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3/3/19

Domingo de carnaval


Para Ángeles, que siempre aplaude 
ver otra vez Domingo de carnaval.


Todo ese mundo alucinante y fabuloso 
de Solana tenía que venir al Cine.
(Edgar Neville)


Ya cité aquí Domingo de carnaval (1945) como una película maravillosa de Edgar Neville. Llevo un par de años con ganas de traerla a la escuela y ningún domingo mejor que uno de carnaval, como hoy por ejemplo.


El 1 de febrero de 1945, en el nº 50 de la revista Cámara, a dos meses del comienzo del rodaje -entre el 4 de abril y el 11 de mayo-, Neville describe Domingo de carnaval como...
...un sainete madrileño en el que está entrelazada la intriga de un asesinato; es, pues, una trama en la que el misterio, de tipo policíaco, tiene su intervención; pero es, sobre todo, un aguafuerte, o mejor: un cuadro de Solana en movimiento.
La acción transcurre en El Rastro, durante los tres días de Carnaval del año 1917 o 1918, y una muchedumbre de destrozonas y máscaras de todas las especies se mueven y agitan sobre el fondo alucinante que es El Rastro. Hay escenas que ocurren en los altos de la Pradera de San Isidro, teniendo como fondo el perfil goyesco de Madrid, y el film todo espero que tenga esa bulliciosa alegría del entierro de la sardina de Goya. 

Neville no sólo admiraba al pintor José Gutiérrez-Solana, era su amigo -lo conocía desde los primeros veinte, en la tertulia de Pombo-, y tenía dos cuadros suyos en el despacho; uno de ellos, Mascarada del diablo rojo.


Solana visitó al cineasta en el rodaje y murió a los pocos días, el 24 de junio; había nacido -como predestinado- un domingo de carnaval, el 28 de febrero de 1886. (Que Neville naciera el día de los inocentes -o sea, el día del cine- de 1899 también tiene su aquel.)


El cineasta le dedica a su amigo un texto a modo de despedida, El pintor Solana. Su primera y última intervención en el cine, que se publica en Primer plano el 8 de julio de 1945; viene al caso una cita larga:
Se nos fue Solana cuando le acababa yo de meter en el Cine, cuando había traído a la pantalla sus destrozonas inolvidables, a la máscara con cara de perro, a las mujeres con careta de calavera, a los niños con sombrero de señora, a esa otra máscara que va subida encima de una vieja, y esas otras que se han llevado una cama de hierro con un borracho dentro al entierro de la sardina.
 
Todo ese mundo alucinante y fabuloso de Solana tenía que venir al Cine, pues era preciso verles moverse y actuar, aunque era difícil darles más movimiento y mas vida que tenían en sus lienzos terribles. Yo se lo llevaba diciendo hacía muchos años. 'Don José, tengo que hacer una película con sus personajes'. 'Pues sí -me decía-, tendrá carácter'. 
Y ya, cuando esta primavera me lancé a ella, lo primero que hice fue avisarle, y un día me lo llevé a los exteriores. Solana no había estado nunca en un Estudio de cine, desconocía la mecánica de rodaje y, de repente, se encontró en los altos de San Isidro, rodeado de sus personajes. Abrió mucho los ojos, le entró una alegría infantil y empezó a darle la mano a todo el mundo. Llegaban a él las máscaras más estrambóticas. Unos eran actores; otros eran figuración, pero con su disfraz y su careta, un algo les atraía instintivamente hacia aquel hombre recio que, en el fondo, era su padre. Venía 'la calavera', 'la cara de perro' y una mujer vestida de pingüino. Solana conversaba con todas, y luego saludaba a las extras que andaban por allí disfrazadas.

Neville cita expresamente al pintor o sus cuadros en el guión de Domingo de carnaval, como en la escena de la Venta del Chaleco:
En los alrededores de Madrid, en los Altos de la Pradera de San Isidro, hallamos el Ventorro del Chaleco. (...) Junto a la entrada hay un organillo donde suenan sin parar cuplés y pasodobles a la moda de 1917. Máscaras de diversa catadura, pero todas de la escuela de Solana, bailan, beben y arman barullo.

Conviene recordar que Solana, un espléndido pintor de brochazos tan feroces como clementes, también escribía muy bien (basta leer La España negra, pongamos por caso); en su obra, Madrid, escenas y costumbres figuran los escenarios y la humanidad que los colma, capturada por Neville en Domingo de carnaval; por momentos, hay escenas que cobran visos de documental. Me llegan (y me tocan) las máscaras de Solana porque desprenden esa mixtura de tristeza y espanto que siempre me inspiró desde niño el carnaval.


En el libro que le dedica al pintor Ramón Gómez de la Serna puede leerse:
...el principal modelo de Solana son las destrozonas, título perfecto para esas máscaras rotosas y vestidas de cualquier modo que se lanzan al paseo del Carnaval unidas con algún verdadero payaso del fracaso y el paro forzoso. (...)
Representan la horda, el candombe, la comparsa de los náufragos, la mazorquería eterna.
El malón de las destrozonas viene de la otra orilla que tienen los ríos, del último barrio que hay detrás de los barrios, de los pajonales remotos... 
Las destrozonas son el disfraz de los que no tienen disfraz; en palabras de Gómez de la Serna: son los anarquistas del Antruejo.


Quizá con más desparpajo que otros filmes de Neville (y gracias a un universo festivo que propicia la espontaneidad), Domingo de carnaval muestra rasgos de estilo que denotan una divertida falta de refinamiento (sin remilgos, digamos) y una gozosa ligereza a la hora de conjugar el sainete criminal con el carnaval.


El afán de perfección no figuraba entre sus motivaciones, más bien le aburría. En todo caso, la finura la reservaba para unos diálogos (con resonancias de Arniches y timbres surreales de Ramón Gómez de la Serna) pautados con acento zumbón donde brilla la elegante Conchita Montes, como Nieves, o con el descaro y la socarronería mordaz donde relumbra Julia Lajos, como Julia, una presencia desbordante con sus descargas sarcásticas rematadas con risotadas arrolladoras; dos mujeres cardinales del cine de Neville.


No me resisto a citar una vez más aquella réplica de Nieves en su puesto de relojes viejos en el Rastro, cuando una clienta se queja de que el reloj que le vendió atrasa: Claro, es isabelino. O la escena donde el inspector (o ayudante de comisario, no queda muy claro) Matías/Fernando Fernán-Gómez le pide a Nieves -acaba de llamarle mamarracho por mantener encerrado a su padre como sospechoso del crimen- que deje de enredar, hay un asesino suelto y no quiere que se ponga en peligro:
Matías: ¿Me aborrece usted o va a hacerme caso?
Nieves: (Contundente.) Le aborrezco. 
Y se va toda llena de razón. Pasan unos segundos y llaman a la puerta. 
Matías: Adelante. 
Es Nieves, otra vez. 
Nieves: (En el umbral. Zalamera.) Oiga, guardia. Que no le aborrezco, ¿sabe? Sólo le aborrezco un poquito nada más.
Y se va, encantadora ella.

En palabras de Castro de Paz, la construcción libre y coral de la película conjugada con un desaliño sólo aparente en la puesta en escena se convierten en excelentes mecanismos de representación de lo popular, desbordando el marco del encuadre de la misma forma que el carnaval desborda las normas sociales, rompiendo las costuras de la representación a la manera de un Renoir, pongamos por caso.


La puesta en escena de Neville desprende una atmósfera de algarabía y regocijo en la plaza de Cascorro, el Rastro o la Pradera de San Isidro, al hilo de las pesquisas -es un decir- por el asesinato de la prendera doña Reme a manos de un sereno gallego (con un trasfondo de tráfico de cocaína), una trama criminal tan disparatada como divertida.


Una trama que -todo hay que decirlo- se va deshilando mientras la cámara se (nos) entretiene en momentos que no tienen una función narrativa pero que devienen -justamente- inolvidables, como los auténticos charlatanes de 1945 en el Rastro (aunque la acción se localiza casi treinta años antes, cuando el carnaval no estaba prohibido). Por sólo mencionar uno quedémonos con el memorable vendedor de lápices Salvador Báez:

A lo mejor su niño, con eso, es un fenómeno de la pintura. A lo mejor es un Murillo, a lo mejor un Tintoretto, a lo mejor un Veronés. O a lo mejor es un Moreno Carbonero. Bueno, le quita usted el Moreno y se queda en carbonero solo, pero el niño algo será. Lo que se ríen los papás con los monos que les pintan los chiquillos. Bueno, y lo que se ríen las mamás cuando el niño les pinta las paredes, ¿no es verdad? Lo mismo que van los padres misioneros por las selvas ecuatorianas con el evangelio en la mano, vengo yo por las ciudades de Castilla con el lápiz para quitar el analfabetismo, que es la plaga más grande que puede tener una nación. ¡Abajo la incultura! ¡Abajo el cerrilismo! ¡Y abajo el alcoholismo!
Digámoslo ya: a Neville la trama criminal le importaba un pito y aprovechaba cualquier excusa (y aun sin excusa) para unirse a la parranda en una atmósfera donde revivía su infancia y juventud.


Bueno, eso y filmar a Conchita Montes, qué caray.


En pocas palabras, la fiesta deviene fondo y forma de Domingo de carnaval.


Forma y fondo que cuajan en el delirio de esa secuencia final del entierro de la sardina, con un gran plano general de la procesión de máscaras danzando por los descampados, en las afueras de Madrid, y, al fondo, aquellas tres figuras que bailan allá arriba, sobre el perfil del barranco... Ahí lo solanesco cobra visos alucinatorios. Un plano glorioso de Neville, inspirado por Solana, con el director de fotografía Enrique Barreyre, que lo acompañó en la trilogía de sainetes criminales formada por Domingo de carnaval, La torre de los siete jorobados (1944) y El crimen de la calle Bordadores (1946).  En fin, una de esas secuencias que alumbran la memoria del cine.


A Neville le habría encantado rodarla en color. Hubiera sido un bellísimo Solana, evocaba muchos años después Conchita Montes (también tenía un cuadro del pintor en casa). Sin embargo creo que tiene razón Santiago Aguilar (en su estudio sobre la trilogía de los sainetes criminales) cuando aprecia que Domingo de carnaval es de esos filmes donde el blanco y negro plasma la sensación de cromatismo mejor que el color.


Julio Pérez Perucha señaló que durante toda la década de los 40, los vencedores de la guerra civil...
...consideraron el sainete su bestia negra, toda vez que ni podía ser extirpado de la memoria cultural de los supervivientes ni, por lo demás, hacerlo dejaba de suscitar la suplementaria incomodidad de tener que, de paso, decapitar el recuerdo de saineteros tan conservadores y franquistas (tenidos por mártires de la causa) como Pedro Muñoz Seca.
El sainete traía a la memoria vestigios del cine nacional-popular republicano, y era sospechoso de ceder la pantalla a un protagonismo de la plebe que les recordaba una República de horteras, de leandras y de gorras proletarias

Domingo de carnaval se estrena el 22 de octubre de 1945 en el Palacio de la Música de Madrid. En el cine Iris pasan La torre de los siete jorobados en sesión continua con Cumbres borrascosas (1939), de William Wyler.


Sólo aguanta dos semanas en cartel Domingo de carnaval; luego se pasa otras seis en cines de segunda. Algún crítico se preguntó en Primer plano si después de tres años tremendos de guerra civil se iba a volver al sainete -esa mugre radical socialista- y aquí no ha pasado nada. O sea, Domingo de carnaval les recordaba el cine producido durante la 2ª República y... hasta ahí podíamos llegar. En la óptica fascista (falangista y/o franquista y nacional-católica), el carnaval mismo venía a ser una expresión del caos social y la decadencia moral de aquellos años. Hay quien ve la película como una temprana maniobra de medi(ta)da disidencia por parte de Neville. Quizá. Creo más bien que era un tipo aparte, un cineasta singular, aunque no lo pretendiera: ser director era su manera de vivir -y disfrutar- intensamente en tiempos difíciles. O sea, quizá sí. Quiza era un disidente a fuerza de ser Neville.


En todo caso, importan las razones que consagran una alegría perdurable para quienes la celebramos hoy: casi tres cuartos de siglo después, Domingo de carnaval mantiene vivos el aire libre de la fiesta, el humor travieso y burlón, y el placer de hacer cine. 


Como despedida os recomiendo tres libros: Edgar Neville: tres sainetes criminales, de Santiago Aguilar, editado por Filmoteca Española en 2002 (me llevé un alegrón cuando lo encontré en la cuesta de Moyano hace un par de años); Una arrolladora simpatía. Edgar Neville: de Hollywood al Madrid de la posguerra, de José Antonio Ríos Carratalá; y Producciones García, S. A., de Edgar Neville, editado por Castalia en 2007.


Nota ambulante: Paso este fin de semana con Ángeles en Bilbao. Parte del camino vinimos hablando de Edgar Neville y Conchita Montes. El viernes, a la hora del crepúsculo, nos acercamos a la librería Cámara y ahí me encuentro -como si me llamara (o esperara)- este libro que no puedo sino recomendaros:


Conchita Montes, una mujer ante el espejo, de Santiago Aguilar y Felipe Cabrerizo, editado por la editorial Bala Perdida.


23/4/17

Los cuatro mosqueteros contra el mundo moderno


En una fecha tan cervantina como ésta murió hace cincuenta años Edgar Neville, el autor de una obra tan quijotesca como El último caballo (1950), que uno incluiría sin dudarlo entre las diez mejores películas del cine español (como poco); también era una de las preferidas de Azorín.


Recupero un par de párrafos de otra entrada con retoques menores: Al acabar la mili, el soldado Fernando (Fernando Fernán-Gómez) gasta el dinero -que ahorró para casarse- en Bucéfalo, un animal con el que se ha encariñado, porque el ejército va a convertir la caballería en una unidad mecanizada, y los caballos van a venderlos para actuar con los picadores en las corridas; así que Fernando salva a Bucéfalo de la mala vida que le espera y se lo lleva a su casa, a Madrid, donde encontrará dos cómplices en su amigo, el bombero Simón (José Luis Ozores), y la florista Isabel (Conchita Montes, la musa del cineasta), comprometidos en la causa del inocente equino frente al inhóspito mundo moderno. Cuentan que Edgar Neville soñó esta película y nada más despertarse dictó el guión durante unas horas, de un tirón.


Todas las películas de Neville destilan un cierto bagazo onírico, el de un sueño castizo, preñado de humor e inteligencia, como en el sainete soñado. Sobre El último caballo se habló de neorrealismo, no sabe uno bien a cuento de qué; creo más atinados a quienes apreciaron en sus imágenes una mirada que germinó en la encrucijada dichosa del humorismo (de matriz surreal con su querencia por el absurdo y su pizca de negrura) de Tono, Jardiel Poncela o Miguel Mihura, el teatro de Arniches y el cine de Chaplin (los ecos de Luces de la ciudad o Tiempos modernos resuenan en el latido poético del humor de El último caballo). El humor, entonces, como forma de la melancolía.


En realidad, el cine de Neville se lleva mal con el tiempo de los relojes (tan presentes en sus películas). En la maravillosa Domingo de carnaval (1945), Conchita Montes, en el papel de Nieves, atiende un puesto de relojes antiguos en el Rastro y una clienta le viene con quejas: el reloj que le compró atrasa. Claro, dice Nieves, es isabelino. En El último caballo sucede al revés, los relojes han adelantado una barbaridad mientras Fernando estaba en la mili, y el soldado recién licenciado y su caballo han quedado fuera de juego, fuera del tiempo que marca el calendario, y en Madrid, como señala un personaje al principio de la película,
Ya sólo hay camionetas.
Y contra ese mundo se conjuran Fernando, Isabel y Simón en la gloriosa escena de la taberna, donde se emborrachan tras salvar a Bucéfalo de morir destripado en la plaza de toros:

Fernando: Ahora vamos a brindar por el mundo antiguo. 
Simón: ¿Y eso qué es?
Fernando: El mundo en que un pobre hombre podía tener un caballo y podía darle de comer sin grandes dificultades, el mundo en el que se podía vivir tranquilamente sin matarse trabajando, el mundo en el que todo era suave y fácil. (Se va calentando) Cuando había solidaridad entre los hombres y cuando todo lo que se movía tenía sangre caliente...
-Simón: ¡Viva! ¡Vamos a beber por la sangre caliente!
(Chocan los vasos. Beben.)
Isabel: ¿Qué quieres decir con eso de sangre caliente?
Fernando: (Ya encendido.) Quiero decir cuando no había tanto motor y tanta máquina y tanto hierro y tanta gasolina y tanto humo y tanta... (se contiene par no decir "mierda") porquería. (Más calmado, recreándose.) Cuando la gente no tenía tanta prisa y vivía con más sosiego, cuando sobraban unas horas al día para pasear en un caballo, o en un coche tirado por caballos, cuando no había ese gesto hosco que hoy se observa en todas partes... (Vuelve a encenderse.) Porque a la gente le falta siempre la peseta sobrante con la cual se compraba la alegría. (Más suave.) Cuando todo valía... unos céntimos. (Les muestra los dedos de las manos abiertas.) Diez, diez céntimos.
El brindis final, toda una declaración de guerra, o sea, de principios:
Fernando: (Desaforado.) ¡Abajo los camiones!
Simón: ¡Abajo! 
Fernando: (Volviéndose, a gritar para toda la taberna) Viva la vida antigua!

Y en el tramo final de la película unen sus fuerzas con otro resistente, Marcelino, un hortelano, que se niega a vender su tierra para que se construyan rascacielos. El último caballo acaba con toda una apoteosis:
Fernando: Tan pronto como nos hemos reunido unos cuantos seres de buena voluntad, hemos acabado con el motor y la gasolina y todas sus barbaridades. Un labrador, un bombero, un chupatintas y una florista contra el mundo moderno.
Isabel: Los cuatro mosqueteros.
A salvo de los relojes y el calendario, en el tiempo (quijotesco) de Neville.

21/10/16

15 líneas



Paris, 1960. 
(Fotografía de Johan van der Keuken)


La vida no tiene mucho sentido sin las películas. (Johnny/Vincent Gallo en El funeral, de Abel Ferrara.)


Ninguna guerra es una guerra hasta que un hombre mata a su hermano. (Marko/Predrag 'Miki' Manojlovic en Underground, de Emir Kusturica.)


Es increíble la soledad que hay en el corazón de cada hombre. (Lilie/Clotilde Hesme en Les amants réguliers, de Philippe Garrel.)


La pista de circo es el lugar más peligroso del mundo, y también el lugar donde todo es posible. (Vittorio/Sergio Castellitto en 36 vues du Pic Saint-Loup, de Jacques Rivette.)


En los tiempos que vivimos los libros arden demasiado deprisa y calientan muy poco. (María Braun/Hanna Schygulla en El matrimonio de María Braun, de Rainer W. Fassbinder)


Hay que ver lo que puede llegar a hacer un hombre por ponerle las manos encima a una mujer. (Sam Boone/Pernell Roberts en Ride Lonesome, de Budd Boetticher.)


La memoria es maravillosa si no tienes que lidiar con el pasado. (Celine/Julie Delpy Antes de atardecer, de Richard Linklater.)


Es una suerte que no tengamos cine en Schabbach, o nunca nos iríamos a la cama. (María/Marita Breuer en Heimat, episodio 4, de Edgar Reitz.)


Me han llamado de todo, pero nunca que fuera "confortable". (Cord McNally/John Wayne en Río Lobo, de Howard Hawks.)


No es amor si no creemos que durará para siempre. (Marion/Arielle Dombasle en Pauline en la playa, de Eric Rohmer.)


Una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma. (La Agrado/Antonia San Juan en Todo sobre mi madre, de Pedro Almodóvar.)


Tan pronto como nos hemos reunido unos cuantos seres de buena voluntad, hemos acabado con el motor y la gasolina y todas sus barbaridades (Fernando/Fernando Fernán-Gómez en El último caballo, de Edgar Neville.)


Hace falta tiempo y paciencia. Después, hasta un suspiro se puede transformar en una historia de amor. (Jean-Marie Straub en Onde jaz o teu sorriso?, de Pedro Costa.)


Tengo un pasado que quisiera olvidar, pero nunca podré huir de él. (Hamish Bond/Clark Gable en Band of Angels, de Raoul Walsh.)


Se puede confiar en la gente del cine. (Nasrin Sotoudeh en Taxi Teherán, de Jafar Panahi.)


9/5/12

Otro Madrid bajo la plaza del Alamillo


Y otra rareza: La torre de los siete jorobados de Edgar Neville. Cine fantástico español o gótico castizo o fantasía costumbrista o juguete cómico fantástico. Pinta raro de todas todas. Pero es una película de 1944: más raro aun. Casi lo único normal (y nada ínteresante) en La torre de los siete jorobados es el cartel original:


Y ya, para rareza, la guinda: existe una edición modélica en dvd de la película y con una estupenda carátula de Víctor Coyote. Es que más raro no puede ser. 


El cine de Neville representó uno de esos gozosos descubrimientos que nos deparó aquel año inaugural del CGAI, que le dedicó uno de los primeros ciclos -de feliz memoria- con algunas de sus mejores películas: además de La torre de los siete jorobados, pudimos ver La vida en un hilo (1945), El crimen de la calle de Bordadores (1946), o El último caballo (1950), una película por la que siento una especial predilección, con Fernán-Gómez encarnando a un recluta que, al término de la mili, se gasta sus ahorros en Bucéfalo, un animal con el que se ha encariñado, porque el ejército va a convertir la caballería en una unidad mecanizada, y los caballos van a venderlos para actuar con los picadores en las corridas; así que Fernando salva a Bucéfalo de la mala vida que le espera y se lo lleva a su casa, a Madrid, una ciudad inhóspita para un quijotesco soldado recién licenciado y su equino compañero de mili. Cuentan que Edgar Neville soñó esta película y nada más despertarse dictó el guión durante unas horas, de un tirón.

Fernán-Gómez y Conchita Montes en El último caballo

Todas las películas de Neville destilan un cierto poso onírico, el de un sueño castizo, preñado de humor e inteligencia, como en el sainete soñado. Se ha dicho que El último caballo es la primera comedia neorrealista hecha en España; creo más atinados a quienes apreciaron en sus imágenes una mirada que germinó en la encrucijada dichosa del humorismo (de matriz surreal con su querencia por el absurdo y su pizca de negrura) de Tono, Jardiel Poncela o Miguel Mihura, el teatro de Arniches y el cine de Chaplin (los ecos de Luces de la ciudad o Tiempos modernos resuenan en el latido poético del humor de El último caballo). Talmente.

En el centro, agachado en la plataforma 
de la cámara, Edgar Neville 
en el rodaje de La señorita de Trevélez

Y es que Neville, fuera de ese círculo de humoristas que -después de Gutiérrez y La ametralladora- acabaron en las páginas de La Codorniz, todos para echarles de comer aparte, y que muchos años después, López Rubio definió como la otra generación del 27, era un cineasta de lo más raro. Neville aseguraba que el dinero carecía de importancia para él; eso sí, quería tener mucho, para derrocharlo a manos llenas. Dicho y hecho. Digamos que el dinero le venía de familia y lo fundió en poner en pie películas -las más, fracasos-, en invitar a los amigos a copiosas cuchipandas y en vivir a los grande sin privarse de caprichos. Así, hizo el cine que quiso en un país donde el horno no estaba para aquellos bollos; sobre todo no estaba dispuesto a reírse de sí mismo con el retrato solanesco que le devolvía el espejo, pongamos por caso, de El crimen de la calle de Bordadores.  


Fernán-Gómez nos dejó un párrafo que vale por un retrato de ese Neville aristócrata -conde de Berlanga de Duero- que iba para diplomático pero que lo dejó por el cine: "Este dandy, distinguido sportman, casi extranjero, de cultura y vida internacionales, hizo un cine de puras imágenes españolas. No sintió la necesidad de simular en su obra, como la mayoría de los directores españoles del momento, un lujo americano, porque ya tenía perro, chalé, coche, piscina, amante, secretaria y mayordomo, cuando los demás teníamos café con leche". Un dandy que se movía con igual desenvoltura, humor e ingenio en una taberna del Sacromonte o en un palacio romano. Los rojos lo consideraban un fascista y los fascistas lo tenían, si no por rojo, por sospechoso, por ir a su aire. Buñuel lo vio claro, ni fascista ni republicano, "hizo siempre lo que le vino en gana, que no es poco". Pues eso.


Hay quizá tres momentos cardinales en la vida de Neville: como espectador, cuando descubre las enormes posibilidades del cine con El demonio y la carne de Clarence Brown; como cineasta, cuando conoce a Chaplin, se hacen amigos de por vida, y aprende el oficio en el set de Luces de la ciudad, es el único al que el cineasta permite llevar una cámara de fotos durante el rodaje y hasta hay quien dice que incluso llegó a filmar algunos momentos del rodaje, y quizá sean las únicas imágenes de Chaplin dirigiendo Luces de la ciudad, quién sabe; y como hombre, cuando lo embrujan los ojos de una chica que andando el tiempo se convertirá en Conchita Montes, su actriz fetiche y la mujer de su vida.


Cabría añadir el tiempo que pasó en Hollywood trabajando como guionista y dialoguista en las versiones en español para el mercado hispanoamericano en los primeros años del sonoro, cuando aún no se había generalizado el doblaje, pero sobre todo porque estaba en compañía de sus amigos, Tono, López Rubio, Eduardo Ugarte, Jardiel Poncela...; vamos, que sólo faltaba Miguel Mihura que tuvo que quedarse, enfermito. Y también estaban el Gordo y el Flaco, Douglas Fairbanks, Loretta Young, Marion Davies, Carole Lombard... En fin, que lo pasó de miedo.  

De izda. a dcha., Eduardo Ugarte, Stan Laurel, Oliver Hardy, 
López Rubio y Edgar Neville

Humorista, novelista, dramaturgo, guionista, cineasta... Las películas de Neville desprenden el goce de hacerse, de quien disfruta con el fregado de los rodajes. Había nacido justo cuando el cine cumplía cuatro años, bebés ambos, el 28 de diciembre de 1899. Bien se ve que predestinado como el Carlos Durán de Vida en sombras de Llobet-Gràcia. Señalemos a modo de elipsis que a mediados de los años cuarenta Neville ya domina el oficio y va a encadenar algunas de sus mejores películas, como esa trilogía de policiales castizos o sainetes criminales que forman La torre de los siete jorobados, Domingo de Carnaval  y El crimen de la calle de Bordadores (con aquel borracho toca-pelotas que le suelta al sereno gallego ¡Abajo Pontevedra!), con la dirección de fotografía de Enrique Barreyre; películas de estampa solanesca y misterio costumbrista con rasgos que suelen calificarse de expresionistas pero que, en realidad, podríamos emparentar con la atmósfera y los ingredientes genéricos de los filmes de terror de la Universal (o sea, lo que hicieron allí los iluminadores con los efectos de luz y sombras de inspiración expresionista); y preñadas de un humor que las convierte en piezas insólitas, extravagantes y hasta disparatadas pero muy muy divertidas.


Aunque La torre de los siete jorobados es una película de Neville, más aún, uno de los Neville por excelencia, conviene, sobre todo a estas alturas, no olvidar a los otros tres autores que precedieron al cineasta. Por un lado, los autores de la novela, porque son dos, aunque aparece -aún hoy- firmada sólo por Emilio Carrere; por otro, el guionista José Santugini que no sólo escribió el guión sino que puso en marcha el proyecto de la versión cinematográfica. De lo que sabemos de la autoría de la novela, al estupendo prólogo de Jesús Palacios con sus pesquisas en la edición de Valdemar hemos de remitirnos; de lo que sabemos del guión de Santugini, a las de Santiago Aguilar nos remitiremos.

Emilio Carrere en un retrato de Alfonso

Si no fuera por La torre de los siete jorobados, publicada en 1924, hoy nadie recordaría a Emilio Carrere. Pero en el primer tercio del siglo pasado fue un autor muy popular (como el Ruíz Zafón de su tiempo, vamos), sólo que entonces los editores pagaban muchísimo menos. César González Ruano nos dejó este retrato de Carrere: "Se diría que le estorbaba el dinero. No quería él sino lo justo para existir, para llenar su pipa de mal tabaco y para dárselo al primero que se lo pedía. (...) Había nacido en 1880 y desde los veinte años publicado libros que se acercarían a un centenar, pero que en realidad sólo eran diez, porque vengándose de la cicatería editorial les cambiaba el título y los volvía a vender". Quizá algo más que el título pero por ahí andaba la cosa. Tiene su aquel irónico -o una jocosa justicia poética- que su nombre perdure por una novela cuyas dos terceras partes escribió un negro llamado Jesús de Aragón, que, llegado el momento de la adaptación al cine, ya había abandonado la literatura, pero en los años 20 y 30 llegó a ser conocido como el "Julio Verne español" y a veces firmaba como "Capitán Sirius", uno de esos escritores de la primitiva y ya olvidada  generación que cultivó la novela popular de evasión -aventura, fantasía, misterio, ciencia ficción: el pulp español, digamos-, como 40.000 kilómetros a bordo del aeroplano 'Fantasma' o De noche sobre la ciudad prohibida.

Las cubiertas corresponden a la publicación 
de las novelas en la editorial Juventud 
en 1935 y 1936 respectivamente.

El caso es que en 1923, Emilio Carrere vendió a un editor madrileño una novela que, en realidad, era el manuscrito de Un crimen inverosímil, una novela corta suya que había publicado el año anterior, al que añadió papeles suficientes para hacer un bulto verosímil. Comprobada la naturaleza de la carpeta, el editor le encarga a Jesús de Aragón el remedio del disparate. Y tras estudiar  la obra de Carrere, se puso a la faena y cumplió con creces el cometido. Hasta el punto de que los jorobados sean siete es cosa suya -en la parte original de Carrere sólo hay uno-, como la ciudad hebrea perdida bajo el Madrid de los Austrias, cuyo decorado en la película, obra de Pierre Schild, se convertirá en imagen emblemática de La torre de los siete jorobados.


Tampoco nadie se acuerda de José Santugini, quizá el mejor guionista del cine español de los cincuenta, bastaría citar Carne de horca (1953) de Ladislao Vajda. Me gustó mucho lo que dijo en una entrevista publicada en la revista Primer Plano el 30 de enero de 1944: La cátedra de todo buen guionista es la butaca del espectador de cine. Lo raro -otra rareza más- es que Neville y Santugini sólo trabajaran juntos -y como se verá, poco tiempo- en La torre de los siete jorobados, porque eran de la misma cuerda. Santugini  era otro de los humoristas del círculo de Tono, López Rubio, Mihura y compañía. Escribe relatos para las revistas y en 1936 dirige Una mujer en peligro a partir de un guión que había escrito con Carlos Fernández Cuenca, una película producida por Atlantic Films para la que Neville rueda ese mismo año La señorita de Trevélez.  En Una mujer en peligro se cocinan los ingredientes característicos de los relatos de Santugini: "un caserón en ruinas habitado por un puñado de personajes siniestros escapados de una producción de la Universal: un doctor lunático, una chica pizpireta y héroe sin atributos". Y la noche tenebrosa, rayos y truenos, gatos negros, telarañas y caras patibularias; eso sí, todo aliñado con humor que redime lo naif de las truculencias y piruetas argumentales. Casi todos esos rasgos bien podrían aplicarse, como señala Santiago Aguilar, a La torre de los siete jorobados. Ingredientes similares que Santugini vuelve a aderezar en Viaje sin destino (1942) de Rafael Gil protagonizada por Antonio Casal, el Basilio Beltrán de La torre...: el misterio conjugado con lo cómico en una comedia con fantasmas marca de la casa Santugini. Pero antes de entrar en el guión que en 1944 lo vinculará profesionalmente con Neville, conviene retroceder hasta 1935, cuando en el número del 5 de mayo de la revista Cinegramas aparece una entrevista de Santugini con Emilio Carrere donde, a propósito de La torre de los siete jorobados, comenta el guionista: Por su emoción, por su enredo y sus complicaciones folletinescas es precisamente por lo que la creo más cinematografiable. Sería la primera película de terror, de misterio, de trucos pintorescos que se realiza en España. Entre policiaca y sobrenatural, con algo humorístico y castizos escenario madrileños...


Y es el propio Santugini quien en 1944 -casi diez años después- convence a los productores para emprender la versión cinematográfica. Se firma el contrato de cesión de derechos el 1 de marzo y, unos días después, en una entrevista radiofónica, Neville asegura que su próximo proyecto será Domingo de carnaval.  Así que, durante un tiempo, Satugini trabaja solo en el guión de La torre de los siete jorobados, se queda con la trama principal de la novela y, para curarse en salud, prescinde de todos los materiales "contaminados" por el satanismo y lo sobrenatural. A principios de mayo, el guión, firmado ya por Santugini y Neville, se presenta a censura previa.

 
Y aquella novela que apañó con bien un negro y casi novel Jesús de Aragón, encontró en Santugini al guionista idóneo y en Neville al director ideal para transfigurar una trama que, pudiéndose despeñar por lo tremebundo, levanta vuelo por obra y gracia del tono ligero y de los visos oníricos que desprenden las formas.

El pánfilo y el fantasma

Desde luego no se le pueden poner pegas al casting, con ese pánfilo Basilio Beltrán en la piel de un simpático Antonio Casal, enredado por Robinsón de Mantua -no me digáis que no es un nombre magnífico para el fantasma de un arqueólogo-, encarnado de maravilla por Félix de Pomés, para proteger a su sobrina Inés a la que pone carita Isabel de Pomés,

Isabel de Pomés es Inés de Mantua

de la amenaza del siniestro doctor Sabatino, un estupendo Guillermo Marín, que gobierna el mundo tenebroso de la torre de los siete jorobados (en realidad, bastantes más), en el otro Madrid bajo la plaza del Alamillo, donde mantiene encerrado al chiflado y entrañable doctor Zacarías, un espléndido Antonio Riquelme.

El pánfilo, el doctor siniestro y el profesor chiflado

Seguramente no cabe imaginar mejores mimbres para conjugar fantasía, misterio, humor y costumbrismo que de una forma tan deliciosa acaban cuajando en La torre de los siete jorobados, una película que se abrocha con un desenlace que le hubiera gustado a Lubitsch -tan admirado por Neville-, con el fantasma Robinsón de Mantua que abandona la escena llevándose a una Venus de Milo -es mi tipo de mujer- mientras reconviene a Basilio la ardiente efusión con Inés. En fin, La torre de los siete jorobados, sobra decirlo, no es una película de miedo, sino una encantadora y disparatada comedia de fantasmas.