseedores o poseídos. En fin, cómo puede un arraiano no ver en los cuerpos abiertos una metáfora perfecta de nuestra condición de seres poseídos -habitados, hablados- por un libro, una película, una música, una pintura, una fotografía... que nos cambia la vida.

9/5/11

El hilo de la voz

Hay libros que vienen, se quedan, desaparecen -u olvidamos-, recordamos -o reaparecen- y vuelven cuando mejor podemos, no releerlos -nos dicen ya cosas distintas porque quizá ya no somos los mismos- sino leerlos como si fuera la primera vez. Como si supieran en qué lugar del curso del tiempo sería propicia una cita secreta con sus páginas. La luz de la noche de Pietro Citati es uno de esos libros. Lo había encontrado en la (añorada) librería Michelena a finales de los noventa editado por Seix Barral. Leí los tres primeros capítulos. Me había atrapado ya el primer párrafo:

Cuando los viajeros de los siglos XVII y XVIII atravesaban en primavera la inmensa estepa que desde Ucrania llevaba hasta Siberia, observaban junto al camino unos túmulos, ora aislados, ora en grupos, ora pequeños, ora de más de veinte metros de altura. El viaje se interrumpía durante unos cinco minutos o unas horas. Alrededor se extendía una alfombra de flores: tulipanes silvestres, lirios amarillos y violetas, amapolas, ranúnculos, jacintos de color púrpura, anegados en una hierba blanca y plumosa como un mar de plata; mientras tanto, a lo lejos, en el aire celeste y transparente, pasaban las figuras veloces de los ciervos, de los lobos grises y azules, de las águilas y las avutardas. Los viajeros no sabían que en aquellos túmulos yacían los cuerpos de los grandes señores escitas, cuyas costumbres y empresas habían leído apasionadamente en Herodoto [sic].

Y cuando estaba a las puertas del capítulo cuatro titulado Ulises y la novela, nos vinimos a vivir a estos finisterres y, en las urgencias del traslado, el libro de Citati se quedó en Tui, enterrado por otros libros, carpetas y cuadernos, desaparecido primero y olvidado después. Durante años. Hasta que hace unos meses volví a descubrir en la sección de libros de un centro comercial  La luz de la noche, ahora en otra edición con una nueva traducción,


y leí algunos párrafos del capítulo dedicado a Las mil y una noches cabe la mesa de novedades:

Narrar es -en su origen- un don femenino, una palabra que una mujer dirige a otra mujer y que el hombre escucha. Shahrazad empieza sus historias cuando la oscuridad anuncia que el día está lejos: vinculado al eros, a los demonios, a los fantasmas y a las lenguas secretas, el relato nace de la noche, vive de la noche, pero vence a las tinieblas y cada vez hace nacer el día para todos nosotros, que hablamos y escuchamos. También Ulises, en la corte de Alcinoo, relata en la tiniebla, y todos aquellos que lo escuchan habrían querido transcurrir cada noche oyendo las aventuras prodigiosas, como si Hermes, con su varita mágica, hubiese ahuyentado el sueño de sus párpados. Pero la apuesta de Ulises es mucho menos desesperada que la de Shahrazad. Ulises no quiere derrotar a la muerte, en tanto que el relato de Shahrazad, cada noche, tiene que desplazar, postergar, alejar a la muerte que nos aguarda a cada instante.

Pietro Citati

Pero dejé el libro allí como si comprarlo hubiera representado una traición a mi viejo ejemplar. que me había descubierto a Pietro Citati, autor de un hermoso prólogo a La isla del tesoro, en una edición que encontré en una librería de Florencia. Unas semanas después, en Ourense, mientras Ángeles iba a una revisión con nuestra dentista (de cabecera), me fui hasta la librería Tanco donde aún conservan algunas estanterías con los libros de la vieja -y  bella- colección Austral y otros ejemplares ya descatalogados. Y ¿qué os creéis que encontré en una estantería cabe el suelo que tuve que arrodillarme para revisar? Efectivamente, un ejemplar amarillento, sobado y con los cantos sucios de la edición de Seix Barral, la misma de mi libro descarriado. Como si La luz de la noche  me persiguiera. Y allí lo dejé, pero con el propósito de practicar una prospección en Tui.

Lo encontré hace un par de semanas. Ni siquiera me llevó demasiado tiempo. Sólo levantar unos viejos mapas escolares de Portugal, unos cuadernos, unas carpetas, El asesinato considerado como una de las bellas artes de De Quincey y una edición de Amor de Artur de Méndez Ferrín con el cuento Fría Hortensia muy anotado (qué bella película por hacer). Y allí estaba el viejo ejemplar de La luz de la noche casi nuevo, como si el tiempo no hubiera pasado por él. Ahora lo llevo conmigo, leo en ratos libres algún capítulo y me hace compañía. La semana pasada, después de hacer la compra en el súper, encontré todas las cajas con una cola de clientes con carritos y llevaba bastante más de las quince unidades que permiten en la caja rápida, así que me puse en la cola de la caja más próxima. El tiempo me pasó volando leyendo el capítulo dedicado a los Ensayos de Montaigne en La luz de la noche.

Había llegado el turno de la clienta que me precedía y no me hubiera apercibido si la cajera no trabara conversación con ella, conmigo como tema. Sin disimulo. No se referían a mí, pero uno era el objeto de la parrafada que se traían mientras la cajera pasaba la compra por el visor y la guardaba en bolsas sucesivas que la clienta estibaba en el carrito. Bueno, no yo, sino yo leyendo un libro en la cola de una de las cajas del súper. Había tema: leer para pasar el tiempo, leer para aprovechar el tiempo, leer para disfrutar el tiempo, leer para perder el tiempo, leer para matar el tiempo... Cáspita, yo con Montaigne y Citati entre manos cuando la situación requería coger un lápiz y tomar notas. Demasiado tarde, llegaba mi turno, la clienta se despedía de la cajera pero no sin cerrar el ensayo sobre la lectura  con una frase definitiva: A min xa me ghustaría, pero non teño consentrasión. Quizá la traducción resulte superflua pero por si las moscas: "A mi ya me gustaría, pero no tengo concentración". A punto estuve de espetarle que a uno le gustaría concentrarse en otras tareas con la misma facilidad que con un libro entre las manos. Ya se sabe, nunca llueve (concentración) a gusto de todos.
   
A la La luz de la noche le han añadido en la nueva edición -como en la vieja- un subtítulo engañoso -Los grandes mitos en la Historia del mundo-. En realidad, Pietro Citati -como gran narrador- nos lleva de viaje por los más hermosos relatos, o si se quiere, por las formas maravillosas donde cuajaron los relatos que han iluminado la noche de los tiempos y las tinieblas del mundo, los de Platón y Mozart, Apuleyo y Leopardi, San Agustín y el Inca Garcilaso, Heródoto, Rumi y Madame d'Aulnoy, y alumbra sus páginas -como gran lector- con una candela íntima. Cuando recuperé La luz de la noche, allí mismo, en el mismo cuarto donde lo había olvidado leí aquel capítulo pendiente, Ulises y la novela; os dejo aquí el antepenúltimo párrafo:

El reino sobre el que Ulises reinaba como todopoderoso soberano era el del relato, tan ilimitado e intrincado como el dibujo que sus viajes trazan sobre el mapa del Mediterráneo. En la "Odisea", donde todos engañan, fingen y relatan, nadie posee sus incomparables cualidades de narrador. Nadie como él conoce el arte de apropiarse de las más diversas experiencias y adaptarlas; nadie tiene una memoria tan incesante y una mente equívoca como el destino, indisoluble como los nudos de Circe, colorida como los tapices, móvil como Proteo, engañadora como los embaucadores callejeros. De tal suerte, Ulises se convirtió en el símbolo mismo del arte de relatar. Todos los grandes escritores de novelas acudieron a su escuela y se esforzaron por poseer ese extraordinario haz de dones.

Pietro Citati, mientras ilumina los relatos del mundo con La luz de la noche, enhebra el hilo que nos orienta en el laberinto de la vida: el hilo de la voz del narrador.

20/6/10

Aconteceu

A mediodía, mientras Ángeles estaba en la playa y yo leía aquí y allá -un artículo de Manuel Rivas sobre Saramago en El País o un capítulo de Las guerras del cine. Cómo Hollywood y los medios conspiran para limitar las películas que podemos ver de Jonathan Rosenbaum (editado por Uqbar y el Festival Internacional de Cine de Valdivia en Chile), el último libro que compré en la Michelena-, pero sobre todo me abrazaba al dolce far niente con avaricia, aunque me tentara acercarme al ordenador y acabar la entrada sobre Sed de mal de Welles que tengo en el horno, en ésas estaba cuando nuestro hijo llamó para decirnos que Adelita, su chica, nos echaba de menos y tenía ganas de vernos. Quedamos a medio camino, en Compostela, donde, como dice aquel verso memorable de Ferrín (en Con pólvora e magnolias), estamos xa para sempre derrotados. Adelita me habla de Marilyn, acababan de leer la entrada anterior, la verdad es que más de una vez, mientras escribía sobre Marilyn me acordaba de ella, tan parecidas en algunas cosas. Hablamos de Saramago. Hablamos de muchas cosas. Después de comer, mientras caminábamos hasta Casa Felisa, nuestro hijo, cuando le pregunto si hace mucho que vio Sed de mal, nos cuenta que es una de sus películas favoritas. Así que, ya en el jardín umbrío de Casa Felisa con un güisqui por medio, piensa uno qué hizo bien o qué hizo mal si ha dejado en herencia tantas cosas inútiles. Entonces me viene a la cabeza lo que me dijo ayer mismo el maestro. Ya ya, es ayer, pero a estas edades ayer puede ser un país remoto. Lo había llamado más que nada por Saramago, porque fue gracias a él que leí el que considero su mejor libro, El año de la muerte de Ricardo Reis, por Lisboa, por la lluvia, por el fantasma de Pessoa; aunque el maestro me había llamado la atención sobre Memorial del convento. Hablamos un rato, nos reímos y, cuando ya nos despedíamos, empezó a ensoñar, quiero decir a hacerme ver algo que se le ha quedado prendido de la memoria en alguno de los pasmos a los que somos tan aficionados: ¿No sería maravilloso asomarme a la ventana en estos confines y contemplar el tránsito majestuoso de un narval?


En realidad, no nos acordábamos del término narval, sólo que se trataba de una palabra muy hermosa. Sin duda es una palabra muy hermosa. Narval. Sólo recordaba el cuerno inútil de la ballena. Monodon monoceros, su nombre científico. Quizá una de las ballenas más difíciles de observar. Un misterio. El narval. Aún escucho las palabras del maestro: el unicornio existe y vive en el mar. ¿Puede haber algo más inútil? ¿Habrá algo más esencial? Somos, como decía Nabokov al comienzo de Habla memoria, un instante fugitivo entre dos eternidades. Somos prescindibles. Cuando en las clases de filosofía de sexto de bachillerato aprendí la palabra contingente fue como si se abrieran las aguas del Mar Rojo. Estamos y un momento después ya no estamos, decía Saramago. Pero a nuestra condición contingente le cae como un guante una herencia de imágenes inútiles. Como el narval. Como una película. Como una canción. Entonces recordé aquel día en que regresábamos de Ourense y escuchamos en el coche el disco de Cristina Branco, Corpo iluminado, y el mundo mismo se recogió en tan poquita cosa cuando empezó a sonar algo tan inútil y maravilloso como Aconteceu, un tema del brasileño Pericles Cavalcanti:

Aconteceu quando a gente não esperava/Aconteceu sem um sino pra tocar/Aconteceu diferente das histórias/Que os romances e a memória/Têm costume de contar/Aconteceu sem que o chão tivesse estrelas/Aconteceu sem um raio de luar/O nosso amor foi chegando de mansinho/ Se espalhou de vagarinho/Foi ficando até ficar/Aconteceu sem que o mundo agradecesse/Sem que rosas florescessem/Sem um canto de louvor/Aconteceu sem que houvesse nenhum drama/ Só o tempo fez a cama/Como em todo grande amor.




Quizá todo lo que nos es cardinal se reduce a eso. Aconteceu.

10/2/10

Cosas veredes

Andrés Saborit, Julián Besteiro,
Daniel Anguiano y Largo Caballero,
comité de huelga en Madrid en 1917,
en la cárcel
.

En 1917 Julián Besteiro escribió un artículo en El Socialista con el título de la consigna para la huelga general: Cosas veredes. El líder socialista murió en 1940 en la cárcel de Carmona, tras haber sido condenado a treinta años de cárcel por un tribunal franquista tres meses después de acabar la guerra civil.

Me acordé de aquel Cosas veredes ahora que se ha iniciado el procesamiento para suspender al juez Garzón por haber abierto la causa contra los crímenes del franquismo, un procesamiento que tuvo su germen en una denuncia contra el juez por los retoños de los fascistas. No me cae especialmente bien Garzón, aunque he de reconocer que me tomé un malta doble cuando consiguió "cazar" a Pinochet en Londres, aunque fuera provisionalmente. Pero que el único procesado por causa del franquismo sea un juez que abrió la causa contra el franquismo tiene su aquel... ¿esperpéntico?

No digamos el modisto de 'la arruga es bella' proclamando su fe en la propiedad privada y en la privatización de la sanidad y de la educación. Y, cómo no, en el despido libre. Eso sí, ni una palabra de las ayudas públicas de las que se benefició y se beneficia. Y tampoco ni una humilde palabrita a propósito de la privatización de la Iglesia, quiero decir privatización en favor de todos los que contribuimos, lo queramos o no, al mantenimiento de los curas, de las iglesias, de... porque ya puestos ¿por qué no? Podría contaros anécdotas jugosas a propósito de cómo pretendía a mediados de los noventa, cuando se le pasó por la cabeza dedicarse -también- al cine, que los guionistas escribiéramos sin cobrar un duro, porque al fin y al cabo era él quien iba a "mover"el proyecto. El paladín de la propiedad privada, hay que ver.


Homero

Y qué decir de ese rescate de Grecia emprendido por la Unión Europea. Cómo se les llena la boca a los políticos tirándoles de las orejas a los griegos, cuando no tuvieron los arrestos de tirarle de las orejas a la flor y nata del gran capital, no sólo eso sino que se rindieron definitivamente con armas y bagaje. Es muy curioso que cuando más fuerte era el capitalismo en los sesenta, setenta y ochenta, la revolución aún era un horizonte imaginable, y ahora que el capitalismo demostró de forma meridiana la ficción corrompida de sus tripas apenas nadie es capaz de concebir siquiera una alternativa. Bien, de acuerdo, habéis ganado, estamos ya para siempre derrotados como decía aquel poema de Méndez Ferrín, pero dejad en paz a los griegos. Al menos un respeto, si no por la patria, al menos por la matria de Homero. Al fin y al cabo, si avaláis o rescatáis la deuda griega es porque os conviene, pero no tenéis imaginación suficiente para concebir la deuda incalculable que tenemos con La Odisea, por poner un ejemplo.

Lo dicho, cosas veredes.

24/1/10

Una cara de ángel, el ogro y un lobo feroz

Ante la perspectiva de varias semanas a pico y pala (léase escribir con la única motivación de pagar las facturas), uno se ha curado en salud y se ha entregado este fin de semana a un uso gozosamente improductivo del tiempo. Y como si la meteorología quisiera pasarnos la mano por la espalda con el aquel de "venga, hombre, ya verás como lo vas a pasar bien después de todo", nos ha regalado un domingo luminoso y azul como esos días de la infancia de los últimos versos de Antonio Machado. El camino de las dunas, que se llama Camiño do Río do Mar, desprendía una fragancia húmeda y la vegetación reverdecía con las últimas lluvias que han sembrado los arenales de cursos y ojos de agua.

Jean Simmons

Ayer nos enteramos de la muerte de Jean Simmons, cuánto me gustó siempre esa actriz (bueno, y la mujer, una belleza de las de antes, diríamos), la hemos disfrutado en muy buenas películas desde Cadenas rotas (1946), la adaptación de Grandes esperanzas de Dickens por David Lean, pasando por el Hamlet (1948) de Laurence Olivier, Ellos y ellas (1955) de Joseph Mankiewicz, Horizontes de grandeza (1958) de William Wyler, El fuego y la palabra (1960) de Richard Brooks, hasta Espartaco (1960) de Stanley Kubrick. En su día me conmovió en Con los ojos cerrados (Richard Brooks, 1969) pero no volví a verla y no sé si me gustaría tanto a estas alturas.

Ayer, a modo de merecido homenaje póstumo volvimos a ver Cara de ángel (1952) de Otto Preminger, lástima que tuviera que rodar esa película con una peluca, por lo visto el suyo se lo había rapado después de una bronca con Howard Hughes, que produjo el filme de Preminger cuando gobernaba la RKO, y aprovechó para vengarse de la actriz metiéndola en el reparto de Cara de ángel para que no se fuera de rositas sin haber trabajado hasta el último día que estipulaba el contrato. Como el tiempo se echaba encima y apenas iban a contar con dieciocho días de rodaje, Hughes le encargó la película a Preminger, un déspota redomado que hizo repetir una y otra vez la escena de la bofetada de Robert Mitchum a Jean Simmons, quejándose de que el actor no la abofeteaba con la suficiente fuerza, hasta que Mitchum se volvió hacia el director, le soltó una bofetada con todas sus ganas y le preguntó si era así de fuerte como le gustaba. Jean Simmons tenía 22 años y borda ese papel de mantis religiosa.

Leo la última novela de Jordi Soler, La fiesta del oso. No había leído nada suyo, y me tentó ésta por una recomendación que dejó Javier Cercas en uno de sus artículos. Yo fui de esos a los que gustó mucho Soldados de Salamina, la novela quiero decir, que no sé por qué algunos lectores se quejaron en su día de que perdiera el tiempo contado la historia de Rafael Sánchez Mazas, justo lo que dice uno de los personajes de la propia novela, cuando Soldados de Salamina trama el desvelamiento de un héroe a su pesar. Bueno, y me gusta cómo escribe, así que le hice caso. La fiesta del oso es otra novela sobre la guerra civil, aunque yo creo que lo raro es que no se hayan escrito más y no se hayan hecho más películas sobre el asunto, porque pocos acontecimientos históricos han cifrado las esperanzas del mundo y han representado una encrucijada más preñada de idealismo, sacrificio y heroísmo. La última novela de Jordi Soler es la tercera de las suyas sobre la guerra civil, o mejor, sobre su propia historia familiar que hunde sus raíces en la guerra civil, pero sus 157 páginas tienen entidad propia y uno lee La fiesta del oso sin echar de menos las otras dos, Los rojos de ultramar y La última hora del último día.


En la página 94 de La fiesta del oso leemos: ...me siento como quien jala la punta de una raíz y al tirar de ella descubre que es mucho más larga de lo que había calculado y que toda esa longitud no es más que una mínima parte de la red de raíces que va ganando grosor conforme se acerca al tronco de un árbol enorme, que está muchos metros más allá, y que es la criatura que mantienen viva todas esas raíces, un árbol inmenso y saludable que me gustaría llamar La Guerra Perdida. Un párrafo que define muy bien el motivo temático de la novela (o de la trilogía de la guerra civil probablemente), pero quisiera resaltar dos elementos compositivos: por un lado, la construcción de la voz narrativa que le permite al lector en dos o tres momentos claves mantener una cierta distancia sobre la narrado, la distancia justa para anticipar lo que vamos a descubrir y vivir esos momentos -diferidos y dilatados con maestría- con una mezcla de incomodidad y conmoción que duele; por otro, la potencia metafórica del texto que sin forzar los hechos nos permite leer una historia de derrota como si se tratara de un cuento terrible con un gigante, una bruja y un ogro en el corazón del bosque.

Y hoy, claro, fui a recoger El País con la motivación añadida de La isla del tesoro que entregaban con el periódico y que algunos de los lectores de esta escuela se cuidaron tan amablemente de que no olvidara. De paso nos enteramos de que Xosé Luís Méndez-Ferrín ya es el Presidente de la Real Academia Galega. Y uno se alegra, sobre todo por la Academia. Las instituciones se engrandecen por los hombres que las ocupan, pobres hombres los que necesitan de las instituciones para engrandecerse, pobres instituciones también. Uno se alegró cuando José Luis Borau fue elegido presidente de la Academia del Cine, porque es un gran cineasta. Y se alegra ahora con la elección de Méndez-Ferrín para presidir la Real Academia Galega porque es un gran escritor.


Xosé Luís Méndez-Ferrín

Arraianos
desde su primera edición en 1991 se convirtió en uno de mis libros favoritos, creo que es el mejor libro de cuentos de la literatura gallega y Lobosandaus, el primer cuento del libro, uno de los mejores que se hayan escrito nunca; sin olvidar Botas de elástico un cuento estremecedor sobre la represión brutal en Galicia aquel verano de 1936. Pero en 1982 había publicado Amor de Artur -creo que acaba de publicarlo Impedimenta en castellano- y allí leímos Fría Hortensia, un cuento inolvidable, y aprendimos fragmentos enteros, porque Ferrín cuando escribe, por encima de todo, mejora el idioma, le arranca ecos olvidados y alumbra resonancias secretas, y por eso engrandece a la Academia que la presida un escritor tan grande. Porque Ferrín es un poeta que en 1976 publica Con pólvora e magnolias, una obra cuyos poemas aprendimos de memoria como antes habíamos memorizado los de Rosalía de Castro o Manoel Antonio. Podéis encontrar una antología de sus relatos traducido al castellano en Fría Hortensia y otros cuentos en Alianza ed., y Con pólvora y magnolias en Hiperión. Por eso resulta triste -y revelador- que en un día como hoy el periódico, en vez de celebrar a un escritor como Méndez-Ferrín, se dedique a subrayar la controversia derivada de su peligrosidad ideológica a cuenta de su militancia independentista y de izquierdas, y que el Presidente de la Real Academia Galega haya tenido que dedicar sus primeras declaraciones a precisar que no es un lobo feroz.

20/12/09

Un maestro de escuela

Hace un par de años en uno de esos talleres de guión en el que enredan a uno cada cierto tiempo, cuando uno, maldita sea, fue incapaz de decir que no, o cuando fue capaz pero se rindió, o cuando claudicó en el último no, que es el que cuenta, en fin, cuando uno, una vez más, transigió, decía, hace un par de años, afronté aquel tinglado con el presentimiento de que más pronto que tarde me arrepentiría, de que me reprocharía, una vez más, haber sido incapaz de decir no. Y me equivoqué. Por una vez, albricias, estaba donde debía estar. Porque, quizá, si no hubiera dejado que me enredaran en aquel taller, tampoco hubiera conocido a David Pérez Iglesias. Como es un tipo de verdad, de pies a cabeza, era el único que se sentía fuera de lugar, y eso que sobraban dedos de una mano para contar a quienes merecieran estar allí. Y David era (es) uno de ellos. Aquella tarde de octubre en el Costa Vella de Santiago, con sus maltas mediante, hablando de esto y de lo otro, de Rosalía, de Ferrín, de Uxío Novoneyra, y también de la adaptación cinematográfica de su relato de aventuras Cando veña a noite -el pretexto que lo había llevado al taller de guión-, representa uno de esos bálsamos para las horas inciertas y los tiempos oscuros.

Podría contaros muchas cosas de David Pérez Iglesias. Pero sólo os contaré algunas. Porque aunque os contara cuanto sé e imagino, sólo representaría una parte infinitesimal, así que para qué. David es un escritor (además de la novela citada, la colección de cuentos Estación Término), un guionista (de Retornos, una película de Luis Avilés que se estrenará pronto), un gran lector de curiosidades, un -me acabo de enterar como quien dice- regueifeiro frustrado -o quizá no, quién sabe-, un tipo que se sabe casi -lo de casi es un eufemismo- toda la obra poética de Rosalía de memoria, que tiene a Méndez-Ferrín en un altar de la literatura gallega -totalmente de acuerdo-, un contador de historias estupendo que sale a fumar en la madrugada sobre todo si llueve, y que lleva dentro pero a flor de piel un campesino, de esos que ve muy lejos, o sea, muy hondo. A veces se pasa por aquí y me deja sutilmente deberes para esta escuela. Pero aún no os he contado lo más importante: David es un maestro. Quiero decir, un maestro de escuela, aunque dé clase en un instituto, aunque los alumnos lo saluden con el aquel de "profe". Es un maestro. De esos que dejan huella. De esos que quedan en la memoria de quienes han pasado por sus aulas.

Hace un año tuve el honor de compartir un par de horas con los alumnos -del IES de Porto do Son- que con David Pérez Iglesias forman la cooperativa -creo que es la mejor denominación, aunque escuela tampoco está mal- de cine SonCine. Llevan varios años haciendo cortometrajes, podéis verlos aquí. Son adolescentes que hacen cine: escriben los guiones, los ruedan, los interpretan, los montan, los distribuyen. No importa demasiado si son mejores o peores -los cortos, los alumnos son maravillosos-, aunque en cada corto hay por lo menos una escena con cine dentro, como ésa con todas las chicas amontonadas alrededor de Mar en Mar. Lo que resulta conmovedor es la experiencia -sí, educativa, y admirable y valiosa- que ha inspirado David Pérez Iglesias. Porque exige mucha pasión, paciencia y perseverancia. Y mucho, mucho, mucho tiempo, que, obviamente, deja corta la jornada escolar y la dedicación exclusiva docente. Y sí, ya sé, él no me lo perdonaría, no es sólo David, pero yo llevo muchos años en esto, me pasé un cuarto de siglo -que se dice pronto- en las aulas, así que, creedme, sé de lo que hablo, y sin alguien como David, SonCine no sería posible. Es más, estoy seguro que sus alumnos serían los primeros en ratificar lo que os cuento. Y claro, cómo no iba a traer por esta escuela a un tipo como David. Salud, maestro.

12/6/09

Ensayos de óptica

Milan Kundera

A mediados de los ochenta Milan Kundera relevó a Julio Cortázar en mis lecturas compulsivas, tirando del hilo del humor hasta el estallido de la risa. Milan Kundera se lo debo al maestro, que me puso en las manos La vida está en otra parte. Y tras las novelas, llegó -¿podría ser de otra forma?- El arte de la novela, una obra que Raúl Dans debe tener muy subrayada y con anotaciones en los márgenes. En una libreta vieja agavillé citas de ese libro como relámpagos:

Me complace pensar que el arte de la novela ha llegado al mundo como un eco de la risa de Dios.

Cada novela le dice al lector: "las cosas son más complicadas de lo que tú crees".

El novelista no es un historiador ni un profeta: es un explorador de la existencia.

Componer una novela es yuxtaponer diferentes espacios emocionales, y en esto estriba el arte más sutil de un novelista.

Era una manera de entrar en la cocina de Kundera, o por lo menos asomarse a la puerta del taller del novelista que admiraba. Por más que Méndez Ferrín -otro al que admiré siempre- le lanzara algunos dardos de cuando en vez desde los artículos de los lunes en el Faro de Vigo que leía religiosamente; también se los lanzaba a Pessoa, al que también tengo en un altar. En fin, también leía El arte de la novela como quien se adentra en un códice que contiene las claves secretas de un oficio, como un aprendiz que peregrina en busca de un maestro, como quien mira por encima del hombro los experimentos de laboratorio de un practicante.

A estas alturas creo que los ensayos de Kundera -como los de Cortázar-, a la luz de sus obras respectivas, consituyen reflexiones deslumbrantes que nos deparan sus buenas horas de meditaciones pero que hay que alejar de uno si lo que se quiere es escribir (una novela), como el soldado que en pleno combate coge una granada que aún no explotó y la lanza lejos. Porque explotará, te explotará en las narices. El resplandor, a corta distancia, ciega. O sea, que uno coge un ensayo de Kundera con cuidadito. Y cuando está alejado del combate (con la escritura).

Hace un par de meses, el maestro volvió a ponerme en las manos material explosivo: El telón de Kundera. Me lo había recomendado hace unos años Raúl Dans cuando escribíamos juntos, pero lo dejé pasar, como quien da un rodeo para evitar un campo minado. Lo mantuve en espera, por si me olvidaba. Pero esta semana me fui administrando cada uno de los siete ensayos que exploran la novela, su código genético, la tradición narrativa occidental, la modernidad europea, las novelas que piensan, el desbordamiento de los límites, el novelista y la risa, porque el centro de gravedad de este libro es esa broma maravillosa del Quijote:

El mundo se abrió ante el caballero andante en toda la desnudez cómica de su prosa.

Aunque, si caí rendido en brazos del ensayo de Kundera, tuvo la culpa el azar que me llevó a abrir El telón por una página bajo el epígrafe La belleza de una muerte, la fatídica página 35 (de la colección Fábula -de bolsillo- de Tusquets). Empieza así:

¿Por qué se suicida Ana Karenina?

Y dos páginas más adelante:

El examen tolstoiano de la prosa de un suicida es una gran hazaña; un descubrimiento que no tiene parangón en la historia de la novela, ni nunca lo tendrá.


León Tolstoi

Bien, Ana Karenina es una de mis novelas favoritas. Si para alguno de vosotros representa algo especial, os recomiendo que vayáis a una librería tranquila y acogedora, que toméis El telón en vuestras manos, busquéis un rincón y leáis las cinco páginas que le dedica Kundera. Es una lectura iluminadora de uno de los misterios gozosos de la literatura, el descubrimiento de un paralelo inexplorado de la esfera de la experiencia humana, un paso más en el aquel de acechar lo indescifrable de la condición humana, hechos como estamos de memoria y sueño. Pero, cuidadito, advierte Kundera, una escritura de esta naturaleza, una ambición tal, lleva aparejada la maldición del practicante, o sea, del novelista:

...su honestidad está atada al potro infame de su megalomanía.

El telón se abre sobre el trayecto heredado desde el fulgor del gesto destructor -y fundador- de lo cómico de la mano de Cervantes que arrastra a Sterne, Stendhal, Flaubert y Tolstoi hasta Kafka. Musil, Broch o Grombrowicz, que amojonan la historia de la novela moderna como forma de conocimiento del enigma de la existencia. Como método de iluminación, o sea, una estética a modo de foco. Un foco que se enciende en nuestro interior para llegar, como quería Flaubert, al alma de las cosas.

Marcel Proust

Encuentro en El telón una cita de Proust que me gusta mucho y que he usado más de una vez en las clases:

Todo lector es, cuando lee, el propio lector de sí mismo. La obra del escritor no es más que una especie de instrumento óptico que ofrece al lector para permitirle discernir aquello que, sin ese libro, él no podría ver de sí mismo. El hecho de que el lector reconozca en sí mismo lo que dice el libro es la prueba de la verdad de éste...

Suelo cambiar lector por espectador, escritor por cineasta y libro por película, y encuentro una definición muy precisa del cine que me gusta. O dicho con palabras de Andrés Trapiello:

Sólo dos horas tiene un director de cine para hacernos creer que la historia que va a contarnos no sólo es una buena historia, sino que además se trata de nuestra historia.

Cómo no imaginar entonces que las novelas y las películas no son más que tentativas de exploración cuya poética es una ciencia de la física, porque, al final, cuando llegan a nuestras manos o a nuestros ojos, devienen, en el mejor de los casos, apenas humildes ensayos de óptica.

7/6/09

El tiempo de las cerezas

Hay días que uno no tiene el cuerpo para novelas o películas, él animo remolonea caprichoso dejándose llevar por la pereza, enredándose en prosas breves, apenas una página que te lleva lejos aunque lejos sea aquí mismo, en un viaje inmóvil transportado por un aroma, un eco, una nota. Para esos días tengo siempre a mano libros en los que se recopilan artículos o columnas de periódico. Los de Chesterton, Orwell, Cunqueiro, Julio Camba, Indro Montanelli, Stevenson, Azorín, José Gutiérrez Solana o Andrés Trapiello. Cuántas veces he comprado el periódico sólo por un artículo, pongamos por caso cuando Ferrín publicaba el suyo en la página 2 del Faro de Vigo. O comprado El País, pero minutos después de leerlo ya sólo me acordaba de la columna de Arcadi Espada, Javier Cercas, Félix de Azúa o Enric González.

Ayer Pepe Coira, después de un día entrañable con amigos muy queridos, me puso en las manos Solo de flauta, una antología de los artículos de Carlos Casanova publicados en El Progreso entre 1998 y 2005, editada por TrisTram en 2005 con una cálida "puesta en página". He salpicado el domingo con la lectura feliz de algunos de esas colaboraciones semanales de treinta o cincuenta líneas. Llovía al otro lado de los ventanales y en el mudo oleaje se remansaba la mirada tras la lectura de una de esas piezas deliciosas de Carlos Casanova.


Carlos Casanova (1955-2005)


Mientras iba a comprar el pan, recordé una de las conversaciones de Eckermann con Goethe, cuando éste le recomienda que se guarde de una gran obra, limítese a tratar temas menores (...) Que no se diga que a la realidad le falta interés poético, pues es precisamente en ella donde el poeta se pone a prueba, demostrando tener el ingenio suficiente para sacarle una faceta interesante a un tema ordinario. Goethe no deja de insistir en que cualquier asunto por pequeño o concreto que sea sólo se volverá universal y poético caundo lo trate el poeta.

Y ése es el Carlos Casanova que emerge de las piezas reunidas en Solo de flauta, el poeta que mientras desgrana el tema ilumina una línea, un borde, un instante fugaz, pero manteniendo la necesaria penumbra, ésa en la que nos invita a entrar ya solos, cuando el texto acaba, sabedor que esa penumbra no es más que el prólogo de una sombra inagotable. Una librería o un molino que cierran sus puertas, las iglesias visigóticas, Lisboa, las tierras de Castilla, la feria, una película, un libro, un cuadro, una exposición, la guerra de Irak, Shakespeare, Chejov o Poe. Cualquier esquirla de la realidad deviene pretexto para alumbrar el poso de una experiencia y enhebrar el dibujo de la prosa con el hilo de la memoria. Un hilo que desovilla nuestros recuerdos como quien descubre pétalos secos en libro olvidado y nos devuelve extraviadas fragancias de tiempos perdidos, el bagazo melancólico del aquel de vivir.

A veces, una columna nos golpea con la fuerza de las metáforas que nacen de la yuxtaposición de dos imágenes distantes, cuando Carlos Casanova convierte a una en piel de la otra y a ésta en lluvia de aquélla, como en la magistral Mitch; o consigue iluminar los abismos de Macbeth, su obra favorita; o reflexiona con levedad y hondura sobre la necesidad de la ficción de terror en el corazón de la noche de los niños, en La caseta del terror; o traza una lúdica y surreal odisea de cronopio en Turismo doméstico. Percibimos su amor por la música, por Vermeer, los ríos, el cine de Jean Renoir y el soneto 128 de Shakespere.

Pero si hay algo que me encantó desde las primeras páginas de Solo de flauta fue el latido de la memoria, el peso destilado del pasado, el tiempo decantado en la escritura. En cada texto, Carlos Casanova alambica las experiencias fundadoras de la sensibilidad, como sólo un poeta es capaz de embalsamar los detellos de una danza de los orígenes sobre un telón oscuro que pone entre paréntesis definitivos el tiempo que vivimos. No sé ustedes: yo me miro de vez en cuando en el espejo, con una foto de antaño en la mano, y compruebo qué ha quedado en mi alma y en mi rostro de aquel rostro y de aquel alma. Caricatura de entonces, sólo es importante lo que de entonces permanece, leemos al final de Sueños y ensueños. Carlos Casanova pespunta la escritura con el hilo de la infancia que nos lleva de vuelta al tiempo de las cerezas.

15/1/09

Autobiografía

En septiembre de 2006 me pidieron un texto en el que contara quién soy yo; valga este autorretrato, en el que tantas veces no se reconoce el autor, como ficción inaugural de este blog.
Nací en 1955, una noche en que mi abuelo conducía una recua de vacas piscas que había pasado de contrabando por el Miño, en la raya del sur. Treinta años después, historias como ésta que formaban parte de la novela familiar y un cuento de Méndez Ferrín alimentaron el guión de mi cortometraje Río de sombras. En 2000, otro cuento de Méndez Ferrín y el universo de la raya seca contribuyeron al tejido del guión de Arraianos que por el momento quedó en escritura y no llegó a la pantalla. En resumidas cuentas, la dramaturgia es un arte de contrabandistas. Visto así, parece que mi biografía tiene una cierta lógica narrativa. Ni por asomo. Ni lógica, ni plan. Digamos que las vueltas de la vida me encontraron en el camino con una cierta disposición a decir que sí. Y con una cierta preparación también.

Cartel de Río de sombras

Aprendí todo lo que necesitaba del arte de la dramaturgia de los cuentos de miedo y de la frontera que desgranaban narradores consumados en las moliendas, matanzas y majadas de mi infancia. Y no digamos de esa escuela de teatro que constituían los autos sacramentales de Semana Santa: el Santo Encuentro, el Desenclavo, el Santo Entierro, auténticas producciones Cecil B. DeMille, en vivo y en directo. Por lo menos así lo vivía y aprendía yo. Pero, claro, aún no sabía cuánto estaba aprendiendo. También en las sesiones continuas del Teatro Principal de Tui: ya nada fue igual después de ver Pasión de los fuertes de John Ford; o El nadador de Frank Perry, por razones bien diferentes. Estas sesiones continuas –funciones corridas, cuánto me gusta esta expresión mexicana- fueron mi escuela de los domingos, que decía Fernán-Gómez. Y uno tampoco se recupera nunca de La isla del tesoro de R. L. Setevenson. Nunca más. Mi filmoteca la encontré en los ciclos de cine clásico de TVE que devoraba en casa de Felis (de Felisindo), a la orilla del Miño: en mi casa no había televisión y, en la madrugada de los encantados días de agosto, evocaba una y otra vez las imágenes inolvidables de Stromboli de Rossellini, de Marnie la ladrona de Hitchcock o de Forajidos de Siodmak. Debía tener catorce años y estaba loco por Ingrid Bergman, Tippi Hedren y Ava Gardner. Por las tres.

Ingrid Bergman y Roberto Rossellini
en el rodaje de Stromboli.

Después vinieron los años del teatro de la Residencia de Estudiantes de Pontevedra. En realidad, si lo pienso bien, el teatro debería haber sido mi camino. Nunca dejé de hacer teatro e incluso de jugarme la vida por el teatro. Aún recuerdo como si fuera hoy cuando rapé la hermosa melena de mi hermana para que pudiera representar como es debido el personaje de Juana de Arco: aún siento escalofríos cuando evoco la expresión de mi madre al descubrir el desastre… Pero lo dicho, ni plan, ni lógica. Así que en los ochenta llegaron los cortometrajes, Río de sombras se produjo gracias a Ángeles García, sin ella no existiría –ni la película ni yo ya-. En los noventa, Manolo González me pidió que le echara una mano para poner en pie la Escola de Imaxe e Son de A Coruña, sin él tampoco existiría esa ficción que ahora soy, que diría mi querido Pessoa. De paso, en los ratos libres –es literal, no una metáfora, la EIS exigía dedicación absoluta, ahora no, claro, se nota-, escribí algunos guiones de largometraje; uno de ellos con Carlos Amil, Blanca Madison, llegó a las pantallas.
Con el nuevo siglo, Pepe Coira me pidió que escribiera para televisión y, por su culpa –se puede leer también: gracias a él-, contribuí a escribir más de doscientos episodios de las series Mareas vivas, Terra de Miranda, Miña sogra e máis eu, As leis de Celavella ou A vida por diante. Las tres cuartas partes mano a mano con Raúl Dans. Un matrimonio casi, o sin casi. Estos seis años pasaron muy rápido, huyeron más bien.
Apenas doy clase ya, algunas horas en un máster de producción. Allí conocí a Fernanda del Nido. Años después fundaría una productora, Tic-Tac, y me pidió que le escribiera un guión sobre una historia que le había contado. Así lo hicimos Daniel D. García y yo. Luego me pidió que la dirija. Pasaron veinte años desde Río de sombras. Ángeles García insistió para que aceptara. Y así estamos incubando Tan poquita cosa, un corazón. En Tic-Tac. Escribí otros guiones de largometraje en estos años: Calzados Lola, Negra sombra, Rifles perdidos o No me toques. Pero esos son otra historia.
Postal de Tan poquita cosa, un corazón
a partir de un dibujo de Xosé Luís de Dios.

Supongo que el próximo año lo pasaré poniendo en pie con Fer nuestra película, Tan poquita cosa… y eso no entraba en mi horizonte, ni siquiera hace unos meses. Sin plan ni lógica. Las vueltas de la vida han vuelto a encontrarme en el camino.