Mostrando entradas con la etiqueta Jean Mitry. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Jean Mitry. Mostrar todas las entradas

17/5/15

Por una niña llamada Maggie


A estas alturas no hay fiesta mayor, pongamos por caso, que descubrir una película de hace noventa años. Ménilmontant, de Dimitri Kirsanoff. Una fiesta del cine. Una celebración de la belleza de Nadia Sibirskaïa: una feliz aleación de Lillian Gish y Anna Karina. Una película que uno se olvidó de encontrar, hasta que dio con ella gracias a una niña llamada Maggie.


Me explico, había tomado nota de Kirsanoff en mis lecturas de la Historia del cine experimental de Jean Mitry (que compré en un puesto de libros en una sesión del cine-club Nosferatu en Barakaldo el 26 de diciembre de 1981), donde se hablaba de Brumas de otoño (1928) como un poema cinematográfico (en esa corriente llamada cine impresionista); y de la historia del cine en tres volúmenes -de René Jeanne y Charles Ford (en Alianza de bolsillo)- unos años después, donde se referían a la misma película, que manifestaba una sensibilidad algo enfermiza, mientras que juzgaban muy interesante Rapto (1934).


Hasta que a mediados de los noventa, en el quinto volumen de la historia del cine que editó Cátedra (al rebufo del centenario), Richard Abel mencionaba Ménilmontant -que fechaba en 1925- como la película más vanguardista de aquellos años del cine francés y como una obra brutalmente poética... con Nadia Sibirskaia (sic), y unas páginas más adelante aludía al estreno de la película en el célebre Théâtre du Vieux-Colombier (un cine que se especializó en proyectar películas de vanguardia y, en general, filmes no comerciales) con un lleno total. Y tomé nota de Ménilmontant, claro. Pasaron los años sin poder ponerle los ojos encima y la olvidé. Olvidé que tenía que verla. (Quizá porque en ninguno de esos libros aparecía un fotograma con el rostro de Nadia Sibirskaïa.)


Pasaron los años, digo, y hace unas semanas leí -por eso de la red, que una cosa lleva a la otra- una reseña de Allen Barra sobre Afterglow: A Last Conversation With Pauline Kael, de Francis Davis. Esa última entrevista con la célebre crítica de cine (considerada como la más influyente del siglo XX, sobre todo desde que dispuso de la plataforma de The New Yorker a partir de la repercusión de su crucial reseña sobre Bonnie and Clyde) se realizó en dos o tres sesiones durante el mes de julio del 2000, pero el libro incluye también la verdadera última entrevista con Pauline Kael; no la hizo Francis Davis sino la hija de Allen Barra, una niña de diez años llamada Maggie, amiguita del nieto de la amada/odiada Pauline, el 20 de junio de 2001, al día siguiente de su 81 cumpleaños y apenas tres meses antes de su muerte. Y aquí está el fragmento clave de la entrevista de Maggie donde me volví a topar con Ménilmontant:
Maggie: ¿Cuál es la película favorita de toda tu vida?
Pauline: ¿De toda mi vida? Bueno, hay una película francesa, probablemente nunca has oído hablar de ella, que es la que más me gusta. (...)
          Maggie: ¿Qué película francesa? 
Pauline: Ménilmontant, una película muda realizado en 1924 por Dmitri Kirsanov [sic] protagonizada por su bella esposa de origen ruso, Nadia Sibirskaya [sic].
Y cosas de la red (también), no tardé nada en encontrar la película perdida. Veinte años después de leer unas líneas donde la adjetivaban como brutalmente poética. Todo gracias a una niña llamada Maggie. Bueno, sí, también gracias a Pauline Kael (con la que tengo más de un contencioso a cuenta de algunas de sus cegueras, pero esa es otra historia). Claro que ahora se me pusieron los dientes largos por verla proyectada en un cine -y en soporte fílmico-, como es debido (algo que, muy probablemente, no verán mis ojos).


Dos o tres cosas que sé de Dimitri Kirsanoff. Llegó a Francia en 1919 o 1920. Había nacido en la ciudad estonia de Tartu en 1899, en el seno de una familia judía de origen alemán (aunque en su certificado de defunción figura como nacido en la letona Riga). Su verdadero nombre era David Kaplan; Kirsanoff será su nombre artístico, tomado de uno de los personajes principales de Padres e hijos, de Turguenev. Era uno de esos rusos que emigraron tras la revolución bolchevique. (Al parecer salió de la Unión Soviética en 1919, pasó por Berlín y llegó a París en 1920)  Estudió música y encontró trabajo como violonchelista en el acompañamiento musical de películas mudas en diversos cines parisinos, el Cluny, el Artístico, el Dantón... En uno de ellos conoció a una chica francesa que trabajaba en un estudio fotográfico. Se llamaba Germaine Marie Josèphine Lebas (una bretona de Redon), la futura Nadia Sibirskaïa, un nombre artístico que le lleva a suponer a Pauline Kael un origen ruso. A los dos les encantaba el cine. No sólo eso, querían hacer películas, así que en 1923 juntaron sus ahorros y rodaron La ironía del destino, escrita y dirigida por Kirsanoff e interpretada por los dos. Una película perdida; sabemos que prescindía de intertítulos o rótulos (como todas las películas mudas el cineasta).


No tardarían en poner en marcha un  nuevo proyecto. Kirsanoff rondaba los 25 años y Nadia uno menos cuando en el invierno de 1924 rodaron Ménilmontant, que entonces tenía como título de trabajo Les cent pas (una expresión que se refiere a las vueltas del destino). Una película de 38' que Kirsanoff escribe, dirige, filma y monta con Nadia como protagonista. La duración de Ménilmontant, o los 12' de la mencionada Brumas de otoño, las confinó en el circuito de los cine-clubes (fundamentales en la distribución del cine no comercial), empezando por su estreno el 26 de noviembre de 1926 en el Théâtre du Vieux-Colombier.


Quizá no venga mal decir algo del contexto en el que se produce un filme como Ménilmontant. La década de los 20 devino propicia a la experimentación cinematográfica en Europa, de forma particular en la Unión Soviética, Alemania y Francia. En el caso francés, a menudo se habla en las historias del cine de esas corrientes denominadas cine impresionista o cine de vanguardia -ya se mencionaron más arriba-; denominaciones que -más que definir- señalan modos de hacer cine que se apartan del modelo narrativo clásico -con todas las precauciones que el uso de ese  término exige-, un modelo que empezaba a cobrar forma y que cristalizaría en los años 30 en el sistema de los estudios ya consolidado en Hollywood. Pues bien, la vanguardia francesa (Germaine Dulac, Abel Gance, Jean Epstein, René Clair, Alberto Cavalcanti...) indagó las posibilidades expresivas -y plásticas- del cine; hasta dónde podía contar el cine, qué experiencias -sueños, delirios, pensamientos- podían cobrar visos fílmicos a través del registro de lo real -el uso de la cámara (la cámara en mano de Kirsanoff en Ménilmontant)- y de los engarces de imágenes -fundidos, sobreimpresionados-; en pocas palabras, se trataba de ver cómo el cine podía mostrar la subjetividad -la captura de lo real transida por el sentimiento (al asalto de nuestras sensaciones)-, allí donde la narración se destilaba en formas líricas. Una experimentación que, no lo olvidemos, confluía con las investigaciones en el montaje de los cineastas soviéticos (Eisenstein, Vertov, Kulechov, Pudovkin). En esa encrucijada encontramos a Kirsanoff, un poeta del cine que puso algunas valiosas piedritas en el camino del cine experimental: veía los filmes (y hablaba de ellos) en términos de una música creada a través del montaje -generador de ritmos y creador de resonancias a través de rimas visuales-, de una suerte de poesía visual. Rimas (y encadenados) que en Ménilmontant movilizan el sentimiento de dos huérfanas (Nadia Sibirskaïa y Yolande Beaulieu) arrastradas por fuerzas que no pueden comprender, mortificadas por la crueldad de la existencia.


De los pocos testimonios que pude leer sobre el cineasta, quizá el más cálido se deba a Walter S. Michel, en el obituario que le dedicó en el número 15 de Film Culture en 1957. Maravillado por Ménilmontant (la película pudo verse en EEUU -en los circuitos alternativos- a partir de la proyección en el MoMA de un programa del cine de vanguardia francés en 1936) y deplorando el olvido de su autor (de hecho, no se publicó un estudio sobre el cine de Kirsanoff, obra de Christophe Trébuil, hasta 2003), procuró encontrarlo y consiguió reunirse con el cineasta, en compañía de Lotte Eisner, dos años antes de su muerte. Walter S. Michel lo pinta como un hombre modesto, sencillo, íntegro y con una energía juvenil. Kirsanoff le contó que ver en 1921 La montre brisée (el reloj roto), título francés de Karin Ingmarsdotter (1920), de Victor Sjöström, representó una suerte de epifanía. Y le aclara que, por más que se le incluya en la corriente del cine de vanguardia francés, no tenía contacto alguno con los cineastas franceses o rusos; no sabía nada de cine:
Estaba tan aislado entonces como ahora.

Digamos que atrapó la estética -encadenados, efectos de montaje- que se respiraba en el aire de los tiempos;- aprendió por ósmosis. frente a la pantalla, por amor al cine. En fin, puede que estuviera aislado (de la producción comercial o de vanguardia), pero desde luego no estaba sólo. Ménilmontant, Brumas de otoño o la ya sonora Rapto demuestran que sus películas con Nadia Sibirskaïa desbordan la relación de un director con una actriz. y aun la de un cineasta que filma a la mujer que ama: son obra de una simbiosis, de una colaboración íntima en ideas y búsquedas, donde la actriz -así lo imagina Nicole Brenez- colaboraba con el director en la concepción y en la puesta en escena de las películas que rodaron juntos. (Nadia Sibirskaïa trabajará también en películas de otros directores, pongamos por caso con Jean Renoir: será Louison en La marsellesa y Estelle en El crimen del Sr. Lange.)

Nadia Sibirskaïa, como Estelle, 
en El crimen del Señor Lange.

Kirsanoff aprendió -y aprehendió- el cine con Nadia Sibirskaïa. Rodaron nueve películas juntos (mientras se amaron); la última, Quartier sans soleil (1939). Como las películas de Griffith con Lillian Gish (Feuillade con Musidora, Sternberg con Marlene, Rossellini con Ingrid Bergman, Antonioni con Monica Vitti, o Godard con Anna Karina) las de Kirsanoff con Nadia Sibirskaïa pueden verse como documentales sobre una actriz; retratos, poemas sobre el rostro de la mujer amada.


La fruición que depara Ménilmontant con los tiempos del cine que encuentran amparo en su tejido fílmico. Por una parte, ya lo dijimos, captura las formas del cine de su tiempo, derivadas de la pulsión experimental del presente de su producción: esos momentos frenesí urbano -esa música visual- donde se pespuntan imágenes cámara en mano con un montaje en staccato, que anticipan las sinfonías del Berlín de Ruttmann o El hombre de la cámara de Vertov, o esas sobreimpresiones tan caras al cine de Jean Epstein o Abel Gance.


Por no hablar de ese crimen pasional con el que arranca la película, con un uso magistral de la elipsis y el fuera de campo para destilar su ferocidad, de forma que cada corte de la imagen se sienta como un golpe mortal, una escena que podría haber firmado Eisenstein, pero también Hitchcock treinta años después.


Como esos tres cortes sucesivos sobre el rostro de la protagonista de niña cuando se entera del crimen, o cuando de mayor descubre que su amante la traiciona con su hermana un efecto de montaje que encontraremos en Los pájaros cuando la madre del protagonista descubre al granjero muerto con las cuencas de los ojos vacías.


Y qué decir de esa escena en la que un sin techo comparte un trozo de pan con Nadia Sibirskaïa en el banco de un parque, donde la cámara de Kirsanoff venera a su actriz y transfigura su rostro en un imagen sagrada; una escena en la que resuenan los ecos sublimes de Griffith filmando a Lillian Gish.


El cineasta hilvana puntos suspensivos en Ménilmontant, como las miguitas de Pulgarcito, que deja al cuidado del espectador. Y trabaja la ambigüedad (poética) donde se borran la referencias que nos permitan distinguir la realidad de la fantasía, pongamos por caso cuando Kirsanoff monta en paralelo la escena de seducción de hermana pequeña (Nadia Sibirskaïa) con aquélla en que la hermana mayor (Yolande Beaulieu) lee una novela en la cama; coches y cuerpos se encadenan: ¿son imágenes que metaforizan la pasión amorosa de la hermana pequeña de la primera escena o lo que imagina la mayor en la segunda, o las dos a la vez? Ménilmontant conjuga -como el más preciado don de su belleza- delirio y documento, melodrama y experimentación, realismo y abstracción.


Una de estas noches soñé que era un sueño recuperar esta película que había olvidado. Sueño de un sueño que regresara la memoria de Ménilmontant por una niña llamada Maggie.

24/10/13

El cine de Henri Langlois


Welles definió el cine como una cinta de sueños (como tal puede verse una película tan onírica como La dama de Shanghai). Para los surrealistas, que suspiraban por las derivas, esos sueños (latentes en cualquier película, aun en las malas) podían activarse al trastornar o esquivar la trama que hilvana -y embrida el sentido- de las imágenes. Durante la 1ª guerra mundial*, André Breton deambulaba por París de cine en cine. Entraba a mitad de la proyección y se largaba en cuanto la trama empezaba a aclarársele y se iba a ver otra película, y así hasta que los cines cerraban tras la última sesión. El espectador surrealista ideal, por así decir, despedazaba la continuidad de la película para despojar -y liberar- las imágenes del corsé narrativo, con vistas a desatar todo su potencial onírico.


Para Langlois -fundador con Franju  y Jean Mitry de la Cinemateca Francesa en 1936-, no había más que ver Les vampires [de Feuillade] para comprender que el cine, por el hecho de ser la expresión del siglo XX y del inconsciente universal, llevaba el surrealismo en su seno. Y quizá Breton asistió a las sesiones que organizaba Langlois en el cine-club Cercle du Cinéma donde mostraba sus tesoros (dicen que lo frecuentaba, y que también asistió Joyce), y quién sabe si descubrió el aquel de ver el cine a cachitos con los programas de Langlois.


Porque si Langlois tiende aún una sombra tan densa en la memoria del cine, no es tanto porque diera a ver películas -para él, de nada valía conservar las películas si no se mostraban (porque aunque se deterioren en la proyección dejan huella en la memoria, en el imaginario, en los sueños)-, sino cómo las daba a ver. (El año que viene se celebra su centenario y la Cinemateca Francesa prepara una exposición titulada El Museo Imaginario de Henri Langlois.) Sus programas son ya Historia del Cine, así, con mayúsculas. Con sus programas, Langlois hacía un montaje de películas, abría pasajes (un método muy benjaminiano), propiciaba encrucijadas visuales y colisiones rítmicas, hilvanaba de forma sutil filmes y autores, rostros y miradas; como visiones oníricas (de contrabando) que se saltaban las aduanas de la lógica causal o temporal con vistas a producir insólitas iluminaciones, como si viéramos por primera vez.


En un artículo de Pablo García Canga encuentro este programa -titulado Gala de fantasmas (¿no es un título de lo más apetecible para ir a una Filmoteca?)- que Langlois había  imaginado en 1937:


1: La tumba india (Das indische Grabmal, Joe May, 1921) (2 bobinas). El rajá desentierra a Goetzke y habiéndolo devuelto a la vida le ordena que le sirva. Goetzke se levanta y desaparece…

2: Las tres luces (Der Müde Tod, Fritz Lang, 1921) (2 bobinas). Un cruce de caminos en Alemania. Goetzke aparece, detiene una diligencia y rapta al prometido de Lil Dagover. Ésta parte en su busca y llega frente a un muro. Obtiene de la muerte la vida de su prometido a cambio de tres vidas humanas.


3: El gabinete del doctor Caligari (Das Cabinet des Dr. Caligari, Robert Wiene, 1920) (1 bobina). Lil Dagover llega a la caravana de Caligari, que le hace ver a Cesare. Por la noche Cesare rapta a la chica y luego, perseguido, cae en la carretera. En la oscuridad, durante unos minutos después de la última imagen, se oye recitar la historia de Pigeon-Terreur… luego aparece en escena Barrault y hace un número de mimo.


4: Termina la escena de Barrault. Durante un segundo no sucede nada. Luego se oye una música corrosiva y en la pantalla El testamento del doctor Mabuse (Das Testament des Dr. Mabuse, Fritz Lang, 1933) (2 bobinas), una música y un ruido terrible, un hombre tiene miedo en una habitación, se escapa, pero todo estalla. El hombre al teléfono pide socorro… La noche…

5: La extraña aventura del ingeniero Lebel (Dödskyssen, Victor Sjöström, 1916). Una ventana vista desde el interior, de noche se entreabre apenas, un tubo se desliza en el hueco y un gas invade la habitación; entonces entra por la ventana un hombre enmascarado que la atraviesa. Dos hombres escondidos en un rincón y provistos de máscaras de gas lo siguen.

6: Una película americana: el fondo del mar, dos buzos se pelean a muerte y durante ese tiempo, en lugar de oír el ruido de la escena, se oye el combate en el gabinete de figuras de cera de Waxworks (Das Wachsfigurenkabinett, Leo Birinsky y Paul Leni, 1924). Fundido. Agnès Capri aparece en escena y canta. Entreacto.


7: Nosferatu (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, F.W. Murnau, 1922) (1 bobina): Llegada al país de Nosferatu, el cochero fantástico, la cena, la sangre, la noche, Nosferatu entra en la habitación.

8: La caída de la casa Usher (La chute de la maison Usher, Jean Epstein, 1928) (2 bobinas). El entierro o el final, la oigo, ella llega, sin las últimas imágenes.


9: Vampyr (Carl Theodor Dreyer, 1932). Desdoblamiento. Entierro visto desde el punto de vista del muerto.

10: El estudiante de Praga (Der Student von Prag, Stellan Rye y Paul Wegener, 1913). El estudiante de Praga está en la posada y de pronto su doble aparece, él huye, el otro le persigue, el estudiante sólo encuentra reposo en la muerte, efecto del espejo.

11: Música y subida de Liliom al cielo [de Liliom (Fritz Lang, 1934)].

Sí, dice bien Pablo García Canga, este (deslumbrante) programa Langlois, a su manera, bien podría ser un episodio de Histoire(s) du cinéma de Godard, por ejemplo un Capítulo 0a: La gala de los fantasmas. De hecho, podemos ver esas Histoire(s)... como un programa Langlois montado por Godard, y a Godard como el discípulo y heredero de Langlois. (De hecho, las Histoire(s)... germinan en la Introducción a una verdadera historia del cine, un proyecto desarrollado por Godard -pero ideado con Langlois- para un curso impartido en Montreal a través de siete viajes que cartografían su experiencia del cine, un curso que acabó plasmándose en un libro cardinal editado aquí por Alphaville en 1980.)


Anna Karina contó que era imposible ver una película entera con Godard. A  los quince minutos ya quería irse. Y ella le decía, un poquito más, un poquito más, por favor... Pero no había forma. Salían del cine y se iban a otro a ver otra película, y lo mismo, diez, quince minutos, y a otro cine. Así podían ver cinco o seis películas, pero ninguna entera, sólo cachitos. A veces, volvían a un cine donde ya habían estado en una sesión anterior y veían otros diez minutos de la película, quizá los del final. No veían una película, veían un montaje de cine. Como en los sueños. Como en las Histoire(s)... sólo así se puede ver a Anna Karina aflorando en las manos de Eisenstein que montan una película. (La mirada como un trabajo de las manos.)


Y no sé si fue que ver así el cine lo aprendió del método benjaminiano de Langlois, o se dio la feliz casualidad que Langlois daba a ver el cine como a Godard le gustaba disfrutarlo, como un montaje, como un encuentro azaroso de fragmentos, de imágenes inesperadas, de ritmos, de relámpagos fílmicos, como una poética de la discontinuidad. A la manera de los surrealistas.  El montaje, mi bella preocupación...


Cómo olvidar esa bellísima sobreimpresión en el Capítulo 3b: Una ola nueva de sus Histoire(s)..., dedicado a Mary Meerson (la mujer, colaboradora y cómplice de Langlois en la Cinemateca Francesa), donde enhebra a la Bella en el palacio de la Bestia (en La bella y la bestia de Cocteau) con los partisanos en el corredor de los Uffizi (en Paisà de Rossellini), abriendo un pasaje inusitado entre filmes tan (aparentemente) alejados y que ahora ya no podemos imaginar el uno sin el otro, porque el montaje crea un cortocircuito que genera un chispazo iluminador de (otro) sentido, donde la discontinuidad (narrativa) deviene metamorfosis (poética).


Los programas de Langlois despertaron en Godard no sólo el amor por el cine sino el deseo de hacer cine; aquellos programas eran el cine de Langlois, eran su obra. Y quizá despertaron también la vocación de historiador, tal como lo entendía Walter Benjamin: el Godard de Histoire(s)..., un trapero (de las maravillas) en las ruinas del cine.


Para Godard, el fundador de la Cinemateca Francesa era un cineasta que rodaba sus filmes con los proyectores. Los proyectores de Langlois alumbraron nuevas miradas. Epifanías. Una tarde nos quedamos con Henri Langlois y entonces se hizo la luz... recuerda Godard en sus Histoire(s)... Y vislumbraron en el corazón lugares que aún no existían. Sueños de cine. El cine de Henri Langlois.


(*) Nota de 7 de mayo de 2017: Había escrito  2ª guerra mundial. Le debo a una atenta lectora la corrección del error, inducido por otro que figura en la traducción del artículo Películas malas, de J. Hoberman, recopilado en "La mirada americana. Cincuenta años de Film Comment", donde se lee en las págs. 323-324: "Durante la Segunda Guerra Mundial, el joven André Bretón solía deambular de cine en cine..." Debió alertarme ese joven; durante la 2ª guerra mundial, Breton ya era un cuarentón. Acabo de leer el mismo artículo -Películas malas- en "Escritos sobre cine norteamericano", de J. Hoberman, compilación de artículos editada por El cuenco de plata; en la pág. 14 dice: "Durante la Primera Guerra mundial, el joven André Breton, acostumbraba a deambular de cine en cine..." O sea, lo que debe decir. Queda dicho.

16/4/13

Una noche en la encrucijada del cine



Llevaba un tiempo que me rondaban escenas, vislumbres, relámpagos de La nuit du carrefour, esa película de Renoir (tan invisible y misteriosa) que sólo vi una vez en el cine, en una proyección del CGAI hace unos veinte años, y otra vez (en un pase en televisión) hace unos diez, y empezaba a sospechar que (como otras veces) la memoria había hecho de las suyas y montaba otra película; tan extraña y experimental me la proyectaba en el cine interior (más que una película, un sueño de cine). Era cuestión de ponerle los ojos encima y comprobarlo.


Pero esta vez la memoria me había devuelto La nuit du carrefour intacta, es tal como la recordaba: tan extraña y experimental, tan secreta y fantasmal, tan poética y nocturnal, tan bella y sensual. El más misterioso de los filmes de Renoir, según Godard. (Y eso que la copia apenas alcanza el aquel de un recordatorio.) La nuit du carrefour es una frágil criatura de ese cine de la noche que sólo puede celebrarse -en toda su estética (o sea, en toda su verdad) fílmica- en la noche del cine. De un cine. (Si tenéis la oportunidad de verla en una filmoteca, no os la perdáis.)


La nuit du carrefour es de esas películas que devienen una experiencia sensual de la mirada, que deparan el goce de una erótica del cine: un sueño emanado de la poética de la noche de la que hablaba Gombrowicz.


Y la palabreamos en un viaje de ida y vuelta a Tui -nada como la carretera para amojonar la encrucijada onírica de La nuit du carrefour- como quien se cuenta un sueño o como quien trata de aprehender una criatura del aire, sombra movediza de una noche de lluvia.


Este cartel ilustra La nuit du carrefour con el motivo de la encrucijada del título, un motivo visual -la encrucijada de luces (de los coches) y sombras- que cobra resonancias en la película tanto en el plano de la puesta en escena como en el plano histórico. La nuit du carrefour se estrenó en el Théâtre Pigalle de París el 21 de abril de 1932, en plena transición del cine silente al cine sonoro, una frontera propicia a las búsquedas expresivas y a la experimentación en las relaciones entre la imagen y el sonido, y -de forma decisiva- en aquellas que profundizaban en los imaginativos pasajes entre el campo y el fuera de campo; ese fuera de campo -que no vemos- pero que el sonido activa vivamente en nuestra imaginación, al tiempo que el silencio despliega -justamente en un entorno sonoro- todos sus poderes. (Unas décadas más adelante Robert Bresson escribirá en sus Notas sobre el cinematógrafo aquel elocuente aforismo: El cine sonoro inventó el silencio.)  


La nuit de carrefour es de esos filmes de encrucijada, como M (1931) de Lang o Vampyr (1932) de Dreyer -y no olvidemos el anterior de Renoir, La chienne (1931)-, que abrieron en el cine las ventanas del sonido (y del silencio) y multiplicaron su capacidad de sugerir. (En el cine mudo el sonido se veía, y se sentía, en la pantalla. En el cine sonoro puede mirarse en los adentros sin verse en la pantalla.)  En otras palabras, la película que no vemos (pero montamos en nuestro interior) reveló visos insospechados; en realidad, el espectador empezó a ver más mientras el cineasta podía mostrar menos, y la elipsis cobró una nueva dimensión. El espectador contaba con una nueva y poderosa herramienta para montarse su película.


Simenon escribió La nuit du carrefour -una de las primeras novelas de la serie del comisario Maigret- en abril de 1931 y se publicó tres meses después. Había conocido a Renoir en 1923 y se hicieron muy amigos en el curso de La noche de la encrucijada. Cada uno en sus memorias evoca al otro como un hermano. Al final del verano de 1931, cuando acaba el rodaje de La chienne, el cineasta viaja a Calvados para encontrarse con el escritor y hablarle del proyecto. Simenon nunca olvidará a Renoir bajando de un Bugatti (que vemos en La nuit du carrefour) con una gran sonrisa en los labios y un ejemplar de la novela en la mano. Una maravillosa novela de mi amigo Simenon, evocará Renoir treinta años después.


Cineasta y escritor se encierran en Antibes durante varios días para darle forma cinematográfica a la novela. En sus memorias, Renoir cuenta cómo veía el proyecto de La noche de la encrucijada:

Mi propósito era reflejar a través de la imagen el misterio de aquella historia rigurosamente misteriosa. Tenía la intención de subordinar la intriga a la atmósfera. El libro de Simenon evoca estupendamente el tono gris de esa encrucijada situada a unos cincuenta kilómetros de París. (...) Esas pocas casas, perdidas en un océano de niebla, lluvia y barro están soberbiamente descritas en la novela. Hubiesen podido ser pintadas por Vlaminck. 


La complicidad entre Renoir y Simenon sobre La noche de la encrucijada fue total, desde la concepción de la película y la escritura hasta la puesta en escena y el montaje. Y aun el celo del cineasta por la independencia encantaba al escritor: Renoir consiguió poner en pie el proyecto buscando financiación al margen de la industria cinematográfica. (Es sabido, que no fue la primera vez ni la última y que procuró mantenerse a salvo de los productores siempre que pudo permitírselo.)


A Renoir le gustaba rodar en compañía de amigos. Cuando en Mi vida, mis films recuerda La nuit du carrefour, confiesa el deleite que le deparaban: Gracias a mi propensión a trabajar con amigos, he conocido a menudo el éxtasis de la intimidad durante el rodaje de una película. Y se rodeó de quienes quería, de quienes le querían: el ayudante de dirección y jefe de producción Jacques Becker (más que un amigo, un hermano), la script Mimi Champagne, la montadora Marguerite Renoir (compañera del cineasta), los operadores Marcel Lucien y Georges Asselin, su sobrino Claude Renoir como ayudante de cámara, el crítico y estudioso del cine Jean Mitry como meritorio (también hace un pequeño papel)... Y su hermano Pierre Renoir, como el comisario Maigret: durante aquellas jornadas en Antibes barajaron algunos nombres, pero en cuanto Simenon conoció al hermano del cineasta no tuvo dudas de que daba la figura del personaje que había imaginado.


En realidad, Renoir rodó cada película como si fuera la primera, como si tuviera que aprender el oficio otra vez -él, que tan bellas páginas dedicó a la artesanía del oficio- y cualquiera de sus filmes destilan el aquel de estar haciéndose mientras los contemplamos, como formas fluidas que nunca llegaran a cristalizar, a fijarse en una película acabada, como formas desplegándose en el tiempo, siempre en tránsito. En una azarosa encrucijada.


Y quizá nunca como en La noche de la encrucijada, donde las imágenes cobran visos de noches de opio, y donde un plano acaba y se corta -se cruza, empalma- con otro representando una encrucijada del sentido (en Galicia a las encrucijadas, a los cruces de carreteras, se les sigue llamando empalmes), transfigurando la lógica dramática en lógica onírica, más que trabazón causal entre planos y secuencias, vislumbres, pespuntes poéticos. De ahí que la encrucijada deviene -como supo ver tan bien Bénard da Costa-, más que motivo visual o figura de estilo, la forma primordial de La nuit du carrefour.


Alquilamos una de las casas de la encrucijada que estaba desocupada y en ella establecimos nuestra vivienda. Buena parte del equipo dormía en el suelo de la pieza principal. Allí comíamos. Cuando la noche era lo bastante misteriosa, despertábamos a los que dormían e íbamos a rodar. A cincuenta kilómetros de París, llevábamos una vida de exploradores en un país perdido. 


Marcel Lucien, el operador, logró fotografiar fantásticos efectos de bruma. Los actores, aficionados o no, impresionados por la siniestra encrucijada, se habían identificado con el decorado. Actuaban "misteriosamente", como no hubiesen podido hacerlo en la comodidad de un estudio. 


Simenon acudía con frecuencia al rodaje de La nuit du carrefour que se desarrolló entre los meses de enero y marzo de 1932. Los exteriores y algunos interiores se rodaron en el cruce de La Croix-Verte en Bouffémont, y los demás interiores en los estudios de Billancourt. Como en ninguna otra adaptación de una novela de Simenon al cine, en La nuit du carrefour se destila el perfume de su escritura, se respira la atmósfera que envuelve sus páginas. Ese sonambulismo turbio, ese deambular (más que investigar) de Maigret, ese tiempo suspendido en la encrucijada de noche, lluvia y niebla; como si la historia, por así decir, ocurriera en otra parte. Un film noir, sí, avant-la-lettre. 



El tiempo de La nuit du carrefour desprende la sensación de estar perdido en una encrucijada más mental que física, casi surreal. Desde luego así vive el propio Maigret su peripecia (más íntima que detectivesca) en su encrucijada emocional (y sensual) con Else, encarnada por la portentosa Winna Winfried (en su primera película, hizo algunas más pero desapareció en los primeros años cuarenta). De portentosa la calificó Bénard da Costa, también como narcotizada y eroticíssima (así, en portugués), y uno hace suyos ardientemente todos los adjetivos. Godard tampoco se la cogió con papel de fumar a la hora de definir su impresión de Winna Winfried como un erotismo de rusa morfinómana y filosofal. Basta verla jugando con una tortuga decorada de signos enigmáticos para que se desdibujen las fronteras entre la vigilia y el sueño en una noche espectral, en una encrucijada de sombras.


Y entonces este Maigret en la piel de Pierre Renoir, precisamente en su encrucijada con Else, se transfigura en el Maigret ideal que hemos imaginado en las páginas de Simenon, donde se conjuga la porfía y la pachorra, el merodeo y el humor, la cachaza y la voluptuosidad.


(Y eso que Maigret fue encarnado nada menos que por un grande entre los grandes como Jean Gabin, y no sólo en una sino en tres películas; pero justamente un actor con la presencia de Gabin resulta quizá demasiado sólida para nuestro Maigret.)


Nunca se filmó el momento de esposar a una sospechosa como en La nuit du carrefour. Maigret esposa a Else como pensando en otra cosa (en lugar de detenerla). Es de esos raptos visuales que nos hacen pensar que el cine se inventó para aprehender momentos así.


Un mes antes del estreno de la película, Renoir invitó a Simenon a una proyección privada. Cuando terminó de verla, el escritor tenía los ojos llenos de lágrimas y abrazó a Pierre Renoir que se había sentado a su lado: no sabía si al actor, al personaje o los dos. Para Simenon, Pierre Renoir fue el mejor Maigret que se haya paseado por la pantalla.


Vista hoy, La nuit du carrefour parece una película de la nouvelle vague, o mejor, presagia las formas de la modernidad: ese travelling frontal y subjetivo a través de las calles de la aldea durante la persecución  en plena noche, sólo iluminada por los faros de los coches; esos planos del grifo goteando en el vaso, como insidioso paso del tiempo...


El tratamiento sonoro, el grano de las voces, ese acento danés del francés de Winna Winfried, que dificulta la comprensión de lo que dice (y que tanto les gustaba también a Straub y a Godard); el montaje áspero y elíptico que corta una escena con planos de vislumbres apenas de misteriosos tránsitos en la noche de la encrucijada.


Ese montaje brusco y elíptico, que privilegia la atmósfera sobre la trama, se ha atribuido a unas bobinas perdidas. O a las escenas que, por descuido, no se habían rodado. Dicho de otra forma, las elipsis eran el resultado de un accidente y no de una decisión formal (o de una concepción previa) por parte de Renoir. Se contaron versiones diversas del misterio de las bobinas -o de las escenas- perdidas. Empecemos por la que recuerda el cineasta en sus memorias:

Desde el punto de vista del misterio, los resultados rebasaron nuestras previsiones, incrementados por el hecho de que, habiéndose perdido dos bobinas, la película se tornó por así decirlo incomprensible, incluso para su autor.


Bénard da Costa está convencido de que Renoir exagera cuando se refiere a las dos bobinas y cree que sólo se perdió una. Godard, más exagerado aún (ya puestos...), habla de tres bobinas desaparecidas. El productor Pierre Braunberger puso negro sobre blanco en un artículo que nadie se dio cuenta durante el rodaje de que al guión que manejaban le faltaban ¡trece páginas! Simenon, en una ocasión, contó que, durante el rodaje, Renoir (que vivía con Marguerite Renoir) se estaba separando de Catherine Hessling y andaba algo deprimido y bebía mucho, y un día borracho perdido se olvidó de rodar unas cuantas escenas. Pero más adelante el propio Simenon comentó que esas escenas no se rodaron por falta de dinero. Muchos años después, Jean Mitry confesará haber perdido las bobinas (¿dos, tres?) cuando las llevaba al laboratorio.


Más de treinta años después, aquella película resonaba en la memoria de Renoir con el resplandor de una lejana edad de oro:"La nuit du carrefour" sigue siendo una experiencia completamente insensata en la que no puedo pensar sin nostalgia. En nuestros días, cuando todo está tan bien organizado, no se podría trabajar ya de ese modo.


Cada vez que volvemos a verla (y quieran los dioses que podamos ponerle los ojos encima en la pantalla de un cine una vez más) regresamos a la experiencia cardinal de una noche en la encrucijada del cine.