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22/12/19

Un relámpago de gracia


Ya vimos de todo en las cocinas del cine. Y me refiero a donde se guisa el sustento de cada día, no donde se alumbran las películas. Desde sexo en harinas (en The Postman Always Rings Twice, cosecha de 1981) hasta un crimen callado (en Torn Curtain, de Hitchcock) pasando por la gestación de un banquete (en Babettes gæstebud, de Gabriel Axel), el sueño de otra vida (en The Naked Dawn, de Ulmer) o un cortejo preñado de melancolía (en The Man Who Shot Liberty Valance, de Ford).


Y cuántas cocinas nos ha mostrado el cine. Hace unos años me pidieron el esbozo de un (posible) texto sobre el asunto; preparé una lista de cincuenta películas donde la cocina era un decorado (por lo menos) relevante. El encargo del texto no se concretó (de momento) pero seguí con la lista y llevo casi doscientas. Algunas tuvieron su eco en la escuela; además de las ya enlazadas, la de Michiyo/Setsuko Hara en Meshi, de Naruse, la de Baxter/Jack Lemmon en The Apartment, de Wilder, o la de Inger/Birgitte Federspiel en Ordet, de Dreyer, quizá nuestra cocina preferida.


Quizá nunca se haya destilado tanta ternura en una cocina. Quizá sólo en la de Katie/Jocelyn Brando  en The Big Heat, de Lang.



Annie Laurie Starr/Peggy Cummins, en Gun Crazy, de Joseph H. Lewis, ve en la cocina todo lo que detesta, la representación de una vida que aborrece.


Isabel/Betsy Blair sueña en Calle mayor, de Bardem, con una de esas cocinas estupendas, tan blancas y limpias que salen en las películas americanas. Tan distintas de la que vemos, por ejemplo, en Sedotta e abbandonata, de Germi, tan verdadera, tan viva. Como la propia Stefania Sandrelli.


Si tuviera que elegir una sola secuencia, me quedo con/en la cocina de Ochazuke no aji/El sabor del arroz con té verde, de Ozu (también le gusta mucho a Ángeles). Una cocina que cobija y propicia una de las más bellas escenas que haya rodado el cineasta, que ya es decir; un cineasta, además, con tal querencia por los espacios domésticos.


En Ochazuke no aji sólo entramos en la cocina con Taeko/Michiyo Kogure y Mokichi/Shin Saburi, el matrimonio protagonista, cuando faltan menos de quince minutos para acabar la película, hasta ese momento era un espacio off, reservado a las criadas.


Es de noche. Una criada duerme allí al lado y habla en sueños. Taeko y Mokichi, hablan bajito para no despertarla. Buscan los ingredientes para preparar el arroz con té verde, un plato sencillo, humilde, que tanto le gusta a Mokichi y tanto despreciaba Taeko hasta esa noche, una comida que cifra cuanto les separaba.


A Ozu le basta ese gesto de Mokichi sosteniendo la manga ancha del vestido de Taeko mientras lava las verduras para destilar la emoción de una íntima cercanía al fin recobrada, la promesa de un nuevo umbral.


No es sólo una reconciliación. Allí se cocina la epifanía de la felicidad doméstica, se gesta la energía que culminará en la escena siguiente con un relámpago de gracia.


El modesto milagro que alumbra el sabor del arroz con té verde.

17/8/14

La escuela del B Noir


En Milagros de vida, J. G. Ballard evoca su alumbramiento como escritor en la oscuridad de los cines en Londres tras la 2ª guerra mundial. "Por encima de todo estaba el cine Arts", donde recuerda haber visto Los niños del paraíso de Carné, "una maravillosa farsa" protagonizada por Arletty; Manon de Clouzot "con la divina niña mujer Cécile Aubry, al parecer de mi misma edad y de recuerdo imborrable para un muchacho de diecisiete años"; o el Orfeo de Cocteau, "con otra divina como María Casares encarnando a la muerte".

Fotograma de Manon (1949) de Clouzot, 
iluminada por Armand Thirard.
También me gustaban las películas estadounidenses, sobre todo las cintas de serie B que constituían el espectáculo menor de los programas dobles. Era la época del apogeo del cine negro, y cuando teníamos las tardes libres me escabullía a ver todo lo que los estudios de Hollywood podían ofrecer.
Fotograma de Perdición (1944) de Billy Wilder, 
iluminada por John F. Seitz.
Devoré Perdición (Barbara Stanwyck me recordaba en algunos aspectos a mi madre y sus amigas de las partidas de bridge, mujeres desesperadas que trataban de escapar a sus papeles de amas de casa) y Retorno al pasado, con Robert Mitchum, pero mis películas favoritas eran las de crímenes y gánsteres con presupuestos ínfimos.

Fotograma de Pitfall (1948) de André De Toth, 
iluminada por Harry Wild.

Fotograma de Gun Crazy (1950) de Joseph H. Lewis, 
ilumnada por Russell Harlan.
Aquellos filmes a menudo eran mucho más interesantes que los instrumentos para el lucimiento de las estrellas que encabezaban los programas.
Fotogramas de Detour (1945) de Edgar G. Ulmer, 
iluminada por Benjamin H. Kline.
Con los materiales más simples -dos coches, un motel barato, una pistola y una morena cansada-, evocaban una imagen dura y nada sentimental de la ciudad primitiva, un espacio psicológico que existía primero y ante todo en la mente de los personajes.
Fotogramas de The Phantom Lady (1944) de Robert Siodmak,
iluminada por Woody Bredell.
Al escribir mis relatos en los ratos libres que me dejaban los deberes de las tardes, descubrí que el cine de la posguerra planteaba un grave desafío a cualquier aspirante a escritor.
Fotogramas de He Walked by Night (1948)
 de Alfred L. Werker y Antony Mann, 
iluminada por John Alton. 
Me gustaban los contundentes thrillers estadounidenses, con su expresiva fotografía en blanco y negro, sus ambientes siniestros y sus historias sobre alienación y traición emocional.
Fotogramas de Hollow Triumph (1948) de Steve Sekely, 
iluminada por John Alton.
Intuía que estaba surgiendo un nuevo tipo de cultura popular que explotaba la psicopatía del público, y de hecho tenía que provocar esa psicopatía si era efectiva.
Fotogramas de Woman on the Run (1950) de Norman Foster, 
iluminada por Hal Mohr.
El movimiento artístico moderno lo había demostrado desde el inicio, con la poesía de Baudelaire y Rimbaud, y el compromiso voluntario de la psicopatía del público es casi una definición de la modernidad en conjunto. 

19/12/13

La última derrota


Aprovechando que pasa unos días en casa hablamos con nuestro hijo -langófilo fervoroso- de Sólo se vive una vez, que tanto nos gusta. La película más romántica y lírica de Fritz Lang. Habrá otros filmes suyos mejores -podríamos discutirlo (¡hizo tantos tan buenos!)-, pero ninguno más bello.


Tampoco ninguna chica más admirable en su filmografía que Jo (Joan) Graham -en la piel de Sylvia Sidney-, hasta el punto de robarle la película a Henry Fonda, como Eddie Taylor, ese culpable inocente (o viceversa).


Jo es el motor de la historia (por su causa Eddie se entrega a la policía, acusado de un crimen que no cometió, y por ella huye cuando quería entregarse por un crimen que sí cometió), se rebela contra el destino y toma las riendas de sus vidas en la primera de las más bellas fugas que unos amantes hayan vivido. 


Pienso en Los amantes de la noche (1949) de Nicholas Ray, El demonio de las armas (1949) de Joseph H. Lewis, Bonnie and Clyde (1967) de Arthur Penn o Malas tierras (1973) de Terence Malick. Y, desde luego, Pierrot le fou (1965) de Godard. Hasta la frontera o la muerte. La última derrota de los amantes.


(Con tal deriva trágica, Jo deviene -¿a su pesar?- la más dulce, tierna y dura de las mujeres fatales.)  La fuga de Sólo se vive una vez dura en pantalla apenas los veinte minutos del tercer acto -la más breve de todas-, pero vive en nosotros para siempre.

-Acércate, Jo.
-Dos personas no pueden estar más cerca.

Nos cuenta nuestro hijo que Raoul Walsh comentaba cuál era el truco para hacer una buena película: dale el protagonista a un tipo, que se lo crea, y deja que la chica haga el mejor papel. (Sabía de lo que hablaba, basta ver Murieron con las botas puestas o El último refugio.) Basta ver You Only Live Once (1937) para comprobar cuánta razón tenía.


Es puro Lang, por más que cuando Bogdanovich le preguntó si se sentía especialmente satisfecho de esa película sólo mostrara un tibio aprecio retrospectivo -más sí que no-; admitía, faltaría más, que le gustó hacerla.


Y trabajar otra vez con Sylvia Sidney (habían colaborado en Furia; aunque la actriz años después confesara que no le había gustado, pero nadita, trabajar con Lang: debió ser más generosa -más Jo-, le debía que la llevemos en la memoria de por vida).

Lang dirige a Sylvia Sidney en Sólo se vive una vez.

Y colaborar con Leon Shamroy, un director de fotografía al que calificaba como brillante e imaginativo. (Todos los directores de fotografía que han dejado testimonios de su trabajo con Lang -Fritz Arno Wagner, Joseph Ruttenberg, Arthur C. Miller, Nicholas Musuraca, Ernest Laszlo- valoran el conocimiento preciso y sutil de la cámara por el cineasta y evocan la experiencia como enriquecedora y aun la consideraban un privilegio.)

Lang, en segundo término y en el suelo con Leon Shamroy, 
fija un encuadre en el rodaje de Sólo se vive una vez.

Una verdadera escuela para el noir de los cuarenta y cincuenta la iluminación de Sólo se vive una vez.


Se palpa el goce del cine de una forma casi táctil en la concisión rigurosa y pródiga inventiva que desprende la magistral secuencia del atraco (que le cuelgan a Eddie): llueve, nos acercamos con un travelling hasta la ventanilla trasera de un coche, empañada por el vaho y chorreando agua salvo en una franja estrecha por arriba que nos permite ver... los ojos del atracador reflejados en el espejo retrovisor.  


Estoy convencido de que era una película especial para él. De hecho se remonta en sus comentarios con Bogdanovich a la idea del amor más fuerte que la muerte presente ya en Der müde Tod (Las tres luces, 1922): Todo lo que hace la chica para salvar a su amante provoca su muerte -una lucha contra la fatalidad, contra el destino- (como Jo en Sólo se vive una vez). Como Las tres luces -y en palabras de Lotte Eisner (vieja amiga del cineasta)-, Solo se vive una vez deviene el Cantar de los Cantares de Lang.

-Pero tendrán que encontrarnos. 
Y se echan a la carretera. 

Quizá no se pueda cambiar el destino pero hay que luchar contra él: la lucha es lo que cuenta: el destino no es el tema (languiano); la lucha contra el destino, esa es la cuestión (languiana). Sus héroes, sus heroínas, pueden ser vencidos (a menudo lo son) pero no se resignan. Su cine aflora en una matriz trágica cuyo vector esencial lo define el propio Fritz Lang -en el papel de Fritz Lang- en Le mépris de Godard: la lucha del hombre contra las circunstancias.


Y las circunstancias cobran visos de un engranaje fatal que tritura al ser humano: un culpable con pinta de inocente (M, pongamos por caso) o un inocente con pinta de culpable (Eddie Taylor, sin ir más lejos), ¿hay tanta diferencia? -se pregunta el cineasta-. ¿Qué es la culpa y la inocencia más allá de las apariencias?


El primer encuentro de Jo y Eddie -que Lang nos muestra- tiene lugar en la cárcel. Eddie sale en libertad y Jo acude a esperarlo. Un encuentro anhelado. Van a casarse. Corren a abrazarse. Pero el cineasta los filma entre rejas. Los encuadres encarcelan -fatalmente- por igual a los amantes. Están condenados desde el primer plano que los abraza.


Hasta el último abrazo que Lang filma -fatalmente- confinado en una mira telescópica de un policía, cuando ya han llegado a la frontera.


Un plano que le sirvió a Godard (en un escrito de 1956) para cifrar la estética del cineasta: "Un policía apunta al bandido que huye y va a matarlo; para hacer sentir mejor el aspecto inexorable de la escena, Lang hizo instalar en el fusil una mira telescópica, como la que tiene un arma de gran precisión; el espectador nota inmediatamente que el policía no puede fallar su disparo y que el fugitivo debe matemáticamente morir".


La puesta en escena representa para Lang el proceso de desnudar el mecanismo triturador de la sociedad que convierte las apariencias (ese sombrero con las iniciales E.T., los antecedentes penales de Eddie Taylor) en pruebas de convicción para una ley implacable. Eso y un efecto multiplicador: el azar, aciago aliado del engranaje social hasta cuajar las formas de lo irremediable.


Esa alquimia de azar y fatalidad cifran la ecuación fílmica del cine de Lang: Ese instante que se nos escapa. Esa es mi obsesión. Una obsesión que pone en boca de Gina (Lili Palmer) en una escena de Cloack and Danger (1946).


Esos cigarrillos que compra Jo en el motel, cuando están tan cerca de la frontera, y que acaban causando su perdición al ser reconocida por el vigilante: ese dial del teléfono se encadena con los amantes en fuga como una sentencia de muerte.


Y justo por esa ecuación destella con fulgor libertario la insumisión de Jo: Quizá no podamos ser felices, le dice a Eddie cuando las cosas no pueden pintar peor y él casi prefiere rendirse (entregarse), pero tenemos derecho a una vida.


Aunque tengan las horas contadas. No se rinde. Ni se arrepiente.


Hay algo implacable en la ecuación fílmica de Lang que ya se presagia en el único momento de tregua, junto al estanque de ranas durante la luna de miel, una escena que no figuraba en el guión de Gene Towne y C. Graham Baker; quizá la escena más lírica rodada nunca por Lang (tenía razón Lotte Eisner: una de las escenas de amor más lírica de la historia del cine).

-Es curioso. ¿Por qué?

Ese instante que se nos escapa. Esa rana que salta y desfigura el reflejo de los amantes. (Esa rana que costó lo suyo obligarla a saltar, pero un director debe estar a la altura de cualquier situación y ser capaz de dirigir ranas si la escena lo requiere; lo  cuenta diez años después el cineasta en un artículo muy divertido, La rana y yo. Por detalles así -y Lang amaba los detalles- era tachado de perfeccionista insoportable y, como él mismo recordaba, nada odia tanto Hollywood como un perfeccionista.) El agua como espejo de un augurio funesto. Como espejo del destino. Una imagen que Lang recupera en El tigre de Esnapur, uno de sus últimos filmes:

La chica presiente lo peor. 
Él la traquiliza: sería una hoja o un pájaro. 
O la mano de un dios, dice ella.

Sólo se vive una vez fue la segunda película de Lang en Hollywood y el primer encuentro con Walter Wanger, un productor que el cineasta admiraba, un hombre de tacto y talento, y con el rodará otro filme cardinal como Scarlet Street. Lang veía Sólo se vive una vez como una película absolutamente americana, sin relación con Europa. Pero hablaba así cuando quería reinvindicarse como cineasta americano (limpio de los resabios europeos que saltaban a la vista en Furia). Hay quienes dicen que se trata de la primera película suya totalmente americana, pero esas consideraciones no son sino cuestiones adjetivas.

Cartel japonés de Sólo se vive una vez
en 1975.

Durante los dos años que pasó en América antes de rodar allí su primera película, Lang recorrió buena parte del país en coche, trabó relación con las tribus indias, estudió la cultura de los navajos, aprendió el inglés leyendo a diario periódicos y comics; pero no sólo aprendió el idioma, aprehendió una forma de vida, radiografió con su mirada de tuerto los tiempos duros de la Depresión que luego documentó en filmes como Sólo se vive una vez.


Es verdad, se empapó de América, pero qué no había visto Lang en Alemania, de la Depresión en Weimar, del ascenso del nazismo... Así que, ¿Sólo se vive una vez el primer Lang americano..?


Desde luego se trata de una película totalmente Lang (más no puede ser). Y -europeo o americano- sólo hay un Lang. Basta tener ojos en la cara. Y mirar.