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27/9/15

Ríete de un reloj


Leí estos primeros días del otoño Un gran futuro a mis espaldas, la autobiografía de Vittorio Gassman. Fue llegar a las páginas donde evoca el rodaje de Rufufú (1958), como se tituló aquí I soliti ignoti ("ladrones desconocidos", o también "sospechosos habituales"), esa obra maestra donde Monicelli lo reinventa como actor de comedia (como reinventará a Monica Vitti en los sesenta), y no pude sino dejar el libro y proponerle a Ángeles verla otra vez. No hizo falta insistir.

Gassman, Monicelli, Totò y Renato Salvatori 
durante el rodaje de Rufufú.

Age, Scarpelli, Suso Cecchi  D'Amico y el propio Monicelli armaron el guión de I soliti ignoti a partir de la trama básica de Robo en una pastelería, un cuento de Italo Calvino incluido en la antología Por último, el cuervo (publicada aquí por Siruela), donde encuentran también la clave del final de la película, además de transfigurar el personaje del cuento, Niñojesús, en el Capannelle del filme (encarnado por Carlo Pisicane), que no para de llevarse a la boca cuanto comestible encuentra a mano.


Como en una novela picaresca, la película nos lleva de un personaje a otro para acabar fraguando una empresa -ese atraco- con vistas a cambiar sus vidas, una empresa que no es gran cosa pero (como siempre en Monicelli) cae por encima de sus posibilidades. No sería exagerado decir que Rufufú se despliega como un cantar de gesta (todo lo calamitosa que se quiera) del lumpenproletariado romano.


A un nivel epidérmico salta a la vista un (buscado) efecto paródico -en Rufufú- del Rififí (1955) de Jules Dassin, y aun de las películas (serias) de atracos como La jungla de asfalto (1950) de John Huston. Dicho de otra forma, I soliti ignoti se trama sobre la falsilla del noir para subvertirlo a través del humor, y no hay nada tan negro como esa mirada de Monicelli destilando el motivo carcelario que permea las imágenes del filme, iluminadas por Gianni di Vennanzo.


La cárcel -donde pasan temporadas más o menos largas los cacos de la película, como Cósimo (Memmo Carotenuto), autor del plan del atraco- apenas se distingue de las otras cárceles (de la vida) que aprisionan a los personajes, pongamos por caso Carmela (Claudia Cardinale), encerrada en casa por su hermano Ferribote (Tiberio Murgia) y enamorada de uno de los cacos, Mario (Renato Salvatori); o el fotógrafo Tiberio (Marcello Mastroianni), encerrado en su estudio con un bebé llorón, y claro, Peppe el Pantera (Vittorio Gassman), confinado finalmente en la tropa proletaria, por culpa de un maldito reloj-despertador que ha robado el viejo Capannelle.  


Por así decir, Monicelli quiebra con Rufufú el andamiaje de la comedia italiana de los cincuenta y abre con el bisturí de la ironía la trastienda del milagro económico italiano, ese lumpen de desheredados que deambulan por el extrarradio romano, ese paisaje de los ragazzi di vita que canta Pasolini en su novela e iluminará en Accattone (1961).


Casí puede verse en la presencia de Totò, encarnando al experto en cajas fuertes Dante Cruciani, que imparte su magisterio a nuestros héroes, una función simbólica (metafílmica), el viejo cómico que transmite su legado a los herederos que han de poner patas arriba la comedia italiana, que ahora verá germinar la risa en el venero de la desesperación.


Depara tantos momentos memorables la película... Y los que preferimos cambian cada vez que la volvemos a ver. Esa escena en la que Cósimo, de nuevo en libertad, salta a un coche de choque y le dice al conductor (un niño) sigue a ese coche, el coche (de choque) donde se lo pasa pipa Peppe -que le robó el plan del atraco cuando coincidieron en la cárcel- en compañía de su novia Nicoletta (Claudia Gravina). O la tentativa de atraco de Cósimo a la casa de empeños. Pero la cumbre de esta comedia negra llega en el momento en que un frigorífico lleno de comida deviene la más preciada caja fuerte (como si todos -no sólo Capannelle- llevaran consigo un hambre atrasada).


Las comedias de Monicelli se nutren de sustrato amargo, no hay esperanza. Es más, la arquitectura dramática de un filme como Rufufú puede verse como un castillo en el aire, o mejor, una construcción abocada al colapso. De igual forma (qué decisiva siempre la forma), la estructura interna del plano, la densidad de los volúmenes en el encuadre, se ve amenazada por el vacío que acecha, y que acaba por apoderarse de las imágenes en el tramo final del filme. La escena del lucernario, la noche del atraco, cristaliza esa idea de fragilidad del mundo de nuestros cacos que el rigor constructivo (desde el guión preñado de rimas, ecos, correspondencias) apenas consigue enmascarar.


La realidad cobra visos en Rufufú de un edificio efímero. Quizá la arquitectura de toda gran comedia se transfigura en un trampantojo, una ilusión de orden (dramático) a modo de veladura sobre la precariedad de las apariencias de un mundo donde sobrevivimos haciendo como si algo tuviera algún sentido, después de todo. Y así echarnos unas risas.

30/11/10

Arrivederci, Mario


Si lo sé no me despierto. Enciendo la radio a las seis de la mañana y la primera noticia que escucho es que Mario Monicelli ha muerto. Se tiró ayer por la ventana de la habitación del hospital de Roma donde estaba internado por un cáncer. Tenía 95 años. Madrugar para esto. Se nos fue uno de los grandes del cine italiano, el maestro de la comedia agria, la que despierta la risa -que tantas veces se nos hiela- sobre el reverso de lo trágico, la que emerge de un profundo dolor, el de los pobres hombres como nosotros, nuestros prójimos. El humor era el cristal con el que Mario Monicelli miraba más hondo. Se ve que el pozo era demasiado negro ya y no había manera de que la risa lo iluminara, ni siquiera la de quien nos dejó obras maestras de la comedia alla italiana como I soliti ignoti (1958) -titulada aquí Rufufú- o La gran guerra (1959). O I compagni (1963), o sea, Camaradas, una comedia marxista -de Carlos Marx, claro, faltaría más-.


A Mario Monicelli le encantaba escribir rodeado de guionistas y rodar rodeado de actores. Le gustaba su compañía. Hace unos meses encontré en Roma Il mestiere del cinema, un librito que atesora una conversación con el cineasta, lo abro y leo a propósito de las jornadas de guión con Age, Scarpelli o Suso Cecchi D'Amico:

Si parlava di tutto -ma credo che si faccia così anche adesso, si debba fare così-, si parlava di quello che era successo in generale, di pettegolezzi, di film che si erano visti, di cose che si volevano fare, dei romanzi che avevano venduto molte copie e che avevamo letto, e poi l'ultimo scorcio della giornata si parlava del film, più specificamente. Si scavaba nel racconto, oppure si definivano i personaggi...

O sobre los rodajes:

Mi piace raccontare il gruppo, a me piace quando gli attori sono tanti, che sono tutti insieme; ecco, mi piace lavorare con loro quando sono in gruppo.

Mario Monicelli, el segundo por la izda., con los actores 
en el rodaje de Rufufú

Trabajó con Tognazzi, Sordi, Gassman o Mastroianni. También le gustaba mucho Monica Vitti y (nos) la convirtió en actriz de comedia en La ragazza con pistola (1968).

El final no tiene nada de trágico, dijo Monicelli en una de sus últimas entrevistas. He conocido a hombres y mujeres, hemos trabajado juntos, lo hemos pasado bien. Después de esta vida, nos vamos a otro mundo, si lo hay, veremos cómo es, será toda una aventura, y si no hay nada más, pues basta.

Basta, entonces. Arrivederci, Mario.

20/1/10

La pluma y el tintero


Hoy se cumplen noventa años del nacimiento de Fellini. He recordado el verano de 1993 cuando escribía con Carlos Amil el guión de Blanca Madison en Ponte da Lima y cómo seguíamos el estado de salud del cineasta que no hizo sino empeorar desde que el 3 de agosto sufrió un ictus en Rímini, donde había nacido, y se prolongó en una dolorosa agonía en Roma agravada por las negligencias médicas y hospitalarias hasta su muerte el 31 de octubre, un proceso indigno que fue calificado por su más íntimo entrevistador, Costanzo Costantini, como "el infierno de Fellini".

El director de Amarcord nunca abandonó el Rímini natal por más que hiciera de Roma su hogar, o dicho de otra forma, siempre estuvo regresando a Rímini, aunque fuera al plató 5 de Cinecittâ, donde recreaba el universo de su infancia con música de Nino Rota. Porque en realidad, Roma, en sus propias palabras, sólo era la ciudad para esperar el fin del mundo. Uno le fue fiel a Fellini en los setenta y ochenta, se distanció en los noventa y ha ido regresando a él en lo que va de siglo. Porque cada año que pasa uno tampoco hace sino regresar a la infancia y la compañía de Fellini y Rota le sientan bien a los ensueños de la memoria y de la melancolía.


Fellini es una de las encrucijadas ineludibles del gran cine italiano. Y sentimos debilidad por ese cine, por lo mejor de ese cine. Y por aquellos que lo escribieron. Uno, al que le bastan los dedos de una mano para contar a aquellos con los que escribiría de mil amores un guión, recuerda a veces cómo contaba los guionistas acreditados en las películas italianas e imaginaba sesiones gozosas, con humo, voces y risas en algún pequeño apartamento de un piso alto sin ascensor de la Plaza de España o en la terraza de una trattoria, también con humo, voces y risas -pero sin perder de vista a la mujeres hermosas de una noche en Roma-, en compañía de tantos maravillosos guionistas. Digamos que más de una vez uno ha tenido esa fantasía, porque hasta en este oficio se permiten ensueños aunque vivamos malos tiempos para la lírica.

Cesare Zavattini

Porque ya puestos, aunque resulta inherente al guión su inacabamiento, su aquel de criatura sietemesina, su carácter meramente combustible, mejor en compañía de guionistas italianos. "La escritura de un guión es un coitus interruptus". dijo una vez Cesare Zavattini. Bastarían tres de sus innumerables guiones para que tuviera un lugar reservado a los grandes en el cielo del cine: El limpiabotas (1946), Ladrón de bicicletas (1948) y Umberto D (1952) de Vittorio de Sica. Y claro, si el guionista de tales joyas vive y siente así la escritura de películas, tampoco es para hacerse ilusiones. Pero, en fin, de hacérselas -y de eso hablamos-, mejor en una fiesta romana.


Pero hasta las fiestas romanas se acaban y la edad dorada de humo, voces y risas de cuatro o cinco guionistas dando vida a una película es cosa del pasado desde hace por lo menos tres décadas. "Hay que restaurar la relación entre varios guionistas o entre el director y el guionista. Es el mejor método para escribir una película, un trabajo hecho de charlas y bromas. De vez en cuando se toman notas; surge una idea, se anota. Lo demás se suprime pero nos ha permitido llegar a cualquier sitio. No comprendo que se pueda trabajar en un guión si no es en equipo. A partir de dos se consigue la posibilidad de un control, de una crítica. Nos pone al abrigo de errores que no son siempre remediables. Las discusiones provocadas por los distintos puntos de vista son muy importantes". Así veía el trabajo de escritura de un guión, Agenore Incrocci, que firmaba como Age, en compañía de Furio Scarpelli -Age&Scarpelli-, entre otros los guiones de Rufufú (1958) y La gran guerra (1959) de Mario Monicelli, El bueno, el feo y el malo (1966) de Sergio Leone y La terraza (1980) de Ettore Scola. Y él mismo admitía a finales de los setenta que quizá ya era demasiado tarde para recuperar un método de trabajo que había surgido en tiempos más pobres pero quizá, si no mejores, sí más esperanzados. Aquellos tiempos que empezaron cuando Fellini era un joven dibujante en Roma y escribía sus primeros guiones, a finales de los treinta y principios de los cuarenta del siglo pasado.


Durante diez años a partir de 1942 Fellini trabaja como guionista con una dedicación cada vez más exclusiva. Es muy conocida su participación en el guión de Roma città aperta de Rossellini. Pero siempre le quitó importancia a esos trabajos. Contaba que empezó en el cine trabajando sin acreditar para Zavattini, al que llamaban Za, que había montado en su casa un verdadero taller de guionistas -no lo que ahora se entiende por tal-, era simplemente el negro de Za. Pero la historia del Fellini guionista no empieza verdaderamente en el cine sino en el teatro de variedades escribiendo números cómicos para Aldo Fabrizzi. Y por su relación con el actor se ve involucrado en Roma città aperta.


Fellini con Flaiano

Aunque ya habían colaborado antes, en 1953 Ennio Flaiano pasa a convertirse en uno de los habituales de la familia fílmica de Fellini. Tiene 43 años y es un hombre de letras: crítico cinematográfico y teatral, argumentista. guionista, periodista, autor teatral y novelista. Ya en 1947 había ganado el Premio Strega con su novela Tiempo de matar. Brillante, irónico, punzante, paradójico y culo de mal asiento es uno de los grandes del cine italiano. Además de Fellini, trabajó con Monicelli, Antonioni, Germi, Zampa... Ya conté que gracias a él, el final cínico de El verdugo imaginado por Berlanga y Azcona se reescribió transformándose en uno de los finales gloriosos de la historia del cine, más aún, en palabras de Alexander Mackendrick -sí, el de Viento en las velas-, el mejor final que se haya rodado nunca. O sea, de paso, contribuyó al guión de una de las obras maestras del cine (español). Con uno de tantos infartos que había sufrido, la vida de Flaiano echó el telón el 20 de noviembre de 1972.

Flaiano y Fellini

Digamos que para Fellini escribió, en mayor o menor medida, Los inútiles (I vitelloni, 1953), La strada (1954), Almas sin conciencia (I bidone, 1955), Las noches de Cabiria (1957), La dolce vita (1960), Ocho y medio (1963) y Giuletta de los espiritus (1965). Comparte los créditos del guión de esas películas con el propio Fellini y con Tullio Pinelli, y de las tres últimas también con Brunello Rondi. En las siguientes películas, Fellini buscará nuevos colaboradores en la escritura como Bernardino Zapponi -Casanova (1976), por ejemplo- o Tonino Guerra -Amarcord (1973), E la nave va (1983) y Ginger y Fred (1986).


Tullio Pinelli explica así el desencuentro: "Mientras hacía Giulietta de los espíritus nos dimos cuenta de que ya no nos entendíamos. La colaboración había terminado. Fellini y yo nos separamos automáticamente, sin traumas, y tanto fue así, que cuando en 1984-1985 volvió a llamarme para que participara en el guión de Ginger y Fred, me pareció de lo más natural. Por eso entre Fellini y yo no hubo desacuerdos ni malhumores o rencores como entre Flaiano y él, entre nosotros no hubo un pleito como el que lo llevó a romper prácticamente cualquier contacto con Flaiano. Los malentendidos y desavenencias entre Fellini y Flaiano empezaron en Almas sin conciencia, es más, desde que preparábamos La strada".

Fellini con Pinelli

Quizá eso de la "separación sin traumas" de Pinelli habría que ponerlo en duda, pero lo de Flaiano y Fellini fue una ruptura airada y aireada. Poco antes de que se presentara La strada en el Festival de Venecia, el guionista publicó un artículo en la revista Cinema el 10 de agosto de 1954 donde aclara su contribución a la escritura del guión: básicamente fue el "abogado del diablo" de Fellini y Pinelli, evidenciando atmósferas distorsionadas y afectaciones de los personajes, haciendo que la historia tocara tierra y los símbolos se diluyeran en el cuento. Es decir, en resumidas cuentas Flaiano precisa que la película no sería tan buena si él no hubiera ejercido su labor crítica. ¿A qué venían tales precisiones? Todo había empezado, al menos públicamente, a principios de ese año cuando en un artículo de Il Mondo se le atribuían a Fellini esta declaración: "Es tonto preguntarse quién es el autor de la película. Sería como preguntar a un poeta si el autor de los versos es él o el papel y la tinta que usa". Flaiano se cabreó al verse reducido a material fungible y Fellini publicó el 23 de febrero en el mismo medio una carta en la que corregía sus declaraciones en el sentido de reconocer su inmodestia, la contribución de Pinelli y Flaiano a la escritura de los guiones de sus películas, y se congratulaba de haber encontrado a esos escritores -el episodio más afortunado- en su carrera de director.


Tullio Pinelli retrató a Flaiano como un tipo imprevisible: "Era un loco, genial pero desconcertante. Ejercitaba sobre nosotros una especie de magisterio crítico. Casi siempre tenía ideas brillantes y nos hacía observaciones atinadas, pero a veces se iba por la tangente y no se le podía seguir". Y además era muy susceptible. Pero, la verdad, tampoco le faltaban motivos. Continúa Pinelli: "Un colaborador tan difícil no podía no chocar con Fellini. Fellini era un genio, pero tendía a comportarse como si todo fuera suyo, no el fruto de un trabajo común. Además no tenía mucha consideración con los escritores, o al menos por las aportaciones que los escritores podían hacer a sus películas. Los escritores eran para él la pluma y el tintero, se usaban y se tiraban. Había que vencer todo resentimiento para trabajar con él. A mí no me costaba trabajo, pero Flaiano, que era más sensible que yo y también un poco más quisquilloso, empezó a resentirse muy pronto con Fellini, hasta que llegaron a la ruptura".

Flaiano, Fellini y Anita Ekberg

Fellini mete la pata, Flaiano se siente humillado y se enfada, Fellini se hace perdonar, Flaiano vuelve con él; como no consiguen aclarar sus diferencias hablando, se escriben cartas y las cartas acaban empeorando las cosas. Y vuelta a empezar. Cuando nominan Ocho y medio para el Oscar a la mejor película extranjera -que acabará ganando-, Fellini y Flaiano viajan a Hollywood, pero a Fellini le asigna la productora un asiento en primera clase y a Flaiano uno en clase turista, y el guionista en Nueva York se da la vuelta y regresa a Roma. Algo así -cosas de hoteles y aviones y declaraciones de prensa desafortunadas- acabó también con la ruptura entre Iñárritu y Arriaga, tras Babel, una de los desencuentros guionista-director más aireada del cine reciente. En fin, Fellini elogia a Flaiano a menudo pero entre elogio y elogio se le escapan frases como ésta: "Flaiano no redactaba materialmente los guiones de mis películas. Pero sus ocurrencias eran fantásticas". Uno transcribe esto y se cabrea, cómo no iba a cabrearse -y a dolerse- Flaiano al ver reducidas sus aportaciones a "ocurrencias". Y ahí se acabó la colaboración con Fellini.


Y es una triste historia, como son casi todas las historias de los guionistas. Hasta en aquel paraíso de guionistas que era el cine italiano se sembraban humillaciones y se cobraban decepciones. Uno piensa a veces qué más reconocimiento necesitaba Fellini, el más laureado, universalmente reconocido y admirado por los más grandes de sus contemporáneos -Bergman, Kurosawa, Welles-, el hacedor de algunas de las imágenes que identifican el arte del siglo XX, como para que se portara de forma tan avara con los guionistas. Pero quizás Fellini no había dejado de ser nunca un niño, ése que se construyó un sueño de infancia en un plató de cine, un niño que creía que todos los juguetes eran suyos y podía usarlos a su antojo, como la pluma y el tintero, cuando dibujaba sus películas, ese niño egoísta que habitaba en el corazón de un cineasta irrepetible.


Ese cineasta que ha poblado su filmografía de niños grandes que se niegan a crecer, monstruos del circo felliniano, monstruos que en el mejor de los casos devienen fantasmas en la niebla que bailan con los fantasmas de un sueño -como en Amarcord- o sombras -como en Ginger y Fred-, cuando el apagón en el plató de televisión borra las máscaras de Marcello Mastroianni y Giulietta Masina. Porque si vemos con atención la filmografía de Fellini descubriremos el dramatis personae de una parada de los monstruos de la segunda mitad del siglo XX, un universo en el que desaguan, como en una cloaca, las utopías y horrores de la primera mitad. No es de extrañar que los niños se nieguen a crecer y se refugien en el circo aunque sea al precio de devenir monstruos.


Ese cineasta que tan bien retrata Costanzo Costantini en su libro de conversaciones Fellini. Les cuento de mí editado por Sexto Piso, quizá el más íntimo y cercano de los que se han escrito sobre el director que hizo del plató 5 de Cinecittà el sitio de su recreo.

26/3/09

Camaradas

Mario Monicelli en actitud papal, en Roma, claro

Si hay algún maestro en el aquel (arte) de helarte la sonrisa, ése es Mario Monicelli: El humor es la forma más penetrante de mirar. Un bisturí que va al fondo de las cosas. O sea que te ríes, pero te están abriendo en canal. Por eso nunca pude acostumbrarme a que calificaran como comedia cualquier película de Monicelli que se pusiera por delante. Hay que pensárselo dos veces para calificar de comedia La gran guerra (1959) o I compagni (Los compañeros, 1963), incluso Rufufú (1958), tres obras maestras, donde uno se ríe, es cierto, pero con un nudo en la garganta o con el corazón en un puño. O sea, que si te lo piensas dos veces, en fin… Con los años me di cuenta de que siempre tendía a hacer la misma película: unos cuantos muertos de hambre que se embarcan en una empresa más grande que ellos y fracasan… Así es la comedia a la italiana. Será eso, al fin y al cabo quién va a saberlo mejor que Mario Monicelli.


Obreros que participan en asambleas donde se decide aumentar la jornada laboral y bajar los salarios; alumnas de ESO de 14 años que hacen botellón delante del instituto en horas de clase y algunos profesores que las ven no se atreven a decirles ni pío; un sesentón viudo que nunca pisó una iglesia ni en tiempos del franquismo –acompañaba a la mujer hasta la puerta pero se quedaba fuera- y que ahora ayuda en misa todos los días en el asilo donde ingresó voluntariamente porque en casa no le daban conversación; unas monjas adoratrices les proyectan a las alumnas de ESO de su colegio (concertado, o sea, pagado con mis impuestos, sin ir más lejos) un vídeo donde se yuxtaponen imágenes de socialistas risueños con fetos como campaña de “sensibilización” contra el aborto (¿os imagináis a las monjitas seleccionando con primor imágenes de nasciturus descuartizados y a las niñas saliendo a vomitar en medio de la proyección?); un selecto grupo de productores y directores del cine español son convocados en secreto por el ministro de Cultura para consultarles qué hacer con el cine español y constataron la necesidad urgente de cambiar la imagen que tiene el público del cine español. Son historias del mundo real, pero ¿son historias para reír o para llorar? Serán materia para una comedia a la italiana, lástima que ahora ni los italianos hacen comedias a la italiana. Por eso, quizá, me vino a la cabeza esa película maravillosa de Mario Monicelli, I compagni que aquí se tradujo como Los compañeros pero que en realidad debería titularse “Camaradas”, y que su director considera un filme marxista realizado con ironía.


Mario Monicelli es el maestro de la risa amarga, en el aquel de dosificar los detalles cómicos en el tapiz de lo trágico, en esas historias encarnadas por muertos de hambre, quizá porque la miseria ha constituido siempre una fuente de comicidad. Sus películas destilan un humor corrosivo para contar las vidas de personajes que pueden parecer grotescos o incluso mezquinos, pero que gracias al arte de Monicelli nos resultan entrañables. Sus películas inspiran amor, eso sí, crudo, por los personajes que las habitan. Esa crudeza entrañable, conviene precisarlo, deriva de un proceso de decantación, de síntesis, de cristalización, que tiene su origen en la escritura del guión, pero, no podía ser de otra forma, “a la italiana manera”. Mis guionistas y yo buceamos en un asunto, lo desarrollamos humorísticamente hasta que vemos detrás algún significado profundo. Hacemos reír pero los argumentos son siempre muy serios. O sea, cabría añadir, nos reímos por sobradas y fundadas razones. Y continúa Monicelli: Para bromear sobre algo hay que conocerlo muy bien. Y meditar mucho para llegar al humor.


Age


Scarpelli

El “método italiano” de la escritura de un guión es la expresión de una manera de entender la vida y de estar en el mundo que cuajó en torno a la liberación en 1944 y que se prolongó hasta los años setenta. Es una artesanía a base de café, humo y voces; con una regla no escrita: nunca se escribirá un guión con menos de tres personas pero puede ocurrir que trabajen ocho o diez; en jornadas diarias donde no faltan las discusiones airadas, los gritos, incluso los desencuentros, pero tampoco la charla distendida, la digresión o el aquel de perder el tiempo hablando por hablar. He ahí el magma donde se fraguaba la escritura del guión “a la italiana”. Un método que hereda la tradición de la Comedia del Arte. Suso Cecchi D’Amico le contó a su nieta Margherita cómo se desarrollaban las reuniones de guión de Rufufú con Monicelli, Age (Agenore Incrocci) y Furio Scarpelli –el mismo grupo de guionistas que en I compagni, por cierto-: Hacíamos doble turno, mañana y tarde. O bien la reunión de la mañana o bien la de la tarde terminaban, a menudo, con una discusión entre Age y Scarpelli, por cualquier pretexto, pero ni Monicelli ni yo interveníamos para no otorgarle al episodio una importancia que no tenía. Monicelli participaba en todas las reuniones de guionistas. Antes de convertirse en director había sido guionista. Eso se nota, ¡y tanto! Sabe contar. Para sus guionistas es una dirección segura, pues sabe reconocer aquello que quiere y esquivar las tentaciones. No reclama para sí las escenas que se han de escribir, pero una vez terminado el borrador del original, lo copia todo de nuevo con su pésima caligrafía, de la primera a la última línea, adueñándose de ellas para así poder decirlas físicamente. Un hábito que puede parecer extraño, pero que comparto. Esta cita bien valdría un comentario de textos pormenorizado… tranquilos, quedará para otra ocasión. Eso sí, un inciso: ¿para cuándo un editor sensible de libros de cine editará el delicioso libro Storie di cinema (e d’altro) raccontate a Margherita D’Amico de Suso Cecchi D’Amico, Garzanti Editore, Milán 1996? ¿no habrá sitio para un libro así entre tanto libro de cine perfectamente prescindible que se edita? ¿es para reír o para llorar semejante despropósito? Pues bien, volviendo a la escritura de guiones a la italiana, Suso Cecchi D’Amico asegura que Monicelli ha consevado todos estos años el placer de la reunión, de perder el tiempo, o sea, de contar historias en equipo. Aquella generación de guionistas en la que incluiríamos a Amidei, Flaiano, Zavattini, Pinelli, Guerra, Perilla, Sonego, Zapponi…, buceando en el mundo precario y provisional de la vida, en palabras de Aldo Viganó, reinventaron una lengua, definieron una nueva dramaturgia y alumbraron nuevos caminos en la escritura dramática italiana que aún no han sido comprendidos ni valorados adecuadamente.

Mastroianni, Franco Cristaldi, y Suso Cecchi D'Amico
con el champán en ristre


I compagni
es una película de 1963, el mismo año de Ocho y medio de Fellini; ambas películas comparten al protagonista, Marcello Mastroianni. También es el año de El Gatopardo de Visconti que comparte con la de Monicelli al director de fotografía, Guiseppe Rotunno, que venía rodar la película de aquél, y a la guionista Suso Cecchi D’Amico. No puede decirse que fuera mala cosecha la italiana del 63. Giuseppe Rotunno se inspiró en los grabados de Achille Beltrame para el “Domenica del Corriere” a la hora de iluminar I compagni, un filme que cuenta la huelga de los obreros de una fábrica textil para reducir la extenuante jornada laboral de catorce horas, a finales del siglo XIX.



Ahora la clase obrera, atenazada por las fauces del consumo y temerosa de perder la posibilidad de pagar los plazos del coche, la hipoteca de la casa y el préstamo para las próximas vacaciones en la costa, está dispuesta a pactar una prolongación de la jornada laboral y una reducción de salario. Pequeñas diferencias, seguro que piensa Monicelli.



I compagni, como el cine de su autor -¡qué rebote se agarraría don Mario ante semejante atributo!- se caracteriza por la reconstrucción fílmica del mundo real en unas coordenadas dramatúrgicas eficaces donde se conjuga el humor, la reflexión social y política, el drama, la funcionalidad didáctica y la capacidad para conmover. Una cocina, en resumidas cuentas, que convierte una película sobre un universo de hace un siglo en un testimonio universal sobre el aquí y el ahora. Un filme donde se articula de forma magistral un entorno con una atmósfera que se palpa, un coro de personajes con una identidad definida desde que aparecen en pantalla, lo íntimo y lo colectivo con una atención a los detalles que se pone de manifiesto desde la maravillosa escena de apertura: son las cinco y media de la mañana en casa de un hogar proletario turinés y el joven Omero se dispone a vestirse para ir a la fábrica; va a lavarse la cara pero antes tiene que romper con el palo de una escoba la capa de hielo que se ha formado en la jofaina, mientras el resto de la familia, que duermen carentes de intimidad, se pone asimismo en marcha. Una escena prácticamente muda que nos introduce en un mundo reconocible y tan próximo. Hay algo fordiano en Monicelli, incluso se le parece cuando habla y reivindica la condición artesanal de su oficio, y se define como un tipo que hace películas para que la gente se divierta.



Pero, indudablemente, una de las creaciones memorables de I compagni es el personaje del profesor Sinigaglia encarnado por Mastroianni, un personaje que encarna también una cierta tendencia del cine italiano de los primeros años sesenta donde la implicación sentimental no se despoja de la lucidez ni de la sátira. El represaliado profesor Sinigaglia se presenta como un agitador pero enseguida descubrimos que es un muerto de hambre, aunque no por ello abdica de su idealismo, nada de eso, sin embargo su militancia se sostiene sobre una legión de debilidades y su esperanza se tiñe de amargura pero también de conciencia política. A pesar de su carácter grotesco, Mastroianni y Monicelli consiguen dotar al profesor Sinigaglia de una humanidad cautivadora. He ahí la estrategia retórica de I compagni, realismo y complicidad sentimental con el espectador.



Cómo olvidar aquella escena en que un piquete de obreros se presenta en la casa de un trabajador, inmigrante siciliano, para convencerlo de que se una a la huelga y se encuentran con un panorama desolador: un hogar que es menos que chabola, menos aun que establo, una ruina donde se hacinan la mujer desgreñada y unos niños mugrientos. “¿Qué esperabais encontrar –les espeta el siciliano-, un palacio acaso?”. Esa dignidad de un obrero consciente de su miseria a través de un réplica ácida que vale por todo un tratado de sindicalismo convierte a una obra como I compagni en un filme de una perdurable modernidad. O aquella escena en la que se desvela el analfabetismo a través de las cruces en las papeletas de una votación donde se decide la huelga. Detalles, divinos detalles. Cine, nada más que cine. Mastroianni recuerda en sus memorias que esta “obra maestra” –el entrecomillado es suyo, irónica o tímidamente suyo- no tuvo ningún éxito.



A Monicelli le hubiera encantado pasar su vejez en la Plaza del Santo Spirito de Florencia. Es lo que tenemos en común. A estas alturas uno se conforma con eso. Mastroianni/Guido Anselmi decía en Ocho y medio: “Quisiera hacer una película que nos ayudara a enterrar de una vez lo que está muerto dentro de nosotros”. Las películas de Monicelli me ayudan a enterrar el cadáver de alguna película que llevo dentro, antes de que se pudra. Porque al fin y al cabo cuentan mi historia, o sea, me cuentan. Por eso, Monicelli, Mastroianni, y tantos otros… I compagni. Camaradas.