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3/9/17

El tranvía 194


Alguna vez se me pasó por la cabeza armar una antología de idas al cine espigadas de novelas, poemas o memorias. Unas cuantas ya tuvieron su asiento en esta escuela. En esa antología posible no podrían faltar las idas al cine de John Berger con su madre de niño en las páginas de Aquí nos vemos.


Me gustan esas ciruelas claudias de la cubierta (una ilustración del propio Berger), esas frutas de agosto que sólo deben cogerse del árbol cuando tienen la temperatura de un tipo particular de frescor soleado. Fue el último libro de este verano. Me gustó mucho más que la primera vez hace más de diez años, y no digamos el último relato, El Szum y el Ching (con motivos tan queridos como El jinete polaco de Rembrandt o el fantasma de una jovencita -pero ya militante comunista- Rosa Luxemburg en un columpio, ese columpio como pespunte memorioso de sus páginas); tanto me gustó que se lo conté a Ángeles camino de Tui el miércoles pasado (también por animarla a cocinar una sopa de acederas con la receta que hilvana el relato). Aquí nos vemos se lee como el libro (o peto) de ánimas de John Berger...
El número de vidas que entran en la vida de uno es incalculable.
Imágenes de The Seasons in Quincy: 
Four Portraits of John Berger (2016), 
un filme producido, entre otros, 
por su amiga Tilda Swinton.
Fotogramas de Play Me Something (1989), 
de Timothy Neat, que escribió el guión con John Berger, 
que interpreta a un tipo que le cuenta historias
a unos pasajeros varados en las Hébridas. 
En el rodaje se conocieron John Berger y Tilda Swinton.

El primero de los relatos de Aquí nos vemos se titula Lisboa, donde se encuentra con su madre que lleva muerta quince años y los tranvías de Lisboa despiertan la memoria de aquél que cogían en Londres para ir al cine los miércoles, como leemos en las pp. 14-15:
Entonces, si el tiempo no cuenta, ¿lo que cuenta es el lugar?, volví a preguntar. 
No es cualquier lugar; es el lugar donde nos vemos, donde nos encontramos. No quedan muchas ciudades con tranvías, ¿verdad? Aquí los oyes constantemente, salvo unas horas por la noche. 
¿Duermes mal? 
No hay una calle en el centro de Lisboa donde no se oigan los tranvías. 
Era el 194, ¿no? Lo tomábamos todos los miércoles para ir a South Croydon y de vuelta a East Croydon. Primero hacíamos la compra en el mercado de Surrey Street y luego íbamos al cine, al Davies Picture Palace, que tenía un órgano eléctrico que cambiaba de color cuando lo tocaban. Era el 194, ¿no?
Conocía al organista, dijo. Le compraba apio en el mercado. 
También comprabas riñones, aunque fueras vegetariana. 
A tu padre le encantaban para desayunar. 
Como a Leopold Bloom. 
No presumas de culto. No tienes que impresionar a nadie. Siempre te querías sentar en los primeros asientos del piso de arriba. Sí, era el 194. 
¡Y cómo te quejabas de las piernas subiendo las escaleras! 
Te gustaba sentarte delante porque así podías hacer que conducías y querías que yo te viera. 
Me encantaban las esquinas. 
Los raíles son los mismos aquí en Lisboa, John. 
¿Te acuerdas de las chispas que soltaban? 
Sí, cuando llovía. ¡Aquello sí que eran chispas! 
Conducir después del cine era lo mejor. 
Te ponías en el borde del asiento. No he vuelto a ver a nadie mirar con tanta concentración. 
¿En el tranvía? 
En el tranvía y también en el cine.
Muchas veces llorabas en el cine, dije. Tenías una manera especial de secarte las lágrimas. 
Tu forma de conducir el tranvía enseguida le puso punto final a aquello. 
No. De verdad, llorabas la mayoría de las veces. 
¿Quieres que te cuente algo? ¿Te habías fijado en la torre del elevador de Santa Justa? Esa de ahí abajo. Es propiedad de la Empresa Municipal de Transportes de Lisboa. El elevador no va realmente a ningún sitio. Sube a la gente ahí arriba y vuelve a bajarla después de que han contemplado la vista desde la plataforma. Y pertenece a la Empresa Municipal de Transportes. Pues fíjate, John, las películas hacen lo mismo. Te suben a algún sitio y luego te devuelven al lugar en el que estabas. Por eso, entre otras cosas, llora la gente en el cine. 
Hubiera pensado... 
¡No pienses tanto! Hay tantas razones para llorar en el cine como gente comprando entradas.
Ese cine del barrio de Croydon, en Londres, se llamaba en realidad Davis Theatre. Se había inaugurado el 18 de diciembre de 1928 con The Last Command, de Joseph von Sternberg, publicitada para la ocasión como "de Emil Jannings", el actor que encarnaba al protagonista, una estrella mucho más rutilante que el director.


Era el cine más grande de Inglaterra (2.200 localidades), y efectivamente su órgano Compton causaba sensación. En la noche del 14 de enero de 1944, una bomba lanzada por un avión alemán atravesó el techo y cayó en el patio de butacas. No llegó a explosionar; murieron seis espectadores y 25 resultaron heridos; había más de 2.000 viendo Two Señoritas from Chicago (1943), de Frank Woodruff, una comedia musical con Joan Davis, Jinx Falkenburg y Ann Savage. No vi la película, sólo sé que va del fraude en torno al libreto de una comedia musical de ¡dos autores portugueses! El Davis Theatre celebró la última función el 23 de mayo de 1959 y lo demolieron a finales de ese mismo año.

El Davis Theatre en 1959.

John Berger vuelve (por última vez) a las idas al cine con su madre en la página 43 de Aquí nos vemos...
Habíamos visto juntos, en el Davies Picture Palace, Una noche en la ópera y Sopa de ganso. En el cine se tapaba la boca para que no se la oyera reír, como si no quisiera llamar la atención sobre nuestra presencia, que rayaba en lo ilícito. Ilícito porque ni ella ni yo mencionábamos nunca nuestras idas al cine, e ilícito, en un sentido más directo, porque se las ingeniaba, y muchas veces lo lograba, para entrar sin pagar. Todo era cuestión de estrechas escaleras sin alfombrar y salidas de incendios.
Fotograma de Una noche en la ópera (1936), 
de Sam Wood.

Qué otra cosa le pedimos al cine sino que nos lleve (como decía Rita Azevedo Gomes), y ya vemos cada película que nos transporta como un viaje en el elevador de Santa Justa (nos gusta más llamarlo por su primer nombre, elevador do Carmo), sabiendo que, al terminar, habrá que decirle adiós, un motivo (más que suficiente para llorar) que me devuelve siempre a la infancia, al desconsuelo que me embargaba al salir del cine, de vuelta en el mundo. Claro que nada me conmovió tanto de Lisboa como esas idas (ocultas) al cine, la intimidad de las películas compartidas de John Berger con su madre. El viaje secreto en el tranvía 194.

3/1/17

John Berger, in memoriam


La esperanza hoy es un contrabando
que se pasa de mano en mano
y de historia en historia.
(John Berger, El cuaderno de Bento.)



Se nos ha ido John Berger.
Uno de los maestros más queridos de esta escuela.
Un maestro que descubrimos gracias al maestro.
Una constelación de silencio y memoria.

Puerca tierra, un talismán y un umbral, con su cardinal Epílogo histórico.
Y Mirar, hay que ver.
Modos de ver, un faro.
El sentido de la vista, para ver más.
Otra manera de contar, porque hay que mirar lo que no se ve.
Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos, con el trabajo incensante de la poesía...
...unir lo que la vida ha separado o lo que la violencia ha desgarrado.
Inquietando al lenguaje con la intimidad.
Con frecuencia no hay nada más real, para enfrentar la crueldad y la indiferencia del mundo, que esta inquietud. 
Y así hasta El cuaderno de Bento, una escuela de atención.

Un mapa de cosas muy antiguas pero olvidadas. (Para volverlas a su lugar: también eso significaba la revolución para Charles Péguy, como recordaron Huillet y Straub.)
Un memorial de pérdidas.
Y una cita secreta.
Con Walter Benjamin, en la resistencia.
Para tirar del freno de ese tren de la historia (que avanza inexorable hacia el abismo).
Con perseverancia.
Con esperanza.

(Fotografía de John Berger obra de Jean Mohr.)

26/6/16

De animales y hombres


Lo que distinguía al hombre de los animales era 
la capacidad humana para el pensamiento simbólico (...).
Sin embargo, los primeros símbolos fueron animales.
Lo que distinguía a los hombres de los animales
era el resultado de su relación con ellos.
(John Berger, ¿Por qué miramos a los animales?


Esto tenía que contarlo. De hecho llevo toda la semana contándolo de viva voz, y contarlo aquí era obligado. Se llama L. y tiene cuatro años recién cumplidos. Le pregunto cuál es su película favorita. No tiene ni que pensarlo. Me dice que la de John Wayne. (O sea, dice Llon Güein.) Escribo aquí John Wayne pero en realidad, en ese momento, me digo... imposible. No puede ser John Wayne. No puede referirse a John Wayne. Será algún personaje de una serie japonesa de dibujos animados, algo como Jo Wein, Cho Wein... Gloogleo algo así en el móvil y aparece un personaje de anime, pero L. dice que no, que ni por asomo. Caza animales, dice L., y yo, es imposible. Es inverosímil que se refiera a John Wayne. ¿Caza animales para los zoos? L. dice que sí con la cabeza muchas veces.


¿Y la película empieza intentando cazar a un rinoceronte? Ahí L. ya se desata y procede a representarme con detalle la secuencia inicial mientras lanza frases puntuadas con onomatopeyas de trastazos: cómo el rinoceronte embiste el jeep y la camioneta donde va montado John Wayne con la pértiga que acaba en un lazo, y acaba hiriendo al compañero del conductor del jeep... Entonces la película que te gusta es ¡Hatari!, le digo.


Gloogleo en busca de imágenes y en cuanto aparecen se ilumina la cara de la criatura con una gran sonrisa: ¡Hatari!  Y mima cómo entra el título en la pantalla, con una ráfaga desde la derecha acompañada por una ídem del score de Henry Mancini.


La verdad, tengo que disimular la emoción (y hasta represar una lagrimita), sentimental que es uno: ¡Hatari! (1962) también fue una de mis películas favoritas en la infancia; la primera película de Hawks que recuerdo haber visto, debió ser en el otoño del 68 o en el invierno del 69, tenía trece años y la proyectaron en el salón de actos del colegio de los Maristas de Tui en una copia de 16 mm. Aún hoy es de las películas que cifra esa experiencia del cine que Jean Eustache definía como pasarlo pipa.


Y ahí estaba L., a sus cuatro años, fascinado por ¡Hatari! (los padres me contaron que la ve una y otra vez). Uno tiene su corazoncito y cómo no va a conmoverse al sentir que, en 2016, Hawks y Wayne siguen haciendo felices a los chavales. Bueno, por lo menos a una criatura de estos finisterres. Y por un gozoso azar el mismo lunes (20 de junio), Juan de Pablos pinchó en Flor de Pasión de Radio 3 el Baby Elephnat Walkuno de los temas de Mancini para ¡Hatari!, en una versión de Los Relámpagos.


José Luis Guarner escribía en una reseña de hace cincuenta y tres años que ¡Hatari! no es un filme de aventuras, sino una aventura hecha filme. Y añadía:
A partir de una intriga mínima, el filme está construido sobre la emoción y la incertidumbre de una doble aventura, la de los actores, que han cazado realmente sin dobles, y la del realizador y su equipo, que han debido captar este esfuerzo cotidiano con una aproximación de milésimas de segundo. El ritmo del rodaje se superpone al de la propia cacería...

Robin Wood se refiere a las escenas de caza como las más bellas y jubilosas que se hayan filmado nunca. Hawks le contó a Joseph McBride (lo recoge en el estupendo libro-entrevista Hawks según Hawks) que persiguieron nueve rinocerontes y cazaron cuatro para rodar las secuencias correspondientes a ese episodio. Los paquidermos les destrozaron tres cámaras.

Hawks (a la dcha.) planifica con Wayne 
y los técnicos el rodaje de una escena 
de ¡Hatari!

El cineasta formó un equipo con un magnífico grupo de operadores, bajo la dirección de fotografía de Russell Harlan, y reclutó a un brillante estratega en la planificación del rodaje, el ayudante de dirección Russ Saunders, una figura clave también en el equipo de Raoul Walsh, quien -en su autobiografía- lo pone por las nubes en los párrafos dedicados a Colorado Territory. En resumidas cuentas, Hawks filma el trabajo o, usando una noción que le gustaba mucho a Rivette, filma la idea del trabajo, y aun el trabajo de filmar el trabajo.


Truffaut estrechó aún más esa correspondencia entre filmar y cazar, cuando apuntó que ¡Hatari! trata sobre el cine, donde la caza deviene una metáfora del propio rodaje.
Wayne es como el director de una película. Se reúnen por la noche y escriben en una pizarra lo que van a hacer al día siguiente, y él le dice al equipo cómo hacerlo, y por la mañana salen todos en un convoy de camiones, y se les ve interpretando esas escenas. Luego vuelven y por la noche van al bar y se relajan igual que un equipo de filmación durante el rodaje.
También podría haber añadido que Wayne consulta la escaleta de planos pendientes de filmar (o sea, la lista de animales que faltan por cazar).

Hawks con Elsa Martinelli y John Wayne 
en el rodaje de ¡Hatari!

Cuando Joseph McBride le comenta a Hawks las palabras de Truffaut, el director de ¡Hatari! admite con un punto socarrón:
 Probablemente tenía mucho que ver con eso, porque no había mucha historia.
Y unas líneas después...
...la historia no era en realidad tan buena como los episodios.

Episodios que, sobra decirlo, enhebran una antología de motivos hawksianos. Y desde luego Bénard da Costa ha señalado los pasajes que comunican ¡Hatari! con la memorable maravilla de Sólo los ángeles tienen alas: en la tensión entre John Wayne y Elsa Martinelli resuena la de Cary Grant y Jean Arthur; las dos mujeres llegan de turistas y se integran en el grupo a través del piano... Algo por otra parte muy frecuente en los filmes de Hawks, propenso siempre a repetir figuras, motivos y esquemas narrativos con ligeras variaciones.


Claro que si no había mucha historia o no era tan buena  no fue por culpa de la gran guionista Leigh Brackett, sino porque al cineasta no le interesaba demasiado embridar sus impulsos por filmar lo que le apetecía con una estructura ceñida a una línea argumental. Como recuerda la guionista:
Ese fue el año que Hawks no quería argumentos; sólo quería escenas. 

Quizá esa liberación del peso de la trama o la levedad del hilo narrativo, apenas un hilván de episodios de caza, un pespunte de comedia donde el humor nos hace olvidar la tragedia que puede sobrevenir en cualquier momento y las tragedias anudadas en el tejido de la memoria, fuera una de las razones para que le gustara tanto a Godard, que encabezó con ¡Hatari! su lista de los mejores filmes de 1962 publicada en Cahiers du cinéma, y rodó el cartel de la película (para ser más preciso: dos carteles) en una de las primeras escenas de Le mépris (1963), en compañía del de Vivre sa vie, filmada el mismo año que ¡Hatari!


Aludimos antes a los motivos hawksianos; pongamos por caso la relación entre animales y humanos (recordemos la encantadora Bringing Up Baby -aquí, La fiera de mi niña- o la espléndida Monkey Business -Me siento rejuvenecer-), que en ¡Hatari! deviene un motivo cardinal en la composición de la película. Pero si en los filmes anteriores la relación se cifraba en el conflicto entre lo racional y lo pulsional, en ¡Hatari! el motivo se declina en clave de armonía.


Como apunta Robin Wood, los cazadores viven en una fricción constante con los animales que desprende un sentido de intimidad relajada. La película rezuma la aceptación del parentesco de animales y hombres con toda naturalidad, y celebra la reconciliación del instinto animal y la conciencia humana.


Quizá sólo los niños experimentan ese vínculo ancestral que un día fundió la mirada recíproca y primordial de animales y hombres. Al fin y al cabo los zoos, en palabras de John Berger, no son otra cosa que un monumento a esa mirada perdida.

28/2/16

La tentación japonesa


Muy triste que un gran cineasta portugués suene menos aun (aquí) que, pongamos por caso, un tailandés. Quiero recordar a Paulo Rocha, que se nos fue hace tres años. Iba a escribir por eso. Pero no traigo a Paulo Rocha por remediar una recíproca (e ibérica) ignorancia tan triste. Todo lo contrario. Viene aquí por el contento que depara Mudar de Vida (1966), la segunda película del cineasta, una obra mayor del cine portugués, o sea, del Cine, ese país que no viene en los mapas, como le gusta decir a Víctor Erice, pero nos convierte en ciudadanos del mundo. Para celebrar que se pueda ver una obra tan bella, recientemente restaurada por la Cinemateca Portuguesa bajo la supervisión de Pedro Costa.


Paulo Rocha descubrió el cine en el Trindade de Oporto, escapándose de las clases del colegio Almeida Garrett. Recordaba haber visto (tendría 19 o 20 años) La puerta del infierno (1953), con Machiko Kyô, la primera película en color de  Teinosuke Kinugasa, que acababa de ganar la Palma de Oro en Cannes. Ahí comenzó la tentación japonesa.


Durante sus años en París, cuando estudiaba en IDHEC, Rocha llegó a convertirse en un íntimo del cineasta japonés cuando pasaba a presentar sus películas. En la Cinemateca de Langlois estudia la obra de Mizoguchi, y empieza a estudiar japonés. Tras la presentación de Mudar de Vida en el Festival de Venecia, en 1966, viaja por primera vez a Japón. Las páginas que le dedica Cahiers de cinéma pueden servirle como carta de presentación, pero tampoco lo necesita, allá donde va Kinugasa pregona el talento del joven cineasta. Con todo, no consiguió abrirse camino en el cine japonés, como quizá soñaba, y tuvo que esperar casi veinte años para rodar una película allí; aún así valió la pena, si podemos disfrutar de un filme tan hermoso como A Ilha dos Amores (1984). Tuvo otro maestro, Jean Renoir, de quien fue ayudante en Le caporal epinglé (1962); lo marcó, aun más como ser humano que como artista,

Paulo Rocha tras Jean Renoir 
en el rodaje de Le caporal épinglé.

Claro que cabe apuntar como experiencia cardinal su encuentro con Manoel de Oliveira a finales de los 50. Verle en la sala de montaje, que tenía en casa, trabajando en Acto de primavera (1963), en la que Rocha ejerció como ayudante de dirección, pero sobre todo ver cómo cargaba la cámara, los focos, el equipo de sonido e irse con su mujer a rodar en una aldea, volver otro día y retocar la escena que ya habían rodado, casi más como un pintor que como un cineasta, y luego trabajar en la moviola experimentando las posibilidades de las distintas versiones, descartando planos que a Rocha le parecían sublimes.


Esa disposición hacia la forma fílmica, la actitud ante el cine de Oliveira representó una experiencia primordial para el futuro cineasta que le rendirá homenaje al maestro en Oliveira, o Arquitecto (1993), una película para la mítica serie Cineastas de nuestro tiempo, producida por Janine Bazin y  André S. Labarthe. Casi podríamos decir que el cine de Paulo Rocha -y hasta el hombre y el cineasta- gravitan entre los vértices del triángulo magnético que trazan el magisterio de Mizoguchi, Renoir y Oliveira.


Cuando rueda Mudar de Vida, Paulo Rocha es consciente de que está capturando un mundo en trance de desaparecer, el mundo que había impresionado su infancia y encantado su mirada; sabía que el mundo de aquellos pescadores de Furadouro -en el distrito de Ovar, donde acontece la primera parte de la película- sería olvidado y que en cierto modo iban a desaparecer en vano, si el cine no amparaba su memoria. Furadouro era la tierra de la madre y los abuelos del cineasta.
Desde pequeño me crié jugando entre los barcos y las redes [en Furadouro], durante dos o tres meses cada verano. Yo no veía la miseria, las moscas, las pulgas y el alcoholismo. Los del mar eran gigantes; nosotros, los de la ciudad, unos enanos. Como las Companhas [empresas de pesca que comprometían a toda la comunidad] se estaban acabando a principios de los sesenta, sentía que era necesario hacer cualquier cosa para salvarlas o, por lo menos, levantar un monumento a su gloria... aquel reino escondido entre la arena durante siglos, lejos de todo... Visualmente era muy potente. Había una monumentalidad y una dignidad trágica en las casas de madera, en los barcos, en los cabos y en las redes cubriendo la laya hasta perderse de vista. Recordaba las construcciones de madera de los templos japoneses, las imágenes del cine ruso del tiempo del mudo. El mar destruía las casas, las Companhas se acababan, había una nube negra sobre todo aquello. 

Haber dormido de niño a la sombra de aquellos barcos, haber convivido con aquella gente del mar se transfiguró con el tiempo en un sentimiento de reverencia por aquellos lugares, por aquellos pescadores...
Era una raza de gigantes, cubiertos de pulgas y enfermos, pero unos tipos bigger than life.

Paulo Rocha veía las casas de madera de los pescadores de Furadouro como figuraciones de templos japoneses. Y los pescadores, en los barcos, y las mujeres, en la playa, cobraban ese aire de las figuras japonesas que formaban un solo cuerpo con el trabajo en que faenaban...


También los pescadores del río (con mayor presencia en la segunda parte de Mudar de Vida) iban al mar en busca de los sargazos para cultivar la tierra; las plantas crecían en la arena y por debajo de las raíces asomaban cangrejos blancos: el mar y la tierra interpenetrándose en una fascinante armonía de contrarios. Ese ámbito donde todo se enhebraba y se fertilizaba mutuamente cautivaba la mirada del cineasta.


De hecho debía ser declarada Patrimonio nacional, si no de la Humanidad. A veces la película vuelve a Furadouro. Allí hay un cine (o lo había hace diez años) y asisten al pase los descendientes de quienes aparecen en la pantalla, los nietos de aquellas mujeres, de aquellos pescadores. Paulo Rocha recordaba una de aquellas proyecciones. Es un jolgorio. Se pasan el rato diciendo, "mira mi abuelo", "ahí está mi abuela". No se oye una palabra del diálogo, y cantan las canciones del filme a coro. Para Pedro Costa, Mudar de Vida es un gran documento sobre Furadouro.
El cine entró en la vida de aquella gente y mostró cosas que apenas conocían (...), a cambio recibió confianza y trabajo. Se nota el empeño, el esfuerzo colectivo, el placer...

Cuarenta años después del rodaje, Paulo Rocha recuerda como si fuera ayer:
Aquí estaba la ría y las matas a orillas del mar. Y las dunas y las casas de madera. Había una especie de reino aparte. El mar aquí era muy violento. Los campesinos venían aquí con los bueyes… para ayudar a empujar los barcos y las redes. En ese tiempo había todavía mucha pesca… y existían muchas compañías. Era un proceso que involucraba unas 300 personas. Los hombres de los bueyes dormían aquí muchas veces… dejaban los corrales cerca de los barcos… así, si el mar se ponía malo, servían para arrastrar los barcos lejos de la orilla. Esto era de una escala enorme: tirar las redes, que tenían kilómetros, con esas juntas de bueyes… tardaban casi una hora y media. Para mí, de pequeño, eso era todo un imaginario, algo mayor que la vida. Nada en la ciudad me impresionaba tanto. La compañía para mí era una entidad extraordinaria. Sin duda, acabó. Sólo quedó en la memoria.
 

Podría haber sido la primera película de Paulo Rocha. Allá por 1959, cuando estudiaba en París, había escrito un argumento localizado en la ría y los bosques de Furadouro. Se titulaba A viagem de inverno. Tenía mucho que ver ya con una cierta idea de paisaje a la japonesa y se contagiaba de la atmósfera de El grito, de Antonioni.


Para los diálogos habló primero con Cardoso Pires quien, a su vez, le recomendó a António Reis, un poeta de Oporto (por entonces sólo había rodado un par de cortos documentales), muy interesado en la literatura popular, que había realizado un trabajo de documentación lingüística sobre los pescadores de la zona de Gaia. António Reis también había sido otro de los ayudantes de dirección de Manoel de Oliveira en Acto de primavera y se apasionó por la historia de Mudar de vida. Paulo Rocha admiraba el oído musical tan preciso del poeta, sus ritmos infalibles; eso sí, no se podía quitar o poner una coma. (Y quizá gracias a la experiencia en Mudar de Vida, sin dejar de ser poeta, António Reis descubrió el cineasta que también llevaba dentro.)


Cómo suenan los diálogos de António Reis. En la voz de los personajes y en las imágenes que los capturan propician una aleación mágica, ese oír con los ojos (de amor don delicado) del que hablaba Shakespeare en el último verso del soneto XXIII. Unos diálogos con líneas que matan, donde alienta ese dolor que arde en silencio. António Reis venía cada diez días pero su presencia era patente. Sabía mucho de todo aquello, conocía muy bien aquel mundo del mar, aquella comunidad de mareantes.
El texto de António Reis llegaba siempre poco a poco. Se percibía que estaba allí para batallar con el texto. Se quejaba -y se enorgullecía- de que aquello le daba un trabajo horroroso. Era muy intenso en cuanto abordaba. Decía: "Tengan mucho cuidado, porque una coma, un punto o una alteración del ritmo... Lo pensé cien veces y no conviene descuidarlo". Era como si estuviese escrito en las piedras. También hay poso de Pavese, al que leía por entonces...  

A mitad de rodaje se acabó el dinero, los 200.000 escudos que había adelantado Victoria Films, como avance de ingresos de distribución, al productor Cunha Telles. La mitad del equipo se marchó, pero se quedaron los mejores. Casi fue un alivio para el director, y las cosas hasta funcionaron mejor. Paulo Rocha consiguió semana a semana la financiación imprescindible para continuar pidiendo prestado (a la familia, a amigos); con 20.000 escudos podía aguantar una semana. El presupuesto total debió rondar los 600.000 (una película muy barata aun para la época). Zéni d'Ovar construyó los interiores en un plató improvisado en la bodega de la vivienda donde el equipo se alojó, aprovechando las tablas de las casas que el mar se había llevado. Fue imposible rodar dentro de las casas de la aldea, eran tantas las pulgas que no había modo de acabar con ellas, nos comían las piernas...

Vivienda donde se alojaba el equipo y en cuya bodega 
se improvisó un plató para los interiores.

Geraldo Del Rey, el Manuel de Deus e o Diabo na Terra do Sol (1964), de Glauber Rocha, acabó en Mudar de Vida por la amistad que unía al cineasta brasileño con Paulo Rocha. Se veían en París o en festivales, y pasaban noche enteras hablando. Fue en Acapulco, en 1965, cuando Paulo le comentó el proyecto de Mudar de Vida (quizá entonces aún se llamaba Entre aguas), Glauber, que preparaba a la sazón Terra em transe, le insistió en el baiano Geraldo. Nada más llegar a Furadouro, el actor se vistió con ropas de los pescadores. Fue como un milagro, ya era uno de ellos. Enseguida se adaptó al trabajo con los remos y los cabos, se hizo amigo de uno de los pescadores e iban juntos a beber por las tabernas. Y fue Adelino.


Paulo Rocha ya conocía a Isabel Ruth, la protagonista de Os Verdes Anos (1963), su opera prima. Lo había impresionado. En Mudar de Vida encarna a Albertina, una trabajadora rebelde que quiere romper con todo y emigrar a Francia. En un momento de la película le suelta a Adelino,
Tu ainda tes a perder, eu não, é por isso que vou por aí quase ás cegas.


Y al cineasta (que le sería fiel -cómo no iba a serlo- por el resto de su obra) le encantó aún más que en su primera película: parecía una llama ardiente...


Y no regatea palabras para ponerla por las nubes, nada que no se merezca Isabel Ruth:
Era una maravilla porque era la cosa más imprevisible del mundo, con ella nada era como estaba en el guión; tenía un encanto salvaje... Ese lado dolorido en ella, una adolescente quemada ya por la vida, no tiene nada de académico... Creo que tuve una suerte inmensa.

Treinta años después de Mudar de Vida, Isabel Ruth  evocaba a Paulo Rocha contándole increíbles historias japonesas durante las pausas del rodaje. Recuerda que cuando empezó a rodar con el cineasta se estrenaban las películas de Godard con Anna Karina y de Antonioni con Monica Vitti; ellos tenían mucho más cuidado con las actrices, eran sus mujeres, ya conocían todos sus ángulos. (Quizá Isabel Ruth echa de menos que Rocha no se atreviera a filmarla de otra manera, o mejor, ¿de una manera más amorosa?) Pedro Costa, que trabajó con ella en Ossos, considera a la actriz como una especie de Anna Karina portuguesa, la chica más bonita del cine portugués de los 60. Rocha cuenta cómo se fraguó el personaje de Albertina:
El personaje de la Isabel ladrona vino, extrañamente, del resumen de una película japonesa que nunca vi. Allí se hablaba de una chica que robaba el peto de las limosnas de un templo budista. Antes había escrito para ella la historia de otra ladrona que robaba en la periferia de Lisboa. Era algo más fantasioso. La situación de una trabajadora, de una mujer moderna, le dio otro peso al personaje. El pozo donde ella corta la mano de Adelino es una imagen de un texto de Pavese. 
Me gusta mucho cuando aparece Isabel Ruth... La encontramos en una cueva de arena, escondida como si fuera un bicho, como un perro que tuviera allí sus crías... Es muy orgánico. 

A María Barroso la eligió después de verla en La voz humana, de Cocteau; le interesaba ese lado de coraje moral, de integridad combativa que transmitía. Es la Julia de Mudar de Vida, la mujer que se ha casado con el hermano de Adelino, mientras el amor de su vida cumplía el servicio militar en Angola:
La escena con el molho de agullas... [La maravillosa escena del reencuentro de Alelino con Julia] Estaba fascinado por aquel claro del bosque... aquella luz al fondo, en el final de la tarde. Me parecía una escena de Los amantes crucificados. Pero las grandes escenas de María Barroso son en interiores, sobre su rostro, con su voz inolvidable.

Paulo Rocha cuenta que el director de fotografía Elso Roque se preocupó mucho de encontrar la película adecuada, que aguantara bien los verdes del bosque sin llegar al negro negro.


Hablando de los cuerpos de los pescadores de Furadouro, Costa apunta el lado oscuro de las imágenes, los cuerpos enfermos, que se doblan, que van a envejecer y pudrirse... un elemento muy fuerte en la película que le recuerda a Faulkner, los vencidos del universo de Yoknaphatawpha.
No hay muchas películas como Mudar de Vida que digan: el trabajo hace daño, duele, mata. Y que la resistencia es tan natural como el sol o el aire que respiramos.

En Mudar de Vida, el trabajo pesa, la fatiga de siente, se experimenta el trabajo de gigantes, el esfuerzo gigantesco que compromete a toda la comunidad. El propio equipo aprendió a admirar a aquellas mujeres, a aquellos hombres... El hecho mismo de que tuviesen tan poco dinero y estar allí perdidos en medio de aquellos arenales y de aquel bosque, a merced del mar (si había mala mar no se podía rodar), favoreció una cohesión y un compromiso con la película especialmente fecundo.


La magnífica secuencia del temporal que socava la arena y se lleva las casas de madera allí plantadas, y las mujeres apenas pueden rescatar algunos humildes enseres del oleaje, me recordó unas viejas fotografías de una desgracia similar en Vieira de Leiria (en Marinha Grande), donde pasamos unos días hace unos años.

Arriba, construcciones de madera 
en la playa de Vieira de Leiría y las casas en la arena, 
socavadas por un temporal.
Debajo, fotogramas de Mudar de Vida, tras el temporal.

Para Costa, la película no tuvo herederos. (Me atrevo a añadir: salvo el propio Costa.) Y aventura una razón, en Mudar de Vida no hay un mínimo trazo de experimentación. La película nos hace sentir el fin de una comunidad de mareantes y sus relaciones vitales, y el nacimiento (más sugerido que mostrado), de un mundo de seres desarraigados (esos zombis que transitan por filmes como Ossos o No quarto de Vanda, de Pedro Costa). Ese momento de transformación es el tiempo de la película de Paulo Rocha, angustioso y complejo, el tránsito entre la historia antigua -la del mito (la historia de las gentes de Furadouro, sus amores y penas)- y la historia contemporánea -la del capitalismo (de las luchas e indecisiones del presente). En Mudar de Vida se impone el lado fatalista mizoguchiano, pero resulta visible el legado de Dovjenko, una vertiente orgánica que vertebra las relaciones de una comunidad con el lugar de las raíces.


Y justo esa vertiente orgánica -esa intimidad con la naturaleza- se quiebra con las relaciones capitalistas. Pero Paulo Rocha tampoco idealiza la vida de los mareantes; el título es muy explícito, no quedaba otra que cambiar de vida, pero lo nuevo no fue (es) menos injusto. El discurso cinematográfico -por así decir- de Mudar de Vida me trajo a la memoria De sus fatigas, la trilogía de John Berger - Puerca tierra, Una vez en Europa y Lila y Flag- sobre los campesinos de la Alta Saboya, en los Alpes franceses. En concreto, me acorde de estas líneas del ensayo -Epílogo histórico- que clausura los relatos de Puerca tierra (creo que no las cito aquí por primera vez):
...nadie en su sano juicio puede defender la conservación y el mantenimiento del modo de vida tradicional del campesinado. El hacerlo equivaldría a decir que los campesinos deben seguir siendo explotados y que deben seguir llevando unas vidas en las cuales el peso del trabajo físico es a menudo devastador y siempre opresivo. En cuanto uno acepta que el campesinado es una clase de supervivientes (...), toda idealización de su modo de vida resulta imposible. En un mundo justo no existiría una clase social con estas características.
Y, sin embargo, despachar la experiencia campesina como algo que pertenece al pasado y es irrelevante para la vida moderna; imaginar que los miles de años de cultura campesina no dejan una herencia para el futuro, sencillamente porque ésta nunca ha tomado la forma de objetos perdurables; seguir manteniendo, como se ha mantenido durante siglos, que es algo marginal a la civilización; todo ello es negar el valor de demasiada historia y de demasiadas vidas. No se puede tachar una parte de la historia como el que traza una raya sobre una cuenta saldada.

Paulo Rocha se sentía culpable de no haber rodado más, de no haber aprovechado más su oficio para dotar a la memoria viva de un sudario de cine que le concediera otro tiempo en la pantalla.
He tenido grandes remordimientos a lo largo de mi vida por no haber sido fiel a las experiencias de las personas que vivieron frente a mí, y que yo podría haber salvado del olvido y de la muerte. Porque me entregaron, en un momento de confianza, un aspecto de sí mismos. He conocido centenas de personas y lugares, árboles que murieron, calles que fueron destruidas, personas que yo conocía, y lo que tenían de único y frágil desapareció. No soy lo suficientemente enérgico para filmar todos los días. Soy un poco como Camões en Macao: curador de difuntos y ausentes. En parte, mis películas son eso. En ellas preservé alguna memoria de familia y amigos… y de la playa… a lo largo de mi vida preservé eso en cada película.

Pero basta ver Mudar de Vida para sentir la bendición de nuestra mirada y absolver a Paulo Rocha de cualquier culpa y aliviarlo de cualquier remordimiento. Me bastaría ese plano sublime con una imagen primordial -un emblema de la memoria- de mi infancia. Cuántas veces habré rememorado a mi abuelo subido en la grade, mientras yo tiraba de las vacas en los días de labranza. En Mudar de Vida son dos mujeres faenando la tierra...


Y recordé la oración de cada día de Godard en el capítulo 3b, Une vague nouvelle, de sus Histoire(s) du cinéma.


Hay películas como Mudar de Vida que (de)muestran hasta qué punto la plegaria de Godard ha sido atendida.