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11/5/14

Un tiempo (secreto) de bolsillo


Cuando hace casi cuatro meses Ángeles leyó el título de la entrada -Ropa tendida- se imaginó que iba encontrar algunas de las imágenes por las que uno siente debilidad en una pantalla: los tendales de ropa (y aun más las sábanas tendidas: esas pantallas primordiales).

Fotograma de Alumbramiento de Víctor Erice

De niño las sábanas al viento me prendían la mirada en el rastro de lo invisible. En la memoria de aquellas sábanas se ha grabado la impresión de una mirada. Aquellas sábanas -como el mismo cine- no atrapaban sólo el viento, también -y sobre todo- capturaban el tiempo. Un tiempo perdido.

Fotografía de Cristina García Rodero

Desde luego Ángeles encontró en aquella entrada una de esas imágenes cardinales (o sea, del corazón), el fotograma de Principios de verano de Ozu, un cineasta que prodiga la ropa tendida en los pillow shots de sus filmes, esos planos vacíos que colman la mirada con un aquel de pequeñas formas de duelo, como petos de ánimas.

Fotograma de Cuentos de Tokio de Ozu

Quizá nadie como Daney -ni de forma tan bella- ha evocado al niño (que fuimos) cautivo frente a la pantalla, el que perdura en el espectador adulto (que somos) fascinado aún por el cine. Creo que la cinefilia germina en las películas que ha visto la criatura que fuimos: los cinéfilos vivimos marcados, como el protagonista de La jetée de Chris Marker, por una imagen de la infancia.

Fotograma de Buenos días de Ozu

(La jetée puede verse también como una metáfora sobre la experiencia del espectador de cine que viaja en el tiempo de la película, hacia el futuro, pero en realidad vuelve al niño que un día encontró en el cine un refugio a salvo del tiempo. La jetée habla también, entonces, del trabajo sobre la memoria y la fascinación de las imágenes, y aun sobre la fuerza -la persistencia, digamos- con que éstas se imprimen en aquélla. En lo que al cine se refiere quizá tenga toda la razón Jean Paul Richter, la memoria es el único paraíso del que no podemos ser expulsados, una cita que Godard ha convertido en uno de sus emblemas.)

Fotograma de Flores de equinoccio de Ozu

Hay películas, hay planos, donde aquel niño se sienta (a mirar) a nuestro lado y aun miramos (en todos los sentidos) por sus ojos. En el cine, el niño asombrado -son palabras de Daney- va hacia lo que todavía no sabe. En el cine, el adulto no puede sino volver hacia lo que siempre ha sabido. Y esa encrucijada de las miradas otorga a un plano, a una película, todo su poder de encantamiento.

Fotogramas de La biblia de neón de Terence Davies

Esos planos que parecen suspender (o desprenderse de) la continuidad de la proyección... esos momentos -otra vez Daney- misteriosamente precisos, esas fascinaciones puntuales que cristalizan la emoción, reaniman la mirada de la infancia al recuperar aquella fascinación primordial.

Fotogramas de ¿Dónde está la casa de mi amigo? 
Son esos momentos en que miramos un plano con todo el cuerpo y en todos los sentidos. Donde la película nos recorre de punta a punta.

Fotogramas de Eleni de Angelopoulos

La fascinación, la emoción del cine, pasa por un cuerpo a cuerpo -ese abrazo hipnótico con la mirada del que habla Bellour en El cuerpo del cine- entre nosotros y la película.

Fotograma de Bande à part de Godard

Son esos planos que te cobijan, en los que uno puede esconderse...

Fotogramas de ¿Dónde está la casa de mi amigo? 

Lo sublime, escribe Jean-Luc Nancy, tiene lugar donde unas obras nos tocan. Allí donde el arte -añade- nos entrega algo de una infancia.

Fotograma de Ordet de Dreyer

Algo así como la vibración poderosa de una presencia fugitiva, ese plano que colma nuestra mirada y desaparece arrastrado en la proyección.

Fotogramas de Ordet de Dreyer

Llevamos con nosotros en esos planos (como sudarios del cine de los adentros) la memoria de un tiempo (secreto) de bolsillo.

28/1/14

Murnau, ora pro nobis


Arrecia el temporal mientras leo un artículo de Víctor Erice sobre Theo Angelopoulos en un número doble de la revista Shangrila dedicado a la obra del cineasta griego. Traigo aquí un par de párrafos del texto de Erice donde evoca sus encuentros con el director de Paisaje en la niebla:

Cuantas veces -en Grecia, en España- hablé con Theo Angelopoulos, y cuando él aludía a su trabajo como cineasta, me daba cuenta de las sensibles diferencias existentes entre nuestras respectivas concepciones del relato en imágenes. No obstante, yo no le concedía mucha importancia a este hecho. Me decía a mí mismo que, en el fondo, se trataba solamente de dos maneras diferentes de vivir el cine, especialmente la práctica del oficio.

Erice con Angelopulos en mayo de 2008, 
delante del Círculo de Bellas Artes de Madrid. 
(Fotografía de Luis Sevillano.)

Theo hablaba de lo que había hecho y de todo aquello que todavía le quedaba por hacer con una exaltación y una firmeza cautivadoras. Tenía entonces entre manos -recuerdo- la posibilidad de construir de la nada, en medio de un páramo por él elegido, un pueblo entero concebido a imagen y semejanza del que una noche había soñado. Una tarea para cuya realización contaba con un periodo de tiempo que se extendía a lo largo de seis meses de rodaje, propia del demiurgo que habitaba en su interior. No cabía otra cosa que escucharle -lo reconozco- con un punto de envidia (¡quién no ha querido alguna vez, en su juventud, ser un director de cine a la manera de Murnau!), y a la vez desde la distancia que a uno le correspondía al transitar por el camino de una modernidad de inspiración rosselliniana, curtida en la renuncia, entregada al azar.

Lo confieso, me tentó reducir la entrada a esa línea entre paréntesis (y entre admiraciones): ¡quién no ha querido alguna vez, en su juventud, ser un director de cine a la manera de Murnau! (Eso, a ver, ¿quién no?)

Fotograma de El espíritu de la colmena de Erice

Esa línea dice mucho de quien la escribe (y quizá de quien la cita, vete a saber), pero preferí conservarla en su contexto, porque revela -como al acaso- las tensiones que nutren el oficio de filmar -el oficio de vivir (el cine)-, no de Angelopoulos, desde luego, sino de Víctor Erice: esa lucha -sí, agónica- de su cine entre Murnau y Rossellini.

27/3/12

Tonino y Antonio


Como se han confabulado el trabajo y la mudanza para no dejarme una hora libre, os tengo abandonados. Un buen amigo me dijo uno de estos días que es una pena cuando tengo que trabajar porque la escuela ralea. Más pena le da a uno, más que nada por lo de trabajar. Ya lo decía Pavese, trabajar cansa; y digo yo, ya de cansar bien podía exaltarnos con un aquel más sostenido. Así que, después de dormir por primera vez en una casa que esperamos sea, como reza aquel título de Vila-Matas, para siempre -dure lo que dure ese siempre-, he reconquistado una hora apenas para despedirme de dos maestros que he traído más de una vez por la escuela, como quien prende una candela para encontrar en las sombras una casa para el alma. Una de estas madrugadas, con la radio encendida -pero para no oírla- mientras escribía, me entero de la muerte -el pasado miércoles- de Tonino Guerra. Se ve que filtraba inconscientemente cuanto oía. Como estaba muy cansado, más que tristeza, me invade una sensación de fatalidad. Hace poco más de dos meses se nos fue Angelopoulos, que escribió algunas de sus más bellas películas -Paisaje en la niebla, La mirada de Ulises, La eternidad y un día- con Tonino; y hace poco más de uno Erland Josephson, que encarnó a Domenico en Nostalgia, la película que Tonino escribió con Tarkovski. Y no olvido -cómo olvidar- las películas de Antonioni con Monica Vitti,  Amarcord o Ginger y Fred de Fellini, o La noche de san Lorenzo de los Taviani. Algunas de las mejores páginas del cine europeo de los últimos cincuenta años se las debemos a Tonino Guerra. Me tienta pensar que algunas replicas memorables de esas películas fueron obra suya y, tratándose de un gran poeta, cómo no buscar -y aun encontrar- ecos de sus poemas en las palabras y las imágenes. Para mí -confesó Tonino Guerra- no existe una gran diferencia entre escribir poesía y escribir guiones, ambas conducen a los mismo: la creación de imágenes. Un guionista debe tener mil imágenes en su cabeza para conquistar a hombres como Fellini o Antonioni. Pero no sabemos -más allá de los créditos de los guiones- qué escribió de esas películas maravillosas, porque nadie sabe cómo se decanta, transfigura y materializa la escritura fílmica entre el guión y el montaje. Y aunque Tonino nos lo hubiera contado, tampoco lo sabríamos, porque no hay palabras que puedan dar cuenta del misterio de las imágenes sobre una pantalla. Sólo sabemos que hemos escuchado a Monica Vitti -en El desierto rojo-: Me duele el cabello, los ojos, la garganta, la boca... Dime si estoy temblando. O a aquel viejo loco de Amarcord, encaramado a un árbol y gritando: Voglio una donna. Pero nunca podemos decir de quién son las palabras de las películas. Sólo podemos verlas. Por eso, nos seguiremos viendo en el cine y en cada uno de tus poemas; en tus mil imágenes, Tonino.


Y ayer, en la madrugada, otra vez por la radio, me entero de la muerte en Lisboa de Antonio Tabucchi, y pensé que, ya de morir, qué mejor lugar que la ciudad que tanto amaba, y quiero creer que en compañía de sus queridos fantasmas, como en Los últimos días de Fernando Pessoa, que he vuelto a leer esta noche, aprovechando que los libros han empezado a salir de las cajas.


Como he vuelto a leer el poema de la rosa de Tonino Guerra:


Hará unos veinte días puse una rosa en un vaso
encima de la mesita que hay junto a la ventana.
Cuando vi que los pétalos se habían marchitado
y que estaban a punto de caer
me senté frente al vaso
a ver morir la rosa.
Estuve un día y una noche esperando.
El primer pétalo cayó a las nueve de la mañana
y lo hizo en mis manos.
Nunca he estado junto a un lecho de muerte,
ni siquiera cuando murió mi madre.
Yo estaba de pie, lejos, al final de la calle.


Para decir adiós. A Tonino y Antonio.

29/2/12

Adjö, Erland


A primera hora de hoy me enteré de la muerte el sábado pasado de Erland Josephson. No era una estrella y se ve que no urgía el obituario. Al fin y al cabo sólo era UN GRAN ACTOR que encarnó personajes memorables con Tarkovski en Nostalgia y Sacrificio o con Angelopoulos en La mirada de Ulises. Y uno de los actores bergmanianos -quizá el bergmaniano por excelencia- en El rostro, Pasión, Gritos y susurros, Fanny y Alexander...

Erland Josephson e Ingmar Bergman 
en el rodaje de Fanny y Alexander

El amigo y el espejo de los demonios de Bergman en Secretos de un matrimonio, Después del ensayo y Saraband -su última película juntos-, y su trasunto en Infiel, dirigido por Liv Ullmann con guión del cineasta.

Bergman, Sven Nykvist, Erland Josephson y Liv Ullmann
 hace cuarenta años, durante el rodaje en Farö 
de Secretos de un matrimonio

Erland Josephson, Bergman y Lena Olin 
en el rodaje de Después del ensayo

Pero quizá ni Bergman ni Erland Josephson hacen ya mucha falta. Por eso me alegro de haber estado al lado de nuestro hijo cuando leí la noticia esta mañana: él también necesita las películas de Bergman y compartimos la admiración por Erland Josephson.

Erland Josephson en un fotograma de Saraband

Dan ganas de entrar en este fotograma sin hacer ruido y decirle adiós con un silencio abrigado por tantos libros. Adjö, Erland.

30/1/12

La belleza del mundo


Tanto como celebrar las películas de nuestra vida, rescatar del olvido aquellas que podrían serlo o despertar el deseo de ver el cine de tantos directores, reconforta traer a esta escuela una obra reciente -de un cineasta a seguir- que ha pasado por las salas -pocas- en voz baja y que merece -y recompensa- cuanta atención le prestemos, una  película tan austera, silenciosa y humilde como Le quattro volte (2010) de Michelangelo Frammartino.    


La idea de Le quattro volte germinó en un texto atribuido a Pitágoras y escrito durante la estancia del filósofo y matemático griego en Calabria, donde Frammartino, hijo de calabreses emigrados a Milán, pasó los veranos de su infancia y adonde volvió para rodar sus dos largometrajes; a sus 43 años, Le quattro volte es su última película.

Frammartino en el rodaje de Le quattro volte

El texto de Pitágoras da cuenta de las cuatro vidas del hombre: la mineral (las sales minerales de nuestros huesos), la vegetal (la sangre que, como la savia por las plantas, circula por nuestro cuerpo), la animal (el aparato sensorio-motriz) y la humana (el entendimiento y la voluntad). Dadas las cuatro vidas -que remiten a los cuatro elementos, pero también a las cuatro vidas (o formas) del alma-, continúa Pitágoras, para que el hombre pueda conocerse verdaderamente, debe transitar las cuatro vidas, debe vivir cuatro veces, de ahí le quattro volte del título del filme de Frammartino.  


Y en torno a esas cuatro vidas -esas cuatro veces (de la transmigración) del alma- se articula la materia de una película que, en cuanto relato, podría figurar entre los cuentos filosóficos (de todo el mundo) - El círculo de los mentirosos y El segundo círculo de los mentirosos- que va recopilando el guionista Jean-Claude Carrière. Un viejo pastor, un cabritillo, un árbol y un saco de carbón bastan para hilvanar una cosmogonía.

 



Cuatro veces, cuatro estaciones, cuatro movimientos (del alma). Le quattro volte desplaza al hombre del centro del mundo para restaurar el equilibrio del cosmos. Es la existencia -lo que existe- quien cobra protagonismo. La finitud y la contingencia parecen aguardar por el cine para revelarnos el alma de las cosas. Y Frammartino construye las imágenes como encrucijada de la mirada; no para ser descifradas, leídas o interpretadas, sino para que vayamos a su encuentro. Para ver -percibir- en la piel del mundo las cuatro formas del alma. Y  la belleza como un poso de las formas en la mirada. Y el sonido -verdadera caligrafía sonora- como peto de ánimas (de las cosas), como podríamos referirnos al alma de un instrumento musical.


Hay quien ha definido el filme de Frammartino como una película experimental -quizá porque no tiene diálogos ni voz en off y, sin aspavientos, aguarda por nosotros- y quien la ha calificado de documental -quizá porque todo parece verdadero, como sin preparar-. Cualquier espectador avisado -por su propia experiencia- se da cuenta de que Le quattro volte ha exigido una larga, sostenida y atenta preparación, pero basta ver el plano-secuencia de ocho minutos, siguiendo los movimientos inquietos de un perro que ladra sin tregua para llamar la atención  de unos cofrades, con su Cristo camino del Gólgota y sus legionarios romanos, y, como lo ignoran, procede a sacar con patas y hocico la piedra que hace de tope en la rueda trasera de una camioneta aparcada cuesta arriba, de tal forma que empieza a moverse marcha atrás y acaba destrozando el cierre de un redil donde el pastor guarda su rebaño, entonces las cabras ocupan el pueblo que la gente ha abandonado para asistir a la procesión de Semana Santa, basta contemplar, decía, la ligereza y armonía de las panorámicas desde un único -y feliz- emplazamiento de cámara con que Frammartino resuelve la escena en un solo plano para advertir que no estamos ante un documental. O podríamos convenir en que, si algo documenta Le quattro volte, es el alma. Que lo invisible aflore en lo visible cifra el milagro de la película. Y lo documenta con el humor que destila la mirada del cineasta enhebrando con júbilo vitalista las cuatro vidas, las cuatro veces.


Le quattro volte canta el milagro de la vida, es decir, el accidente que la hizo posible, su contigencia, y usa el cine como notario de su efímera condición, pero también como revelador de la belleza que alienta en lo fugitivo de las formas que la cámara aprehende. Cuánto nos ha recordado el cine de Flaherty, pero también Día de fiesta de Jacques Tati y El árbol de los zuecos de Ermanno Olmi. Y claro, Frammartino evoca en el ritual del árbol -que los vecinos del pueblo cortan, celebran y luego acaba convertido en carbón- la memoria de I Dimenticati, el corto que rodó en 1959 Vittorio de Seta -uno de los maestros italianos del documental- sobre la fiesta del árbol que se celebra desde tiempo inmemorial en Alessandria del Carretto, un pueblo de Calabria.


Empezamos la semana pasada despidiendo a Angelopoulos y la acabamos descubriendo a Frammartino. Parece un episodio de Le quattro volte. Las vidas -las almas- del cine. En las últimas líneas del texto de Santos Zunzunegui que me despertó el deseo de ver Le quattro volte, citaba el último verso de un soneto de Góngora en el aquel de cantar el destino de toda la belleza del mundo; al final todo acaba en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada. Por eso lo cantamos, con la poesía, con la música, con la pintura... Con el cine.

26/1/12

La memoria errante


Fotograma de Eleni

Pasé la noche montado en un carrusel. Con la mirada poseída por la memoria de las imágenes de Angelopoulos. Por las conversaciones con el maestro sobre La mirada de Ulises, Eleni, La eternidad y un día... No eran películas. Eran más que películas. Eran una gramática que nos permitía aludir a algunos misterios impronunciables.

Fotograma de La mirada de Ulises

Ahora Theo ha desaparecido en un trocito de cine y lo imagino abrazado al árbol de Citera, como sus niños de Paisaje en la niebla.

Fotograma de Paisaje en la niebla

Ahora imagino al maestro y a Theo haciéndose compañía en aquel lienzo tan bello de una Citera abandonada. O en un fotograma de Viaje a Citera.

Fotograma de Viaje a Citera

Si alguna vez esta escuela apareciera en forma de libro y pudiera elegir la cubierta, llevaría esta imagen:


No aparece tal cual en Eleni, pero habla de Eleni. Cuando vi esta imagen por primera vez, fue como si cuajara en celuloide la memoria ensoñada de la infancia, cuando de niño contemplaba, desde el puente sobre el río Tripes, el Miño desbordado hasta las ventanas del primer piso de las casas del Arrabal en Tui, durante las inundaciones periódicas -cheas, le decían- de los primeros sesenta del siglo pasado, con los vecinos poniendo a salvo los enseres en barcas... Y con aquella película aconteciendo ante mis ojos cómo no iba a llegar tarde a la escuela, cómo no imaginarla también anegada y que la clase nos la iban a impartir a flor de agua. Aún estoy viendo la mirada sonriente del maestro cuando un día le aparecí en casa llevándole Eleni. Tenía que verla. Cómo si hiciera falta insistirle. Cuántas veces evocamos aquel plano con las sábanas tendidas estremecidas por el viento, las imágenes del diluvio, el lugar donde se citaban los músicos para tocar en una boda... Qué poco hacía falta para entenderse con la gramática de Eleni, de La eternidad y un día, de La mirada de Ulises...


Hay cineastas que apuran el tiempo. Hay cineastas que abrazan el tiempo. Angelopoulos lo abraza como a un fantasma errante y memorioso con quien hablar largo y tendido. Tonino Guerra, que escribió con el cineasta seis de sus más bellas películas, recuerda cuánto le gustaba el café mientras trabajaban en un guión, necesitaba tener cerca una taza de café, y se la seguía llevando a los labios de vez en cuando, como si ese gesto distraído le ayudara a consolidar sus pensamientos. Angelopoulos, aludiendo al tiempo en su cine, comentó alguna vez que los italianos toman el espresso de un sorbo, pero que a él le gusta saborearlo. Cómo no iba a saborearlo un cineasta que rodaba cada plano como quien procura en la belleza una plegaria por la salvación del mundo. Un mundo salvado por el cine. Porque el cine era el mundo para Angelopoulos. Y su viaje. Por eso intentaba recobrar en cada película la inocencia de la primera mirada, como el cineasta de La mirada de Ulises. Como los niños de Paisaje en la niebla, cautivados por la pequeña maravilla de un fotograma.


Pasé dos días ayuno de noticias y ayer por la noche Ángeles me trajo la de la muerte de Angelopoulos mientras localizaba para su próxima película, El otro mar. Ya se había enterado por la mañana cuando viajaba hacia Tui y escuchaba Radio 3, pero prefirió no decírmelo por teléfono. Sabía cuántos recuerdos iba a desencadenar y prefería que el carrusel no se echara a rodar estando uno solo. Sabía cuánto iba a necesitar su abrazo. Y abrazar a Esther. Y al maestro. Y la memoria errante del cine de Angelopoulos.