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1/2/15

La oreja y el ojo


Cada nota de música posee un soplo que te lleva 
y como director simplemente debes hacer 
que sople el buen viento en el momento adecuado. 


Cuando se estrenó en Vigo Terciopelo azul a finales de 1986, debimos verla dos o tres veces.


Y durante unos meses no me la debí quitar de la cabeza -ni de la boca- porque el verano siguiente, en cuanto llegamos a O Carballiño para asistir a las Xornadas de Cine e Vídeo de Galicia (Xociviga, que nos reunía cada verano durante los ochenta y primeros noventa para darnos a la gula del cine, cinco o seis películas diarias, un atracón), fue llegar, decía, y Manolo González me puso de inmediato tras una máquina de escribir para que mecanografiase un texto sobre la película de David Lynch -que se proyectaba al día siguiente (por fin pudimos verla en versión original)- con vistas al suplemento sobre el festival que se publicaba diariamente en las páginas centrales de La Región.


Si no recuerdo mal, enhebré un rosario de cosas de Blue Velvet -una valla con rosas, una manguera, una oreja, un armario, un pedazo de terciopelo, un cuchillo, una mascarilla, un flexo, una escalera, una cortina mecida por el viento...- que denotaban -en la mirada lynchiana- la conjugación de lo familiar con lo extraño, o mejor, lo extraño bajo la piel de lo doméstico; el horror tras el telón de la rutina diaria (el reverso tenebroso de lo familiar), pero también el humor que aflora en el horror, como el dolor en el amor, y una aleación de lo bello y lo siniestro. Con mucho humor (negro o blue), todo hay que decirlo. En palabras de J. G. Ballard,
Blue Velvet es una broma constante y brutal, El Mago de Oz vuelto a filmar con guión de Franz Kafka y decorados de Francis Bacon.

Creo que viene muy a cuento la valoración de David Thomson, casi veinte años después de su estreno:
Lo emocionante de Terciopelo azul es la forma en que se introdujo en las vísceras de la gente. Es uno de esos peligros que uno huele en la oscuridad, y que una vez saboreado, arrambla con todo el resto. Algunos espectadores de la América media salieron de Terciopelo azul sintiéndose sucios, y yo pertenezco a la fe de los que creen que esta clase de contaminación es muy necesaria, y que el cine la lleva a cabo con mucha más delicadeza que el horror de una guerra en el extranjero.

La hemos visto unas cuantas veces más en estos últimos (casi) treinta años. Puede sonar extravagante mencionar que fue un rodaje feliz o apuntar que se trata -quizá- de la película más equilibrada del cineasta, la más perfecta, y si no detestara el adjetivo, diría que la más redonda. En ocasiones preferimos otros lynch (el último, pongamos por caso, la fascinante e hipnótica Inland Empire), pero Blue Velvet no ha perdido un gramo de su pegada perturbadora. Cómo olvidar esa aparición de Dorothy/Isabella Rossellini desnuda hacia el final de la película.


(La actriz se inspiró en la imagen de la niña vietnamita deambulando desnuda por una carretera, con el cuerpo quemado tras un ataque con napalm, en la famosa fotografía de Nick Ut.)


En ninguna de las escenas de Blue Velvet se podría hablar de celebración de la carne; menos que en ninguna en esa aparición en medio de la noche: carne que grita, un grito lacerante.

David Lynch dirige a Isabella Rossellini 
en Blue Velvet.

En palabras de Lynch, Blue Velvet es como un sueño de extraños deseos atrapado dentro de una historia de suspense. Y añade:
El cine tiene una manera grandiosa de dar forma al subconsciente. Es un lenguaje estupendo para eso.

Como tantos noir de los 40 y 50, Blue Velvet funciona como un universo mental, con la lógica onírica (si aplicamos la lógica racional el guión semeja un colador) de los cuentos de hadas que siempre envuelve con una fina piel de palabras un horror innombrable. (Me viene ahora a la cabeza Dónde viven los monstruos de Maurice Sendak, pero este cuento infantil quedará para otro día.) En fin, un misterio merecedor de tal nombre no representa un enigma a resolver, sino que exige un viaje al corazón de las tinieblas, al magma insondable del ser humano.


Sería un enigma si el protagonista -Jeffrey/Kyle MacLachlan- fuera sólo -que también- un detective (amateur), pero es que es -sobre todo- un mirón. No sé si eres un detective o un pervertido, le dice Sandy/Laura Dern. Para Lynch,
La película es un cuento perverso. Hay toda una mitología y un simbolismo en los cuentos de hadas que me gusta mucho, y eso se encuentra desperdigado en el filme.
Érase una vez... en Lamberton, con los cincuenta permeando los ochenta. Una imaginería visual y sonora para un universo sin una ubicación temporal precisa -obra de la dirección artística de Patricia Norris y del diseño de sonido de Alan Splet- que refuerza la cualidad onírica del filme.


Lynch se refirió a la atmósfera naif de los teenagers de los 50 -casas, automóviles, vestuario, atrezo (la foto de Montgomery Clift en el cuarto de Sandy)- rememorada desde los ochenta a través de las canciones de aquellos años: Blue VelvetIn Dreams... Claro que la iluminación de Frederick Elmes dota a la imaginería de los 50 de visos sombríos, más propios del presente (del rodaje) de la película, acorde con las zonas oscuras que explora.

Siempre he tenido la curiosidad de saber lo que podía ocurrir en estas casas [de esos pueblos del Medio Oeste donde Lynch pasó su infancia y adolescencia]. Tenía el presentimiento de que tan sólo estaba viendo la parte emergida de un iceberg. En el fondo todos somos como detectives al acecho de las cosas que nos esconden. La peste puede reinar en el interior de estas casas, escondida entre las sombras. Es allí donde se encuentra el horror.

Un sueño de extraños deseos de un mirón que acaba dentro de un thriller onírico. Sólo que se trata de un ojo -el del mirón- que empieza a ver por una oreja. Casi -o sin casi- podríamos decir que Dorothy es una idea que Sandy le mete en la cabeza a Jeffrey por la oreja. He oído cosas, le dice Sandy a Jeffrey a propósito de Dorothy Vallens; más concretamente, cosas sobre una oreja (ésa que él encuentra al comienzo de la película).


La oreja como tentación. Otra oreja por la que entrar en la trama de Terciopelo azul. La oreja como puerta a otro mundo. Una oreja para mirar.


Lynch ha contado que empezó en el cine por la oreja (como Jeffrey en la trama de Terciopelo azul), cuando escuchó el viento en uno de sus cuadros, un viento que lo llamaba a entrar dentro de la pintura, algo que sólo el cine le permitía. Una oreja que llama por el ojo, como en la escena de sexo que Jeffrey atisba desde dentro del armario; más que ver, la escucha; ve menos de lo que imagina, o -digámoslo así- la ve por el ojo de la oreja (la mirada imagina más de lo que ve). Una escena, entonces, donde la oreja deviene ojo.


Para mirar a Dorothy y Frank Booth/Dennis Honper. En una escena insólita: pareciera que actúan para nuestro mirón-Jeffrey, representando la escena primitiva, la escena original (de la que habla Pascal Quignard en El sexo y el espanto), transfigurados en padres simbólicos -se tratan de papá y mamá-, como si a Jeffrey le fuera dado asistir a su propia -espantosa- concepción.


Quizá las páginas más iluminadoras que haya leído uno sobre Terciopelo azul  se deben a Michel Chion en su libro sobre David Lynch (aunque no comparta -no del todo, no todos- los sesgos mas audaces de su interpretación). Lo insólito de la escena radica en la teatralidad de lo que se le ofrece a Jeffrey: talmente parece una puesta en escena (valga la redundancia) pensada para (y por) un mirón, y de ahí el malestar que experimentamos, mirones también nosotros, los espectadores. ¿Qué es el cine sino una ofrenda para la mirada ardiente -y furtiva- en la oscuridad?


De la misma forma que Lynch monta la escena para el espectador, cabe sospechar si Frank y Dorothy (desde luego ella sabe que Jeffrey se esconde en el armario, lo ha descubierto antes de la irrupción de Frank) montan el espectáculo conscientes de la presencia del mirón.


Pero mirar, saber, no es inocente. Querer mirar. Querer saber. Acercarse al otro. Ser otro. Ser el otro que (también) se es. Jeffrey/Frank..... Sandy/Dorothy.....


Jeffrey quiere ser Frank, lo teme pero desea su poder sobre Dorothy: Frank encarna el lado oscuro de Jeffrey, un Jeffrey que quiere lo mismo que Frank, pero no se atreve a colmar ese deseo (sexual) y lo enmascara con el deseo de saber: de ahí procede la atmósfera malsana de la película ...


El misterio de Dorothy Valens abre la caja de Pandora de los deseos reprimidos (oscuros) de Jeffrey que ve proyectados en ese psicópata encarnado (a las mil maravillas) por Dennis Hopper. Frank soy yo, le dijo el actor a Lynch para convencerle de que ese personaje le estaba destinado.


Quién puede dudarlo después de ver Blue Velvet, talmente una emanación del mal que anida en la sima de los horrores enterrados bajo la cotidianidad  de Lamberton, pero también como una emotividad desencadenada: ese llanto mientras escucha cantar a Dorothy Vallens en el Slow Club.

En segundo término, al piano,  Angelo Badalamenti. 
Vino para ayudar a Isabella Rossellini con la canción, 
pero acabó componiendo la música  de la película 
y  como uno de los colaboradores habituales de Lynch. 

¿Y Sandy quiere ser Dorothy? En un momento Jeffrey dice: Eres un misterio, pero se lo dice a Sandy, no a Dorothy (por eso me gustó esa imagen que sugiere Michel Chion cuando habla de una banda de Moebius para figurar ese flujo significante entre ambas mujeres).


Conviene recordar la primera vez que Jeffrey ve a Sandy: ella viene desde la oscuridad, surge de las sombras, y oculta en las sombras ha oído cosas que luego le cuenta a Jeffrey para ponerlo en el camino de mirar, de saber. Jeffrey viene a ser un puente entre dos mundos, entre lo doméstico y lo tenebroso. Hasta puede verse como un enviado de Sandy al otro lado de las cosas (del espejo). Para que le cuente. A la vuelta. Las cosas que ha visto. Pero nadie mira -lo que se dice mirar- impunemente.


Al final de la película, la cámara sale de la oreja de Jeffrey y lo descubrimos instalado en el sueño de Sandy, donde han vuelto los pájaros, pero el petirrojo devora un escarabajo (esos que la cámara nos descubría en el césped con su fragorosa actividad): normal, el sueño de Sandy es inseparable de su horroroso envés.


Lynch comentó alguna vez que se considera más un ingeniero de sonido que un director. Confiesa que, llegado el momento de rodar una escena, a menudo prefiere escucharla que verla, así aprecia mejor las notas falsas.


A menudo, en su cine, la oreja requiere al ojo, la escucha llama por la mirada, y hasta (nos) la incendia.

9/2/09

La intimidad

Lo único que de verdad importa es lo que pasa entre dos personas que están en la misma habitación. (Francis Bacon)



Todos los filmes, que merecen ser llamados filmes, son todos filmes peligrosos para todos los implicados en su realización. Quizá no hay un gran filme sin el sentimiento de que podría haber sido una catástrofe, que incluso debería haberlo sido sin esa especie de milagro que lo salvó. Estas palabras de Jacques Rivette podrían haber sido escritas a propósito de algunos filmes de Nobuhiro Suwa (Hiroshima, 1960). En especial de Un couple parfait (Una pareja perfecta, 2005).

La filmografía de Suwa puede contemplarse como una conversación inacabada –quién sabe si inacabable- con la modernidad cinematográfica europea. Una modernidad que Rivette, entonces crítico de Cahiers, auscultó y proclamó a partir de Viaggio in Italia (1953) de Rossellini, precisamente el filme con el que Suwa dialoga en Un couple parfait y con el que establece un productivo juego de espejos: tan semejantes, tan distintos. Desde Viaggio in Italia, cualquier filme cuenta la historia de cómo se hizo, una huella de la modernidad que hoy podríamos rastrear en una película capital –de cabecera- como La regla del juego (1939) de Jean Renoir. En ese sentido, no resulta exagerado afirmar que las películas de Suwa llevan su making of incorporado.


Rodar supone, entonces, encarar con alegría lo imprevisible, hasta el punto en que distinguir entre ficción y documental deviene superfluo –otra huella de la modernidad-. Tengo siempre la impresión de que todos mis filmes son documentales sobre “mis” actores y sobre la manera de hacer cine”, asegura Suwa. Así, Un couple parfait puede verse como un documental sobre la actriz Valeria Bruni-Tedeschi que interpreta a Marie, su protagonista. De igual forma que Viaggio in Italia era, y continúa siendo, un fascinante documental sobre Ingrid Bergman, más aún, sobre su relación con Roberto Rossellini; en la misma medida que la primera película que hicieron juntos, Stromboli (1949), puede –incluso debe- contemplarse como el documental sobre una actriz –o mejor, una estrella- arrancada del cine de Hollywood que acaba en una isla perdida del cine europeo.


Roberto Rossellini, Ingrid Bergman y George Sanders
en un momento del rodaje de Viaggio in Italia

Desde 2/Duo (1997), pasando por M/Other (1999), Nobuhiro Suwa elimina la fase de escritura del guión y, a partir de una situación argumental definida, involucra al equipo –actores, director de fotografía y sonidista- en el proceso de creación del filme. En Un couple parfait, el rodaje más corto del cineasta de Hiroshima –once días-, parten de un esbozo de argumento de seis páginas, o más bien de un diseño tonal –una partitura-, sobre la idea del colapso de un matrimonio. Y, claro está, la referencia de Viaggio in Italia. De ahí en adelante Un couple parfait se transforma en un filme a corazón abierto: malestar, sorpresa, desamparo… se convierten en materiales que la cámara de Caroline Champetier, responsable de la dirección artística y de fotografía-, registra con delicadeza. Quién sabe si esos materiales son hijos de lo real o de la ficción, pero llevan la marca del método de Suwa que filma sin la red del guión.


Valeria Bruni-Tedeschi en el rodaje
de Un couple parfait

Si en el cine clásico la cámara permanece a las puertas de la intimidad –recordemos el “toque Lubitsch”, por ejemplo-, el cine moderno la transfigura en savia nutricia. La intimidad deviene tema central. La pareja, el matrimonio, se convierte en figura dominante de los filmes más representativos de la modernidad: el ya citado Viaggio in Italia, los de Cassavettes –con Gena Rowland-, los de Ingmar Bergman –con Harriet Andersen, Ingrid Thulin, Liv Ullman-, los de Godard –con Anna Karina-, los de Eustache, los de Garrel…


Nobuhiro Suwa en el rodaje
de Un couple parfait

En los filmes de Suwa, la intimidad resulta una idea nuclear. La pareja es su tema. Idea y tema que en Un couple parfait se encarnan en un matrimonio –Marie y Nicolas- en proceso de disolución, que acude a París para asistir a la boda de unos amigos. La cámara se planta, por así decir, ante una pareja que se rompe. Entonces asistimos a un delicado tratamiento del espacio –piedra angular de la puesta en escena de Suwa-: el cineasta tiene que resolver en la planificación la misma cuestión que Marie y Nicolas: ¿dónde dormimos?/¿dónde pongo la cámara? Un problema íntimo convertido en un problema de puesta en escena. Un couple parfait se transforma desde ese momento en una experiencia cinematográfica que añade vacilaciones, azares, emociones que brotan… encuadrados con rigor por Suwa.


Fotograma de Un couple parfait

Marie/Valeria Bruni-Tedeschi visita el museo Rodin –escena en la que resuena la visita al museo de Nápoles de Ingrid Bergman en Viaggio…- y, mientras contempla a los amantes –abrazados, fundidos- esculpidos por el artista, una guía cita a Rilke: el cielo próximo aún no alcanzado/ el infierno vecino aún no olvidado. El filme de Suwa abraza el aquí y el ahora de la pareja, y su cámara se convierte en un fonendoscopio del vértigo al que se ve abocada, por eso contemplarla en su cruda belleza nos resulta conmovedor.

En el cuarto del hotel, Marie y Nicolas duermen en espacios improvisadamente separados pero suficientemente próximos. En términos de Suwa, no están en el mismo plano, viven en campo/contracampo. Cuando Valeria Bruni-Tedeschi susurra “duerme bien, mi amor”, algo que Nicolas no puede escuchar, asistimos a un momento estremecedor de la intimidad emocional que sólo nosotros, espectadores privilegiados, podemos compartir, pero, lástima de reglas de juego del cine, no aliviar.

Fotograma de Un couple parfait

Y nada hay más emocionalmente violento que cuando Marie solicita la ayuda de su marido para elegir el vestido que va a llevar a la boda y le pide que la mire: ese “mírame” representa una forma de forzarlo a compartir el mismo plano, a convivir en el mismo espacio, pero también, como ha señalado Luís Miguel Oliveira, una invocación casi mágica a una intimidad que se esfuma ante nuestros ojos, plano a plano, y que no pasa por las palabras sino por algo misterioso e inefable.


Fotograma de Un couple parfait

Quizá por eso, Suwa, al final de la película, invoca, no ya el milagro, como Rossellini, sino los orígenes del propio cine. Quizá estamos ante un nuevo comienzo para todos, de volver a mirar a mujeres y hombres como si fuese la primera vez.