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8/2/14

El grano de otros años


Un poema se lee de memoria, aun la primera vez. La memoria que despiertan las palabras en esa primera lectura deviene la prueba del nueve del poema. Dice Yves Bonnefoy que cuando se lee un poema hay que preguntar a la propia experiencia, a la memoria. Sólo así habla. Como la lluvia. Traer cerca del corazón, eso es recordar. Amarcord. Recordamos con el corazón. Donde siempre llueve, como nos enseñó Verlaine. Donde llama la memoria. Y habla. El poema.

La últimas rosas de Josef Sudek

La rapidez de las nubes
de Yves Bonnefoy

La cama, la ventana cercana, el valle, el cielo,
La rapidez espléndida de esas nubes,
La súbita garra de la lluvia en los cristales
Como si la nada rubricase el mundo.

En mi sueño de ayer
El grano de otros años ardía a fuego lento,
Sin calor, en el suelo embaldosado.
Descalzos, lo apartaban nuestros pies como un agua límpida.

¡Oh, amiga mía,
Qué distancia tan débil separaba nuestros cuerpos!
La hoja de la espada del tiempo que merodea
Hubiese allí buscado en vano lugar para vencer!

(Traducción de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán.)


La rapidité des nuages 

Le lit, la vitre auprès, la vallée, le ciel, / La magnifique rapidité de ces nuages. / La griffe de la pluie sur la vitre, soudain, / Comme si le néant paraphait le monde. // Dans mon rêve d'hier /  Le grain d'autres années brûlait par flammes courtes / Sur le sol carrelé, mais sans chaleur. / Nos pieds nus l'écartaient comme une eau limpide. // O mon amie, / Comme était faible la distance entre nos corps! / La lame de l'épée du temps qui rôde / Y eût cherché en vain le lieu pour vaincre.

(Ce qui fut sans lumière - Mercure de France, 1987)

6/8/11

El viento del Taklamakán


Apenas conocía cinco filmes de Joris Ivens: El puente (1928),  Lluvia (1929), Miseria en el Borinage (con Henri Stork, 1934), Tierra de España (1937) y Paralelo 17 (con su mujer, Marceline Loridan,1968). Pero hace quince días Felipe Vega me mandó un paquete con ocho películas que no había visto -"para que escribas algo sobre Ivens en tu escuela"- y amojoné con ellas estas dos últimas semanas. Con La Seine a rencontré Paris (1957), ...à Valparaíso (1963) o su última película, Une histoire de vent (con Marceline Loridan,1988)

Joris Ivens con Marceline Loridan 
en el rodaje de Une histoire de vent

Joris Ivens se merece, quizá como ningún otro, el título de cineasta del mundo. El historiador del cine Georges Sadoul lo definió como el holandés errante. Y eso que iba para tendero. Su abuelo había sido un fotógrafo prestigioso y su padre montó la primera cadena de tiendas de material fotográfico en Holanda. El futuro cineasta estaba destinado a heredar el negocio. Tras licenciarse en economía en Rotterdam, estudió fotografía -fotoquímica, óptica y construcción de cámaras- en Berlín e hizo prácticas en varias empresas del ramo, como la fábrica de lentes Zeiss. Pero en Alemania se apasiona por el cine -Pabst, Dupont, Murnau...- y el comunismo. Vuelve a Holanda, se instala en Amsterdam, y en 1927, cuando ya ejerce como vicepresidente de la empresa familiar, funda la noche del 13 de mayo en compañía de otros cinéfilos la Filmliga, con objetivo de dar a ver el cine invisible, aquellas películas que estaban prohibidas o no se proyectaban en las salas comerciales, pongamos por caso Nanook, el esquimal (1922) de Flaherty o La madre (1926) de Pudovkin.


Se interesa sobre todo por el cine soviético y las vanguardias: Eisenstein, Dovjenko y Vertov, Clair, Cavalcanti y Dulac, y le maravilla Berlín: sinfonía de una gran ciudad (1927) de Walter Ruttman. A menudo se llevará las películas a casa tras la proyección para estudiarlas "con lupa" fotograma a fotograma.


Y decidió hacer su primera película. Ya había rodado películas caseras -de indios y vaqueros- en su infancia



y ya en tiempos de la Filmliga experimentos visuales con cámara subjetiva o sobre el tráfico de París,


pero ahora se trataba de filmar un estudio en profundidad de las formas visuales de un lugar y un análisis sistemático del movimiento de un objeto. Si Ruttman había hecho un estudio de los ritmos y movimientos de Berlín, Ivens filmaría un puente, el De Hef de Rotterdam, que se había inaugurado en octubre de 1927, un puente levadizo que permitía el tránsito de trenes y barcos.


Se pasó horas y horas observándolo, todo el tiempo que le dejaban libre su trabajo habitual y las actividades de la Filmliga, para conocer al detalle sus mecanismos y cadencias, luces y texturas, dinámica y atmósferas, líneas y composición, conjugados en el objetivo de la cámara, para expresar las armonías de aquel tejido metálico, para desnudar a través de la música de las formas el alma del puente. Filmando El puente (1928) durante meses con su Kinamo, Ivens aprendió que  la observación demorada y creativa es la única forma de asegurarse de haber mirado y destilado la riqueza de la realidad que tienes delante de los ojos.

Joris Ivens con su Kinamo 
en los primeros fotogramas de El puente

Ahora Ivens quiere explorar una ciudad a través de un aguacero. Elige Amsterdam, la ciudad en la que vive y trabaja, y tiende con sus amigos una red de espías de la lluvia que le avisaban por teléfono al primer síntoma de que iban a caer unas gotas. Vivía con la cámara al lado y cuando se acostaba la dejaba sobre la mesilla de noche y si cuando despertaba llovía podía filmar la ventana desde la cama. Se acostumbró a acechar lo imprevisible -e irrepetible-, como aquel día cuando vio en una plaza a tres niñas que, mientras llovía, saltaban en los charcos y se cubrían con una capa; dudó un instante pero tuvo la intuición -heraclitiana- de que nadie se moja dos veces bajo el mismo aguacero, y echó a rodar la cámara: nunca volvería a ver a aquellas niñas bajo la misma luz ni jugando de las misma forma en los mismos charcos. Filma innumerables tomas con los más variados ángulos en decenas de aguaceros durante meses, tratando de aprehender la metamorfosis de la ciudad -su rostro cambiante- a través del fluir del agua, recordando aquellos versos de Verlaine: Llueve en mi corazón / como en el corazón de la ciudad.


Y monta una película que destila un hechizo de la lluvia (como El puente el hechizo de las líneas), una poética de los elementos, una visión lírica de una ciudad transfigurada por la lluvia, un cine-poema del agua y el viento. Lluvia se estrenó el 14 de diciembre de 1929.




Si me he recreado desgranando las primeras películas de Ivens, sendos cortometrajes de apenas 12' cada uno, es porque aun en sus películas militantes -y propagandistas- nunca, por así decir, perdió las formas y siempre podemos encontrar en ellas la respiración de las calles y los campos, el movimiento de las gentes, los juegos de los niños. Como militante comunista, filmó todas las batallas, todas las convulsiones, todas los frentes de la esperanza del siglo XX.

Fotograma de Miseria en el Borinage 

Hemingway e Ivens en Guadalajara, en 1937, 
durante el rodaje de Tierra de España
A la izda., Joris Ivens en el rodaje 
de Power and the Land (1940)

Fotograma de Paralelo 17

Pero nunca olvidó que no hay documento sin mirada ni verdad sin forma, por eso la belleza era su trinchera en los combates por la revolución. Porque la belleza era la forma en que un cineasta del mundo abrazaba la humanidad y sólo la belleza podía despertar íntimas resonancias en cada ser humano. La belleza cifraba para Ivens su compromiso con la vida. Y quizá la belleza -sólo la belleza- le permitió sobrevivir al derrumbe de la utopía que lo había movilizado y de la ideología que había defendido con una cámara en la mano. La misma cámara que le permitirá filmar la belleza del viento que todo se había llevado.


Joris Ivens es uno de los grandes documentalistas de la historia del cine, pero sus mejores filmes desbordan el cauce que pretende embridar la corriente del cine documental y atraviesan con fluidez la frontera entre el documental y la ficción. La mirada de Ivens fecunda la materia sobre la que se posa y la forma fílmica transfigura el documento en un cine lírico que atrapa la música efímera de los seres en el aquel de habitar el mundo. Quizá por esa razón me gustaron mucho justo aquellas películas menos políticas y más poéticas, donde el documental devenía una herramienta de investigación formal y la materia fílmica un territorio de experimentación cinematográfica. Como La Seine a rencontré Paris (1957), una película que nos devuelve el espíritu de L'Atalante de Jean Vigo, y el del propio Ivens cuando contemplamos el episodio de la lluvia y evocamos las imágenes de Lluvia treinta años antes;


una película que cuenta París a través del Sena o, dicho de otra forma, muestra que sólo a través del Sena podemos ver -de verdad- París;



donde el texto de Jacques Prévert en la voz de Serge Reggiani, conjugado con las imágenes de Ivens, desprende la melancolía del tiempo que fluye como el río en el instante mismo en que la cámara lo aprehende ya ido.


O como esa maravilla de ...á Valparaíso (1963), cine-poema, cuaderno de viaje, sinfonía de una ciudad, cine-ensayo (en palabras de Godard, una forma que piensa)... un destilado de lo mejor de Ivens. El cineasta pasó un par de días en casa de Pablo Neruda y se enamoró de la ciudad.


Rodó la película con alumnos suyos -entre ellos Patricio Guzmán, el de La batalla de Chile (1973-1979)- de un taller de cine, pero cuando ya la tenía montada no era capaz de encontrar el tono para el texto que debería escucharse. 


Entonces, confesó el cineasta en su autobiografía, Chris Marker me salvó la vida. No pocas veces se ha apuntado la autoría de Chris Marker -frente a la de Ivens- en ...à Valparaíso, pero lo cierto es que sólo colaboró en la película durante la fase final, es más, sólo tuvo dos días para escribir el texto antes de la grabación y de las mezclas de sonido. Se encerró con las notas que había tomado Ivens durante la preparación del filme y, con una botella de ron cubano -quiero imaginar que se trataba de ron Caney (el Caney, en palabras de Esther)- como único estimulante, escribió las páginas del off de ...à Valparaíso que escuchamos en la voz de Roger Pigaut, un texto poético enhebrado con humor y con un fraseo que reverbera en las imágenes, dotándolas de nuevas resonancias, activando el imaginario que cobijan y transfigurando su materialidad en teatro de la mirada; un texto revelador, en fin, de hasta qué punto Chris Marker hizo suya la película, una posesión a la que no puede ser ajena esa cabeza de gato -su animal favorito- en una de las cometas que los niños echan a volar en las últimas escenas de ...à Valparaíso.


Pero agradeciendo a los dioses lares del cine la intervención de Marker, la película es puro Ivens, en la música de las formas que desvelan el alma de la ciudad, en los movimientos -ascensores, escaleras, gentes que suben y bajan- en los que respira, en la aprensión de la vida a través de los elementos, en definitiva, en el desposamiento de la mirada con el viento, como volveremos a comprobar, por no ir más lejos, en Pour le Mistral (1966). Nous irons à Valparaíso, canta Germaine Montero, la amiga de Lorca de los tiempos de La Barraca.  ...à Valparaiso podéis verla aquí.



Y a los 90 años, Ivens quiso filmar el viento en el Taklamakán, el desierto de Asia central, al norte de China, cuando presiente próximo su último suspiro, el fin del soplo vital. Tuvo la suerte -y la dicha- de contar  con la complicidad de Marceline Loridan, su compañera en los últimos treinta años,


Joris Ivens y Marceline Loridan 
en el rodaje de Une histoire de vent 


la chica pelirroja que les preguntaba a los transeúntes "¿Es usted feliz?" en Cronica de un verano (1961) de Jean Rouch y Edgar Morin, un filme-emblema del cinéma vérité.

Edgar Morin, Marceline Loridan y Jean Rouch 
en Crónica de un verano

En Une histoire de vent (1988) asistimos al viaje de un héroe ya viejo, el propio Ivens -muere al ño siguiente-, un hombre que nació en un país que trató siempre de dominar el mar y gobernar el viento, que atravesó el siglo XX con una cámara en la mano, azotado por las tempestades de nuestro tiempo, que sobrevivió a las guerras y combates que ha filmado, y que ahora ha concebido el loco proyecto de filmar lo invisible.


Une histoire de vent es la autobiografía -que evoca el sueño de Ivens, cuando de niño construía un avión y le gritaba a su madre que quería volar hasta China-


y el testamento de un cineasta hechizado por la imagen del viento en la infancia -las aspas de los molinos-,


la memoria onírica -y mitológica- de una búsqueda amojonada por tantas películas que deviene una reflexión poética sobre la belleza, la fragilidad y la incertidumbre de la existencia humana cifrada en el soplo vital -esencial e invisible-, el motivo cinematográfico por excelencia también de John Ford.


¿Puede imaginarse mejor despedida para un cineasta poseído por una imagen de la infancia, como también le gustaba decir a Chris Marker, que filmar el viento del Taklamakán?

14/11/10

Una línea de puntos a la luz de la lluvia


Ángeles ha terminado esta mañana El final del desfile de Ford Madox Ford. Un final espléndido, dice, pero no piensa contármelo, para empujarme a leer la novela. Se le transparenta la alegría de haber leído un libro que ha disfrutado tanto. Y la pena de que se haya acabado, pero se le va aliviando a medida que me hace uno de esos comentarios (de textos) suyos que, sin contarme nada, señala el centro de gravedad del relato, la historia de un hombre fuera de su tiempo, uno de esos personajes que, como decía Verlaine, han nacido demasiado pronto o demasiado tarde. A ella le encantan esos personajes, por eso entiende tan bien -y cobija- a esas alumnas adolescentes con cabeza de niña y cuerpo de mujer que, a menudo, malinterpretan tantos profesores. En fin, que me ha puesto deberes.

Leemos el periódico -nos lo repartimos- a la luz de la lluvia. Hablan de Berlanga como de un cronista feroz. Pase lo de cronista, pero adjetivarlo de feroz le hace sospechar a uno que quien así lo califica no ha visto sus películas. Ni corrosivo ni demoníaco. Hasta la mala hostia de Azcona perdía vitriolo por obra del humor y la mirada del cineasta. Si algo cifra lo mejor del cine de Berlanga es la compasión, porque sus personajes han sido amasados con la misma pasta que nosotros, porque, como los de Renoir, tienen sus razones y sus sinrazones, tan tiernos, crueles, grotescos, absurdos y desgraciados en la pantalla como los espectadores que los contemplamos. Cuando nos apiadamos de ellos, nos apiadamos de nosotros. Basta recordar la escena que termina con este fotograma en El verdugo:


Al fin, José Luis ha transigido y va a ejercer de verdugo en Palma de Mallorca. Amadeo, el suegro, se lamenta: a él cuando era verdugo siempre le tocó ejercer en sitios tristes. Y Carmen, que no disfrutó de una luna de miel como es debido con José Luis, ahora que lo va a acompañar a Mallorca, mira tú qué traje de baño, es que cómo se va a presentar en la isla con esta pinta... He ahí el mundo de Berlanga y Azcona. Nada feroz. Humano, demasiado humano.

 Berlanga dirige una escena de Plácido

Y tampoco tiene razón la señora González-Sinde cuando dice que Berlanga trabajó con presupuestos escasos, pocas semanas de rodaje y materiales precarios; y hago hincapié en el texto publicado por la ministra porque, sobre todo si habla del cine español, le corresponde ser rigurosa. Seamos serios, Plácido fue una película que costó siete millones y medio de pesetas, de 1961, cuando una película costaba uno o dos millones de media, y la propia planificación, característica de Berlanga, no necesariamente en planos-secuencia  pero sí planos largos y toda una humanidad en campo exigía meticulosos ensayos. Eso sí, estamos de acuerdo en que hizo belleza, pero con los medios -a veces más y a veces un poco menos- del cine de la época. Dejemos aquí el tema. Pero démosle remate con una mirada de Berlanga sobre el cine como algo vivo: El deterioro físico de la película lo jode todo. Ya dijo Scott Fitzgerald que la vida es un proceso de destrucción, ¿no? Pues con las películas es igual. Al tercer día empiezan a cortarse trozos, le salen rayas. Empiezan a morir, vamos. Y un retrato del director a cargo de Alfredo Landa: Berlanga es un hijoputa con ventanas a la calle.


Han publicado en inglés las cartas de Saul Bellow. En una reseña, encuentro fragmentos de algunas y ésta de 1959 me alegra el día:

Querido Pat:
Anoche cené con Marilyn Monroe y sus amigos en el Sondeadero y hoy los periodistas del corazón no han parado de sondearme, Marilyn pareció alegrarse genuinamente al ver un rostro familiar. La verdad es que estoy por ver algo en Marilyn que no sea genuino. En medio de una nube de mirones se comporta como un filósofo.

Da la casualidad que el viernes por la noche vimos media hora de El príncipe y la corista. Simplemente estaba recorriendo los canales y la encontré empezada. Y nos quedamos embelesados como tantas veces con Marilyn. Y como tantas veces comentamos lo que nos encanta de ella. Y la palabra justa es la de Bellow: genuina. Así es Marilyn.


La lluvia ha dejado el aire fresco y limpio, de una rara transparencia y, ahora que ha caído la noche, la luces del sur de la ría dibujan una nítida línea de puntos. Algo así como la escritura de Willa Cather. La descubrí gracias a Raúl Dans que me animó a leerla. Como siempre, fue Ángeles quien acabó leyendo todo lo suyo. Y yo sólo algunas obras: Pioneros (1913), Mi Antonia (1918) y, quizá la novela que prefiero, Una dama extraviada (1923). Willa Cather se crió en los últimos tiempos de la frontera, en Nebraska, y conoció el jardín salvaje del Oeste, fue testigo de su desaparición y vivió su transformación irremediable. Lo diré pronto: algunos escriben tan bien como Willa Cather, mejor es imposible. Si queréis comprobarlo, basta que leáis un cuento de treinta páginas, El caso de Paul, lo traduce Aurora Echevarría y lo acaba de editar Nórdica en un pequeño librito, pero también podéis encontrarlo en la Antología del cuento norteamericano preparada por Richard Ford. ¿Hace falta decirlo? Ángeles me lo puso en las manos y fue como volver a mi adolescencia, cuando uno presiente  o sueña que la vida está en otra parte, que debe estar en otra parte, que tiene que estar en otra parte, porque si no la vida es una puta estafa. Y si hay películas que nos ven, El caso de Paul, por más que ni los escenarios ni los incidentes fueran los que yo viví, la experiencia que destilaba era la mía: el cuento de Willa Cather veía mis trece, catorce o quince años. Dibujaba la experiencia con la nitidez de una línea de puntos que sólo había que seguir, leyendo.

 

Pero hay otro libro de Willa Cather que me parece una delicia. Se titula Para mayores de cuarenta, se publicó en 1936 reúne media docena de ensayos. Uno de ellos puede leerse como la poética de Willa Cather, una poética que materializa en La dama extraviada, quizá como en ninguna otra de sus novelas. Se titula La novela 'démeublée', o sea, la novela sin muebles. Se refiere al exceso de decoración de las novelas, a la profusión de detalles, al material de inventario que acaba apagando la imaginación del lector, si no forma parte, previa selección del escritor, de la penumbra emocional de los personajes mismos, como en Tolstoi. Apunta Willa Cather: Los procesos más elevados del arte son en su totalidad procesos de simplificación. Y el párrafo definitivo:

Todo aquello que la página nos hace sentir sin haber sido explícitamente nombrado es lo que, podría decirse, ha sido creado. Es la inexplicable presencia del objeto no nombrado, la insinuación adivinada por el oído pero no oída por él, el espíritu verbal, el aura emocional del hecho o del objeto o de la acción, lo que da gran calidad a la novela o al drama, así como a la poesía.

Y uno añadiría que al cine. Una poética de silencios y ambigüedades, de atrapar al lector -espectador- en el aquel de rellenar los espacios en blanco. Una poética, por así decir, de una línea de puntos. Una poética que Willa Cather va pespuntando en los textos reunidos en Para mayores de cuarenta y que acaba encarnando en Katherine Mansfield a la que dedica el último ensayo. Me hizo recordar su Diario 1910-1922. Cuando lo hojeé de nuevo, encontré subrayados aquellos fragmentos en que Katherine Mansfield registraba la experiencia de sus lecturas de Chéjov:

¡Ah, Chéjov! ¿Por qué habrás muerto? ¿Por qué no te puedo hablar en una habitación grande, medio a oscuras, al atardecer, cuando los árboles que se mueven allí fuera tiñen la luz de verde? Me gustaría escribir una serie de 'Mis paraísos'; éste sería uno de ellos.   

Chéjov se equivocó al pensar que si hubiera tenido más tiempo habría escrito de un modo más completo, que habría descrito mejor la lluvia y al doctor mientras toma el té con la comadrona. la verdad es que en una novela sólo se puede poner un cierto número de cosas; siempre hay que sacrificar los demás. Uno tiene que callar lo que sabe y que desea tanto utilizar. ¿Por qué? No lo sé, pero así es. Resulta siempre como una especie de carrera para decir tanto cuanto uno puede antes de que desaparezca.   

J. [su marido, John Middleton Murry] me ha leído a Chéjov en voz alta. Yo ya había leído una de estas narraciones y me había parecido que no tenía ningún significado, mientras que leída en voz alta se ha vuelto una obra de arte. ¿Cómo puede ser esto?



La misma poética de la línea de puntos, ¿no? Willa Cather subraya que Katherine Mansfield comunica muchísimo más de lo que escribe. Si volvemos atrás y hojeamos el relato en busca del párrafo en que se nos dicen ciertas cosas [sobre determinados personajes], y el texto aparece -aunque de todas formas estaba ahí-, el párrafo está ahí, aunque ningún impresor podrá dar jamás con él. Es esta insinuación -demasiado refinada para los mecanismos de impresión, que en realidad no necesita- la que nos permite reconocer en esta escritora uno de los más raros dones en la literatura, y sin duda el más precioso.  

Willa Cather, entre otros relatos de Katherine Mansfield, se refiere a La casa de muñecas. Os lo dejo enlazado en una traducción de Amalia Castro y Alberto Manguel por si queréis leerlo. Esta vez fui yo -al fin- quien se lo puso en las manos a Ángeles, porque el cuento, en apenas siete páginas, cifraba una de sus experiencias infantiles más sentidas, una de esas historias que ella me contó y que me dieron ganas de matar a quien se la había hecho padecer, incluso tantos años después. Porque los ecos de aquel dolor resuenan hoy mismo. Katherine Mansfield anotó el 27 de octubre de 1921 los cuentos para el próximo libro. Del que acabaría titulándose La casa de muñecas sólo escribió: El quinqué diminuto. Lo he visto. Y luego se quedan calladas. Si leéis el cuento, comprobaréis por qué. Una línea de puntos a la luz de la lluvia (de la memoria).  

(La fotografía que encabeza la entrada es obra de Abbas Kiarostami.) 

3/4/10

El caminante


Werner Herzog

Incluso podría titularse "el nómada" o "un cine nómada" o "un nómada del cine". Hace un par de semanas Raúl Dans me bajó algunas películas, entre ellas The Grizzly Man (2005) de Werner Herzog. Tenía olvidado (o arrinconado) a Herzog. Mi enemigo íntimo (1999) fue la última película suya que vi hace unos años, más o menos por la misma época en que Pepe Coira me recomendó que leyera el diario del viaje a pie de Herzog desde Munich a París entre el 23 de noviembre y el 14 de diciembre de 1974, o sea, cuando yo acababa de cumplir 19 años. Herzog se echó al camino al enterarse de que Lotte Eisner estaba muy enferma e imaginando que iba a morir. Y pensaba que (los cineastas) no podían permitirse perderla. Además necesitaba estar a solas consigo mismo. Lotte Eisner, a la que Brecht en los años veinte había apodado la Eisnerin, merece un lugar de honor en esta escuela pero hoy apuntaré que escribió dos libros memorables, La pantalla demoníaca -sobre el cine expresionista alemán- y una de las obras esenciales sobre el cine de Fritz Lang, y que, aún más importante, en 1936, cuando ya se había instalado en París tras el ascenso al poder de Hitler en Alemania, fundó junto a Henri Langlois y Georges Franju la Cinemateca francesa destinada a preservar las películas como patrimonio cultural; será Henri Langlois quien se encargue de esconderla durante la ocupación alemana y desde 1945 será la responsable de conservación de películas de la Cinemateca francesa durante treinta años. Y para los cineastas del llamado nuevo cine alemán como Herzog o Wenders será una mentora, una inspiración, un hilo con el pasado del cine. Herzog habló por todos cuando dijo a propósito de la Eisnerin:

Somos una generación de huérfanos, no tenemos padres, en todo caso abuelos a los que nos podemos referir, como Murnau, Lang, Pabst, la generación de los años 20. No es extraño que la continuidad en el cine alemán a través de la barbarie de la época nazi y de la posterior catástrofe de la Segunda Guerra Mundial se haya deshecho. El hilo se terminaba, en realidad ya antes. El camino nos llevaba a la nada. Quedaba abierto un hueco de un cuarto de siglo. De ninguna forma se podía percibir de modo tan dramático en la literatura y en otros ámbitos. Por eso la participación de Lotte H. Eisner en nuestro destino, también en el de los jóvenes, ha levantado un puente en la continuidad cultural e histórica.

Lotte Eisneren el museo de la
Cinemateca francesa,en 1979

Así que cuando Herzog se enteró de que la Eisnerin había enfermado gravemente, ese mismo día metió algo de ropa, un mapa y una brújula en una mochila, y se puso en camino. Herzog es de los que caminan. Y en este caso diríase que peregrinó para salvar a Lotte Eisner. El diario de esa peregrinación se titula Del caminar sobre hielo y lo editó La tempestad en 2003. El 26 de noviembre escribe: ¿Cómo estará Lotte Eisner? ¿Seguirá con vida? ¿Voy lo suficientemente deprisa? No, creo que no. Y el 30 de noviembre: Nieve y más nieve, granizo y lluvia, lluvia y granizo. Maldigo la Creación. ¿Para qué todo esto? El viaje resulta tan demoledor y llega con tan mala pinta a algún albergue que no le alquilan una habitación. El 4 de diciembre: ¿Estará viva la Eisnerin? Y el 6 de diciembre: Lluvia, lluvia, lluvia. Cuando llega a París, agotado, encuentra a Lotte Eisner con la salud quebrantada pero en vías de recuperación (morirá en 1983). Creo que algo así dice mucho de un tipo como Herzog. Casi diría que define al cineasta tanto como sus películas.

Lotte Eisner y Werner Herzog

A esas alturas del peregrinaje a París y a la Eisnerin, Herzog ya había rodado seis largometrajes. Yo había visto dos de ellos: Aguirre, la cólera de Dios (1973) y El enigma de Gaspar Hauser (1974). De hecho, de ese nuevo cine alemán, conocí a Herzog antes que a Wenders. Y, quién sabe si por el aquel pedagógico que latía en El enigma de Kaspar Hauser, nos había gustado mucho aquella película y había alimentado sus buenas horas de meditaciones (y conversaciones); pero era de esas películas que uno prefiere no volver a ver, por eso cuando hace unos quince años la ponían en el CGAI de A Coruña, me acerqué por allí, entré con ella empezada, me quedé unos minutos y me fui. No quise arriesgarme a que un nuevo visionado estragara la memoria de aquella película. Escribo esto en Tui y tengo a mano el guión de Kaspar Hauser publicado por Elías Querejeta ediciones, y que yo había comprado durante la mili en la librería Dau al Set de Valencia el 10 de octubre de 1977, el guión de una película dedicada a Lotte Eisner y a aquellos -la mejor parte- que tuvieron que abandonar Alemania, encabezado por el poema de Paul Verlaine con aquellos versos: ¿He nacido muy pronto o muy tarde? / ¿Qué hago yo en este mundo?


Estas semanas que no tengo demasiado tiempo para leer y que al llegar la noche apenas si puedo leer una página antes de quedarme dormido, leo el diario del rodaje de Fitzcarraldo (1982), se titula Conquista de lo inútil y lo ha editado Blackie Books. Y con el diario de Herzog he vuelto a su cine. Era casi obligado porque resultan inexplicables el uno sin el otro. Cuando sólo tenía 19 años produjo y dirigió su primera película; había trabajado como soldador en el turno de noche para pagársela. Y bueno, digámoslo ya, hay que estar muy, pero que muy loco (por el cine, pero quizá por algo más) para hacer una película como Fitzcarraldo. Lo de Coppola en Apocalyse now casi resulta una producción convencional si lo comparamos con lo de Herzog. Y no ha dejado de trabajar y de hacer películas en todos estos años en que uno se había olvidado de él. Y cada película ha representado la exploración de un límite, de una frontera, de una imposibilidad. No otra cosa es The Grizzly Man. Quizá el tema del cine de Herzog sea un peregrinaje de los confines, en busca del lugar donde el hombre no tiene lugar, sea ese lugar el confín del lenguaje o el confín del mundo. Parece ser que a largo plazo prepara una película sobre las lenguas que desaparecen, lenguas de las que sólo quede un hablante. Quién sabe si ese último hablante cante sus últimas palabras en este mundo con la nana con que su madre lo acunó para que no tuviera miedo y se durmiera en la noche de los tiempos, porque las últimas palabras en una lengua pueden ser también la memoria de una caricia primordial.


Werner Herzog en el rodaje de Fitzcarraldo

Y explorando los confines, Herzog filma lo nunca visto y ensancha el mundo de lo visible, por eso resulta superflua en su caso -y en tantos casos- la distinción entre documental y ficción. Fitzcarraldo es una ficción pero también un documento de su realización. A Herzog no le cabía en su imaginación resolver mediante una maqueta o algún otro trucaje de estudio la escena en que el barco es arrastrado hasta la cima de la montaña, porque no le cabía en la cabeza despojar las imágenes de la experiencia que capturaban. El 18 de febrero de 1981 escribe en su diario: ¿Por qué no intepretar yo mismo a Fitzcarraldo? Me atrevería a hacerlo, porque mi proyecto y el del personaje se han vuelto idénticos. Escribe esa entrada cuando Jason Robards, el primer actor elegido para interpretar al protagonista, abandona el rodaje enfermo de selva y de miedo después de un mes de rodaje. Y cuando consigue restaurar la confianza de los socios e inversores en un proyecto que cobraba visos de catástrofe, anota: Pero la pregunta para la que todos querían una respuesta era: ¿tendría yo el temple y la fuerza para volver a empezar desde el principio? Dije que sí, o sería alguien que ya no tiene sueños, y sin sueños no querría vivir. Y me acordé de lo que más de una vez le he escuchado al maestro, como ayer mismo, a propósito de los delirios del barroco, como si cada vez que las formas se ciñen en un gesto contenido, apenas si pudieran disimular el torbellino de imágenes que acechan bajo la superficie serena y que acabarán contorneándose y retorciéndose en un delirio febril. Esa pulsión late en el cine de Herzog, basta rememorar aquella escena de Aguirre contenida en un gran plano general que se va deslizando en una panorámica vertical despaciosa, cuando en la montaña asaltada por la selva vemos descender una hilera de conquistadores e indígenas, apenas una línea que traza un camino quebrado en la superficie de la pantalla.

Un fotograma de Aguirre, la cólera de Dios

En fin, Conquista de lo inútil me resulta una lectura reveladora de la magnitud -de la locura- de una película pero también del magnetismo de una escritura. Herzog, además de un cineasta, es también un escritor capaz de transformar la experiencia de un rodaje en una experiencia literaria. Y quizá ese diario constituya el documento más elocuente para entender por qué Herzog necesitaba transportar un barco real a través de una montaña en medio de la selva y cómo esa decisión resultaba perfectamente razonable: responde al latido del corazón de la película. Un latido que deviene estética en la medida en que responde a una ética: poner en escena al hombre y el espacio que ocupa, aun cuando el hombre no tiene lugar en ese espacio, o precisamente por eso. Porque el cine de Herzog transita por ese borde donde las formas corren el riesgo de ser devoradas por la selva de lo ilegible, de lo irracional, de lo irremediable. Y aun ahí, en el lugar sin mapas, traza una línea habitable por frágil que sea. Porque Herzog es de los que caminan. Es un caminante.

Herzog en los años Fitzcarraldo