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6/8/13

De Carlos Marx a David Simon vía Dublín


En febrero de 1946 -dos años antes de morir-, Eisenstein tuvo un infarto y pensó que la palmaba, con tal certeza que ya consideró el tiempo restante sólo como una posdata. Y empezó a escribir sus memorias. Las tituló Yo! Así, en español. Un título donde resuenan la nostalgia de los días de ¡Que viva México! y ecos de los poemas egotistas Maiakovski.

Eisenstein en Méjico. Fotografía de Agustín Jiménes en 1931. 
El cineasta se veía -y se gustaba- en este retrato 
con una sonrisa a la Gioconda.

Unas memorias que brotaban a modo de flujo -o mejor, de torrente- de conciencia, mirándose en el espejo de uno de sus libros favoritos: Hace mucho tiempo que conozco y amo el "Ulises", escribe; y ya en las primeras páginas podemos leer: Joyce es un verdadero coloso. En la escuela de cine de Moscú, Eisenstein les hablaba a sus alumnos del Ulises y seleccionaba algunos fragmentos para los ejercicios de guión. Conocer a Joyce figuraba en los anhelos del cineasta. Tenían mucho de qué hablar.   

Eisenstein en París.  Fotografía de Man Ray en 1929.

Eisenstein casi se deja la vista en el agotador montaje de Octubre (1928). En su diario anota que después de aquello sólo podría filmar El Capital y se fue a descansar con un libro debajo del brazo. ¿El de Marx? Qué va, el Ulises. El 8 de marzo de 1928 anota que le está dando vueltas a la estructura de una película sobre El Capital, por ejemplo describir minuciosamente la jornada de un hombre narrada a la manera de un esbozo que da origen a digresiones... como pretexto para el desarrollo de las ramificaciones de la naturaleza asociativa de todas las fórmulas, generalizaciones y de los postulados sociales de la obra de Marx. Pongamos por caso, partir de un botón de un vestido y llegar al tema de la superproducción. Y toma como referencia un capítulo del Ulises de Joyce donde a propósito de cómo encender una lámpara de queroseno se despliegan  respuestas de orden metafísico. Un mes después sigue anotando ideas en torno a la estructura de El Capital en términos de ensayo visual, a través del choque de imágenes -el tranvía eléctrico en Shanghai y los millares de coolíes, que aquél privó del pan, acostados sobre los rieles para morir- y las conexiones inesperadas que pueden anudarse en torno a un plato de sopa en la mesa de un obrero cualquiera: Joyce puede ayudarme en mis propósitos, anota. Durante el montaje de Octubre Eisenstein experimenta la yuxtaposición de imágenes a la procura de ideas abstractas, que había esbozado en su teoría del montaje de atracciones. Creía que el camino del cine transitaba hacia una forma de pensamiento -de conocimiento-, una síntesis de arte y ciencia; imaginaba el futuro del cine como una forma que piensa, por usar la expresión de Godard en sus Histoire(s) du cinéma, para quien el montaje -y sin duda tenía a Eisenstein y Vertov en mente (dos cineastas que siempre le obsesionaron, como apuntó Jean Douchet)- es la forma natural que tiene el cine para pensar, pero recuerda también -de viva voz sobre una pintura de Manet (yendo más lejos aún que Eisenstein, o sea, más atrás)- que el cine estuviera hecho en primer lugar para pensar / se olvidará enseguida.


Las anotaciones del diario van dando cuenta de cómo Eisenstein concibe la idea de filmar El Capital como si fuera el Ulises: la película -rompiendo con la causalidad narrativa y procediendo mediante asociaciones libres y conexiones poéticas- trascurrirá en un sólo día a través del monólogo (interior) de la mujer de un obrero, hilvanando los hechos y su digestión en la conciencia (que los filtra con el cedazo de las emociones y los sentimientos). Pareciera que para llevar El Capital a la pantalla Eisenstein tuviera que pasar inexorablemente por el Ulises, como si la adaptación de la obra de Marx encontrara la forma -la horma de su zapato- en la de Joyce. Pero a esas alturas, en la patria de los soviets, ya no encuentra Eisenstein condiciones propicias para semejante proyecto, casi ni lo comenta más allá de las páginas del diario, o lo enmascara con la idea de filmar el Ulises, pero aún conserva la esperanza de que quizá encuentre la financiación necesaria en Alemania, en Francia, en Inglaterra... o en Hollywood. (Ahora quizá suene extravagante que el director de El acorazado Potemkin piense en Hollywood, donde la película había causado profunda impresión entre productores y cineastas, y convendría precisar que a Eisenstein le encantaba el cine americano, no sólo eso, tenía a Griffith en un altar, y en 1945 escribirá un hermoso texto sobre El joven Lincoln, una de sus películas favoritas, y Ford se lo agradecerá en una carta acompañada por un fotograma de la película. Y no está de más recordar que en aquel Hollywood aun resultaba verosímil desarrollar proyectos, por así decir, artísticos o sencillamente distintos.) Así que Eisenstein guarda en una carpeta unas decenas de páginas de notas (hay quien dice veinte y quien sesenta) y los dibujos preparatorios de El Capital y se va al Oeste. Pasando por París. Por muchos motivos. Pero uno  cardinal: conocer a Joyce.

Joyce en 1929. Fotografía de Berenice Abbott.

El encuentro con el autor del Ulises se produce el 30 de noviembre de 1929. Un mes después del crack. Eisenstein le cuenta su proyecto de llevar a la pantalla El Capital con el enfoque que había aprendido leyendo a Joyce, o sea, como si filmara el Ulises. Hay quien dice que ese encuentro resulta casi superfluo, sólo una (otra) posdata a una relación virtual anterior, que el diálogo más importante -el decisivo- ya lo habían mantenido los dos artistas a través de sus obras, y que el cine y la literatura tenían mucho más que decirse que los propios Eisenstein y Joyce. Pero cuánto le hubiera gustado a uno estar allí. Aquella fue, sin duda, una de las citas del siglo XX. Y debieron caerse muy bien porque volvieron a verse varias veces durante varias horas y Joyce le regaló un ejemplar de la primera edición del Ulises firmada. Eisenstein recuerda al escritor como un hombre modesto, amable, con mucho humor y completamente consagrado a su trabajo. Y nunca olvidó su voz. Joyce le leyó algunas páginas de su work in progress, que sonaban hermosas en su límpida claridad por más impenetrables que pudieran parecer (el irlandés recomendará  a los que decían no entender su Finnegans Wake que lo leyeran en voz alta) y le comentó algunos momentos del monólogo interior del Ulises, y el cineasta se dio cuenta que aún no había profundizado lo suficiente en su libro de cabecera.


Si Eisenstein quedó medio ciego montando Octubre, Joyce ya está cegato sin remedio y apenas veía, así que no sabemos qué pudo ver de los bocetos que le mostró el cineasta del proyecto de El Capital, ni que estaba pensando cuando le pidió si sería posible ver Octubre, y otra vez El acorazado Potemkin (aunque también Borges, ya cegato, cuando sólo podía ver por una ventanita, iba al cine y lo pasaba de maravilla, claro que entonces también podía escuchar los diálogos). ¿Le habrá contado Joyce su tentativa de convertirse en empresario con el Cinematógrafo Volta en Dublin hacía más de veinte años? Y qué no daría uno por ver la cara de Eisenstein cuando Joyce no sólo consiente en el proyecto sino que se muestra encantado; es más, al irlandés ya se le había ocurrido la idea de adaptar el Ulises al cine y sólo podía imaginar a dos directores para llevarlo a la pantalla: Eisenstein y Walter Ruttmann (le había gustado mucho Berlín, sinfonía de una gran ciudad). Al cineasta le debió parecer un sueño cuando  Joyce le confesó su convicción de que el cine era el medio ideal para desplegar el monólogo interior con todo su potencial expresivo. El 17 de febrero de 1930 durante una conferencia en la Sorbona ante unas doscientas personas, Eisenstein anuncia que su próxima película será una versión fílmica de El Capital de Karl Marx. Poco después, en Hollywood, le propone a los jefes la Paramount la adaptación del Ulises. La misma idea. Un mismo filme con dos caras.

Alexander Kluge

La historia del cine se compone tanto de las películas que fueron dejadas de lado como de las que se hicieron. Así como se erigen monumentos a soldados desconocidos, yo levantaría monumentos a las películas desconocidas , jamás filmadas. Son palabras del cineasta alemán Alexander Kluge. Y no hablaba por hablar. En 2008, coincidiendo con el crack financiero, estrena una película de nueve horas y media: Noticias de la antigüedad ideológica: Marx/Einstein/El Capital, un filme-ensayo sobre el proyecto que Eisenstein no pudo llevar a la pantalla, que incluye la pieza El hombre en la cosa, un cortometraje de Tom Tykwer, una miniatura de El Capital (como si fuera el Ulises), donde a partir de la foto de una mujer cualquiera se nos arrastra con un torrente sensorial que hilvana una red de historias, desde el origen de la tela del vestido hasta el sistema de alcantarillado con el que se conecta la vivienda en la que vive.

¿Cómo funciona una película?, 
se pregunta Eisenstein en el ensayo fílmico de Kluge. 
Cómo funciona una película para pensar
se preguntaba Eisenstein.

Me acordé de este monumento levantado por Kluge a la película desconocida de Eisenstein leyendo una entrevista con David Simon -el creador de The Wire y Treme- donde hablaba de las ideas que baraja para nuevas series:

Llevo tiempo persiguiendo un proyecto que habla de la eclosión del porno en el Nueva York de los años setenta, y especialmente del negocio en el que se convirtió la calle 42. Hemos encontrado a un tipo que regentaba un local y que de repente se convirtió en el jefe gracias a la mafia, que le puso al frente del negocio. Piensa que en aquellos años el porno pasó de ser una cosa absolutamente marginal a un negocio millonario: no se me ocurre nada que pueda ilustrar mejor la historia del capitalismo. De hecho, si yo fuera marxista (que no lo soy) nada me haría más feliz que utilizar el porno para hablar del capital.

A Eisenstein le hubiera sonado la mar de bien. Quizá como el monólogo de la mujer de un obrero del porno durante una jornada de trabajo en Nueva York (como Molly Bloom en Dublín).

7/1/10

Las huellas de una mirada

Las Vegas, en el bar, 1949

Desde hace dos días no se me van de la cabeza los rostros, los cuerpos y las miradas de esos hombres y de esas mujeres que Lisette Model fotografió durante los años 30, 40 y 50, en París, Niza, Nueva York, Reno o Las Vegas. Quizá de las mejores exposiciones de fotografía que haya visto nunca, y estuve a punto de perdérmela. Se clausura el próximo domingo en una sala de Madrid. Lisette Model es una de las grandes -y quizá menos conocidas- fotógrafas de la gran época de la fotografía americana, ésa que cuajó en los años duros de la Depresión.

Lisette Model

Pero Lisette Model tenía sus raíces en el corazón del Europa, allí donde anidó el huevo de la serpiente, esa génesis del nazismo en la que se abisma Michael Haneke en El lazo blanco que se estrenará un día de estos. Nacida Stern en la Viena de principios del siglo pasado, su padre decidió cambiarse el apellido por Seybert para proteger a la familia de la imparable corriente antisemita de la Centroeuropa de entreguerras que la empujó hasta París. Había recibido formación musical con Schönberg y estaba destinada al canto, pero algo sucedió y, tras aprender a manejar una Rolleiflex en 1933, se decantó por la fotografía. Un año después comienza en Niza una de sus series más conocidas, la titulada Promenade des Anglais, que se publicará en la revista Regards en 1935, y cinco años después en la revista PM'S Weekly, cuyo editor era Ralph Steiner.

Promenade des Anglais, Niza, 1934

En Niza conoce al pintor ruso-judío Evsa Model, se casan en 1937 y toma su apellido. Desde entonces firmará sus fotos como Lisette Model. Un año después se trasladan a Nueva York. En los años 4o empieza a publicar sus fotos en las principales revistas como Harper's Bazaar y ya en 1941 presentará su primera exposición individual en la Photo League, donde la había invitado a asociarse Walker Evans. En 1950 cambia la Rolleiflex por la Leica de 35 mm y al año siguiente, gracias a la fotógrafa Berenice Abbott, empieza a impartir clase en la New School for Social Research de Nueva York. Entre sus futuros alumnos encontrará a Diane Arbus o a Bruce Weber.

Parque Belmont, Nueva York, 1956

Durante la caza de brujas será investigada por el Comité de Actividades Antiamericanas y en 1955 una de sus obras será incluida en la mítica exposición del MoMA, The Family of Man, y cuyo catálogo -un ejemplar de la primera edición muy hojeado (ojeado)- me regaló el maestro hace casi treinta años, así conocí a Lisette Model y a tantos otros fotógrafos.


En la exposición recorremos más de cien fotografías, la mayoría de ellas son retratos en calles, en bares, en restaurantes, en espectáculos de variedades, en la ópera o en conciertos de jazz. Retratos que te interpelan, tal es la concentración que encierra el encuadre, reducido a una presencia verdadera. Simplifico mucho, confesó Lisette Model. Deja fuera todo aquello que enturbiaría el encuentro de miradas que propone cada fotografía: nuestra mirada en la encrucijada de la del modelo y la fotógrafa. Cada retrato de Lisette Model representa una invitación a seguir las huellas de su mirada hasta el encuentro con ese misterio cifrado en ese ser humano que contemplamos en la fotografía: esa milésima de segundo que la cámara registra y que nos revela aquello que resultaría prácticamente invisible para el ojo humano. Las huellas de una mirada que llevan inscrito un proceso de aprendizaje: la fotógrafa ha aprendido a mirar, a sostener la mirada del otro, a reconocer en el modelo la distancia propicia para el encuentro.


Mani Moretón, el gran fotógrafo orensano, nos ha cifrado magistralmente alguna vez el arte de la fotografía: una foto -y aun más un retrato- no se consigue, se merece. A menudo en las clases de guión utilizo el personaje del fotógrafo para comentar la utilidad de las caracterizaciones metafóricas: nuestro personaje es un fotógrafo, pero eso es decir poca cosa, qué tipo de fotógrafo, o mejor, cómo vive la fotografía, o dicho de otro modo, cómo la ve, ¿como un cazador? ¿Como un ladrón? ¿Como un seductor? O sea, ¿caza, roba o conquista las fotografías? Digamos que a Mani Moretón le gusta enamorarlas, o cómo un príncipe de un cuento le gusta besar a sus modelos para despertar a ese hombre o a esa mujer 'que se mueren' por ser retratados, animar a ese modelo que llevan dentro ese hombre o esa mujer con el que el fotógrafo se encuentra. Por eso Mani Moretón se viste como es debido, se pone el sombrero, se va a la feria de Ponte da Lima, charla con los feriantes, pasea, mira picarón a las chicas vestidas de fiesta, muestra la cámara, se gana su confianza y luego encuentra la distancia precisa en la que esa mujer o ese hombre cobran la presencia de un modelo. Y entonces dispara su cámara una vez y otra vez. Y otra. Con mimo. Con embeleso. Con cuidado. Porque se trata de un ser humano.

Lower East Side, Nueva York, 1942

Pues bien, recorrer la exposición de Lisette Model nos permite seguir los mojones de un camino de treinta años aprendiendo a mirar. Cada fotografía nos lleva de vuelta al momento en que la fotógrafa se había encontrado con su modelo, a imaginar qué sucedió en esa encrucijada del tiempo, a reconstruir el instante propicio para ese milagro cifrado en una milésima de segundo. Viendo la exposición de Lisette Model, como cuando escuchaba a Mani Moretón mientras veíamos sus retratos este pasado septiembre, me vino a la memoria una palabra muy hermosa que define con ternura lo que los fotógrafos hacen con sus modelos antes de disparar: tienen que encalamocar a esa mujer, a ese hombre, a ese ser humano. Detrás de cada gran retrato hay siempre una historia de amor, aunque dure tan sólo una milésima de segundo.

Mujer con velo, San Francisco, 1949

Para Lisette Model, las señales que aparecen en la superficie de la fotografía representan las huellas dactilares de nuestra civilización. Y el valor de mirar representa el valor de los seres humanos retratados. Así, la cámara se convierte en una herramienta para detectar lo invisible bajo la máscara del tiempo. Rogi André, la amiga fotógrafa de Lisette Model que le enseñó a manejar la Rolleiflex en los años de París, le dio una única lección: "Nunca fotografíes nada que no te interese de una manera absolutamente apasionada". Veinte años después, Lisette Model convirtió esa lección en un axioma de su pedagogía bajo la ya famosa fórmula que evocaron sus alumnos: Fotografiad con las tripas. Es decir, tened el valor de mirar a ese ser humano al que disparáis, no es el objeto de una fotografía, es el sujeto de una relación, de un encuentro, de un lugar cargado de tiempo. Por eso, las fotografías de Lisette Model nos trasmiten la cualidad de la mirada en el momento en que las hacía: la timidez de las fotos de París, cuando se protegía aún de la mirada del otro y fotografiaba a un ciego o a un vendedor de flores que se había quedado dormido; el desafío con que retrataba a los ricos del Promenade des Anglais, como si aguardaran el fin del mundo, cuando se acercaba ya la medianoche de la historia, en palabras de Walter Benjamin, una fotografías tan cercanas al mundo que había registrado en los mismos lugares unos años antes Jean Vigo en A propos de Nice; la ternura de las fotografías de las viejitas en un banco en Niza, o las parejas del Nick's en Nueva York, en 1940; la empatía y complicidad de las fotografías del Lower East Side y de la bañista de Coney Island...

Bañista de Coney Island, Nueva York,
1939-1941

Si los retratos de Lisette Model permanecen en nuestra memoria es porque nos invitan a penetrar en la superficie de las fotografías, en el misterio de esos rostros, en las texturas de sus abrigos y andrajos, bajo las pieles y máscaras, e indagar en la novela que llevan a cuestas. Porque sin ser fotos literarias, los personajes llevan una historia a sus espaldas. Y Lisette Model nos abre una puerta hacia la existencia de esos seres humanos en las calles o en los bares, una puerta abierta ante la cámara durante un instante apenas entrevisto.
Lower East Side, Nueva York, 1940-1945

Las fotografías de Lisette Model acaban por encontrar en nuestra mirada una intimidad imprevisible, como ese retrato de una pareja en al que ella hunde la cabeza en el pecho de él que baja la suya para cerrar el círculo frágil ante una separación presentida en el Nick's, y nosotros querríamos abrazarlos, protegerlos, salvarlos. Porque Lisette Model nos llevó hasta ellos por las huellas de una mirada y ya forman parte de nuestra memoria. Y no se nos van de la cabeza.