A medida que escribía, decanté un libro de estilo (no escrito hasta ahora) para esta escuela. Trataría de contar aquí lo que había aprendido (y aprendo) de las películas (nuestra escuela de los domingos), de los libros, de la gente que quiero, de la memoria fermentada y de la vida. Cada entrada debería nacer de un impulso en caliente, o sea, de lo que me pidiera el cuerpo ese día, y, en ese sentido, documentaría lo que en esa fecha me rondaba la cabeza. Y, desde luego, cada entrada debería transmitir la temperatura que caldeaba el asunto sobre el que escribía, no necesariamente tendría que dejarme arrebatar siempre por el tema, pero nunca mantendría una distancia profiláctica: si uno entra en harinas, tendrá que mancharse las manos. En esta escuela se bendice la pasión. Y se celebra. Y se comparte. Por eso, en cierta medida, uno aquí se confiesa con quien trae a la escuela y con quien lee estas, por así decir, memorias de las ínsulas inútiles.
Hace unos quince años, me llevaron a un colegio para que los alumnos pudieran conversar con un guionista. Eran niños y niñas de once o doce años y les estaban poniendo en contacto con profesionales de distintos oficios. Era un colegio privado (pero concertado) que llevaban una monjas no recuerdo bien de qué orden. Entro en la clase y allí me están esperando unas criaturas con los deberes hechos, o sea, con un amplio cuestionario que fueron desgranando durante una hora ante la atenta mirada de una monjita. La sor comentaba a veces algunas de mis respuestas, subrayando la importancia de alguna apreciación que ella juzgaba crucial y que quizá a los niños les pasara desapercibida, tan pendientes como debían estar de lo que iban a preguntar, más que de lo que yo pudiera contarles. Hasta que una niña me preguntó cuándo había empezado yo a contar historias. Entonces les advertí que tendría que confesarles algo muy íntimo. Aquello de 'confesión' e 'íntimo' tensó la atmósfera de la clase, puso en alerta a los niños y no digamos a la monjita que, por un momento, estuvo tentada de parar aquello.
Yo era un niño muy mentiroso, les dije. En ese instante todos los niños olvidaron las preguntas que tenían que hacer y se dispusieron a escuchar ¡la confesión de un pecado! ¡En público! Y teníais que ver a la monjita, cómo reverberaba de compasión, cuánta empatía penitente, qué ansia de absolución transmitía. Animado por el interés de los chavales y la comprensión de la sor, proseguí. Les conté que cuando tenía siete u ocho años, cuando mi madre no podía escuchar la mítica radionovela Ama Rosa (obra de Guillermo Sautier Casaseca, en las voces míticas de Juana Ginzo, Pedro Pablo Ayuso y las dos Matildes, Conesa y Vilariño), porque tenía que ir a poner inyecciones -mi madre las ponía de maravilla y acudía cuando la llamaban a cualquier rincón de la parroquia, nunca cobró un duro, por supuesto- o porque iba de compras a Vigo, me encargaba que la escuchara -no hacía falta, la escuchaba siempre que podía- y a la vuelta se la contaba con todo detalle. Disfrutaba, quizá como nunca llegué disfrutar, al advertir la alegría, la tristeza o las lágrimas que empezaban a asomar en los ojos de mi madre mientras le contaba el episodio que ella no había podido escuchar. Incluso me permitía añadir o modificar detalles para acentuar determinado efecto. Y comprobar el resultado en las reacciones de mi madre era como ganar un Oscar. Y eso me perdió.

Un día, mientras le contaba el episodio que se había perdido, me dejé arrastrar por la fabulación y añadí y modifiqué algo más que los detalles, en realidad, apenas si respeté el planteamiento, pero el segundo y tercer actos eran míos, nacidos del fervor por contar, un fervor caldeado por la sorpresa y la pena que transparentaba mi madre. Y entonces dejé a Ama Rosa al borde de la muerte en un final sorprendente e inevitable. Aquel día me sentí un rey, que digo un rey, un dios, un hacedor omnipotente que tuvieran en sus manos los hilos de la emoción, nada menos que de mi madre. Claro, al día siguiente, mi madre estaba junto a la radio media hora antes de que empezara la radionovela, y, hay que ver el candor de la infancia, yo estaba allí, a su lado, como un campeón. Pero ¡si yo sabía de sobra lo que se me venía encima! Efectivamente, unas cuantas bofetadas en cuanto mi madre advirtió la estafa (narrativa). Muchos años después, como quien dice anteayer, mi madre acabó por concluir que el mentiroso compulsivo que yo era, en realidad podría verse como un guionista en prácticas.
Algo así comprendió la monjita, que celebró que hubiera reconducido el mal hábito de mentir -tal cual, se lo explicó a los niños- lo hubiera reconducido uno hacia un oficio de provecho. Respecto al provecho renuncié a más aclaraciones. Pero creo que los niños escucharon la lección moral con la mosca detrás de la oreja y entendieron perfectamente que contar una historia es una actividad de riesgo. Porque de eso se trataba. Vamos, creo yo.
Y creo que entre aquella 'adaptación' de Ama Rosa y esta escuela existe un hilo conductor frágil pero irremediable que quisiera celebrar con vosotros. Acaba de llegar el amigo Diomedes Díaz y vamos a compartir lo que queda de la botella de Bushmills que me trajo Adelita para celebrar el primer aniversario de esta escuela. Vosotros, si queréis, podéis soplar una velita (virtual). No podéis imaginar cuánto os agradece uno la compañía. Y como decía aquél, que nos veamos aquí de hoy en un año.