Mostrando entradas con la etiqueta Ilya Ehrenburg. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Ilya Ehrenburg. Mostrar todas las entradas

15/3/13

Un puñetazo por una piedra




Yo no tengo imaginación. Lo digo con toda seriedad. No sé inventar, le confesó Bábel a un colega. Uno daría toda su imaginación a cambio de cualquiera de los cuentos de Caballería roja. Pero claro, la imaginación no es sólo fantasía, también es mirada, y forma, una forma de mirar destilada en escritura tan escueta como precisa. (Bábel apuntó que si llegara a escribir sus memorias se titularían "Historia de un adjetivo".) Cuando Hemingway leyó Caballería roja en París, le confesó a Ilya Ehrenburg: [Bábel] Nos enseña como un maestro que, aun cuando se le ha quitado todo el jugo, hay manera de exprimir un poco más la naranja.

La Caballería roja, de Malévich

Por estas fechas, en 1925, Eisenstein le daba vueltas a la idea de llevar a la pantalla el libro de Bábel, pero el 19 de marzo le encargaron El acorazado Potemkin, un proyecto que entonces llevaba por título Año 1905. Durante el verano siguiente, el cineasta trabajaba en el guión del Potemkin con Nina Agadzhánova-Shutko -la llamaba Nuné (Nina en armenio)- en la primera planta de la casa de la guionista cerca de Moscú. Y en la planta de arriba con Bábel en Benia Kirk, aquel rey del hampa de algunos relatos del escritor incluidos en Cuentos de Odesa. Hasta que la producción del Potemkin le exigió una dedicación exclusiva, impidiéndole compaginar ambos proyectos. Al final, Benia Kirk -con guión de Bábel- la dirigió Vladimir Vilner al año siguiente.

Bábel y Eisenstein

Diez años después, Eisenstein trabajaba en El prado de Bezhin con un guión de Aleksandr Rzheshevski a partir de un cuento de Relatos de un cazador de Turgueniev y de la historia real de un chico que había sido asesinado en el extremo norte de los Urales tras denunciar a su padre ante el soviet del pueblo por especulador. El guión se desarrollaba en el curso de 24 horas durante la época de la siega y la historia se centra en cómo el joven campesino protagonista organiza a los Pioneros del pueblo para vigilar por las noches la cosecha de la granja colectivizada y así frustrar los planes de su padre, que en el clímax acaba matando al vástago. A Eisenstein le fascinó la simplicidad primordial de la trama, con resonancias míticas (cómo no pensar en Abraham e Isaac). Jay Leyda, el cineasta americano que fue alumno suyo en el Instituto de Moscú y colaboró en El prado de Bezhin recuerda cientos -si no miles- de bocetos de Eisenstein para la película. Iba a ser la primera película sonora del maestro soviético.

Eisenstein -en el rodaje de El prado de Bezhin
con Vitya Kartashov, el niño protagonista, 
y Eduard Tisse, el director de fotografía.

Pero en enero de 1936 los guardianes de la ortodoxia cultural empezaron los ataques contra el formalismo. Y El prado de Bezhin fue una de las obras en su punto de mira. Por lo visto, aquellos campesinos no parecían sino figuras mitológicas (se ve que no les cabía en la cabeza que pudieran conjugarse esos atributos). Eisenstein tenía que revisar el guión si quería terminar la película. Entonces llamó en su ayuda a Bábel. No sólo lo admiraba, era un amigo. Bábel, ya en 1934 (viéndolas venir), había dicho: He inventado un género nuevoel silencio. De hecho, apenas le publicaban sus escritos y tenía que ganarse la vida como guionista.

Eisenstein y Bábel en Yalta, 1936

Antonina Pirozhkova -una ingeniera que contribuyó a diseñar el metro de Moscú- recuerda en las memorias de sus años con Bábel la noche en que Eisenstein los invitó a la proyección de lo que había filmado ese día: Vimos una escena en la que una bandada de palomas blancas levantaba el vuelo al paso enloquecido de una manada de caballos blancos en torno al actor Pavel Arzhánov, que vestía una camisa inmaculadamente blanca y agitaba los brazos mientras, a su espalda, ardía el depósito de tractores, de paredes blancas, con el telón de fondo de humo voluptuosamente negro. Habían presenciado el rodaje de esa escena de El prado de Bezhin por la mañana, pero ni ella ni Bábel podían imaginar algo tan espléndido en la pantalla. Eso es tener una mano maestra para el cine, le susurró al oído el escritor.


En 1937, por estas fechas (una vez más), Eisenstein había terminado el rodaje de El prado de Bezhin. Lamentablemente, aun antes de montarla, ya vetaron la película. Y se destruyó el positivo; el negativo fue archivado, pero los bombardeos alemanes durante la segunda guerra mundial provocaron un incendio en Mosfilm, y el agua que los bomberos emplearon en sofocarlo acabaron por dañar definitivamente los rollos de celuloide de El prado de Bezhin. Cuenta una leyenda que Eisenstein llegó a enterrar una copia de la película montada. Nunca se encontró. El prado de Bezhin se reconstruyó en parte (con un metraje de 35') a partir de trocitos de la película, los fotogramas que había preservado Pera Atásheva, la compañera del cineasta; la pudimos ver en el CGAI hace veinte años: apenas el fantasma de un filme bellísimo.


Al tiempo que destruían El prado de Bezhin -quizá la experiencia más dolorosa y amarga de Eisenstein: siempre la evocó como la catástrofe-, las autoridades soviéticas impidieron la publicación de cualquier texto de Bábel. Eisenstein no pudo seguir enseñando en el Instituto de Cine de Moscú y le retiraron el salario como director. Se encerró en su cuarto: no quiso comer ni ver nadie. Y empezó a escribir una rabiosa carta de protesta a Stalin. Sólo dejó entrar a Bábel, al único que escuchaba siempre y a quien la mujer del cineasta había llamado como último recurso. El escritor le convenció de escribir la carta en otro tono, desde luego más moderado, y le sugirió que se marchara de Moscú. La verdad es que leyendo aquella carta, como otras autocríticas suyas (no era la primera ni sería la última), uno no sabe si el cineasta estaba pidiendo perdón o recochineándose (en realidad, esas cartas tienen visos de parodias de súplicas).

Últimas fotos de Bábel en el expediente policial de 1939

Claro que a la vista de la penitencia que tantas veces llevaban aparejadas esas confesiones sólo cabe hablar de humor macabro. Rzheshevski, el guionista de la primera versíón de El prado de Bezhin, fue condenado por escribir como "un estadounidense decadente tipo Hemingway" -cuenta Ronald Bergan en su biografía de Eisenstein-, lo mandaron a un campo de prisioneros del que salió enfermo y murió prematuramente. Fueron más expeditivos con Bábel, el guionista de la segunda versión: el 16 de mayo de 1939 lo detuvieron y el 27 de enero de 1940 lo fusilaron, en Moscú. Ni siquiera le dieron una sepultura.


Borges le rindió un hermoso tributo al autor de Caballería roja, ese libro impar -son sus palabras- en uno de los Textos cautivos, el 4 de febrero de 1938: El clima habitual de su vida ha sido la catástrofe. Un jinete judío en un regimiento de cosacos -bolcheviques y antisemitas-: La sola idea de un judío a caballo les pareció irrisoria, y el hecho de que Bábel fuera un buen jinete no hizo sino perfeccionar su desdén y su encono. (Algunas decisiones vitales del autor de Caballería roja parecieran dictadas con un aquel cómico de suplir la falta de imaginación que se atribuía.) Borges abrocha el perfil de Bábel con un párrafo memorable: Uno de los relatos -"Sal" [de Caballería roja]- conoce una gloria que parece reservada a los versos y que la prosa raras veces alcanza: lo saben de memoria muchas personas.

La caballería roja

Acabo de leer el último libro (publicado aquí) de Erri De Luca, El crimen del soldado, tan mínimo como inmenso (como presentir en la piel de una piedra la miniatura de una montaña). Hay páginas suyas que uno quisiera aprenderse de memoria para palabrearlas frente al mar o entre cerezos en flor o a la sombra de un abedul. En una de ellas desgrana el rosario de una plegaria por Isaak Bábel. Dice Erri De Luca que cada vez que se pone a leer regresa a la infancia, en Montedidio -el barrio napolitano que da título a uno de sus libros primordiales-, cuando Stevenson le llenó el pecho con el aire del  océano y London le enseñó la nieve. Y con las páginas de Caballería roja...

Bábel me devuelve a un viejo sillón verde, con los muelles sueltos. Me acurruco en el medio y voy con los ojos tras el flautista. (...) Tenía cuarenta y cinco años [cuando lo fusilaron], lo que dejó escrito me basta para considerarlo el mejor escritor ruso del 1900. No siento la carencia de lo que no pudo llegar a escribir. Me pesa, en cambio, la desesperación de un hombre que tenía un pozo de tinta en la que mojar su plumín y le fue sellado con un pedazo de plomo en su cerebro.

No voy a las tumbas de los escritores que estimo, pero doy un puñetazo sobre la mesa de mi siglo, que le ha quitado al transeúnte una parada ante la piedra de Isaak Bábel.

Bábel con su mujer, Antonina Pirozhkova, 
que custodió la memoria y cuidó la edición 
de la obra del escritor. 

Uno va a las tumbas de los escritores que ama, cuando puede y si cuadra, pero acompaña a Erri De Luca con un puñetazo por una piedra. Por una montaña. Por Bábel.

16/9/10

La gravedad y la gracia

No penséis que os tengo abandonados ni que esta escuela me pesa. Sólo que no puedo venir tantas veces como quisiera, un rato todos los días para volver leve siquiera una hora. Pero hay temporadas que, si pasas buena parte del día pegado al portátil trabajando, se consume el fuego y, por mucho que uno sople, no consigue avivar las cenizas que devuelvan aquí levedad por gravedad. Así que ayer aproveché una tregua laboral de un par de horas después de comer y recurrí a The Band Wagon de Vincente Minnelli, una película de 1953 que por estos pagos titularon, vete a saber por qué, Melodías de Broadway 1955. Como quien echa mano de un elixir para elevarse unos cuantos centímetros por encima del suelo, o de la realidad, y redimir la gravedad por obra de la gracia. Del cine. Musical, para más señas.


Si Hollywood fue -¿es?-, como lo definió Ilya Ehrenburg, la fábrica de sueños, creo que los mejores musicales son los sueños -de Hollywood- por excelencia. Lo confieso, hubo dos géneros que tardaron décadas en conquistarme: las películas de dibujos animados y los musicales. Con excepciones. Pongamos por caso Dumbo (Ben Sharpsteen, 1941) y Cantando bajo la lluvia (Stanley Donen y Gene Kelly, 1952). Sería prolijo desgranar los reparos, manías o cuestiones de lenguaje -cinematográfico- que me separaban de algunas obras maravillosas. Pero en estos últimos diez años han caído todos los muros y se han evaporados todas las resistencias que me impedían disfrutarlas. Ya he dado alguna prueba aquí respecto a las películas de animación. Sobre los musicales baste decir que han llegado a derretirme películas como Dinero caído del cielo (Herbert Ross, 1981) quizá el último gran musical producido en Hollywood, pero también una película como Los paraguas de Cherburgo (Jacques Demy, 1964), donde los diálogos no se dicen sino que se cantan. En fin, que he rendido mis últimas posiciones.


Elegí ver The Band Wagon porque lleva dentro mi escena de baile favorita de toda la historia del cine, Dancing in the Dark, también era la favorita de Cyd Charisse -su protagonista con Fred Astaire-, la actriz que mejor haya bailado en una pantalla, y ambos quizá la mejor pareja de cine musical. Tanto me gusta que me cuesta resistir la tentación de parar la película, retroceder y ver esa escena una y otra vez. Es lo que hice por la noche.


Bueno, también volví a ver Girl Hunt, una secuencia escrita por el propio Minnelli, porque a esas alturas del rodaje los guionistas -el matrimonio formado por Betty Comden y Adolph Green- estaban de vuelta en Nueva York, un ballet inspirado en las novelas -pulp- de Mickey Spillane


que el cineasta tramó con humor para integrar algunos motivos musicales de Howard Dietz y Arthur Schwartz, adaptados por Roger Edens y coreografiados por Michael Kidd, y en el curso del ballet Cyd Charisse se va metamorfoseando de rubia en morena al compás de la investigación del detective Rod Riley encarnado por Fred Astaire: Era malvada, era peligrosa. No confiaba en ella ni para ir hasta la esquina... Pero era mi tipo.


Si Cantando bajo la lluvia, es una película sobre el cine -y más concretamente sobre la transición del cine mudo al sonoro-, The Band Wagon se adentra en el montaje de un musical de Broadway. Ambas películas fueron producidas por Arthur Freed, que dirigía la división de musicales de la MGM, y escritas por Betty Comden y Adolph Green que, en ambos casos apañaron los guiones a partir de un repertorio de canciones previo; en Cantando bajo la lluvia partieron de canciones del propio Arthur Freed y Nacio Herb Brown, y en The Band Wagon enhebraron temas de los años 30 de Dietz y Schwartz, autores del musical del mismo título estrenado en Broadway en 1931, protagonizado por Fred Astaire y su hermana Adele, pero escribieron That's Entertaiment expresamente para la película y se convirtió en un verdadero himno del mundo del espectáculo: Todo lo que sucede en la vida/ puede suceder en un escenario./ Puedes hacerles reir,/ puedes hacerles llorar./ Todo puede funcionar./ El payaso al que se le caen los pantalones/ o el baile que es un sueño romántico/... Eso es espectáculo.


En su autobiografía -Recuerdo muy bien-, Minnelli asegura que discutió cada línea del guión con Betty Comden y Adolph Green, que escribieron adaptándose a los decorados y al casting a medida que se iban definiendo, así incorporaron muchos detalles de su propia experiencia en Broadway -Oscar Levant y Nanette Fabray encarnan a un matrimonio de escritores, trasuntos de los propios guionistas- y en el personaje de Toby Hunter tomaban cuerpo rasgos de la trayectoria del propio Fred Astaire que lo interpretaba, como su preocupación porque Cyd Charisse fuera -que lo era- demasiado alta para él. Podría hablarse de una cierta continuidad -documental- entre el mundo de Broadway y su representación en The Band Wagon, y una cierta contigüidad entre el mundo filmado y el mundo vivido tras la cámara, sin olvidar aquello de que "el espectáculo debe continuar". Porque la producción de la película, como el propio Fausto en clave musical que intentan montar los personajes de The Band Wagon, no fue un camino de rosas.


La proverbial inseguridad y la pulsión perfeccionista de Fred Astaire, la insoportable actitud cobarde y cruel de Oscar Levant que siempre culpaba a Nanette Fabray de sus propios errores en las tomas, la soledad de Cyd Charisse apenas confortada por su propia maestría y la devoción profesional de Minnelli, los problemas dentales que laceraban al elegante y encantador Jack Buchanan, el primor con que se entregaban a la creación el cineasta y sus colaboradores, en particular Oliver Smith al que Minnelli encargó de supervisar la "teatralidad" de la escenografía, los decorados y el vestuario de los números musicales, o el director de fotografía George Folsey al que el departamento de producción sustituyó por Harry Jackson al considerar que era demasiado lento....

Cyd Charisse y Vincente Minnelli
en el rodaje de
The Band Wagon


Seis semanas de ensayos y un rodaje que se demoraba más allá de las previsiones acabaron por poner de los nervios a los productores. En su autobiografía, Minnelli reconoce que el despido de Folsey era un reproche a su propio trabajo como director, porque siempre se tomó su tiempo para permitir que cuajara su visión.

No vamos a descubrir a Minnelli. Cuando le encargan The Band Wagon, acaba de rodar Cautivos del mal (1952), quizá la mejor película que se haya hecho nunca sobre el mundo del cine, de la que ya hablé aquí -y más que debería haber hablado-, y además dirige, sólo por citar las que prefiero, El pirata (1947), El padre de la novia (1950), Brigadoon (1954) -otra vez Cyd Charisse-, Como un torrente (1959) y Dos semanas en otra ciudad (1962). Pero sí conviene precisar algunas claves de su cine. La puesta en escena de Minnelli destila en cada película una pasión secreta, tan embridada que pareciera a punto de desbocarse, y cada escena trasmite la impresión de que todo cuanto contiene acabará por reventar las costuras, como si el tejido apenas pudiera sujetar tanta energía concentrada. Y ese efecto de compresión es un producto de la radicalidad de la paleta y, al mismo tiempo, de la economía en su mostración, que dan como resultado una deslumbrante eficacia plástica. Minnelli lo explicaba así: Cien detalles escondidos es lo que convierte una película en algo inolvidable.


Basta recordar -y no requiere el menor esfuerzo- el vestido negro con guantes verdes o el amarillo con complementos rojos o el rojo imposible y guantes negros o la falda blanca plisada y con vuelo -obras de Mary Ann Nyberg- que luce Cyd Charisse, las composiciones cromáticas con negros, verdes, rojos y amarillos que despliega en The Band Wagon.


O como en el número de Shine On Your Shoes que baila Fred Astaire con Leroy Daniels, un verdadero limpiabotas, o en el maravilloso Dancing in the Dark, Minnelli apenas necesita seis planos de dolly en cada uno, con cortes casi invibles, para orquestar y permitir que fluya toda la emoción que destilan las escenas.


Cuando veo bailar a Cyd Charisse y Fred Astaire en una noche artificial y en un Central Park de cartón piedra no puedo imaginar nada más verdadero y me embarga algo muy parecido a la felicidad. Bajan del carruaje, caminan emsimismados, pasan entre las parejas que bailan abrazadas, deambulan hasta un claro en el parque...


Y entonces encuentran un lenguaje común, un alfabeto no verbal, ya no son un hombre y una mujer sujetos a la gravedad -ésa que nos ancla en tierra- sino una pareja que fluye en una corriente que los atraviesa, que va y viene más allá y más acá de ellos, pero que en ellos dibuja los movimientos de dos almas en trance con la más exquisita delicadeza, pura levedad y gracia. Y cuando llegan a las escaleras quién no se imagina -porque ya es lo único que les queda- que van a abandonarnos aquí abajo con una caligrafía de pájaros en la noche. Pero no, sabiéndose leves, por qué no difrutar de la gravedad en la planta de unos pies que podrían volar. Eché mano del título de una obra de Simone Weil para esta entrada, porque no imagino nada más justo para evocar una danza de Cyd Charisse y Fred Astaire que la conjugación de la gravedad y la gracia. Eso y un silencio conmovido por tanta belleza, y porque parece un milagro que alguien consiguiera fijarla en unos metros de celuloide.