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25/11/10

Los milagros del cine


Esta mañana, mientras acompañaba a Ángeles hasta el instituto, hablamos de Copie conforme (Copia certificada, 2010), la última película de Abbas Kiarostami. La vimos ayer por la noche en Cineuropa, la muestra de cine que todos los años se celebra por estas fechas en Santiago, y de regreso, ya en la madrugada de hoy, le dábamos vueltas atrapados aún por la mirada con que la película cautivó la nuestra. Porque de eso trata Copie conforme, de mirar, o mejor, de cómo mirar, porque lo que importa no es -no debe ser, en todo caso, según Kiarostami- qué miramos sino cómo lo miramos, y más precisamente, que cómo miramos es lo que miramos. Y si se trata de una pareja, cualquier historia de pareja trata siempre de qué mira el otro en uno y viceversa, y -no menos importante- de cómo miran los otros a la pareja, en definitiva, de cómo nos miramos... en el curso del tiempo. De cómo el tiempo nos cambia en la medida en que cambia cómo nos miramos. Porque no hay mirada fuera del tiempo. No hay mirada, por así decir, a salvo del tiempo. Esa es la naturaleza del aquel de mirar: un artificio del tiempo. Y qué es el cine sino un dispositivo -artificial, como cualquier dispositivo- para mirar en el tiempo, en un tiempo construido por el cine mismo a través del encuentro de esa mirada (del cine) con la nuestra, la mirada sin la cual no es posible el cine.

Abbas Kiarostami en el rodaje de Copie conforme

Como veis, no me he resistido y, transcurridas casi veinticuatro horas, he empezado por el final. Pero si habéis llegado hasta aquí, por qué no seguir un poco más... por el principio. Si es que hay principio. Si hay un origen. He ahí otro de los temas -al que hace referencia el título, Copie conforme-, íntimamente religado con la mirada: el original y la copia. La realidad y su representación. El arte y la vida. La realidad y el cine. Cómo contar la vida, cómo representarla, cómo filmarla para que en la película perviva la huella de algo vivo. Cómo encontrar lo verdadero en lo falso. ¿Es posible lo genuino a estas alturas de la historia? ¿Queda algo que no sea re-escritura, palimpsesto, copia? ¿Puede una copia ser tan valiosa como el original? Y, ya puestos, ¿cómo volver a contar una historia de amor, el dolor que causa y la mirada cautiva del tiempo? Porque Copie conforme cuenta una historia de amor. Y/o de desamor. O dicho de otra forma, todas las historias de una historia de amor. Una historia de amor en el espejo de otras historias de amor. Una película en el espejo de otras películas, una historia de amor en el espejo del cine. A la vez trompe d'oeil y mise en abîme del original y su copia. Y vuelta a empezar: la realidad y las apariencias, las apariencias de la realidad y la realidad de las apariencias. Porque en la historia de amor que cuenta Copie conforme -¿hace falta decirlo?- nada es lo que parece, o por lo menos, nada es lo que parece en un principio. La película transita entre el original y la copia, o entre lo que creemos original y lo que creemos copia, y viceversa, y en ese tránsito -juego, reflexión, retrato- aflora su complejidad, su riqueza, su poder de sugerencia.


Una complejidad, riqueza y poder de sugerencia que son el resultado de un filme transparente por obra y gracia de Kiarostami. Copie conforme es una película de una claridad meridiana. Una claridad iluminada por el humor. Un humor destilado por la entraña dolorosa que late en cada fotograma. La película nos muestra a una galerista francesa -encarnada por una gran Juliette Binoche (tenía razón el maestro: qué bien le sientan las lágrimas)- instalada en la Toscana con un hijo, que acompaña encantada, durante un corto viaje hasta un pequeño pueblo cerca de Arezzo, a un escritor interesado en el mundo del arte que acaba de publicar un libro con el mismo título que la película, donde defiende la tesis de que una buena copia tiene el mismo valor del original. En un café del pueblo tiene lugar una (maravillosa) secuencia bisagra que nos lleva a replantearnos lo que nos ha mostrado Kiarostami en la primera parte -prácticamente la mitad- de la película: cuando el escritor le cuenta a la galerista la escena -inspiradora del libro- entre una madre y un hijo, nos damos cuenta de que se trata de la galerista y su hijo cinco años antes, así que la galerista y el escritor tuvieron una historia, y la secuencia del trayecto en coche hasta allí -una secuencia tan Kiarostami- que interpretamos como de seducción, en realidad era de re-seducción -o también puede verse como la escena de seducción del tiempo en que se conocieron-, es decir, la galerista estaba tratando de soplar sobre los rescoldos de un amor casi extinguido, si es que queda algún rescoldo, y entonces la vieja que atiende el café, como si de una bruja -¿buena, mala?- se tratara, le pregunta a la galerista por el escritor... No contaré más. Sólo añadiré que Copie conforme despliega en un solo día, sin recurrir a los rutinarios flashbacks, quince años de la vida de los personajes y en el curso de ese día Juliette Binoche es todas las mujeres -todas las máscaras, todos los personajes, ¿cuál es el original, cual la copia?- que una mujer puede representar en curso del tiempo (del amor y sus pérdidas).


La piel de Copie conforme la emparenta con Antes del atardecer (2004) de Richard Linklater, su tejido remite a Viaggio in Italia (1954) de Roberto Rossellini, y la reflexión sobre las máscaras -y la vida como teatro- al cine de Renoir -La carrosse d'or (1952), por ejemplo, (para muestra el fotograma siguiente)-, pero, por más que parezca sorprendente, recuerda también, en los tramos más divertidos, las comedias de enredo matrimonial (de reconciliación o de re-matrimonio) de los años treinta como La pícara puritana (1937) de Leo McCarey. No está de más subrayar que la comedia es un género que se nutre de la simulación, las máscaras y las identidades deslizantes, no sólo eso, sino que la comedia acaba con los personajes sobre un abismo; soltamos una carcajada, sí, basta que pensemos un poco en la mañana siguiente para que caigamos en la cuenta de nada se ha resuelto, en realidad, pongamos por caso el famoso final de "nadie es perfecto" de Con faldas y a lo loco. Pues bien, Copie conforme también acaba así, pero más que de un abismo deberíamos hablar de un agujero negro, y no hay carcajada, sino más bien un profundo desasosiego.


Hay muchos marcos -parabrisas, cristaleras, ventanas y espejos- en Copie conforme. Como si el encuadre de la cámara no fuese suficiente. Como si la pantalla del cine no bastase. Como si nada colmara el aquel de aprehender lo que el tiempo arrastra inexorablemente y de certificar la materialidad de las imágenes fugitivas. Nada nuevo en el cine de Kiarostami, aunque Copie conforme no se haya rodado en Irán ni con con actores (o no-actores) iraníes -sencillamente, esta película no la habría podido rodar en su país y quizá no podría hacerla sin una actriz como la Binoche-, un cine, que bajo la apariencia de la simplicidad -una elaborada y rigurosamente construida desnudez formal- y de la contigüidad con la piel del mundo, no ha cesado de indagar en los problemas de la representación de lo real, en la puesta en escena de la vida a través de su reflejo en la pantalla, en la búsqueda de la verdad que habita en los simulacros, como en Close-up (1990) que exploraba la experiencia de aquel cineasta, a la vez auténtico y falsario, que usurpaba la identidad del cineasta iraní Mohsen Makhmalbaf.

Un momento del rodaje de Copie conforme
la escena de la Musa Polimnia

Copie conforme representa la última tentativa del largo ensayo sobre la realidad y su reflejo, un trayecto experimental -en el sentido de búsqueda y reflexión- que amojonan los filmes de Kiarostami, una búsqueda cifrada aquí en esa imagen especular de los rostros de los protagonistas reflejados en el cristal que protege la pintura de la Musa Polimnia, una copia que durante siglos, nos cuentan, se contempló como un original, lo que nos devuelve a la gran cuestión: ¿qué hay en la copia que nos conmueve? O dicho de otra forma, qué nos devuelven los espejos, qué atrapan de verdadero y revelador, qué miramos en las miradas que nos devuelven. Qué invoca Juliette Binoche con sus miradas en Copie conforme -con su imitación del arte, con su puesta en escena de una historia de amor y de sus figuras primordiales- sino una resurrección, ¿aun si se trata de un simulacro? Quizá Kiarostami se (nos) pregunta por los peligros y los milagros de la imagen, incluso de las copias, de los reflejos, de los espejos. Por las epifanías de las apariencias. Por los peligros y los milagros del cine. 

21/2/09

La conspiración



Irene Dunne y Cary Grant

Hace años que dejé de preguntarme por la defunción de la comedia en el cine. También puede ser que el el concepto de comedia haya cambiado pero yo no me haya enterado. Hace poco vi una lista de las mejores comedias de los últimos años, figuraba Algo pasa con Mary, por ejemplo, pues no digo yo que no sea una comedia; y Pequeña Miss Sunshine, desde luego no es una comedia. En fin. Creo que la comedia depende de una conjunción de talento concentrado por metro cuadrado y una temperatura de fusión. Algo así como una conspiración de fisiología, alineación planetaria y geología. Algo así sólo se ha dado en casos como Frasier, por ejemplo. O sea, en la televisión, pero no en el cine. Quizá ni siquiera sea posible. Ya no.
Desde luego fue posible en los años del New Deal, donde la comedia screwball –alocada, chiflada, disparatada- se convirtió en un género popular, más aún en la expresión de una época, en la encrucijada de una depresión económica y un cataclismo histórico que ya se presentía. Quizá porque a veces el destino conspira para que el arte represente una forma de consuelo.

La comedia romántica screwball constituye una verdadera celebración de un talento cinematográfico de primer orden: Capra, Lubitsch, La Cava, Hawks, Preston Sturges, Cukor, McCarey. Una milagrosa combinación de anarquía, alcohol, inspiración, alegría, y unas gotas de locura reinó por una década en los sets de Hollywood para nuestra felicidad.

Para hacerse una idea, pongamos un año, 1937, y espiguemos algunas comedias: Damas del teatro de La Cava (con guión de Morrie Ryskind), Una chica afortunada de Mitchell Leisen (con guión de Preston Sturges), Ángel de Ernest Lubitsch (con guión de Samson Raphaelson) y La pícara puritana de Leo McCarey (con guión de Viña Delmar). Nos quedamos hoy con la de McCarey, seguro que Ángel tendrá su entrada cualquier día, dos de las comedias que prefiero.


Leo McCarey

Leo McCarey era de esos directores para los que el guión era una partitura, o mejor, un esbozo, un borrador. Según Miguel Marías, no era ni geómetra, como Lang, ni un estratega, como Hitchcock. Para McCarey, la película cuajaba en el plató con los actores, a través de la creación de una dinámica, de una atmósfera, o más sencillamente, de un ambiente de trabajo que propiciara la improvisación, en busca de esa revelación bendecida por la gracia y el encanto, consagrada con el don de la alegría. Leo McCarey era considerado por Jean Renoir como el más sabio de los cineastas. En palabras de Miguel Marías, como Ford, McCarey buscaba captar con claridad y precisión la belleza del gesto elocuente.

McCarey imponía muy poca disciplina en el plató, el guión se reelaboraba diariamente, les entregaba los diálogos a los actores en una hojas cuando quedaba complacido, daba rienda suelta a los impulsos del momento, interrumpía el rodaje si notaba que algo no marchaba y se ponía allí a tocar el piano hasta que algo surgía y cuajaba en alguna forma que consideraba satisfactoria. Si el estudio le reprochaban falta de diligencia, salía con que estaba escribiendo una canción para la película. Tanto Irene Dunne como Cary Grant han contado el desconcierto y angustia que el método McCarey –o más bien su ausencia- les generaba. Pero hay que verles y escucharles en La pícara puritana y sólo hay una palabra posible para definir esa alquimia, se llama encanto.



La pícara puritana
aparece como la comedia romántica screwball modélica de las llamadas comedias de reconciliación o de re-matrimonio. El detonante de la comedia provoca la separación del matrimonio de Lucy (Irene Dunne) y Jerry (Cary Grant) para descubrir que están hechos irremediablemente el uno para el otro. El romance se reconstruye en el trayecto de escarceos verbales y estocadas psicológicas, en una esgrima de daños controlados. Se conocen tan bien –y se quieren tanto aunque no lo sepan o jueguen a que no lo saben- que saben como sabotearse hasta la capitulación.

Estamos ante una película que no quiere hacer reír como sea. Se mueve en diversos rounds alegres de un combate festivo consiguiendo ponernos al borde del k.o. en dos o tres raptos de hilaridad. Estamos ante el choque de dos inteligencias intentando recuperar la felicidad perdida. O mejor, la confianza mutua estragada. La locura tan medida de Irene Dunne –tan estupenda como la Hepburn o la Stanwyck- pugnando con ese gran maestro de su oficio que es Cary Grant dotan a esta comedia de las payasadas chifladas justas, de un ingenio elegante y de un ritmo impecable. Irene Dunne y Cary Grant en La pícara puritana son la la pareja romántica screewball por antonomasia, sofisticada y guasona a partes iguales.

Fotograma de La pícara puritana

El gesto físico y el garabato visual acompañan los chispazos de las réplicas para electrizar ese trayecto plagado de accidentes que jalonan la inscripción visual de la línea romántica. Porque todo conspira en esta historia de amantes en terca colisión: las puertas, las sillas, el perro, el gato, las máquinas… En una doble dirección: para que no se separen y para que se junten del todo. O sea, para que se acerquen y se repelan al mismo tiempo. De ese magnetismo sutil y sinuoso surge la comedia de enredo.

McCarey va disponiendo poco a poco las emboscadas que se enhebran en el dibujo de la trama subterránea que desestabiliza los planes de los protagonistas. Como la escena del perro –espléndido el chucho, Mr. Smith- saboteando los intentos desesperados de Lucy por ocultarle a Jerry la presencia del profesor de música en el apartamento, que culmina en ese maravilloso momento en que Cary Grant se contempla confuso ante el espejo porque el sombrero le queda demasiado grande; o la escena de la puerta que oculta la presencia de Jerry cuando Lucy recibe la inesperada visita de su pretendiente de Oklahoma, donde la puesta en escena -prodigio de sencillez, claridad y precisión- denota un doble triángulo-un circo de tres pistas, dice Jerry- cuyo vértice es Irene Dunne; o la escena delirante del trayecto en coche que precede al clímax; y la culminación de la película con un ballet de una puerta, un gato y un reloj en un sube y baja emocional digno de un malabarista del tempo cinematográfico.

Un maestro de la conspiración.